Cuando se acercaron a una de las salidas de los aposentos de Cery, Gol se detuvo y se volvió hacia atrás.
—¿Crees que deberías contar a los otros ladrones lo de esos magos?
Cery suspiró.
—No lo sé. No estoy seguro de si me creerían.
—Tal vez después, cuando tuvieras pruebas.
—Tal vez.
El hombretón subió por una escalera de mano hasta una trampilla en el techo. Descorrió el cerrojo y la empujó hacia arriba con sigilo. El sonido de unas voces llegó hasta los oídos de Cery. Gol salió por la trampilla e hizo señas a Cery de que podía subir sin peligro.
Entró en la pequeña casa de bol. Dos hombres, sentados a una mesa, jugaban a las fichas. Saludaron a Cery y a Gol con un movimiento cortés de cabeza. Aunque sabían que les pagaban por vigilar una de las entradas al Camino de los Ladrones, ignoraban que condujese a la guarida de un ladrón.
No se hallaban ya muy lejos de su destino, pero Cery se detuvo en una panadería y en algunos otros locales de artesanos por el camino. Los dueños estaban tan lejos de sospechar la identidad de su cliente como los guardias. Cery les hizo algunas preguntas discretas sobre si les parecía bien su acuerdo con «el ladrón», y todos menos uno le dieron respuestas favorables.
—Envía a alguien a averiguar qué problema tiene el tejedor de esteras cuando terminemos —dijo Cery a Gol una vez que se encontraban de nuevo en los pasadizos subterráneos—. Hay algo con lo que no está conforme.
Gol asintió. Cuando llegaron a su destino, se adelantó para abrir una pesada puerta de metal. Un hombre delgado estaba sentado en el corto pasillo que había al otro lado.
—Ren. ¿Cómo está nuestro invitado? —preguntó Cery.
El hombre se puso de pie.
—Ha estado caminando de un lado a otro. Debe de estar preocupado.
Cery arrugó el entrecejo.
—Bueno, abre la puerta.
Ren se agachó a recoger una cadena que estaba en el suelo. Tiró de ella, y una vibración recorrió el suelo. La pared del fondo se deslizó, revelando una habitación suntuosa.
Takan, a pocos pasos de distancia, se había vuelto al oír el ruido. Parecía tenso y ansioso. Cery esperó a que la puerta se cerrara detrás de Gol antes de hablar.
—¿Qué sucede?
El sachakano soltó un ligero resoplido.
—Akkarin se ha puesto en contacto conmigo. Me ha pedido que te explique algunas cosas.
Cery lo miró sorprendido, y luego señaló las sillas.
—Sentémonos, entonces. He traído comida y vino.
Takan se acercó a una silla de la sala de visitas y se sentó en el borde del asiento. Cery se acomodó frente a él, mientras Gol se iba a la cocina en busca de platos y vasos.
—Sabes que esos asesinos que Akkarin te encargó que encontraras eran magos sachakanos —comenzó Takan—. Y también sabes que tanto Akkarin como Sonea fueron desterrados por utilizar magia negra.
Cery asintió.
—Los asesinos son esclavos liberados —explicó Takan—. Sus amos los enviaron para que realizaran labores de espionaje en Kyralia y el Gremio, así como para que mataran a Akkarin si se les presentaba la ocasión. Sus amos son magos poderosos conocidos como ichanis. Emplean magia negra para absorber energía mágica de sus esclavos… o de sus víctimas. En mi país se la denomina magia superior, y ninguna ley prohíbe su uso.
—¿Los hace más fuertes esa magia? —preguntó Cery. A pesar de que ya estaba informado de todo aquello gracias a Savara, tenía que fingir que no lo sabía.
—Sí. Akkarin aprendió magia negra en mi país. Vine con él cuando regresó a Kyralia, y ha estado absorbiendo energía de mí para poder combatir a los espías.
—¿Fuiste esclavo?
Takan asintió.
—Dices que esos espías asesinos eran esclavos. Sin embargo, también utilizaban la magia negra.
—Se les enseñaba el secreto de la magia superior a fin de que pudieran sobrevivir durante el tiempo suficiente para recabar información sobre las defensas de Kyralia.
Cery frunció el entrecejo.
—Si eran libres, ¿por qué seguían obedeciendo a sus amos?
Takan bajó la vista al suelo.
