13. La asesina


Cuando Sonea entró en la sala subterránea, se fijó en los objetos que había sobre la mesa: unos fragmentos de vidrio en un plato, junto a un tenedor de plata, un cuenco y un trozo de tela. Al lado estaba la caja de madera que contenía la daga de Akkarin.

Llevaba dos semanas practicando magia negra. Había adquirido tal destreza que era capaz de asimilar mucha energía con rapidez, o solo un poco, a través de un pinchazo diminuto. Había absorbido energía de animales pequeños, de plantas e incluso del agua. Los objetos que había sobre la mesa eran distintos esa noche, y se preguntó qué pretendía enseñarle Akkarin a continuación.

—Buenas noches, Sonea.

Alzó la vista. Akkarin estaba apoyado en el arcón, que tenía la tapa levantada, lo que dejaba al descubierto varios libros. Estaba examinando uno de ellos. Sonea hizo una reverencia.

—Buenas noches, Gran Lord.

Akkarin cerró el libro, cruzó la sala y lo depositó en la mesa, junto a los demás objetos.

—¿Has terminado las crónicas de la guerra Sachakana?

—Casi. Cuesta imaginar que el Gremio se las ingeniase para perder una parte tan grande de su historia.

—No la perdieron —repuso él—. La depuraron. Los libros de historia que no fueron destruidos se reescribieron para que no apareciera en ellos una sola referencia a la magia superior.

Sonea sacudió la cabeza. Cuando pensaba en todos los esfuerzos que el Gremio había dedicado a deshacerse de todas las menciones a la magia negra, entendía por qué Akkarin no quería arriesgarse a revelar la verdad sobre su pasado. Sin embargo, seguía sin caberle en la cabeza que Lorlen y los magos superiores fueran capaces de reaccionar con tal cortedad de miras ante la magia negra si entendiesen el motivo por el que Akkarin la había aprendido, o si fuesen conscientes de la amenaza de los ichanis.

«Es a mí a quien condenarían —pensó de pronto—, porque yo la aprendí por voluntad propia.»

—Esta noche te enseñaré a hacer gemas de sangre —anunció Akkarin.

¿Gemas de sangre? A Sonea se le encongió el corazón cuando comprendió a qué se refería. Fabricaría una piedra preciosa como la que llevaban el espía en el diente y Lorlen en el anillo.

—La gema de sangre permite al mago ver y oír lo mismo que ve y oye quien la lleva consigo. Y también lo que piensa —dijo Akkarin—. Si el portador de la piedra no ve, su creador tampoco. La gema también centra la comunicación mental en su creador, de modo que nadie más puede escuchar las conversaciones entre creador y portador.

»Sin embargo, tiene sus limitaciones —advirtió—. El creador está en contacto constante con la gema. Una parte de su mente recibe en todo momento imágenes y pensamientos del portador, lo que puede constituir un motivo de distracción considerable. Con el tiempo se aprende a bloquearlo.

»Una vez establecida, la conexión con el creador no puede romperse a menos que se destruya la gema. Así pues, si el portador pierde la gema y otra persona la encuentra y se la pone, el creador tendrá que sobrellevar la distracción añadida de una conexión no deseada con otra mente —sonrió con languidez—. Takan me contó una vez la historia de un ichani que había atado a un esclavo a un poste para que se lo comieran vivo los limeks salvajes, y le había puesto una gema para poder presenciar su muerte. Uno de los animales se tragó la piedra preciosa, y durante varios días sus pensamientos distrajeron al ichani —su sonrisa se desvaneció y su mirada se tornó distante—. Pero los ichanis son expertos en inventar usos crueles para la magia. Una vez Dakova elaboró una gema con la sangre de un hombre y luego lo obligó a ser testigo de cómo torturaban a su hermano —hizo una mueca—. Por fortuna, las gemas de sangre hechas de vidrio son fáciles de destruir. El hermano consiguió hacer añicos la suya —se frotó la frente y arrugó el entrecejo—. Como dicha conexión con otra mente puede causar distracciones, no es aconsejable fabricar muchas gemas de sangre. Por ahora tengo tres. ¿Sabes quiénes las llevan?

Sonea asintió.

—Lorlen.

—Así es.

—Y… ¿Takan? —dudó—. Pero él no lleva anillo.

—No, no lo lleva. La gema de Takan está oculta.

