33. Llegan los ichanis


El sol de la mañana asomó despacio por encima del horizonte como si se resistiera a afrontar el nuevo día. Los primeros rayos tiñeron las torres del Palacio de un amarillo anaranjado intenso. Poco a poco, aquella luz dorada se extendió por los tejados, empezando por las afueras de la ciudad y acercándose lentamente a la Muralla Exterior hasta bañar los rostros de los magos que se encontraban en lo alto.

Habían salido del Gremio en cuanto la patrulla de reconocimiento les comunicó que los sachakanos se habían puesto en marcha. Tras encaramarse a la Muralla Exterior, se habían dispersado formando una larga fila. Aquellos cientos de magos ofrecían un espectáculo imponente, muy distinto del de los dos carros sobrecargados que avanzaban lentamente, dando tumbos hacia la ciudad. Lorlen tuvo que recordarse que quienes viajaban en esos carros habían matado ya a más de cuarenta de los mejores guerreros del Gremio y que su fuerza era muy superior a la de los magos que estaban sobre la muralla.

Los ichanis habían encontrado carros para reemplazar los que los hombres de Yikmo habían destruido, pero hacerlo les había llevado medio día. Sin embargo, el Gremio no había podido aprovechar el sacrificio de los guerreros. Todos los intentos de Sarrin de aprender magia negra habían fracasado. El viejo mago había alegado que no conseguía descifrar del todo las descripciones e instrucciones sobre magia negra que contenían los libros. Su angustia aumentaba con cada día que pasaba. Lorlen sabía que la posibilidad de que Yikmo y sus hombres hubieran muerto en vano pesaba tanto sobre la conciencia de Sarrin como su incapacidad para convertirse en el salvador de Kyralia.

Lorlen miró al alquimista, que estaba a varios pasos de distancia. Sarrin, aunque ojeroso y cansado, observaba al enemigo que se acercaba con grave determinación. Lorlen se volvió entonces hacia Balkan, quien, de pie y con los brazos cruzados, se las arreglaba para parecer seguro y relajado. Lady Vinara presentaba un aspecto igual de sereno y resuelto.

Lorlen dirigió la vista de nuevo hacia los carros que se aproximaban. La patrulla de reconocimiento había informado sobre la posición del enemigo la noche anterior. Los sachakanos se habían alojado en un granero abandonado junto al camino, a solo una hora de viaje de la ciudad. Al parecer tenían la intención de aplazar su ataque hasta el día siguiente, lo que había complacido al rey. Aún tenía la esperanza de que Sarrin lograse su propósito.

Uno de los consejeros del monarca había señalado que los ichanis no descansarían salvo en caso de necesidad. Lorlen había reconocido a ese hombre: era Raven, el espía profesional que había acompañado a Rothen durante los primeros días de la misión que después se había suspendido.

—Si quieren dormir, deberíamos impedírselo —había dicho Raven—. No hace falta enviar magos. Los hombres comunes tal vez no seamos muy útiles en una batalla mágica, pero no subestiméis nuestra capacidad para incordiar.

Así pues, un puñado de guardias se había acercado sigilosamente por la noche para soltar enjambres de moscas de la savia en el granero, despertar a los sachakanos con ruidos estridentes y, por último, prender fuego al edificio. Esto último lo habían hecho con más entusiasmo del habitual, pues los ichanis habían capturado a uno de los guardias. Lo que habían hecho al hombre no presagiaba nada bueno para los ciudadanos que aún no se habían marchado de Imardin.

Lorlen se volvió para contemplar la ciudad. Las calles estaban desiertas y en silencio. La mayoría de los miembros de las Casas habían zarpado con rumbo a Elyne, llevándose consigo a su familia y a sus sirvientes. Una hilera interminable de carros había atravesado la Puerta Meridional durante los dos últimos días, llevando al resto de la población hacia las aldeas de los alrededores. Los guardias habían hecho lo posible por mantener el orden, pero eran demasiado pocos para poner fin a los saqueos que se estaban produciendo. El día anterior, en cuanto el sol se había puesto, las puertas se habían cerrado y se había procedido a instalar las fortificaciones.

Evidentemente, era posible que los ichanis pasaran de largo las puertas y fueran directos a la brecha abierta en la Muralla Exterior por la parte que cercaba los terrenos del Gremio.