—Cuesta romper con los hábitos de la servidumbre, sobre todo cuando has nacido esclavo —dijo en voz baja—. Además, los espías tenían tanto miedo del Gremio como de los ichanis. Para ellos solo había dos alternativas: o esconderse en territorio enemigo, o regresar a Sachaka. Hasta que se desterró a Akkarin y a Sonea de manera tan pública, la mayoría de los sachakanos creían que el Gremio seguía usando la magia superior. Todos los espías enviados hasta entonces habían muerto. Sachaka les parecía un lugar más seguro. Allí al menos los peligros que tenían que afrontar les eran conocidos. Pero sabían que los ichanis los matarían si regresaban sin llevar a término su misión.
Gol volvió con vino, copas y una bandeja llena de sabrosos bollos rellenos de carne. El hombretón ofreció a Takan una copa de vino, pero el sirviente la rechazó con un gesto.
—Los ichanis ya están al tanto de que en el Gremio no se practica la magia superior —prosiguió Takan—. Saben que son más fuertes. Su líder, un hombre llamado Kariko, lleva años intentando unirlos. Por fin lo ha conseguido. Akkarin se ha puesto en contacto conmigo esta mañana y me ha pedido que te diga lo siguiente: planean entrar en Kyralia dentro de pocos días. Debes advertir al Gremio.
—¿Y me creerán? —preguntó Cery, no muy convencido.
—El mensaje debe ser anónimo, pero su destinatario sabrá por el contenido quién lo envía. Akkarin me ha dado instrucciones sobre cuál tiene que ser ese contenido.
Cery asintió, se reclinó en su asiento y tomó un sorbo de vino.
—¿Qué sabe el Gremio sobre esto?
—Todo menos esta última novedad. No se creen ni una palabra, pero Akkarin espera que al menos se preparen por si acaso resulta ser cierta —Takan titubeó—. No pareces muy alarmado ante la noticia de que tu país esté a punto de verse arrastrado a una guerra.
Cery se encogió de hombros.
—Oh, lo estoy. Pero no me sorprende. Tenía la sensación de que pronto iba a ocurrir algo importante.
—¿No estás preocupado?
—¿Por qué habría de estarlo? Es cosa de los magos.
Takan abrió mucho los ojos.
—Ojalá fuera así, por tu bien. Pero una vez que esos ichanis hayan derrocado al Gremio y al rey, no dejarán que la gente de a pie siga con su vida como si nada hubiera pasado. A aquellos a quienes no esclavicen, los matarán.
—Primero tendrían que encontrarnos.
—Hundirán vuestros túneles y echarán abajo vuestras casas. Vuestro mundo secreto no sobrevivirá.
Cery sonrió al pensar en los consejos de Savara para matar magos.
—No les resultará tan fácil como piensan —dijo con aire misterioso—. No mientras dependa de mí.
Dannyl salió de la universidad y contempló el concurrido patio. El descanso de enmedio acababa de empezar, y el lugar estaba lleno de aprendices que disfrutaban del calor del verano. Dannyl decidió seguir su ejemplo y dar un paseo por los jardines.
Mientras caminaba por los senderos sombreados, reflexionó sobre su entrevista con lord Sarrin. Ahora que se había tomado una decisión respecto al destino de los rebeldes, y Rothen había partido hacia Sachaka, Dannyl tenía muy poco que hacer, por lo que se había ofrecido voluntario para ayudar en la construcción de la nueva atalaya. Al líder de alquimistas le había sorprendido su propuesta, como si se hubiera olvidado por completo del proyecto.
—La atalaya, sí, por supuesto —había dicho Sarrin, como distraído—. Nos mantendrá ocupados, a menos que… Claro que en ese caso ya no tendrá importancia. Sí —repitió, en un tono más firme—. Pregunte a lord Davin en qué puede ayudar.
Camino de la universidad, Dannyl había visto a lord Balkan salir del despacho del administrador. El guerrero parecía preocupado. Era de esperar, pero de su expresión se deducía que tenía algo nuevo de que preocuparse.
«Ojalá supiera qué está pasando —pensó Dannyl. Miró en torno a sí y se fijó en la tensión reflejada en el rostro de un grupo de aprendices que estaban cerca—. Por lo que parece, no soy el único.»
Al doblar una esquina, vio a un aprendiz solitario sentado en un banco del jardín. El muchacho era mayor que los demás, probablemente de quinto curso, y tenía un aspecto delgado y enfermizo. Le resultaba curiosamente familiar.
