Desde el exterior, solo se divisaban las torres del Palacio que asomaban por encima de la muralla alta y circular que lo rodeaba. Cuando el carruaje del Gremio enfiló el camino que bordeaba la muralla, Lorlen alzó la vista y sintió una punzada de ansiedad. Hacía muchos años que no entraba en el Palacio. El Gran Lord se ocupaba siempre de los asuntos entre el rey y el Gremio. Aunque el monarca tenía siempre a su servicio a dos magos —los consejeros reales—, su función era protegerlo y asesorarlo, no recibir o cumplir órdenes relativas al Gremio. Dado que Akkarin había sido desterrado, las responsabilidades del Gran Lord habían recaído en el administrador.
«Como si no tuviera ya bastante trabajo», pensó Lorlen. Sin embargo, el rey había convocado ese día a todos los magos superiores. Lorlen miró a los demás ocupantes del vehículo.
Lady Vinara parecía tranquila, mientras que lord Sarrin tenía una expresión ceñuda de preocupación. El administrador expatriado Kito tamborileaba con los dedos de una mano sobre la otra. Lorlen no estaba seguro de si eso denotaba nerviosismo o impaciencia. Deseó, y no por primera vez, que las obligaciones de Kito no le exigieran ausentarse del Gremio tan a menudo. Si hubiera conocido mejor a Kito, quizá habría sabido interpretar su estado de ánimo a partir de aquel pequeño gesto.
El carruaje aminoró la velocidad y viró hacia la entrada del Palacio. Los dos enormes portalones de hierro forjado se abrieron hacia dentro, empujados por un par de guardias. Algunos vigilantes más, apostados a ambos lados de la entrada, hicieron una reverencia cuando el coche de Lorlen entró en un gran patio interior.
Varias estatuas de reyes anteriores se erguían orgullosas a lo largo de las paredes. Los carruajes se detuvieron frente a las imponentes puertas del Palacio. Un guardia se acercó y se inclinó ante Lorlen, quien se había apeado del coche.
Lorlen echó un vistazo al segundo carruaje del Gremio, que se detuvo detrás del primero, y acto seguido se dirigió hacia el recibiente que lo esperaba ante las puertas del Palacio. La función de los recibientes era dar la bienvenida a los invitados a Palacio con la formalidad debida y después elaborar un informe. De niño, Lorlen se había quedado fascinado al enterarse de que los recibientes habían desarrollado una forma de escritura abreviada para agilizar el proceso.
El hombre le dedicó una graciosa reverencia.
—Administrador Lorlen, es un honor conocerle —sus ojos despiertos pasaban de un mago a otro conforme los saludaba—. Bienvenidos al Palacio.
—Gracias —respondió Lorlen—. Nos ha convocado el rey.
—Así me lo han comunicado.
El recibiente sujetaba una pequeña tabla en una mano. Sacó un cuadrado de papel de una ranura abierta en un costado e hizo en él una serie de marcas rápidas con una pluma. Un muchacho apostado cerca corrió hacia él, se inclinó y cogió el trozo de papel.
—Su guía —indicó el recibiente a Lorlen—. Él le conducirá ahora ante el rey Merin.
El muchacho se acercó a toda prisa a una de las descomunales puertas del Palacio, tiró de ella hasta abrirla y se situó a un lado. Con Lorlen en cabeza, los magos pasaron al interior del vestíbulo.
Del vestíbulo, cuyo diseño estaba inspirado en el de la entrada de la universidad, arrancaban varias escaleras de caracol de aspecto frágil. Sin embargo, allí eran mucho más numerosas y estaban decoradas con molduras doradas e iluminadas con varias lámparas que colgaban del techo. Un complejo mecanismo de relojería situado en el centro del vestíbulo emitía chasquidos y zumbidos. Los magos subieron por una escalera tras su joven guía hasta el segundo nivel.