—¿Quién tiene la tercera?

—Un amigo que está en un lugar estratégico.

La chica se encogió de hombros.

—Creo que no lo adivinaría nunca. ¿Por qué Lorlen?

Akkarin arqueó las cejas al oír esa pregunta.

—Tenía que mantenerlo vigilado. Rothen jamás haría nada que pudiera perjudicarte. Lorlen, sin embargo, te sacrificaría si fuera necesario para salvar el Gremio.

«¿Sacrificarme? Desde luego —se estremeció—. Seguramente yo también lo haría si estuviese en su lugar.» Aquella certeza le hacía desear aún más que Akkarin pudiese contar la verdad a Lorlen.

—Pero ha resultado ser de gran utilidad —agregó Akkarin—. Está en contacto con el capitán de la Guardia que investiga los asesinatos. He hecho un cálculo aproximado de la fuerza de cada uno de los espías basándome en el número de cadáveres que se encuentran.

—¿Sabe él qué es la gema en realidad?

—Sabe para qué sirve.

«Pobre Lorlen —pensó Sonea—. Cree que su amigo se ha pasado a la magia maligna, y sabe que Akkarin puede leer todos sus pensamientos —una arruga se formó entre sus cejas—. Pero ¿hasta qué punto es duro para Akkarin tener plena conciencia siempre del temor y el rechazo que provoca en su amigo?»

El Gran Lord se situó de cara a la mesa.

—Acércate.

Mientras ella se dirigía hacia el otro lado de la mesa, Akkarin levantó la tapa de la caja. Extrajo la daga y la tendió a Sonea.

—Cuando vi por primera vez a Dakova hacer una gema de sangre, creía que la sangre tenía algo de mágica. Fue años después cuando descubrí que no era así. La sangre simplemente deja grabada la identidad del creador en el vidrio.

—¿Aprendisteis en los libros el sistema para fabricarlas?

—No. Buena parte de la magia que sé la aprendí estudiando un ejemplar antiguo con el que me había topado durante el primer año de mi investigación. En aquel entonces no sabía qué era, pero más tarde lo pedí prestado durante un tiempo para examinarlo. Aunque su creador murió hace tiempo, y la gema ya había perdido su utilidad, aún quedaba la suficiente magia en el cristal para que yo me hiciese una idea de cómo funcionaba.

—¿Aún lo tenéis?

—No, se lo devolví a su dueño. Por desgracia, falleció poco después, y no sé qué fue de su colección de joyas antiguas.

Sonea asintió y bajó la mirada hacia los objetos de la mesa.

—Toda parte viva de ti puede utilizarse —dijo Akkarin—. El pelo funciona, pero no del todo bien porque en su mayor parte está muerto. Un personaje de un cuento popular sachakano usaba lágrimas, si bien sospecho que se trata solo de una fantasía romántica. Podrías arrancar un trozo de tu carne, aunque no sería agradable ni conveniente. Utilizar la sangre es lo más sencillo —dio unos golpecitos en el cuenco con el dedo—. Solo hacen falta unas gotas.

Sonea miró el cuenco y luego la daga. Akkarin la observaba en silencio. La joven se miró el brazo izquierdo. ¿Dónde debía practicar el corte? Cuando volvió la mano hacia arriba, advirtió que tenía una cicatriz vieja y apenas visible en la palma. Se la tocó con la punta de la daga. Para su sorpresa, no le dolió en absoluto cuando la hoja le abrió la piel.

La herida empezó a sangrar, y un dolor agudo atacó sus sentidos. Dejó que la sangre goteara en el cuenco.

—Sánate —indicó Akkarin—. Siempre debes sanarte cuanto antes. Incluso los cortes a medio cerrar son brechas en tu barrera.

Sonea se concentró en la herida. La sangre dejó de manar, y los bordes del corte se unieron despacio, hasta cerrarse. Akkarin le pasó la tela, y ella se limpió la sangre que le quedaba en la mano.

A continuación, el Gran Lord le tendió un trozo de vidrio.

—Mantenlo flotando en el aire y fúndelo. Conservará mejor su forma si haces que dé vueltas.

Sonea centró su voluntad en el fragmento de vidrio y este se elevó. Envió calor alrededor de él y lo hizo girar. Se puso incandescente en los bordes y se encogió lentamente hasta quedar reducido a un glóbulo.