El Gremio no podría hacer nada para evitarlo. Ya sabían que perderían esa batalla. Sus esperanzas se reducían a matar a uno o dos ichanis.

Aun así, Lorlen detestaba imaginarse los destrozos que podían causar en los edificios antiguos y monumentales. Lord Jullen había embalado y enviado lejos los libros y los documentos más valiosos, y guardado el resto en una habitación subterránea de la universidad. Los pacientes ingresados en el alojamiento de los sanadores, así como los sirvientes y los familiares, habían sido evacuados.

Se habían tomado precauciones parecidas en el Palacio. Lorlen dirigió la mirada hacia las torres, que apenas descollaban por encima de la Muralla Interior y se habían construido para proteger ese edificio central. A lo largo de los siglos, se habían realizado varias reformas en el Palacio acordes con los gustos y caprichos de la realeza kyraliana, pero la muralla que lo rodeaba había permanecido intacta. La flor y nata de la Guardia esperaba en el interior, lista para entrar en combate si el Gremio era derrotado.

—Han llegado a las barriadas —murmuró Osen.

Lorlen se volvió de nuevo hacia el norte y bajó la vista hacia las barriadas. Aquel laberinto de calles trazadas sin orden ni concierto se extendía a sus pies. Se preguntó adónde se habían ido los losdes. Esperaba que muy lejos de allí.

Los carros avanzaban entre los edificios de las afueras, y sus ocupantes se divisaban ya como siluetas diminutas. Lorlen vio que se detenían de repente. Seis hombres y una mujer se apearon de los vehículos y echaron a andar hacia las Puertas Septentrionales. Los esclavos se internaron en las barriadas con los carros.

Lorlen advirtió que un ichani se iba con ellos. «Un adversario menos. Aunque eso no cambia demasiado las cosas.»

—El rey ha llegado —murmuró Osen.

Al volverse, Lorlen vio que el monarca se acercaba. Los magos hacían una genuflexión y se enderezaban rápidamente a su paso. Lorlen los imitó.

—Administrador.

—Majestad —respondió Lorlen.

El rey bajó la mirada hacia los sachakanos que se aproximaban.

—¿Ha intentado de nuevo contactar con Akkarin?

Lorlen hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Cada hora, desde que me lo pedisteis.

—¿No responde?

—No.

El rey asintió.

—Entonces tendremos que hacerles frente solos. Esperemos que Akkarin estuviera equivocado respecto a la fuerza de los ichanis.

Sonea nunca había visto cerradas las Puertas Septentrionales. Aquellas enormes placas de metal siempre habían estado manchadas de herrumbre, y sus adornos, medio ocultos por la tierra y la mugre acumuladas durante siglos. Ahora eran de un negro reluciente. Sin duda las habían restaurado como gesto de orgullo y resistencia.

Una hilera de magos se había apostado sobre la muralla. Había túnicas marrones intercaladas entre las verdes y las moradas. Sonea sintió una súbita compasión por sus compañeros de clase. Debían de estar aterrorizados.

Los ichanis aparecieron en el camino, a sus pies. Sonea sintió que el corazón le daba un vuelco y notó que Akkarin contenía la respiración. Estaban a solo unos cuantos pasos de distancia, y esta vez ella no los estaba viendo a través de los ojos de otro mago.

Sonea, Akkarin, Cery y Takan estaban observando desde una casa situada junto al Camino del Norte. Cery los había llevado allí porque el edificio contaba con una habitación en una torre pequeña que se alzaba por encima del primer piso y ofrecía la mejor vista de la zona anterior a las puertas.

—El que va en cabeza es Kariko —murmuró Akkarin.

Sonea asintió.

—Y la mujer debe de ser Avala. ¿Qué hay de los demás?

—¿Te acuerdas del espía al que leíste la mente? Ese de allí, el alto, es Harikava, su amo. Los dos que van detrás son Inijaka y Sarika. Los he visto en las mentes de los espías capturados. Los otros dos, Rikacha y Rashi, son viejos aliados de Kariko.

—Son siete —observó la chica—. Falta uno.

Akkarin arrugó el ceño.

—Cierto.

Los ichani pasaron junto a la casa, y varios pasos más adelante se detuvieron. Alzaron la mirada hacia las figuras con túnica alineadas en lo alto de la Muralla Exterior.