Lo que siguió fue un recorrido laberíntico. El muchacho los guió a través de puertas, pasillos y salas. Tras ascender por un tramo largo y estrecho de escalera, llegaron ante una puerta de tamaño normal flanqueada por dos guardias. El muchacho les indicó que esperasen y pasó por entre los guardias. Al cabo de poco rato, reapareció y les anunció que el rey estaba listo para recibirlos.
Cuando Lorlen entró en la estancia que había al otro lado, unas ventanas altas y angostas llamaron de inmediato su atención. Ofrecían una vista de la ciudad entera y más allá. Entonces comprendió que se hallaban en una de las torres del Palacio. Dirigió la vista hacia el norte, casi esperando divisar la silueta oscura de las montañas, pero la frontera estaba muy por detrás del horizonte, por supuesto.
El rey estaba sentado en un sillón grande y confortable al fondo de la estancia. Los dos consejeros reales permanecían de pie, uno a cada lado, con expresión vigilante y seria. Lord Mirken era el mayor de ambos. Lord Rolden tenía una edad más próxima a la del rey, quien, según sabía Lorlen, no sólo consideraba a Rolden su protector, sino también su amigo.
—Majestad —dijo Lorlen. Hincó una rodilla en el suelo y oyó detrás de sí el roce de las túnicas de los otros magos, quienes imitaron su gesto.
—Administrador Lorlen —respondió el rey— y magos superiores del Gremio. Descansen.
Lorlen y los demás se incorporaron.
—Querría hablar con usted y con sus colegas de las afirmaciones del depuesto Gran Lord —prosiguió el monarca. Paseó la mirada de un mago a otro y frunció el entrecejo—. ¿Dónde está lord Balkan?
—El líder de guerreros está en el frente norte, majestad —explicó Lorlen—, con los magos que escoltaron a Akkarin hasta la frontera.
—¿Cuándo volverá?
—Ha decidido quedarse por si Akkarin intenta regresar por allí… O por si el testimonio de Akkarin resulta ser cierto y esos ichanis que mencionó intentan invadir Kyralia.
La arruga en el entrecejo del rey se hizo aún más profunda.
—Lo necesito aquí, para poder consultar con él —titubeó—. Mis consejeros me dicen que ha dado usted la orden de que cese toda comunicación mental. ¿Por qué?
—Anoche oí la llamada mental de un mago que me era desconocida —Lorlen sintió un escalofrío al recordarlo—. Al parecer, había estado escuchando la conversación que yo mantenía con mi ayudante.
El rey entornó los párpados.
—¿Y qué fue lo que dijo el desconocido?
—Yo di las gracias a lord Osen por informarme de que Akkarin y Sonea habían llegado a Sachaka. El desconocido dio las gracias a su vez.
—¿Fue eso todo lo que dijo?
—Sí.
—No obstante, no sabe usted si ese desconocido era o no un ichani —el rey repiqueteó con los dedos sobre el brazo del sillón—. Pero si resulta que los ichanis existen y han estado escuchando sus conversaciones, es posible que en estos últimos días hayan averiguado muchas cosas.
—Por desgracia, así es.
—Y si ordeno a lord Balkan que regrese, ellos se enterarán. ¿Serán capaces sus guerreros de defender el Fuerte de un ataque si Balkan se marcha y vuelve después?
—Lo ignoro. Podría preguntárselo, pero si responde que no y se marcha, cualquiera que esté escuchando sabrá que el Fuerte es vulnerable.
El rey asintió.
—Entiendo. Hable con lord Balkan. Si él opina que no debe marcharse, que se quede.
Lorlen envió una llamada mental a Balkan. Este respondió de inmediato.
¿Lorlen?
Si regresa usted a Imardin, ¿se bastarán solos sus hombres para defender el Fuerte?
Sí. He enseñado a lord Makin a coordinarlos en una eventual batalla contra un mago negro.
Bien. En ese caso, vuelva cuanto antes. El rey quiere pedirle consejo.
