20. El castigo del Gremio


Cuando Dannyl llegó frente a la puerta del despacho del administrador Lorlen, se detuvo unos instantes a fin de respirar hondo y enderezar la espalda. La convocatoria para que se reuniese con los magos superiores había llegado antes de lo que él esperaba, y tenía la agobiante sensación de que debería haberse preparado mejor. Bajó la vista a la carpeta que contenía su informe e hizo un gesto de resignación. Aunque se le ocurriera algo, era demasiado tarde para introducir cambios.

Llamó a la puerta. Esta se abrió por sí sola, y Dannyl pasó al interior. Inclinó la cabeza ante los magos que estaban sentados. Lady Vinara y lord Sarrin se encontraban presentes, al igual que el administrador expatriado Kito. Como de costumbre, Lorlen estaba sentado frente a su escritorio. El administrador señaló un sillón vacío.

—Por favor, siéntese, embajador Dannyl —dijo Lorlen. Aguardó a que Dannyl ocupara el asiento que le había ofrecido y añadió—: Habría preferido esperar a que regresara lord Balkan antes de pedirle a usted que nos refiriera con todo detalle su encuentro con los rebeldes, pero dada la necesidad de investigar la veracidad de las declaraciones de Akkarin lo antes posible, hemos decidido no aplazar más el asunto. Además, su historia puede arrojar un poco de luz sobre las actividades de Akkarin. Bien, díganos cuáles fueron las órdenes de Akkarin.

—Recibí una carta suya hace poco más de seis semanas.

Dannyl abrió la carpeta y extrajo la misiva, que hizo llegar flotando hasta el escritorio de Lorlen.

El administrador la cogió y la leyó en voz alta.

Llevo algunos años observando los intentos de un pequeño grupo de cortesanos de Elyne por instruirse en la magia sin la ayuda ni el conocimiento del Gremio. No habían tenido éxito hasta hace poco. Ahora que al menos uno de ellos ha conseguido desarrollar sus poderes, el Gremio tiene el derecho y la obligación de tomar cartas en el asunto. Adjunto con esta misiva información sobre dicho grupo. Tu relación con el académico Tayend de Tremmelin te resultará útil para convencerlos de que eres de fiar. Es posible que los rebeldes intenten utilizar esta información personal en tu contra una vez que los hayas detenido. Me aseguraré de dejar claro que he sido yo quien te ha pedido que les facilites esa información con el fin de conseguir tu objetivo.

Tal como Dannyl esperaba, los otros magos intercambiaron miradas de perplejidad.

—Supongo que se refería a su relación profesional con el académico, ¿es así? —preguntó Sarrin.

Dannyl extendió las manos en señal de duda.

—Sí y no. Me imagino que también se refería a los rumores sobre nuestra relación personal. Tayend es, como dicen los elyneos, un doncel —Sarrin arqueó las cejas, pero ni él ni los magos superiores parecían desconcertados por aquel término, por lo que Dannyl prosiguió—. Los elyneos han estado especulando sobre si nuestra relación va más allá de la colaboración académica desde que él empezó a ayudarme en mi investigación.

—¿Y usted propició que los rebeldes dieran crédito a esos rumores para que supusieran que podían hacerle chantaje en caso de que les causara problemas? —inquirió Sarrin.

—Sí.

—Las indicaciones de Akkarin no eran muy concretas. Podría interpretarse también que quería que usted los animase a creer que su ayudante y usted se exponían a la expulsión o la ejecución si se descubría que se estaba enseñando magia.

Dannyl asintió.

—Contemplé esa posibilidad, por supuesto, y llegué a la conclusión de que eso no habría bastado para ganarme la confianza de los rebeldes —para su gran alivio, Kito hizo un gesto de conformidad.

—Así pues, Akkarin tenía la intención de declarar ante el Gremio que él le había pedido a usted que fingiese mantener una relación amorosa con su ayudante —dijo Vinara—, pero cuando usted llegó aquí, él había sido detenido. Según el administrador Lorlen, usted asegura que el engaño fue una idea que se le ocurrió a usted.

—Así es.

La sanadora enarcó las cejas.

—¿Y ha dado resultado?