—¡Por fin! —exclamó Akkarin.

La chica se sobresaltó y perdió el control sobre el glóbulo, que cayó sobre la mesa, donde dejó una pequeña quemadura.

—Huy.

Sin embargo, Akkarin no había reparado en ello. Tenía la mirada fija más allá de las paredes de la sala. Sonea lo vio entornar los ojos, como para aguzar la vista. El Gran Lord esbozó una sonrisa lúgubre y cogió la daga.

—Takan acaba de recibir un mensaje. Los ladrones han localizado a la espía.

A Sonea el corazón le dio un vuelco.

—La clase tendrá que esperar a que regresemos.

Akkarin se acercó a un armario y sacó el cinturón de cuero con la funda de la daga que ella le había visto puesto la noche que lo había espiado, hacía ya mucho tiempo. Limpió la hoja del arma con el trozo de tela y la envainó. Sonea lo miró sorprendida mientras él desataba el cordón de su túnica y se quitaba la prenda exterior. Debajo llevaba un chaleco negro.

Tras ajustarse el cinturón en torno a la cintura, se dirigió a otro armario y extrajo un abrigo largo y raído para sí, una capa para Sonea y un farol.

—Que la túnica quede bien tapada —dijo mientras Sonea se ponía la capa. Tenía muchos botones pequeños delante, y dos aberturas laterales para las manos.

Akkarin se detuvo a contemplarla y arrugó el entrecejo.

—No te llevaría conmigo si pudiera evitarlo, pero si he de prepararte para enfrentarte a esos espías, debo enseñarte cómo se hace. Tienes que seguir mis indicaciones a rajatabla.

La chica asintió.

—Sí, Gran Lord.

Akkarin se acercó a la pared, y la puerta secreta que comunicaba con los pasadizos se abrió. Sonea salió tras él. El farol chisporroteó y se encendió.

—Debemos evitar que esa mujer te vea —dijo el Gran Lord mientras enfilaban el pasaje—. Seguramente el amo de Tavaka percibió una imagen tuya a través de su gema antes de que yo la rompiera. Si alguno de los ichanis volviera a verte conmigo, sabría que te estoy entrenando. Intentarán matarte mientras aún seas débil e inexperta para defenderte.

Se quedó callado mientras atravesaban la primera barrera, y no volvió a hablar hasta que hubieron recorrido el laberinto de pasadizos y llegado al túnel obstruido. Akkarin señaló los escombros.

—Proyecta la mente para inspeccionar el lugar, y luego coloca los escalones en su sitio.

Sonea amplificó sus sentidos y examinó la disposición de las rocas. Al principio parecían losas amontonadas sin orden ni concierto, pero enseguida comenzó a identificar una pauta. Era como una versión a gran escala de los rompecabezas de madera que vendían en los mercados. Si se pulsaba un punto en concreto, las piezas se deslizaban unas sobre otras hasta crear una nueva forma… o todo se desmoronaba. Sonea invocó un poco de magia y empezó a cambiar de lugar las rocas. El ruido de las piedras al rozarse entre sí resonó en el pasadizo conforme los peldaños ocupaban el sitio que les correspondía.

—Bien hecho —murmuró Akkarin.

Avanzó a toda prisa y subió los escalones de dos en dos, con Sonea a la zaga. En lo alto, ella se volvió y, por medio de la voluntad, devolvió las losas a su posición anterior.

El farol iluminó las paredes de ladrillo del Camino de los Ladrones que Sonea conocía tan bien. Akkarin siguió adelante, y al cabo de varios cientos de pasos, llegaron al sitio donde se habían encontrado con el guía en otras ocasiones. Una sombra más pequeña salió a recibirlos.

Sonea calculó que el muchacho tenía unos doce años. Sin embargo, su mirada era dura y recelosa, como la de alguien mucho mayor. Miró fijamente a ambos; luego bajó la vista a las botas de Akkarin y asintió. Sin decir una palabra, les indicó con gestos que lo siguieran y echó a andar por los pasadizos.

Pese a que el camino torcía a un lado o a otro de cuando en cuando, los llevaba en una dirección bastante definida. El guía se detuvo al fin frente a una escalera de mano y señaló una trampilla. Akkarin cerró la portezuela del farol, y la oscuridad se apoderó del pasadizo. Sonea lo oyó apoyar una bota en uno de los peldaños de la escalera y empezar a subir. Una luz mortecina inundó el túnel cuando él levantó la trampilla con sigilo y echó una ojeada al exterior. Hizo una seña a Sonea y, mientras ella comenzaba su ascenso, abrió la trampilla por completo y salió a la superficie.