Partiré dentro de una hora.
Lorlen asintió con la cabeza y miró al monarca.
—Confía en que podrán defender el Fuerte. Llegará dentro de dos o tres días.
El rey asintió, satisfecho.
—Hábleme de sus investigaciones.
Lorlen enlazó las manos detrás de la espalda.
—En los últimos días hemos localizado a algunos mercaderes que visitaron Sachaka hace tiempo, y uno de ellos recuerda el término «ichani». Según él, significa «bandolero» o «salteador». Se sabe de mercaderes que han desaparecido junto con sus posesiones en los páramos. En su día se dio por sentado que se habían perdido. Es todo lo que sabemos. Vamos a enviar a tres magos a Sachaka a recabar más información. Se pondrán en camino dentro de unos días.
—¿Y qué medidas defensivas ha tomado por si el testimonio de Akkarin resulta ser veraz?
Lorlen se volvió hacia sus compañeros magos.
—Si lo que Akkarin dice es cierto, y los ichanis son cientos de veces más poderosos que un mago del Gremio, no sé si hay algo que podamos hacer. Somos más de trescientos, contando también a los magos que viven en otras tierras. Según los cálculos de Akkarin, hay entre diez y veinte ichanis. Aunque solo fueran diez, tendríamos que triplicar nuestros efectivos para poder hacer frente a unas fuerzas tan poderosas. Aunque existe cierto potencial mágico entre las clases marginadas, dudo que lográramos encontrar a setecientos magos nuevos, y desde luego no podríamos instruirlos a todos a tiempo.
El rey había palidecido ligeramente.
—¿No hay otra salida?
Lorlen meditó su respuesta unos instantes.
—Hay una, pero también entraña ciertos riesgos.
El rey hizo a Lorlen una seña para que continuara.
Lorlen miró a lord Sarrin.
—El líder de alquimistas ha estado estudiando los libros de Akkarin. Lo que ha descubierto es tan inquietante como esclarecedor.
—Explíquese, lord Sarrin.
El viejo mago dio unos pasos al frente.
—Esos libros revelan que la magia negra no había estado prohibida por el Gremio hasta hace cinco siglos. Antes de eso, era de uso común y se conocía como «magia superior». Cuando quedó proscrita, las crónicas fueron reescritas o destruidas para eliminar toda alusión a esa magia. Los libros que obraban en posesión de Akkarin fueron enterrados bajo la universidad como precaución por si Kyralia tenía que volver a defenderse de un enemigo poderoso.
—¿O sea, que sus predecesores pretendían que el Gremio aprendiese de nuevo magia negra si se enfrentaba a una amenaza?
—Eso parece.
El rey reflexionó sobre ello. A Lorlen le complació adivinar intranquilidad y temor en el semblante del monarca. A ningún gobernante le habría gustado la idea de permitir que los magos tuvieran una fuerza potencialmente ilimitada.
—¿Cuánto tiempo se tardaría en conseguir eso?
Sarrin extendió las manos en señal de duda.
—No lo sé. Más de un día. Creo que Sonea la aprendió en una semana, pero con la orientación de Akkarin. Aprender de los libros podría resultar más difícil —hizo una pausa—. Yo no recomendaría tomar una medida tan extrema a menos que no quedara otra alternativa.
—¿Por qué no? —preguntó el rey, aunque no parecía sorprendido por aquella propuesta.
—Podríamos salvarnos para luego tener que combatir los efectos envilecedores de la magia negra sobre nuestro propio pueblo.
El monarca asintió.
—Pero no parece que la magia negra haya corrompido a Akkarin. Si su intención era sojuzgar al Gremio, o incluso a mí, dispuso de ocho años para hacerlo.