Dannyl se encogió de hombros.

—Creo que sí, a grandes rasgos. ¿Cuáles son sus impresiones?

Vinara asintió con la cabeza.

—La mayoría da por buena su versión.

—¿Y los demás?

—Son conocidos murmuradores.

Dannyl movió la cabeza afirmativamente. Recordó las preguntas que lord Garrel le había hecho en el Salón de Noche y se preguntó si Vinara incluiría al guerrero entre los «conocidos murmuradores».

Lorlen se inclinó hacia delante para apoyar los codos sobre el escritorio.

—Bien. Cuéntenos cómo entró en contacto con los rebeldes.

Dannyl continuó su relato y explicó que había concertado un encuentro con Dem Marane y lo había visitado en su casa. Describió las enseñanzas que había impartido a Farand y añadió que el libro que Tayend había tomado prestado había sido decisivo para detener a los rebeldes.

—Estaba considerando la posibilidad de esperar y comprobar si volvían a consultarme una vez que Farand hubiese alcanzado Control —dijo Dannyl—. Creí que de ese modo averiguaría el nombre de otros rebeldes. Sin embargo, cuando vi qué decía el libro, supe que era un riesgo demasiado grande. Aunque el Dem me permitiese quedarme con él, era probable que los rebeldes tuvieran otros ejemplares. Si desaparecían después de que Farand aprendiese Control, podían aprender magia negra por su cuenta, y entonces nosotros tendríamos que enfrentarnos a un problema peor que el de los magos descarriados —Dannyl hizo una mueca—. Jamás habría sospechado que ya teníamos un problema peor.

Sarrin se revolvió en su asiento con expresión grave.

—¿Cree que Akkarin sabía de la existencia de ese libro?

—Lo ignoro —respondió Dannyl—. Ni siquiera sé cómo se había enterado de la existencia de los rebeldes.

—Tal vez había detectado los poderes de Farand del mismo modo que había detectado los de Sonea antes de que ella alcanzase Control —aventuró Vinara.

—¿Desde un lugar tan distante como Elyne? —preguntó Sarrin.

Vinara se encogió de hombros.

—Tiene muchas facultades especiales, adquiridas sin duda a través del uso de la magia negra. ¿Por qué no esa en particular?

Sarrin arrugó el ceño.

—Dice usted que estaba realizando labores de investigación con el académico, embajador. ¿De qué investigación se trataba?

—Una investigación sobre la magia ancestral —contestó Dannyl. Miro uno por uno a los presentes, y cuando sus ojos se encontraron con los de Lorlen, este esbozó una sonrisa.

—Les he dicho que la inició usted a instancias mías —declaró Lorlen.

Dannyl asintió.

—En efecto, aunque desconozco el motivo.

—Yo quería recuperar parte de los conocimientos que Akkarin había perdido —dijo Lorlen—, pero cuando este supo que se estaba llevando a cabo una investigación dejó muy claro que se oponía a ella. Comuniqué a lord Dannyl que su ayuda ya no era necesaria.

—¿Y no obedeció usted esa orden? —preguntó Sarrin a Dannyl.

—No fue una orden —precisó Lorlen—. Solo le hice saber que no necesitaba que continuara con la investigación. Creo que Dannyl siguió adelante por interés propio.

—Así fue —confirmó Dannyl—. Más tarde, cuando Akkarin se enteró de que yo no había dejado la investigación, me pidió que regresara al Gremio. Mis hallazgos parecieron satisfacerle, pues me alentó a continuar. Por desgracia, no hice grandes progresos después de eso. Las únicas fuentes que no había consultado estaban en Sachaka, y él me había indicado expresamente que no fuese allí.

Sarrin se reclinó en su sillón.

—Interesante. Primero quiso frenar la investigación, después la impulsó. Quizá había descubierto usted algo que él no quería que se conociese, pero no había comprendido su alcance. Entonces tal vez juzgó que ya no era peligroso que continuase usted.

—También he pensado en esa posibilidad —convino Dannyl—. No fue sino hasta que vi el libro de los rebeldes cuando caí en la cuenta de que la magia ancestral que había estado investigando era en realidad magia negra. No creo que fuera intención de Akkarin que yo lo descubriese.