Dannyl se detuvo, pues de pronto se dio cuenta de que no se trataba de un muchacho cualquiera, sino de Farand. Se desvió del sendero y se acercó al banco.
—Farand.
El joven alzó la vista y sonrió con timidez.
—Embajador.
Dannyl se sentó.
—Por lo que veo, te han dado una túnica. ¿Has comenzado ya tu instrucción?
Farand asintió.
—Clases privadas, por el momento. Espero que me ahorren la humillación de tener a los aprendices más jóvenes por compañeros.
Dannyl soltó una risita.
—¿Quieres perderte toda esa diversión?
—Por lo que me han contado, usted no lo pasó tan bien cuando era aprendiz.
—No —Dannyl se puso serio—. Durante los primeros años, no. Pero no dejes que mi experiencia te desanime. He oído a algunos magos comentar que sus años en la universidad fueron los más agradables de su vida.
El joven frunció el ceño.
—Esperaba que todo resultara más fácil a partir de ahora, pero empiezo a dudarlo. Me han dicho que el Gremio podría entrar en guerra y que tendremos que luchar contra Akkarin o contra magos sachakanos. Ya sea contra el uno o contra los otros, nadie está muy convencido de que vayamos a ganar.
Dannyl hizo un gesto afirmativo.
—Es posible que te hayas incorporado al Gremio en el peor momento posible, Farand. Pero si no lo hubieras hecho, no te habrías librado del problema durante mucho tiempo. Si Kyralia cayese en manos de uno u otro enemigo, Elyne no tardaría en caer también.
—Entonces es mejor que esté aquí. Prefiero echar una mano que ganar unos pocos meses de seguridad en casa —Farand guardó silencio y suspiró—. Pero hay una sola cosa de la que me arrepiento.
—Dem Marane.
—Sí.
—También es lo único de lo que me arrepiento yo —reconoció Dannyl—. Esperaba que el Gremio fuera más indulgente.
—Creo que tal vez el conflicto con el Gran Lord haya influido en la decisión. El Gremio debería haber descubierto que su líder había aprendido magia negra. Como no fue capaz, no quería cometer dos veces el mismo error. Debería haber sentenciado a muerte a Akkarin, pero no podía, así que impuso esa pena al otro hombre que había infringido esa ley, para demostrarse a sí mismo y al mundo que no tolera ese delito —al cabo de unos instantes, Farand añadió—: No estoy diciendo que todos y cada uno de los magos fueran conscientes de esto; solo que la situación influyó en su decisión.
Dannyl miró fijamente a Farand, sorprendido ante la perspicacia del joven.
—Así que la culpa corresponde a Akkarin.
Farand negó con la cabeza.
—Ya no echo la culpa a nadie de nada. Estoy aquí, que es donde debía estar desde el principio. Se espera de mí que me olvide de todas las cuestiones políticas, y eso es lo que voy a hacer —titubeó antes de volver a hablar—. Aunque no sé si podría olvidarlas si no hubiesen absuelto a mi hermana.
Dannyl asintió.
—¿La viste antes de que se marchara?
—Sí.
—¿Cómo está?
—Muy afligida, pero sus hijos le darán una razón para vivir. Los echaré de menos a todos —levantó la mirada cuando sonó el gong que marcaba el final del descanso de enmedio—. Tengo que irme. Gracias por detenerse a conversar conmigo, embajador. ¿Volverá pronto a Elyne?
—No, me quedaré aquí durante un tiempo. El administrador Lorlen quiere que el mayor número posible de magos permanezca aquí hasta que obtenga más información sobre Sachaka.
—Entonces espero que volvamos a tener la oportunidad de charlar un poco, embajador —tras dedicarle una reverencia, Farand echó a andar.
Dannyl miró al joven alejarse. Farand había pasado por muchas cosas y había visto la muerte de cerca tres veces: por la pérdida de Control, por el envenenamiento y ante una posible pena capital. A pesar de todo, no se dejaba llevar por el resentimiento.
Era un ejemplo de humildad. Además, sus reflexiones sobre los motivos para la ejecución de Dem Marane eran interesantes.
«Tal vez llegue a ser un buen embajador —pensó Dannyl—. Si las circunstancias se lo permiten.»