—Eso es verdad —convino Lorlen—. Akkarin fue mi amigo más íntimo desde el día que nos conocimos como aprendices, y nunca lo vi incurrir en una conducta deshonrosa. Era ambicioso, sí, pero no inmoral ni despiadado —meneó la cabeza—. Por otro lado, el Gremio es grande, y no puedo garantizar que todos los magos actúen de forma tan comedida si se les da acceso a un poder ilimitado.
El rey hizo un gesto de aseveración.
—Entonces tal vez deberían aprenderla solo unos cuantos magos, aquellos que nos parezcan fiables… pero únicamente si la situación se vuelve desesperada, como dice usted. La prueba es fundamental en este caso. Deben averiguar si la historia de Akkarin es verdadera o falsa —se volvió hacia Lorlen—. ¿Hay algo más que deba saber?
Lorlen miró a sus acompañantes y negó con la cabeza.
—Ojalá tuviéramos noticias más significativas o esperanzadoras, majestad, pero no es así.
—En ese caso, los demás pueden retirarse. Usted quédese otro rato, administrador. Quiero hacerle algunas preguntas más sobre Akkarin y su aprendiz.
Lorlen dio un paso a un lado, miró a los otros magos y asintió. Sus colegas hicieron una leve genuflexión y abandonaron la estancia. A una señal del rey, los consejeros se apartaron en silencio hasta unos sillones situados junto a la puerta. El soberano se levantó y se dirigió a la ventana que daba al norte.
Lorlen lo siguió a una distancia respetuosa. El monarca apoyó las manos en el alféizar y suspiró.
—Akkarin jamás me había dado el menor motivo para sospechar de su honorabilidad —murmuró—. Por una vez que esperaba equivocarme respecto a él, he quedado como un tonto.
—Al igual que yo, majestad —contestó Lorlen—. Si lo que declaró es cierto, acabamos de poner a nuestro mejor aliado a merced de nuestro enemigo.
El rey hizo un gesto de conformidad.
—Y sin embargo no teníamos alternativa. Espero de verdad que sobreviva, administrador, y no solo porque lo necesitamos. Yo también lo consideraba un buen amigo.
El dolor fue la primera sensación que notó Sonea al despertar. Era más intenso en las piernas y la espalda, pero también tenía los hombros y los brazos magullados y doloridos. Al concentrarse en él, se dio cuenta de que se trataba del dolor de unos músculos poco acostumbrados al ejercicio, y del agarrotamiento de otros que intentaban adaptarse a la superficie dura sobre la que yacía.
Invocó su reserva de poder y recurrió a la sanación para librarse de aquella sensación de incomodidad. A medida que el dolor remitía, Sonea cobró conciencia del hambre atroz que tenía. Se preguntó cuándo había comido por última vez, y entonces los recuerdos de la víspera se agolparon en su mente.
«Lo último de lo que me acuerdo es de que anoche estaba en una cueva con Akkarin.»
Entreabrió los ojos. Dos paredes de piedra se alzaban sobre ella, curvándose hasta juntarse en lo alto. La cueva. Con los párpados casi cerrados, dirigió la vista a la entrada. Akkarin estaba sentado a pocos pasos. Mientras lo miraba, el mago se volvió hacia ella y sus labios se curvaron en esa media sonrisa irónica que tan bien conocía Sonea.
«Me está sonriendo.»
No sabía si él alcanzaba a ver que estaba despierta, y no quería que dejara de sonreír, de modo que permaneció inmóvil. Akkarin la contempló durante unos instantes más y luego apartó la mirada, suspiró y cambió la sonrisa por una expresión preocupada.
Sonea cerró los ojos de nuevo. Sabía que debía levantarse, pero no tenía ganas de moverse. En cuanto lo hiciera, reanudarían la marcha y tendrían que pasarse otro día caminando, escalando y huyendo de los ichanis. Y Akkarin volvería a tratarla con frialdad.