Sarrin mostró su desacuerdo con un gesto.

—No —dijo—. En ese caso, él se habría opuesto a que usted leyese ese libro. Seguramente no sabía que obraba en poder de Dem Marane, y la detención de los rebeldes no era una maniobra para apoderarse de él —pareció reflexionar unos segundos—. El libro podría contener información que él no conoce. Qué interesante.

Dannyl paseó la vista de una cara a otra mientras los magos meditaban sobre aquello.

—¿Puedo hacer una pregunta?

—Desde luego, embajador —respondió Lorlen con una sonrisa.

—¿Han descubierto alguna prueba de que el testimonio de Akkarin es veraz?

El administrador se puso muy serio.

—Aún no —titubeó antes de añadir—: A pesar de la advertencia de Akkarin, no se nos ocurre otra manera de averiguar la verdad que enviar espías a Sachaka.

Dannyl asintió.

—Supongo que su identidad será secreta, incluso para los miembros del Gremio.

—Así es —contestó Lorlen—. Pero se les permitirá a algunas personas, entre ellas a usted, que la conozcan, pues con toda seguridad sospecharán el porqué de la ausencia de ciertos magos.

Dannyl se enderezó.

—¿De verdad?

—Uno de los espías será su mentor, lord Rothen.

El ascenso a las montañas parecía interminable.

El sol de la mañana reveló las pendientes pronunciadas y densamente arboladas a ambos lados. Aunque el camino estaba bien cuidado y mostraba señales de haber sido arreglado hacía poco tiempo, todo lo demás parecía naturaleza en estado salvaje. Si la comitiva había pasado frente a alguna casa durante la noche, esta debía de estar totalmente oculta en la oscuridad.

El sendero seguía la curva de las gigantescas vertientes y ascendía entre barrancos escarpados. De vez en cuando, Sonea alcanzaba a ver formaciones rocosas en lo alto. El aire era cada vez más frío, y a partir de cierto momento la joven tuvo que envolverse permanentemente en un escudo de calor para no tiritar.

Estaba ansiosa por llegar al término del viaje, pero también temía ese momento. La marcha constante cuesta arriba alteraba sutilmente su postura sobre la silla de montar, y todo un grupo nuevo de músculos había empezado a protestar. Para colmo, el roce con la tela áspera de sus pantalones le irritaba la piel, de modo que tenía que sanarse a sí misma cada pocas horas para mitigar el dolor.

—¡Alto!

Sonea suspiró aliviada al oír la orden de Balkan. Habían avanzado sin descanso desde la mañana, y la parada había sido muy breve. Notó que su caballo inspiraba profundamente al detenerse, para luego soltar el aire de golpe.

Varios escoltas descabalgaron para ocuparse de sus monturas. Akkarin fijó la vista en algún punto distante. Al seguir la dirección de su mirada, Sonea advirtió que el paisaje que se extendía al pie de la montaña resultaba visible a través de un claro que había entre los árboles. Las colinas perdían altura gradualmente hasta dar paso a una llanura que se difuminaba en la lejanía. Ríos y arroyos relucían en las cañadas. Todo resplandecía a la cálida luz del sol del atardecer. El horizonte era una franja neblinosa. Al otro lado, en algún lugar, estaba Imardin. Su hogar.

Con cada paso que daba, Sonea se alejaba de todo aquello que había conocido: su familia, sus viejos amigos, Cery, Rothen, Dorrien. Los nombres de las personas a las que había tomado afecto en los últimos años desfilaron por su mente: Tania, Dannyl, Tya, Yikmo… e incluso algunos de los aprendices. Tal vez nunca volvería a verlos. Ni siquiera había tenido la oportunidad de despedirse de la mayoría de ellos. Se le hizo un nudo en la garganta, y notó que le escocían los ojos.

Apretó los párpados, y se obligó a respirar despacio y con normalidad. No eran ni el momento ni el lugar adecuados para echarse a llorar… allí, delante de Balkan y de los otros magos, especialmente delante de Akkarin. Tragó con fuerza e hizo un esfuerzo por apartar la vista del paisaje.