Por el momento, el Gremio debía desarrollar sus actividades habituales con toda normalidad. Dannyl suspiró, se levantó y fue en busca de lord Davin.
Algo rozó los labios a Sonea. Abrió los ojos, parpadeó y contempló el rostro situado encima del suyo. Akkarin.
Él sonrió y la besó de nuevo.
—Despierta —murmuró, antes de enderezarse, tomarla de la mano y ayudarla a levantarse.
Sonea echó un vistazo alrededor. Una penumbra inquietante lo teñía todo de gris. El cielo estaba nublado, pero supuso que era demasiado temprano para que el sol se hubiera puesto ya.
—Tenemos que encontrar el camino, antes de que anochezca —dijo Akkarin—. Estará muy oscuro hasta que salga la luna, y no podemos permitirnos hacer un alto.
Sonea bostezó y alzó la vista hacia el espacio entre ambas cumbres. Aquella mañana habían dejado atrás la cascada tras la visita del ichani y habían avanzado cañón arriba hasta llegar lo más lejos que se atrevían. Se habían resguardado en un hueco estrecho entre unas peñas y la pared rocosa para dormir. Aunque no era un sitio tan recóndito como la cornisa tras la cortina de agua, no había ninguna razón para que el ichani o sus esclavos se acercaran.
Conforme el barranco se estrechaba y la luz se hacía más tenue, les costaba cada vez más caminar. El angosto río ocupaba casi todo el ancho del cañón, y había rocas enormes diseminadas por las orillas. Cerca de una hora después, Akkarin se detuvo y señaló a lo alto de la pared del barranco. Bajo la luz del crepúsculo, Sonea solo alcanzó a ver que la pared se prolongaba en una cuesta rocosa y empinada. Pestañeó, sorprendida, al distinguir unos peldaños excavados en la roca.
—El camino discurre a un lado del cañón a partir de aquí —murmuró Akkarin.
Echó a andar hacia los escalones, y cuando llegaron a la base, empezaron a subir. En la cumbre, la oscuridad los envolvió como una humareda densa. Akkarin parecía una sombra cálida.
—Haz el menor ruido posible —susurró al oído a Sonea—. Apoya la mano en la pared de roca. Si quieres decirme algo, tócame los dedos para que nos comuniquemos mentalmente sin que los ichanis nos oigan.
Un viento los azotaba de manera incesante puesto que ya no estaban guarecidos en el interior del cañón. Akkarin avanzaba en cabeza, a un paso constante. Ella iba deslizando la mano por la pared, intentando caminar de la forma más silenciosa posible. De vez en cuando una piedra se bamboleaba en el suelo cuando ella o Akkarin la empujaban sin querer, pero el viento ahogaba el sonido.
Después de recorrer un largo trecho, Sonea vislumbró otra pared situada unos cientos de metros a su izquierda. Se preguntó cómo era posible que la viera, y entonces alzó la mirada. Las cumbres, bañadas en la luz de la luna filtrada por las nubes, emitían un brillo mortecino.
El cañón había quedado atrás y el camino avanzaba por un valle estrecho. Sonea se situó junto a Akkarin, y los dos continuaron caminando a toda prisa, el uno al lado del otro. Conforme transcurrían las horas, la pared de la izquierda se cerraba sobre el camino y luego se apartaba de nuevo hasta perderse de vista. Al poco rato volvía a aparecer, y la pared de la derecha retrocedía. La luna siguió subiendo, cada vez más despacio, hasta que inició su descenso hacia las cimas.
Mucho más tarde, el camino empezó a serpentear, siguiendo las curvas de una pendiente rocosa. Cuanto más subían, más inclinada era la cuesta, de manera que poco después se hallaron caminando entre la pared de un barranco y un precipicio. Aun así, seguían su avance.
De pronto, un sonido leve procedente de delante llegó hasta los oídos de Sonea, y Akkarin se detuvo. El sonido se oyó de nuevo.
Un estornudo.
Avanzaron sigilosamente hasta el siguiente recodo del camino. Akkarin extendió el brazo hacia ella y le apretó la mano.
Debe de ser Riko, envió Akkarin.
Bajo la tenue claridad de la luna, Sonea alcanzó a distinguir la silueta oscura de un hombre sentado en una roca, junto al camino. Sonea lo oyó tiritar. Mientras él se frotaba los brazos, algo destelló en su dedo. La joven supuso que se trataba de un anillo de sangre.