Abrió los párpados por completo y lo miró de nuevo. La piel de su rostro estaba tensa, y tenía algo semejante a moretones bajo los ojos. La sombra de una barba incipiente acentuaba la angulosidad de su mentón y sus pómulos. Parecía demacrado y rendido. ¿Había dormido al menos un poco, o se había pasado la noche cuidando de ella?
Los ojos de Akkarin se posaron en los suyos y adoptaron una mirada de desaprobación.
—Vaya. Por fin estás despierta —se puso de pie—. Levántate. Tenemos que poner el máximo de tierra por medio entre nosotros y el Paso.
«Buenos días a ti también», pensó Sonea. Dio media vuelta, se colocó boca abajo y, ayudándose con los brazos, se irguió como bien pudo sobre las piernas.
—¿Qué hora es?
—Falta poco para que anochezca.
Había dormido durante todo el día. Observó de nuevo las manchas oscuras bajo los ojos de Akkarin.
—¿Has dormido?
—He montado guardia.
—Deberíamos hacerlo por turnos.
Akkarin no respondió. Sonea se acercó a la entrada de la cueva y, al ver el profundo abismo que se abría ante ella, la cabeza empezó a darle vueltas. Akkarin le puso una mano en el hombro, y ella sintió la vibración de la magia bajo sus pies.
—Deja que me encargue yo de eso —se ofreció Sonea.
Él no le hizo caso. La magia los elevó a los dos del suelo de la cueva. La chica se fijó en Akkarin mientras ascendían, y percibió la tensión en su rostro. Decidió que esa noche insistiría en que ella haría el primer turno de guardia. Era evidente que no podía confiar en que él la despertara para así poder dormir un poco.
Cuando se posaron en lo alto de un precipicio, el mago le quitó la mano del hombro. Comenzó a inspeccionar el suelo, y Sonea lo siguió, pero a cierta distancia porque supuso que estaba buscando rastros del ichani. Tras avanzar unos cientos de pasos cuesta arriba, Akkarin se detuvo, desanduvo un trecho, cruzándose con ella, y echó a andar en la dirección contraria.
Cuando dio media vuelta para seguirlo, Sonea alzó la vista y reprimió un grito de sorpresa. El páramo se extendía ante ella. Incluso en la penumbra del anochecer se apreciaban los colores de la tierra desnuda.
El oscuro suelo marrón rojizo arrancaba de la base de las montañas, pero allí donde los ríos habían erosionado el terreno, se divisaban franjas negras y de color amarillo claro. Si se fijaba bien, Sonea alcanzaba a ver pequeñas zonas de hierba en la superficie y algún que otro grupo de árboles escuálidos y torcidos por el viento.
Era un paisaje inhóspito, pero poseía cierta belleza agreste. Predominaban los colores intensos y extraños. Incluso el azul del cielo allí era distinto.
—Tal como me temía, ha continuado hacia el sur en vez de bajar a los páramos.
Sonea parpadeó, extrañada, al ver que Akkarin caminaba de nuevo hacia ella. La pasó de largo y volvió a enfilar la cuesta. Tras exhalar un suspiro, la joven se apresuró a seguirlo.
Fue una ascensión dura. Akkarin parecía reacio a recurrir a la levitación, pues prefería escalar las rocas escarpadas. No hacía pausas para recuperar el aliento, y para cuando los últimos rayos del sol dejaron de iluminar las cumbres de las montañas, Sonea volvía a estar cansada y dolorida.
Poco después estaba ansiosa por sentir el alivio del descanso, o al menos por poder seguir el paso a Akkarin, quien avanzaba con grandes zancadas. Tal vez si conseguía que hablara, él aflojaría el ritmo durante un rato.
—¿Adónde vamos?
Akkarin vaciló, pero ni se detuvo ni se volvió.
—Lejos del Paso.
—¿Y después?
—A un lugar seguro.
—¿Has pensado en alguno en concreto?
—Lejos de Sachaka y de las Tierras Aliadas.