Se oyó una voz procedente de arriba que no resultó conocida a Sonea.

—Deteneos, sachakanos. No sois bienvenidos en mis dominios.

Al mirar a los magos que estaban de pie en la parte de la muralla situada encima de las puertas, Sonea vio a un hombre vestido con ropajes elegantes junto al administrador Lorlen.

—¿Es ese… el rey?

—Sí.

A su pesar, sintió cierta admiración por el monarca. Se había quedado en la ciudad, cuando podría haber huido con los miembros de las Casas.

Kariko extendió las manos a los costados.

—¿Es así como los kyralianos tratan a sus invitados, o a un viajero cansado?

—Un invitado no mata a la familia o a los sirvientes de su anfitrión.

Kariko rió.

—No. Bienvenido o no, estoy en tus dominios. Y quiero tu ciudad. Abre las puertas, y dejaré que sigas vivo para servirme.

—Preferimos morir a servir a seres de tu ralea.

A Sonea se le desbocó el corazón al reconocer la voz de Lorlen.

—¿Eso lo ha dicho uno de los que se hacen llamar «magos»? —Kariko soltó una risotada—. Lo siento, la invitación no te incluye a ti, ni a tu Gremio. No mantengo magos. Tu lastimoso Gremio solo puede servirme de una manera: muriéndose —cruzó los brazos—. Abre las puertas, rey Merin.

—Ábrelas tú mismo —repuso el monarca—, y veremos si mi Gremio es tan lastimoso como dices.

Kariko se volvió hacia sus aliados.

—Bien, no van a dispensarnos una bienvenida mejor que esa. Rompamos el cascarón y démonos un festín con el huevo.

Moviéndose con toda naturalidad, se distribuyeron en una hilera. Unos chorros de luz blanca salieron proyectados hacia las puertas y las golpearon por el centro y los lados. Sonea notó que a Cery se le cortaba la respiración al ver que el metal se ponía al rojo vivo. Cientos de azotes llovieron sobre las figuras situadas abajo. Todos rebotaron en los escudos de los ichanis.

—¡Descubre su punto débil, Lorlen! —exclamó Akkarin—. ¡Centraos en uno solo!

Sonea se sobresaltó cuando oyó el sonido de algo que se desgarraba. Akkarin había tenido la mano apoyada en la fina mampara que estaba junto a la ventana. Sacó los dedos a través del papel rasgado y se aferró al alféizar.

—¡Eso es! —exclamó.

Al mirar de nuevo hacia fuera, Sonea vio que los azotes del Gremio caían sobre un solo ichani. Contuvo el aliento, temerosa de que los otros sachakanos fusionaran sus escudos, pero no lo hicieron.

—Ese hombre… —Akkarin señaló con un gesto brusco al ichani sobre el que se concentraban los ataques—. Iremos a por él primero.

—Si se separa del grupo —añadió Cery.

Kariko echó una ojeada a su aliado en apuros y luego alzó la vista hacia la muralla. Disparó un rayo luminoso a las figuras apostadas sobre la puerta, pero el escudo conjunto del Gremio lo rechazó.

De pronto, una nube blanca salió despedida de las puertas. Un agujero candente se había abierto en el metal, y por detrás se estaba formando otra nube.

—Las casas del otro lado deben de haberse incendiado —dijo Cery con aire sombrío.

—Aún no —le corrigió Akkarin—. Eso es vapor, no humo. La Guardia está arrojando agua sobre las fortificaciones de madera para que no ardan.

Parecía un intento ridículo de frenar a los ichanis, pero todo obstáculo que los sachakanos tenían que superar consumía un poco de su energía. Sonea dirigió de nuevo la mirada hacia la muralla. El rey y los magos que estaban sobre las puertas corrieron hacia los lados para alejarse de las columnas de vapor.

Entonces una de las puertas se movió. Cery masculló una maldición al verla combarse hacia delante. Se oyeron varios chasquidos fuertes antes de que la hoja se soltara de las bisagras y cayese al suelo con gran estrépito. Al otro lado, un andamio de madera y hierro cubría la brecha. Mientras los guardias se apresuraban a bajar de la estructura, la segunda puerta cayó.