Parika seguramente le quitó su ropa de abrigo para asegurarse de que permaneciera despierto, añadió Akkarin.
Esto complica las cosas —respondió Sonea—. ¿Cómo vamos a adelantar al amo y también al esclavo? ¿Los engañaremos a los dos?
Sí y no. El esclavo será nuestro cebo. ¿Estás lista?
Sí.
A Sonea no le fue fácil tomar la curva del camino sabiendo que el hombre los vería. Al principio, Riko estaba demasiado enfrascado en su sufrimiento para reparar en su presencia. Pero cuando levantó la mirada y los descubrió, se levantó de un salto y huyó.
Akkarin se detuvo, profirió una palabrota sonora e hizo retroceder a Sonea a empujoncitos.
—¡Un esclavo! —dijo en voz bastante alta para que Riko lo oyese—. Debe de haber alguien en el Paso. Vamos.
Arrancaron a correr por el camino por donde habían llegado. Akkarin aminoró el paso y miró las paredes que se alzaban a ambos lados. Tiró de Sonea para que se detuviera. Ella sintió que el suelo se movía, y al cabo de unos instantes los dos se elevaban en el aire.
Pasaron volando rápidamente frente a la cara del precipicio, luego redujeron la velocidad y se resguardaron en las sombras. Sonea notó que sus pies tocaban roca viva. La cornisa sobre la que Akkarin la había posado apenas era lo bastante ancha para sus botas. Apoyó la espalda en la pared, con el corazón latiéndole a toda prisa.
Se impuso un prolongado silencio interrumpido únicamente por su respiración. Poco después apareció una figura más abajo, en la curva del camino, andando con cautela. Se detuvo. La mano de Akkarin apretó la suya con más fuerza.
Necesita un empujoncito, observó Akkarin.
Desde la distancia les llegó el sonido de una piedra que rebotaba y se deslizaba a través del camino. La figura dio un paso al frente y de pronto una luz brillante se encendió e inundó la zona con su resplandor. Sonea contuvo la respiración. El hombre llevaba un abrigo fino, y en sus manos centelleaban varias gemas y metales preciosos.
Estupendo —replicó Sonea—. Ahora basta con que mire hacia arriba para vernos.
No lo hará.
Un hombre flaco y encorvado se acercó al ichani por detrás, arrastrando los pies.
—He visto…
—Ya sé lo que has visto. Vuelve y quédate con…
De repente, el ichani comenzó a trotar. Sonea dirigió la vista hacia el camino y divisó una luz en el recodo siguiente, unos cientos de metros más allá. Estaba perdiendo intensidad, pues se alejaba. Sonea se volvió hacia Akkarin; había adivinado que él era la fuente de luz. El mago tenía la frente arrugada en un gesto de concentración.
El ichani apretó el paso, tomó la curva y desapareció. Cuando Sonea bajó la vista de nuevo, el esclavo ya no estaba allí. Akkarin respiró hondo.
No tenemos mucho tiempo. Esperemos que Riko obedezca a su amo con diligencia.
Descendieron hasta el camino y avanzaron a toda prisa hacia el Paso. Sonea estaba convencida de que alcanzarían al esclavo enseguida, pero no lo avistaron sino varios cientos de metros más adelante.
Poco después, vislumbraron una luz titilante a lo lejos. Sonea vio aliviada que se trataba de una hoguera. Había temido que hubiesen descubierto a otro ichani. Riko se aproximó al fuego y se sentó junto a una mujer más joven.
Akkarin y Sonea se acercaron sin apartarse de las sombras. El fuego iluminaba las escarpadas paredes a ambos lados del camino.
No podemos pasar por su lado sin que nos vean —envió Akkarin—. ¿Estás preparada para correr?
Sonea asintió.
Tan preparada como puedo estar.
Sin embargo, Akkarin no se movió. La chica se volvió hacia él y vio que tenía el entrecejo fruncido.
¿Qué sucede?
Debería aprovechar la oportunidad para dejar a Parika sin sus esclavos. Si no, acabará utilizándolos en contra nuestra.
Sonea sintió que se le helaba la sangre cuando se dio cuenta de lo que Akkarin pretendía hacer.
Pero si no hay tiempo…
Entonces más vale que no pierda un instante.
Akkarin soltó la mano a Sonea y se abalanzó hacia delante.