Sonea hizo un alto y se quedó contemplándole la espalda. ¿Lejos de Sachaka y de Kyralia? ¿No tenía la intención de permanecer cerca para poder ayudar al Gremio cuando los ichanis lo invadiesen? ¿Acaso pretendía abandonar Kyralia a su suerte?
Aunque, por otro lado, tenía sentido. ¿Qué otra cosa podían hacer? No eran lo bastante poderosos para enfrentarse a los ichanis, ni tampoco lo era el Gremio. Además, el Gremio no aceptaría su ayuda de todos modos. ¿De qué les serviría quedarse?
Aun así, a Sonea le costaba creer que Akkarin se diese por vencido tan fácilmente. Ella no estaba dispuesta a seguir su ejemplo. Lucharía, aunque sus posibilidades de ganar fueran casi inexistentes.
Pero ¿y si eso significaba separarse de Akkarin?
—En realidad, lo que quiero es buscar al grupo de Kariko para hacer un poco de espionaje por mi cuenta —dijo Akkarin, volviendo la vista hacia ella—. Cuando los encuentre, enviaré las imágenes que vea al Gremio.
Sonea, desconcertada, sacudió la cabeza. De modo que la había estado poniendo a prueba. Al comprender esto experimentó una mezcla de alivio y rabia. Luego pensó en las implicaciones de lo que Akkarin le estaba diciendo, y se le heló la sangre.
—Los ichanis te oirán. Sabrán que los estás observando —dijo—. Te…
Akkarin se paró en seco y dio media vuelta para mirarla.
—¿Por qué estás aquí, Sonea?
La chica fijó la vista en él. Los ojos de Akkarin centelleaban, amenazadores. Ella sintió una punzada de despecho, seguida por un arrebato de indignación.
—Tú me necesitas más que el Gremio —dijo.
Akkarin entornó los párpados.
—¿Que te necesito? No necesito a una aprendiz sin suficiente preparación y desobediente a quien proteger.
«Desobediente. Así que por eso está tan enfadado.» Enderezó la espalda.
—Si de verdad pretendes poner en práctica ese plan tan poco meditado, es que obviamente sí me necesitas —replicó.
La expresión de Akkarin cambió de forma casi imperceptible, pero no se suavizó.
—Poco meditado o no, ¿por qué habría de dejarte participar en mis planes si estás tan poco dispuesta a seguirlos?
Sonea le sostuvo la mirada.
—Solo estoy poco dispuesta a seguir planes que te expongan a que te maten.
Akkarin se quedó perplejo unos instantes y luego clavó en ella la mirada. La joven se armó de valor para devolvérsela, pero el mago apartó la vista bruscamente y reanudó la marcha cuesta arriba.
—Tu presencia complica las cosas. No puedo hacer lo que había previsto. Tendré que replantearme lo que voy… lo que vamos a hacer.
Sonea lo siguió a toda prisa.
—En realidad no pensabas espiar a los ichanis para comunicar al Gremio lo que descubrieras, ¿verdad?
—Sí y no.
—Si te oyen, podrán averiguar dónde te ocultas.
—Evidentemente —contestó Akkarin.
Y si lo capturaban, no lo esclavizarían. Lo matarían directamente. De pronto Sonea comprendió qué pretendía Akkarin mostrar al Gremio. Un escalofrío le recorrió la espalda.
—Bueno, supongo que si enseñaras eso al Gremio, los convencerías por fin de que los ichanis existen.
Él se detuvo y se irguió.
—No quería darte a entender que pensara sacrificarme —dijo con frialdad—. Los ichanis no me oirán si me comunico a través de Lorlen.
El anillo de Lorlen. Sonea notó que le ardían las mejillas.
—Entiendo —respondió.
«Soy una idiota —pensó—. O al menos he conseguido quedar como tal. Tal vez lo mejor sería que cerrara el pico.»