Kariko se volvió hacia sus compañeros.

—¿Creen que podrán detenernos con esto? —Se echó a reir y dirigió la vista de nuevo a las fortificaciones.

El aire vibró, y el andamio se curvó hacia dentro como si una fuerza enorme e invisible hubiera impactado contra él. El estallido de la madera y el chirrido del metal resonaron desde el hueco que se había producido en el muro, y las fortificaciones se vinieron abajo.

Sonea alzó la vista y vio que prácticamente todos los magos habían desaparecido de la muralla. Observó a los ichanis entrar en la ciudad con paso decidido. Les lanzaban azotes desde las casas colindantes, pero los sachakanos seguían caminando hacia la Muralla Interior sin inmutarse.

Akkarin se apartó de la ventana y se volvió hacia Cery.

—Tenemos que ir a la ciudad enseguida —dijo.

Cery sonrió.

—Ningún problema. Seguidme.

Al poco rato Farand estaba jadeando. Dannyl lo cogió del brazo y aminoró la marcha a un paso rápido. El joven miró hacia atrás con expresión de temor.

—No nos seguirán —aseguró Dannyl—. Parecían muy decididos a llegar hasta el Círculo Interno.

Farand asintió. El joven mago había subido a la muralla y se había acercado a Dannyl, tal vez buscando consuelo en un rostro conocido. Los magos que iban delante se distanciaron aún más, y al final acabaron por perderlos de vista.

—¿Llegaremos… a tiempo? —resolló Farand cuando llegaron a la Cuaderna Occidental.

—Eso espero —respondió Dannyl. Al levantar la mirada hacia la Muralla Interior, vio que ya había algunos magos avanzando a toda prisa por la parte de arriba. Echó un vistazo a Farand; el joven todavía estaba pálido pero le seguía el ritmo esforzadamente—. Tal vez no.

Dobló la esquina siguiente. La muralla se alzaba justo delante de ellos. Cuando llegaron, Dannyl sujetó a Farand por los hombros. Creó un disco de energía bajo sus pies, y ambos se elevaron lo más rápidamente que les permitió la prudencia de Dannyl. El ascenso vertiginoso hizo que se le encogiera el estómago de forma desconcertante.

—Creía que no debíamos usar la magia salvo en el combate —exclamó Farand.

Alcanzaron la parte superior de la muralla, y Dannyl hizo que se posaran en la explanada.

—Es evidente que aún estás demasiado débil para correr —explicó—. Era mejor que llegáramos con tiempo suficiente para que yo pudiera canalizar tu energía que llegar demasiado tarde.

Un mago se les acercó a paso veloz, con la cara roja del esfuerzo, y lo siguieron por la muralla. Al contemplar el Círculo Interno, a Dannyl lo asaltó la ansiedad. Tayend estaba allí abajo. Aunque la mansión en la que se ocultaba el académico se encontraba al otro lado del Palacio, eso no lo protegería cuando los ichanis comenzaran a explorar.

En cuanto se unieron a la fila de magos formados a lo largo de la muralla, Dannyl aportó su energía al escudo del Gremio. Bajó la vista hacia los ichanis. Estaban juntos frente a las puertas, hablando.

—¿Por qué no han atacado? —preguntó Farand.

Dannyl los miró con más atención.

—No lo sé. Aquí solo hay seis. Falta uno.

La sachakana salió de una calle lateral y se encaminó tranquilamente hacia los ichanis. El jefe cruzó los brazos y se dirigió a su encuentro. Dannyl vio que movía los labios. La mujer sonrió, pero cuando el jefe le dio la espalda, su sonrisa se transformó en una mueca de desprecio.

—Tiene un carácter rebelde —observó Farand—. Eso podría resultarnos útil más tarde.

Dannyl asintió y devolvió su atención a los ichanis, que atacaron justo entonces. Los azotes centellearon en el aire, y él sintió una vibración bajo los pies.

—Están golpeando la muralla —exclamó un sanador que se encontraba cerca.

La vibración aumentó rápidamente hasta convertirse en un estremecimiento. Dannyl miró al frente. Los magos más próximos a las puertas intentaban no perder el equilibrio. Algunos se habían agazapado. El escudo del Gremio saltó en pedazos, derribando a varios magos de la muralla.

¡Atacad!