Cuando volvió a abrir los ojos, vio que la expresión de Akkarin cambiaba. Por un instante, antes de que su rostro se transformase de nuevo en su máscara habitual, ella alcanzó a vislumbrar una mirada de frustración y amargura intensas. Agachó la cabeza, inquieta por lo que había visto.

Osen comenzó a repartir pan, verduras cocidas frías y trozos de cecina. Akkarin aceptó su parte en silencio y volvió a quedarse abstraído. Sonea masticó despacio, decidida a desterrar de su mente todo pensamiento sobre el Gremio y a concentrarse en cambio en el futuro. ¿Dónde encontrarían alimentos en Sachaka? La zona situada al otro lado del puesto fronterizo era un páramo. Tal vez podrían comprar comida. ¿Les daría dinero Balkan?

Osen se le acercó y le ofreció una taza de vino rebajado con agua. Sonea se lo bebió rápidamente y le devolvió la taza. El ayudante del administrador vaciló un momento, como si quisiera decir algo, pero ella enseguida se irguió y desvió la mirada. Oyó un suspiro seguido de los pasos de Osen que se alejaban en dirección a su caballo.

—Adelante —ordenó Balkan.

Los claros entre los árboles comenzaron a hacerse más grandes conforme avanzaban. En ellos se apreciaban grandes placas de roca desnuda. Un viento gélido agitaba las colas de los caballos. El sol descendía imparable hacia el horizonte. El camino discurría recto en ese momento, entre dos paredes de roca altas y lisas. Más adelante, teñida de naranja por el ocaso, se alzaba una enorme y robusta columna pétrea con varias filas de agujeros diminutos.

El Fuerte.

Sonea lo contempló mientras se acercaban. En las clases de historia, había aprendido que el Fuerte había sido construido tras la guerra Sachakana. Era más elevado de lo que ella imaginaba, unas dos o tres veces más que el edificio principal de la universidad. El descomunal cilindro de piedra rellenaba el espacio estrecho entre dos paredes de roca. Era imposible pasar por allí sin atravesar el edificio.

No había rastro de uniones ni de argamasa, y sin embargo el Fuerte databa de mucho antes de que lord Coren descubriese cómo unir rocas entre sí. Sonea meneó la cabeza, maravillada. Aquellos constructores que habían muerto hacía tanto tiempo habían excavado el Fuerte en la montaña.

Dos grandes portones de metal en la base del edificio empezaron a abrirse conforme se acercaban. Por ellos salieron dos figuras. Uno llevaba uniforme de capitán de la Guardia, y el otro una túnica roja de guerrero. Sonea pestañeó, sorprendida, y luego miró al mago fijamente, con incredulidad.

—Lord Balkan —dijo Fergun mientras el capitán hacía una reverencia respetuosa—, le presento al capitán Larwen.

«Ya entiendo —pensó Sonea—. Fergun fue enviado a un Fuerte lejano como castigo por haberme hecho chantaje, pero jamás sospeché que se tratara de este Fuerte.»

Mientras el capitán hablaba con lord Balkan, Sonea se miró las manos y maldijo su suerte. No cabía duda de que Fergun estaba deseando que llegara aquel momento. Se había jugado mucho al intentar convencer al Gremio de que no debían aceptar a nadie que no perteneciera a una de las Casas. «Su afirmación de que los habitantes de las barriadas no son de fiar ha resultado ser cierta», pensó la chica.

Pero no era verdad. Sonea solo había aprendido y utilizado la magia negra para salvar al Gremio y Kyralia.

Fergun también creyó en su día estar salvando al Gremio. La joven sintió por él una compasión que la incomodaba. ¿Existía en el fondo diferencia alguna entre ella y su antiguo enemigo?

«Sí —pensó—. Yo intento salvar toda Kyralia. Él solo pretendía evitar que los kyralianos de clase baja aprendieran magia.»

Miró con el rabillo del ojo y vio que Fergun la estaba observando.

«No hagas caso —se dijo—. No vale la pena.»

Pero ¿por qué tenía que ignorarlo? No era mejor que ella. Tras armarse de valor, irguió la cabeza y le devolvió la mirada. Fergun curvó los labios en un gesto desdeñoso, y un brillo de satisfacción asomó a sus ojos.