Sonea lo siguió y se encontró en un callejón. Las casas que la rodeaban estaban construidas precariamente con toda clase de materiales recogidos aquí y allá. Algunas parecían a punto de venirse abajo. El olor a basura y a cloaca era muy intenso. La joven sintió una compasión que hacía mucho que había olvidado y también cierta aprensión. Estaban en las afueras de las barriadas, donde malvivían los losdes más pobres. Era una zona deprimente y peligrosa.

Un hombre de constitución fuerte salió de un portal cercano y se dirigió con paso tranquilo hacia ellos. Sonea exhaló un pequeño suspiro de alivio cuando lo reconoció como el guardia que custodiaba al espía anterior. Él la miró con fijeza y luego se volvió hacia Akkarin.

—Acaba de irse —informó—. La sifonábamos desde hace dos horas. Según los vecinos, llevaba dos noches escondida ahí dentro —señaló una puerta próxima.

—¿Cómo sabes que volverá esta noche? —preguntó Akkarin.

—Hemos registrado el lugar cuando ella se ha ido. Ha dejado algunos trastos allí. Volverá.

—¿El resto de la casa está vacío?

—Algunos mendigos y putas lo usan, pero les hemos dicho que ahuequen por esta noche.

Akkarin asintió.

—Echaremos un vistazo dentro para ver si es un sitio adecuado para una emboscada. Asegúrate de que no entre nadie.

El hombre hizo un gesto afirmativo.

—La habitación de ella está a la derecha, al fondo.

Sonea siguió a Akkarin hasta la puerta, que soltó un chirrido de protesta cuando él tiró de ella para abrirla. Bajaron unos agrietados escalones de tierra compacta sostenidos por vigas de madera podrida y enfilaron un pasillo.

Estaba oscuro allí dentro, y el suelo sin pavimentar era irregular. Akkarin abrió la portezuela del farol lo suficiente para iluminar el camino. No había puertas en las entradas a las habitaciones. El vano del final estaba tapado con un trozo de arpillera. Akkarin fijó la vista en la cortina improvisada; luego la apartó y destapó del todo el farol.

La habitación era sorprendentemente amplia. Unas cajas de madera y una tabla combada formaban una mesa. Había una repisa excavada en la pared, y en un rincón yacían un colchón y unas mantas.

El Gran Lord recorrió la habitación para examinar todo de forma minuciosa. Tras revolver la ropa de cama, sacudió la cabeza.

—Morren hablaba de objetos valiosos. Dudo que se refiriese a esto.

Sonea reprimió una sonrisa. Se dirigió a la pared más cercana y comenzó a introducir el dedo entre los tablones. Akkarin la observó recorrer la habitación. Cerca de donde estaba el colchón, la chica notó una blandura sospechosa.

Las tablas se aflojaron con facilidad. La arpillera que había detrás estaba cubierta de barro seco, pero aquí y allá aparecía algún hilo. Sonea levantó una esquina con cuidado. Al otro lado había un hueco en el que habría cabido un niño sentado, con un techo apuntalado con más tablas de madera podrida. En el centro se alzaba un pequeño montón de ropa.

Akkarin se situó a su lado y soltó una risita.

—Vaya, vaya. Al final has resultado ser útil.

Sonea se encogió de hombros.

—En una época viví en un lugar parecido. Los losdes los llaman agujeros.

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó el Gran Lord al cabo de unos instantes.

Cuando alzó la vista hacia él, Sonea descubrió que la estaba observando atentamente.

—Durante un invierno. Fue hace mucho, cuando era muy pequeña —se volvió de nuevo hacia el escondrijo de la pared—. Recuerdo la estrechez y el frío.

—Pero ya casi no vive nadie aquí. ¿Por qué?

—Por la Purga. No se produce hasta que caen las primeras nieves del año. Aquí es donde viene a parar toda esa gente que el Gremio expulsa de la ciudad. Son los que las Casas catalogan como ladrones peligrosos, aunque la verdad es que simplemente no les gusta que unos mendigos y lisiados afeen la ciudad con su presencia, y a los ladrones de verdad la Purga no les afecta.