Pero mientras proseguían su ascensión, reflexionó sobre el plan. No veía motivo alguno para no intentar realizarlo. Clavó la mirada en la espalda de Akkarin y se preguntó si debía tocar el tema de nuevo, pero decidió esperar. Cuando hicieran otra parada, le preguntaría si ese plan todavía podía dar resultado.
Justo cuando la oscuridad cada vez más densa casi no les permitía ver por dónde pisaban, llegaron a la base de un barranco escarpado. Akkarin se detuvo y se volvió para otear el terreno que se extendía a sus pies. Se deslizó hasta el suelo y apoyó la espalda en la pared del precipicio. Sonea se sentó a su lado y percibió el tenue olor de su sudor. De repente fue muy consciente de su presencia y del silencio que reinaba entre ambos. Había llegado el momento de preguntarle por el plan de espiar a los ichanis, pero no conseguía articular las palabras.
«¿Qué es lo que me pasa?», pensó.
«El amor», susurró una voz dentro de su cabeza.
«No, no seas tonta —se respondió—. No estoy enamorada. Y salta a la vista que él tampoco. Soy una aprendiz sin suficiente preparación y desobediente. Cuanto antes me saque de la cabeza esas ideas absurdas, mejor.»
—Tenemos compañía.
Akkarin levantó una mano para señalar. Sonea siguió la dirección de su dedo y escrutó el paisaje que había atravesado la noche anterior.
Allí, muy abajo, una figura oscura se despegó de la sombra de una roca. Costaba calcular cuán lejos se encontraba. En la ciudad ella nunca había tenido que determinar distancias tan grandes.
Los movimientos de aquel ser lejano resultaban extraños, y desde luego no eran propios de un ser humano.
—Es un animal —comentó Sonea.
—Sí —contestó Akkarin—. Un yil. Se trata de una variedad de limek, pero domesticado y más pequeño que este. Los ichanis adiestran los yiles para que sigan el rastro de su presa y le den caza. ¿Lo ves? Su dueño va detrás.
La luz de la luna iluminó a otra figura, que emergió de las sombras siguiendo al animal.
—¿Otro ichani?
—Es probable.
Sonea se dio cuenta de que el corazón le latía con fuerza, pero no por sus ridículas fantasías amorosas. Tenían un ichani delante, y otro detrás.
—¿Crees que nos descubrirá?
—Si el yil que va con ella capta nuestro olor, sí.
¿«Ella»? Sonea observó a la figura. En efecto, había algo decididamente femenino en su forma de andar. Miró a Akkarin. Tenía el ceño fruncido.
—¿Y ahora qué?
Akkarin alzó la vista hacia el precipicio.
—No me gusta consumir energía con levitaciones, pero estaremos más a salvo en lo alto del barranco. Hay que encontrar en la pared una grieta o un saliente donde escondernos cuando subamos.
—¿Y luego?
—Tenemos que conseguir comida y agua.
—¿Allí arriba? —preguntó Sonea con escepticismo.
—Tal vez parezca algo yermo, pero siempre se encuentra un poco de vida si uno sabe dónde buscar. Nos resultará más fácil cuanto más hacia el sur vayamos.
—¿O sea, que nos dirigimos hacia el sur?
—Sí. Hacia el sur.
Akkarin se levantó y le tendió una mano. Sonea le dio la suya y dejó que la ayudara a ponerse de pie. El mago se dio la vuelta y sus dedos se separaron de los de ella, dejando un cosquilleo en su piel allí donde la habían tocado. Sonea se miró la mano y suspiró.
Sacarse de la cabeza esas ideas absurdas no iba a resultar tan sencillo.
Dannyl suspiró aliviado cuando la puerta de su habitación se cerró. Se sentó en uno de los sillones de su sala de invitados y atenuó el brillo de su globo de luz.
Por fin estaba solo. Sin embargo, se percató de que eso no le hacía sentirse mejor. Comenzó a pasearse nerviosamente de un lado a otro de la habitación y fue deteniéndose a examinar los muebles y los mapas que había reunido, enmarcado y colgado en la pared hacía años.