«Te crees superior, ¿verdad? —pensó ella como dirigiéndose a él—. Pero reflexiona un poco. Soy más poderosa que tú. Incluso sin recurrir a la magia prohibida que he aprendido, podría vencerte en la Arena sin esfuerzo, guerrero.»

Fergun entornó los ojos y apretó las mandíbulas en un gesto de odio profundo. Sonea le sostuvo la mirada con frialdad. «He matado a una maga que, como tú, se aprovechaba de los indefensos. No dudaría en volver a matar si fuera la única manera de proteger Kyralia. No me asustas, mago. No eres nadie, solo un necio miserable, un…»

De pronto, Fergun se volvió hacia el capitán, como si este hubiese dicho algo importante. Sonea esperó a que la mirase de nuevo, pero no lo hizo. Una vez cumplidas las formalidades, el capitán se hizo a un lado y tocó un silbato. La comitiva avanzó hacia el interior del Fuerte.

El golpeteo de los cascos resonó dentro del amplio corredor. La escolta dio unos pasos más al frente y redujo la marcha al acercarse a un muro de piedra que bloqueaba la mitad del pasillo. Lo recorrieron en fila de a uno y se detuvieron frente a unas puertas de metal cerradas que se alzaban cien pasos más adelante, al fondo del corredor. Se abrieron despacio. Después de atravesarlas cruzaron un entarimado en el que retumbaban las pisadas de los caballos, y pasaron en fila junto a otro muro de piedra.

Sonea sintió el aire fresco en la cara. Alzó la vista y vio un par de puertas metálicas abiertas que daban a otra hondonada amurallada. Al otro lado del Fuerte ya había oscurecido. Dos filas de lámparas iluminaban las empinadas paredes. Más allá, el camino se perdía entre las sombras.

Cuando la comitiva salió al aire libre, Sonea advirtió que el corazón le latía con fuerza. Si habían atravesado el Fuerte, eso significaba que su caballo estaba pisando tierra sachakana. Bajó la mirada.

«Roca, más bien», se corrigió mentalmente.

Se volvió en la silla para contemplar de nuevo el Fuerte. En algunas de las ventanas iluminadas se recortaban las siluetas de los ocupantes que los observaban alejarse.

El sonido de los cascos se fue apagando. La montura de Sonea se detuvo.

—Descabalgad.

Mientras Akkarin bajaba de su silla, Sonea comprendió que la orden que acababa de dar Balkan iba dirigida únicamente a ella y a Akkarin. Se deslizó hasta el suelo, haciendo un gesto de dolor por la rigidez de sus piernas. Lord Osen se agachó para empuñar las riendas, y se alejó con los caballos.

Tras la marcha de Osen y las cabalgaduras, solo quedaban Sonea y Akkarin dentro del círculo de guerreros. Un globo de luz destelló por encima de la cabeza de Balkan e inundó de claridad la zona.

—Recordad las caras de estos dos magos —gritó Balkan—. Son Akkarin, antiguo Gran Lord del Gremio de los Magos, y Sonea, antigua aprendiz del Gran Lord. Han sido expulsados del Gremio y desterrados de las Tierras Aliadas por el delito de practicar magia negra.

Sonea sintió un helor en la sangre. Por lo menos aquella sería la última vez que oiría esas palabras rituales. Echó un vistazo al camino en penumbra que continuaba más allá del resplandor de la lámpara.

—¡Esperad!

El corazón le dio un vuelco. Osen se acercó a ellos.

—¿Sí, lord Osen?

—Querría hablar con Sonea antes de que se vaya.

Balkan asintió lentamente.

—Muy bien.

Sonea suspiró mientras Osen se apeaba del caballo. Caminó hacia ella despacio, con expresión tensa.

—Sonea, es tu última oportunidad —hablaba en voz baja, tal vez para que la escolta no lo oyese—. Regresa al Gremio conmigo.

La joven sacudió la cabeza.

—No.

Osen se volvió hacia Akkarin.

—¿Te parece bien que desaproveche esta ocasión?

Akkarin arqueó las cejas.

—No, pero parece decidida a dejarla escapar. Dudo que yo pueda hacerla cambiar de opinión.