Detrás de ellos se oyó el chirrido débil y lejano de una puerta. Akkarin giró sobre sus talones.

—Es ella.

—¿Cómo lo…?

—Morren no habría dejado pasar a nadie más —cerró casi por completo la portezuela del farol y echó un vistazo rápido en torno a la habitación—. No hay otra salida —farfulló. Levantó una esquina del trozo de arpillera que tapaba el hueco—. ¿Cabes ahí dentro?

Por toda respuesta, Sonea se dio la vuelta, se sentó a la entrada del escondrijo y se impulsó hacia atrás. Mientras doblaba las piernas para acurrucarse en aquel espacio reducido, Akkarin dejó caer la arpillera y apretó las tablas para volver a colocarlas en su sitio.

Sonea quedó sumida en una oscuridad absoluta. Los latidos de su corazón resonaban con fuerza en aquel silencio. De pronto se percató de que tenía delante unas hileras de estrellas brillantes.

—Otra vez tú —dijo una mujer de acento extraño—. Me preguntaba cuándo me darías otra oportunidad para matarte.

El brillo de las estrellas se hizo más intenso y Sonea notó la vibración de la magia. Al percatarse de que aquellos puntos de luz eran agujeros en el embarrado trozo de arpillera, Sonea se inclinó hacia delante para intentar ver qué sucedía al otro lado, en la habitación.

—Has venido preparado —observó la mujer.

—Por supuesto —respondió Akkarin.

—Yo también —dijo ella—. Tu sucia ciudad es un poco más pequeña ahora. Y tu Gremio pronto contará con un hombre menos.

A través de una parte de la arpillera en que la capa de barro seco era más fina y este empezaba a desprenderse, Sonea entrevió unas formas en movimiento iluminadas por destellos. Rascó el basto tejido para eliminar un poco más de barro.

—¿Qué pensará tu Gremio cuando su líder aparezca muerto? ¿Conseguirán dilucidar qué lo mató? Lo dudo.

Sonea alcanzó a distinguir a una persona: una mujer con camisa y pantalones de un color apagado de pie en un lado de la habitación. Sin embargo, no veía a Akkarin. Continuó rascando la arpillera para quitarle la costra de barro a fin de tener una visión más amplia y nítida. ¿Cómo iba a aprender algo que le sirviera para luchar contra los espías si no podía presenciar el combate?

—No sabrán qué es lo que les está dando caza —prosiguió la sachakana—. Había pensado entrar y enfrentarme a todos a la vez, pero ahora creo que será más divertido hacer que salgan y matarlos de uno en uno.

—Te recomiendo la segunda opción —repuso Akkarin—. De lo contrario, no llegarás muy lejos.

La mujer soltó una risotada.

—¿Ah, no? —dijo con desprecio—. Sé que Kariko tiene razón. Tu Gremio no conoce la magia superior. Son débiles y estúpidos… Tanto, tanto que tienes que ocultarles lo que sabes para que no te maten.

La habitación se iluminó con el resplandor momentáneo de unos azotes que chocaban contra el escudo de la mujer. Ella contraatacó de forma similar. Se oyó un crujido procedente de arriba. Sonea vio que la mujer levantaba la mirada y daba un paso a un lado, hacia el hueco en el que ella estaba escondida.

—El hecho de que no abusemos de nuestros conocimientos de magia no significa que seamos ignorantes —dijo Akkarin con serenidad. Por fin se situó en un lugar visible y se colocó en posición frente a la mujer.

—Pero he visto la verdad en la mente de tu gente —replicó la mujer—. Sé que por eso me persigues tú solo, por eso tienes que evitar que alguien nos vea luchar. Pues que vean esto.

De repente un estallido ensordecedor de madera que se hacía astillas retumbó en la habitación. Una lluvia de fragmentos de vigas y de tejas cayó del techo, levantando una nube de polvo. La mujer rió y se acercó aún más al escondrijo de Sonea.

Se detuvo cuando cayeron unos escombros que le bloquearon el paso. La sachakana se vio súbitamente lanzada contra la pared lateral. Sonea notó el impacto del azote de fuerza de Akkarin a través del suelo, y algunos escombros le cayeron sobre la espalda.