En respuesta a la orden mental de Balkan, Dannyl irguió la espalda. Su azote se unió a los cientos que se lanzaron sobre los sachakanos. Una mano le tocó el hombro, y Dannyl sintió que la energía de Farand se sumaba a la suya.

El temblor y el ruido cesaron de pronto. Los ichanis retrocedieron de las puertas. Dannyl concibió una ligera esperanza, aunque no tenía la menor idea de qué los estaba haciendo retroceder.

Entonces las puertas se desplomaron hacia fuera y cayeron estruendosamente a los pies de los ichanis. A esto siguió una lluvia de cascotes de la muralla derrumbada. Kariko alzó la mirada hacia los magos situados a ambos lados y sonrió satisfecho.

Apartaos de la muralla, ordenó Balkan.

Los magos corrieron hacia unas escaleras de madera construidas en el interior de la muralla. Dannyl y Farand bajaron a toda prisa a la calle.

—¿Y ahora qué? —dijo Farand jadeando cuando llegaron al suelo.

—Nos reuniremos con lord Vorel.

—¿Y después?

—No lo sé. Vorel tendrá instrucciones, supongo.

Unas calles más adelante, Dannyl encontró al guerrero esperando en el punto de reunión acordado junto con varios otros magos. Todos estaban callados y taciturnos.

Reagrupaos.

Vorel asintió al oír la orden de Balkan. Miró a los demás de uno en uno con expresión severa.

—Eso significa que debemos acercarnos a ellos sin que nos vean. Cuando recibamos la siguiente orden, debemos atacar a la vez, centrando nuestros azotes en un solo sachakano. Seguidme.

Vorel se alejó rápidamente, y Dannyl, Farand y los demás magos de su grupo lo siguieron. Nadie dijo una palabra. «Todos saben que será el último enfrentamiento —pensó Dannyl—. Después de esto, si seguimos vivos, abandonaremos la ciudad.»

Cery vio a Sonea y a Akkarin desaparecer por el oscuro túnel, detrás de su guía. Tras respirar hondo, echó a andar en la dirección contraria, seguido de cerca por Takan.

Tenía mucho que hacer. Había que informar a los otros ladrones de que Akkarin y Sonea habían conseguido llegar al Círculo Interno. Los magos falsos debían desperdigarse por las calles. Había que encontrar a los esclavos y ocuparse de ellos. Y él… necesitaba un trago de algo fuerte.

El trayecto hasta el Círculo Interno había sido aterrador, incluso para alguien acostumbrado a los pasadizos del Camino de los Ladrones. El techo se había derrumbado bajo la muralla, dejando apenas espacio suficiente para pasar al otro lado. Sonea le había asegurado que ella y Akkarin podrían sostener el techo con magia si empezaba a hundirse de nuevo, pero con cada bocanada de polvo que respiraba, Cery se imaginaba aplastado y enterrado.

Llegó a un tramo del túnel que discurría paralelo a un callejón. Unas rejillas en lo alto de la pared dejaban entrever la calle. Al oír unos pasos acelerados, Cery se detuvo y vio a un mago pasar corriendo. De pronto, el hombre se paró y dio un patinazo.

—Oh, no —gimoteó.

Cery se acercó a una rejilla y vio que el callejón no tenía salida. El mago era un aprendiz muy joven. Llevaba la túnica cubierta de polvo.

Entonces, desde algún lugar situado más allá de la entrada del callejón, llegó hasta sus oídos una voz de mujer.

—¿Dónde estás? ¿Dónde estás, maguito?

La mujer tenía un acento tan parecido al de Savara que por unos instantes Cery creyó que se trataba de ella. Sin embargo, la voz era más aguda, y la carcajada que se oyó después destilaba crueldad.

El muchacho miró en torno a sí, pero aquello era el Círculo Interno, y no había basura ni cajas tiradas tras las que esconderse. Cery avanzó a toda prisa por el túnel hasta la rejilla más cercana al chico y la abrió.

—¡Yep, mago! —susurró.

El chico dio un respingo y luego se volvió hacia Cery.

—Ven, entra —indicó Cery, y le hizo señas—. Vamos.