Osen frunció el ceño y miró de nuevo a Sonea. Abrió la boca para hablar, pero cambió de idea y se limitó a sacudir la cabeza.

—Más vale que cuides de ella —farfulló.

Akkarin contempló impasible al mago. Osen le lanzó una mirada severa y giró sobre sus talones. Se acercó a su caballo con andar decidido y puso un pie en el estribo.

A una señal de Balkan, los escoltas que cerraban el camino a Sachaka se apartaron.

—Marchaos de las Tierras Aliadas —dijo Balkan, en un tono que no denotaba ni ira ni arrepentimiento.

—Vamos, Sonea —dijo Akkarin en voz baja—. Aún nos queda un buen trecho.

Ella se volvió hacia él. Akkarin tenía una expresión distante y difícil de interpretar. Dio media vuelta y echó a andar. Sonea lo siguió a pocos pasos de distancia.

Oyó a alguien murmurar a sus espaldas y aguzó el oído. Era la voz de lord Osen.

—… en mis tierras. Quedas expulsada, Sonea. Jamás vuelvas a entrar en mis tierras.

Sonea se estremeció, y luego dirigió la vista al camino cada vez más oscuro que se abría ante ella.

Cuando los últimos rayos de sol se extinguieron, Lorlen se apartó de la ventana desde la que contemplaba el jardín y echó a andar por su despacho. Recorrió el contorno de la habitación, pasando de un sillón a otro, hasta regresar a su escritorio. Se detuvo, bajó la vista al montón de papeles y suspiró.

¿Por qué, habiendo tantos otros sitios, habían tenido que enviar a Akkarin a Sachaka?

Él sabía por qué. Sabía, con una fría certeza, que el rey esperaba que Akkarin pereciera en Sachaka. Había quebrantado una de las leyes más estrictas del Gremio. Por mucho aprecio que el soberano hubiera tenido al Gran Lord, sabía que no había nada tan peligroso como un mago que no cumplía las leyes y que era demasiado poderoso para controlarlo. Si el Gremio no podía ejecutar a Akkarin, lo mejor era enviarlo a donde vivían los únicos magos que sí podían: los ichanis.

Cabía la posibilidad de que los ichanis no existiesen, por supuesto. En ese caso, el Gremio estaba a punto de dejar en libertad a un mago que había aprendido magia negra por su propia voluntad. Quizá regresaría, y más fuerte que nunca. Sin embargo, eso no había manera de evitarlo.

Por otro lado, si los ichanis existían, parecía una insensatez enviar a una muerte segura al único mago capaz de asesorar al Gremio respecto a sus enemigos. No, Akkarin no era el único. También estaba Sonea.

En ese sentido el rey había cometido un grave error de previsión. Había dado por sentado que la chica procedente de las barriadas, a quien más de un mago había instruido y manipulado, se dejaría convencer fácilmente. Lorlen sonrió con amargura al recordar su airada negativa.

«Si van a desterrar al Gran Lord Akkarin, tendrán que desterrarme a mí también. Luego, cuando entren ustedes en razón, quizá él siga con vida y pueda echarles una mano.»

La actitud desafiante de Sonea había irritado al rey. «¿Y qué esperabais? —había querido decirle Lorlen—. ¿Lealtad por parte de una persona que vivió entre aquellos a quienes vos expulsáis de la ciudad con la Purga de todos los años?» Al final el monarca había llegado a la conclusión de que, si Sonea no estaba dispuesta a aceptar la sentencia del Gremio y de su soberano, tal vez desterrarla era lo mejor.

Lorlen suspiró y reanudó sus idas y venidas por la habitación. En realidad, el Gremio no necesitaba que Sonea refiriese lo que sabía sobre los ichanis mientras él tuviese en su poder el anillo de Akkarin… y este siguiera con vida. Pero si Lorlen empezaba a transmitir información de Akkarin al resto del Gremio, tarde o temprano tendría que confesar cómo obtenía esa información. El anillo era un instrumento de magia negra. ¿Cómo reaccionaría el Gremio si se enterase de que su administrador poseía y utilizaba semejante objeto?