La mujer se apartó de la pared de un empujón, masculló algo, avanzó con paso decidido hacia la pila de cascotes… y la atravesó. Sonea parpadeó, sorprendida, al darse cuenta de que había sido una ilusión, y el corazón le dio un vuelco cuando vio que la mujer caminaba directa hacia ella.

Akkarin la atacó, obligándola a detenerse… justo delante del escondrijo de Sonea. La chica, al verse en la línea de ataque de su tutor se envolvió a toda prisa en un escudo protector resistente.

La habitación vibró mientras los dos magos lanzaban azotes el uno contra el otro. Algunos fragmentos más del techo del escondrijo cayeron sobre la espalda de Sonea, y esta, al levantar los brazos para palparlo, se percató de que las vigas que lo sostenían empezaban a combarse y a agrietarse. Alarmada, expandió su escudo para reforzarlas.

Una carcajada hizo que devolviera su atención a lo que ocurría en la habitación. Espiando a través de la arpillera, vio que Akkarin reculaba. Sus azotes parecían más débiles. El Gran Lord dio un paso lateral hacia la puerta.

«Está perdiendo la fuerza», comprendió Sonea de pronto. Se le cayó el alma a los pies cuando vio que Akkarin seguía acercándose sigilosamente a la puerta.

—Esta vez no dejaré que te escapes —dijo la mujer.

Una barrera obstruyó la salida. La expresión de Akkarin se ensombreció. La mujer se enderezó y pareció volverse más alta. En vez de avanzar, retrocedió unos pasos y se giró hacia Sonea.

Sonea advirtió que el semblante de Akkarin cambiaba para reflejar consternación y espanto. La mujer extendió el brazo hacia el escondrijo pero se detuvo cuando él le lanzó un ataque poderoso.

«Estaba fingiendo —pensó Sonea de repente—. Intentaba apartarla de mí.» Pero en vez de seguirlo, la mujer se había acercado al escondrijo. «¿Por qué? ¿Acaso sabe que estoy aquí? ¿O es por otra razón?»

A tientas, Sonea encontró el montón de ropa. Incluso a oscuras se percató de que la tela era de buena calidad.

Creó un globo de luz diminuto y tenue. Al desenrollar el atado, Sonea vio que se trataba de un chal. Cuando lo levantó, un objeto pequeño cayó de entre los pliegues. Un anillo de plata.

Lo recogió. Era un anillo de hombre como los que llevaban los patriarcas de las Casas como símbolo de su posición social. En un cuadrado plano que tenía a un lado estaba grabado el incal de la Casa de Saril.

En ese momento el techo del escondrijo se vino abajo, y la tierra y el ruido envolvieron a Sonea.

Se sintió impulsada hacia atrás. Hecha un ovillo, se concentró en mantener el escudo firme en torno a sí. El peso que soportaba cada vez era mayor, hasta que se estabilizó.

Entonces todo quedó en silencio. Sonea abrió los ojos y generó otro globo de luz minúsculo. Alrededor no había más que tierra. Su escudo la mantenía aislada de los cascotes, formando un hueco esférico en torno a ella. Se enderezó, se puso en cuclillas y estudió su situación.

Estaba enterrada. Aunque podía mantener el escudo durante un rato, el aire en su interior no duraría mucho. No le costaría abrirse paso hasta salir de allí. Sin embargo, en cuanto lo hiciera ya no estaría escondida.

«Así que debo permanecer aquí el mayor tiempo posible —decidió—. No podré ver cómo continúa el combate, pero eso es inevitable.»

Reflexionó sobre lo que había presenciado y sacudió la cabeza. La batalla no había sido en absoluto como Akkarin había predicho. La mujer era más poderosa que los espías habituales. Su actitud no era la de una esclava, y se había referido a los ichanis como «nosotros», no como «mis amos», a diferencia del espía anterior. Era una guerrera experta. Los esclavos que habían enviado a Kyralia hasta entonces no habían tenido tiempo de adquirir habilidades de guerrero.

Si esa mujer no era una esclava, entonces solo podía ser otra cosa.

Una ichani.

A Sonea se le hizo un nudo en el estómago al caer en la cuenta de lo que sucedía. Akkarin estaba luchando contra una ichani. Se concentró y percibió la vibración de la magia de ambos procedente de algún lugar cercano. La encarnizada batalla seguía librándose.