«Echo de menos a Tayend —pensó—. Echo de menos nuestras charlas, que duraban horas y horas mientras compartíamos una botella de vino. Echo de menos el tiempo que nos pasábamos en nuestra habitación trabajando en la investigación. Echo de menos… todo.»
Tenía muchas ganas de hablar a Tayend de la historia de Akkarin. El académico analizaría hasta el último detalle y detectaría las incoherencias y los significados más ocultos. Vería posibilidades que los demás habían pasado por alto.
Pero Dannyl se alegraba de que Tayend no estuviera allí. Si las declaraciones de Akkarin resultaban ser ciertas, Dannyl prefería que el académico estuviese lo más lejos posible del Gremio.
Meditó sobre todo lo que le habían explicado respecto a la magia negra cuando lo preparaban para que asumiera el cargo de embajador, y sobre lo que había aprendido del libro de Royend de Marane. Valiéndose de ella, un mago lograba absorber energía mágica de otros. Se podía extraer más fuerza de una persona dotada de talento para la magia que de alguien que careciera de él, pero eso no significaba que un mago fuera un objetivo mejor. A un mago, una vez vencido, le quedaría poca energía que arrebatar. Por eso, la víctima más codiciada era la persona que poseía dotes mágicas pero no había sido entrenada para utilizarlas.
Y ese era precisamente el caso de Tayend.
Dannyl suspiró. Tenía sentimientos encontrados. Aunque anhelaba regresar a Elyne para asegurarse de que Tayend no corría peligro, no quería abandonar Kyralia ni el Gremio.
Pensó en Rothen y esbozó una sonrisa sombría. «En otra época podría haberme unido a ese grupo de espías. Ahora no lo tengo tan claro, porque sé cómo me sentiría si Tayend partiese en una misión tan peligrosa. No le haría eso a menos que no tuviera alternativa.»
Tras sentarse frente a su escritorio, Dannyl sacó una hoja de papel, tinta y una pluma. Se detuvo a pensar qué podía arriesgarse a poner por escrito.
Apreciado Tayend de Tremmelin:
Como sin duda ya sabrá, en el Gremio reina cierta agitación. Ha llegado a mi conocimiento que el Gran Lord ha sido apresado por practicar la magia negra. Comprenderá usted la inoportunidad de este suceso en relación con nuestro trabajo, pero, si bien nos ha causado algunos problemas, ninguno de ellos ha resultado ser un obstáculo insalvable.
A continuación refirió la historia de Akkarin, y añadió que no podría regresar a Elyne hasta que el Gremio estuviese a salvo.
Sería una sorpresa y un disgusto considerable para mí no poder regresar allí en el plazo de unos meses. Aunque me complace haber hablado de nuevo con Rothen, siento que mi lugar ya no está aquí. Por el contrario, me siento como un visitante que espera con ansia la oportunidad de volver a casa. Cuando este asunto haya quedado resuelto, pediré a Lorlen que me permita ejercer el cargo de embajador del Gremio en Elyne de manera permanente.
Atentamente, su amigo,
Embajador DANNYL
Se retrepó en el asiento y estudió la carta con atención. Era mucho más formal de lo que le habría gustado, pero no se atrevía a escribir algo más personal. Si en las Tierras Aliadas había personas como Farand que se dedicaban a escuchar las conversaciones mentales de los magos, debía de haber otras encargadas de interceptar y leer la correspondencia.
Se levantó y se desperezó. Tal vez pasarían meses antes de que pudiera salir de Kyralia. Si las declaraciones de Akkarin resultaban ser veraces, el Gremio querría contar con el mayor número de magos posible en Kyralia. Quizá se quedaría retenido allí durante mucho tiempo.
«Si Akkarin decía la verdad —pensó, sintiendo un estremecimiento—, tal vez nunca vuelva a Elyne.»