«Debería deshacerme de él», pensó. Pero sabía que no lo haría. Sacó el anillo, lo contempló durante unos instantes y se lo puso en el dedo.

¿Akkarin? ¿Estás ahí?

Nada.

Lorlen había intentado varias veces ponerse en contacto con Akkarin por medio del anillo. De vez en cuando le parecía detectar un atisbo de ira o de miedo, pero decidió que todo era fruto de su imaginación. El silencio lo atormentaba. De no ser por los informes que Osen le iba comunicando mentalmente a lo largo del viaje, Lorlen habría llegado a temerse que Akkarin había muerto.

Lorlen dio por terminado su deambular por el despacho, se situó frente al escritorio y se dejó caer en el sillón. Tras quitarse el anillo, se lo guardó de nuevo en el bolsillo. Un momento después, oyó unos golpes enérgicos en la puerta.

—Adelante.

—Le traigo un mensaje del rey, milord.

Un sirviente entró, hizo una reverencia y depositó un cilindro de madera sobre el escritorio de Lorlen. El tapón llevaba grabado el incal del monarca, y el lacre estaba espolvoreado con oro.

—Gracias. Puedes retirarte.

El sirviente se inclinó de nuevo y salió de la habitación. Lorlen rompió el sello y extrajo un papel enrollado.

«De modo que el rey quiere hablar de Sachaka», pensó Lorlen mientras leía el texto escrito con caligrafía formal. Tras dejar que la carta recuperase su forma de rollo y devolverla al interior del cilindro, lo metió en una caja en la que guardaba mensajes reales.

La idea de una audiencia con el rey de pronto le parecía atractiva. Por encima de todo, estaba ansioso por hacer algo. Se había pasado demasiado tiempo con las manos atadas, sin libertad para actuar. Se levantó y se quedó paralizado cuando una voz en su mente pronunció su nombre.

¡Lorlen!

Era Osen. Lorlen percibió las mentes de otros magos, atraídas por la llamada, pero cada vez con menor intensidad conforme dejaban de prestar atención.

¿Sí, Osen?

Misión cumplida. Sonea y Akkarin están en Sachaka.

Lorlen sintió que se le caía el alma a los pies.

¿Puedes preguntar a Fergun y al capitán si alguien en el Fuerte o en sus alrededores ha notado algo fuera de lo normal en Sachaka?

Se lo preguntaré y te comunicaré su respuesta mañana. Han pedido que algunos magos permanezcan aquí por si Akkarin y Sonea intentan regresar.

¿Les has explicado que eso no serviría de nada?

No, no quería ponerlos más nerviosos de lo que ya están.

Lorlen meditó sobre la petición del capitán.

Dejaré que sea Balkan quien tome esa decisión.

Se lo diré. Se produjo una pausa. Tengo que dejarte.

La imagen de unos magos que se sentaban a una larga mesa junto a una gran hoguera apareció en la mente del administrador. Este sonrió.

Disfruta tu cena, Osen. Gracias por informarme.

Gracias por informarme a mí, respondió otra voz. Lorlen, sorprendido, se quedó inmóvil.

¿Quién ha dicho eso?, preguntó Osen.

No lo sé, contestó Lorlen. Reconstruyó en su mente la conversación y se estremeció. Si había alguien acechando al otro lado de la frontera, listo para tender una emboscada a los visitantes, sabría ahora que Akkarin y Sonea se dirigían hacia allí.

Luego se imaginó todo lo que los magos habían debido de comentar entre sí durante los últimos días, y se sintió aún más alarmado. «Hemos sido unos idiotas —se dijo Lorlen—. Ni uno solo de nosotros ha pensado seriamente en las repercusiones que tendría que el testimonio de Akkarin fuera cierto.»

Balkan, llamó.

¿Sí?

Por favor, di a todos tus hombres que toda comunicación mental debe cesar de inmediato… Informaré al resto del Gremio.

Mientras la presencia de Osen y la de Balkan se desvanecían, Lorlen extrajo el anillo de Akkarin de su bolsillo. Las manos le temblaban mientras lo deslizaba por su dedo.

¿Akkarin?

Pero no obtuvo otra respuesta, solo el silencio.