Ella se mordió la lengua para no protestar. Matar a los esclavos tenía sentido. De lo contrario, su energía sería utilizada para matar kyralianos. Por otro lado, a Sonea le parecía una crueldad asesinar a personas que habían sido víctimas durante toda su vida. Ellos no habían elegido ser instrumentos de los ichanis.
La mujer fue la primera en ver a Akkarin. Se puso en pie de un salto y salió despedida hacia atrás cuando algo la golpeó con fuerza. Cayó al suelo, inerte.
Riko se había alejado precipitadamente por el camino. Akkarin echó a correr, y Sonea lo siguió a toda velocidad. Desde algún lugar situado a su espalda, Parika sin duda había visto el ataque a través del anillo de sangre del esclavo. Sonea se detuvo durante unos instantes para mirar a la mujer. Sus ojos sin vida estaban vueltos hacia el cielo.
«Al menos ha sido rápido», pensó Sonea.
Una luz brilló por encima de la cabeza de Akkarin, que avivó el paso. El camino continuaba serpenteando, aunque había comenzado a descender. Sonea no alcanzaba a vislumbrar al esclavo que corría delante de ellos. Muy a su pesar, deseaba que permaneciese apartado de la vista. Mientras Akkarin no lo viese, no podía matarlo.
Se oyó un grito unos pasos más adelante. Akkarin miró hacia allí y aceleró. Se distanció de Sonea enseguida y dobló la siguiente curva varias zancadas antes que ella. Al llegar allí, la joven vio que el camino torcía bruscamente hacia un lado, se alejaba de las paredes cada vez más estrechas del Paso y avanzaba a lo largo de la empinada ladera de una montaña. Akkarin se había detenido en el recodo y contemplaba el precipicio. Sonea se detuvo a su lado y se asomó por encima del borde, pero abajo no vio más que oscuridad.
—¿Se ha despeñado?
—Eso creo —respondió él, jadeando. Miró el camino que tenían delante. Se curvaba resiguiendo la falda de la montaña y, tras unos cientos de metros, desparecía de la vista—. No hay ningún sitio… donde esconderse. No me… llevaba tanta distancia —echó una ojeada hacia atrás, y su rostro se tensó—. Debemos… continuar adelante. Si Parika nos sigue… tampoco tendremos donde escondernos.
Reanudó la marcha, y enfilaron el camino a la carrera. Después de la primera curva, el alivio de Sonea cedió el paso al abatimiento cuando vio ante sí otro trecho largo de camino recto y desprotegido. Siguieron corriendo. Ella notaba un hormigueo en la espalda, y tenía que contener el impulso de mirar hacia atrás.
El tiempo parecía dilatarse mientras avanzaban a toda prisa. El camino descendía con una pendiente uniforme. La sensación de urgencia y temor remitió, pero el cansancio aumentó hasta dominar todos sus pensamientos. Sonea recurrió a la sanación para librarse de él.
«Seguro que podríamos descansar un momento —repetía para sí una y otra vez—. Parika no nos seguiría hasta Kyralia, ¿o sí?»
No obstante, Akkarin no hacía el menor ademán de detenerse.
«¿Cuántas veces podré sanarme a mí misma así? ¿No será nocivo para mi cuerpo hacerlo demasiadas veces seguidas?»
Cuando Akkarin por fin aminoró el paso, Sonea exhaló un profundo suspiro de alivio. Él soltó una risita y la abrazó por los hombros. Al volver la mirada atrás, la joven se percató de que estaban caminando entre árboles. La luna había desaparecido. Akkarin redujo su globo de luz a un tenue resplandor. Avanzaron durante otra interminable hora, y entonces Akkarin guió a Sonea a un lado del camino.
—Creo que ya hemos llegado lo bastante lejos —murmuró.
—¿Y si nos sigue?
—No lo hará. No cruzará la frontera de Kyralia antes que Kariko.
Sonea notó que el suelo bajo sus pies era blando e irregular. Continuaron caminando durante unos minutos, hasta que Akkarin se detuvo y se sentó, apoyando la espalda en un árbol. Sonea se dejó caer a su lado.
—¿Y ahora qué? —preguntó mientras paseaba la vista por el bosque que los rodeaba.
Akkarin la atrajo hacia su pecho y la rodeó con los brazos.
—Duérmete, Sonea —susurró—. Yo montaré guardia. Mañana decidiremos qué hay que hacer.