El joven dirigió una última mirada hacia la entrada del callejón y se tiró de cabeza por la abertura. Cayó de mala manera al suelo del túnel y rodó, pero se puso de pie rápidamente. Cuando la voz de la mujer sonó de nuevo, él pegó la espalda a la pared más alejada, jadeando de miedo.

—¿Dónde te has metido? —gritó la mujer al tiempo que recorría el callejón a grandes zancadas—. Esto no lleva a ninguna parte. Debes de estar dentro de una de las casas. Echaré un vistazo.

Intentó abrir algunas puertas y derribó una con un rayo. Cuando desapareció dentro de la casa, Cery se volvió hacia el aprendiz, sonriendo.

—Ahora estás a salvo —dijo—. Le llevará horas registrar todas las casas. Lo más seguro es que se aburra y se vaya en busca de una presa más fácil.

La respiración agitada del muchacho se volvió más lenta y acompasada. El chico se enderezó y se apartó de la pared.

—Gracias —dijo—. Me has salvado la vida.

Cery se encogió de hombros.

—No hay rascada.

—¿Quién eres… y qué haces aquí? Creía que habían evacuado a todo el mundo.

—Me llamo Ceryni —dijo Cery—. Ceryni de los Ladrones.

El muchacho lo miró, sorprendido, y luego sonrió.

—Es un honor conocerte, ladrón. Yo soy Regin de Winar.

El ritmo al que avanzaba el caballo lo determinaba todo. Los bufidos de su respiración estaban en sincronía con el golpeteo de sus cascos. El dolor que Rothen sentía en el hombro se intensificaba con cada sacudida. Podía mitigarlo con un poco de energía sanadora, pero no quería consumir más fuerzas de las imprescindibles. El Gremio necesitaba hasta la última gota de magia para luchar contra los ichanis. Ni siquiera había invocado su reserva de poder para combatir el agotamiento que se había apoderado de él tras cabalgar durante toda la noche.

Ante él, la ciudad brillaba como un tesoro rutilante extendido sobre una mesa. Cada edificio relucía como el oro a la luz de la mañana. Llegaría al cabo de una hora, tal vez antes.

Una casa quemada humeaba en medio de un campo calcinado. Grupos pequeños de personas, familias sobre todo, avanzaban a toda prisa por el camino cargados con sacos, cajas y cestas. Al ver pasar al mago, lo miraban con una mezcla de esperanza y miedo en el semblante. Cuanto más se acercaba a la ciudad, más numerosas eran esas personas, hasta que dieron paso a una riada continua de gente que huía de Imardin.

No eran buenos augurios para el futuro del Gremio. Rothen soltó una maldición entre dientes. No había recibido más llamadas mentales que las órdenes de Balkan. No se atrevía a intentar contactar con Dorrien o con Dannyl.

Unas imágenes fugaces aparecieron ante sus ojos. Una calle de la ciudad, y después un rostro sachakano. Kariko. Parpadeó varias veces, pero la imagen no se desvaneció.

«Estoy tan ansioso por saber qué está pasando que empiezo a tener alucinaciones —pensó Rothen—. ¿O son consecuencia de la falta de sueño?»

Se dio por vencido y envió un poco de energía sanadora a su cuerpo, pero la visión permanecía allí. Una sensación de terror invadió a Rothen, pero era una sensación ajena. Vislumbró una túnica verde e intuyó una identidad. Lord Sarle.

¿Estaba enviándole el sanador esas imágenes? No parecía tratarse de algo deliberado.

Kariko empuñaba un cuchillo. Sonrió y se inclinó hacia el observador.

—Fíjate en esto, mataesclavos.

Rothen notó un dolor momentáneo y luego una sensación lejana pero terrible de parálisis y miedo. Poco a poco la presencia de la mente de lord Sarle se disipó hasta que desapareció, y Rothen se vio liberado bruscamente.

Resollando, miró en torno a sí. El caballo estaba inmóvil. Hombres y mujeres lo adelantaban por el margen del camino, lanzándole miradas nerviosas.

«¡La gema de sangre! —pensó Rothen—. Kariko debió de ponérsela a lord Sarle —se estremeció al comprender que había experimentado la muerte de Sarle—. Va a mostrarme el final de todos los magos que mate.»

Y la próxima vez podrían ser Dorrien o Dannyl.

Rothen espoleó a su caballo y se dirigió a galope hacia la ciudad.