La presión sobre su escudo empezó a disminuir. Al mirar hacia arriba, vio aparecer un pequeño agujero allí donde el polvo se estaba desprendiendo de su escudo. El agujero se agrandó conforme se soltaba más tierra.

Sonea podía ver la habitación, cada vez con mayor claridad. Se irguió y contuvo el aliento, horrorizada. La sachakana se encontraba a solo unos pasos.

Asustada, Sonea redujo el tamaño de su escudo, pero esto solo ocasionó que la tierra cayese más deprisa. En ese instante, Akkarin apareció ante ella. El Gran Lord le lanzó una mirada fugaz, pero su expresión no cambió. Se abalanzó hacia delante.

Sonea se encogió dentro de su escudo y contempló con impotencia la espalda de la mujer mientras la tierra seguía desprendiéndose. No se atrevía a moverse, por miedo a que la sachakana oyese algo y se volviese. La mujer dio un paso hacia atrás mientras Akkarin se le acercaba. Tenía el cuerpo tenso debido a la concentración.

Sonea notó que la magia de Akkarin rozaba su escudo cuando él rodeó a la mujer con una barrera e intentó arrastrarla hacia delante. Pero ella se liberó de la sujeción y retrocedió otro paso. Su escudo estaba más cerca de Sonea, y esta atrajo el propio hacia sí para evitar el contacto. El de la mujer zumbaba a un palmo de distancia de la joven. Un paso más, y la sachakana la descubriría.

«Solo si me detecta —pensó Sonea—. Si desactivo mi escudo, tal vez el suyo pase por encima de mí sin que ella se dé cuenta.»

El escudo de la mujer era una esfera, la forma más sencilla de mantener. Un escudo esférico protegía los pies del mago al hundirse ligeramente en el suelo, pero como el escudo era lo bastante resistente para repeler un ataque subterráneo, no podía atravesar el suelo. A todos los aprendices se les enseñaba a debilitar la parte del escudo que topaba con obstáculos en el suelo cuando ellos se movían, para luego reforzarla en cuanto se quedasen inmóviles de nuevo.

Si aquella mujer tenía la misma costumbre, tal vez dejaría que su escudo se deslizase sobre Sonea, creyendo que no era más que un obstáculo, cuando volviese a recular.

«Pero claro que se dará cuenta. Percibirá mi presencia.»

Sonea aguantó la respiración.

«¡Pero entonces estaré dentro de su escudo! Por un momento, antes de que se percate de lo que ha pasado, estará indefensa. Solo necesito algo que…»

La vista de Sonea descendió hasta el suelo. Cerca de ella había una astilla de madera del escondrijo, medio enterrada. Al pensar en lo que pretendía hacer, se le desbocó aún más el corazón. Inspiró profundamente sin hacer ruido y aguardó a que la mujer diera otro paso hacia atrás. No tuvo que esperar mucho.

Cuando el escudo le pasó por encima, Sonea agarró el trozo de madera, se levantó e hizo un tajo con él a la sachakana en la nuca. La mujer empezó a volverse, pero Sonea ya había previsto que lo haría. Apretó la herida con la otra mano y centró toda su voluntad en absorber energía lo más rápidamente posible.

Los ojos de la mujer se desorbitaron cuando comprendió horrorizada lo que estaba sucediendo. Su escudo se desvaneció, y las rodillas le flaquearon. Sonea estuvo a punto de soltarla sin querer, y la mujer cayó de espaldas, con la mirada vacía.

«Muerta —una oleada de alivio recorrió a Sonea—. Ha dado resultado —pensó—. Realmente ha dado resultado.»

Se miró la mano. A la luz de la luna que entraba a raudales por el agujero del tejado hundido, la sangre que le cubría la palma parecía negra. Un espanto frío se apoderó de ella. Se puso de pie con dificultad.

«Acabo de matar a alguien con magia negra.»

De pronto se mareó y se tambaleó hacia atrás. Sabía que estaba respirando demasiado deprisa, pero no podía contenerse. Unas manos la sujetaron por los hombros e impidieron que se desplomase.

—Sonea —dijo una voz—, respira hondo. Retén el aire. Expúlsalo.

Akkarin. La chica intentó seguir sus instrucciones. Le costó varios intentos. El Gran Lord cogió un trozo de tela de algún sitio y le limpió con él la mano.

—No es agradable, ¿verdad?

Sonea negó con la cabeza.

—No tiene por qué serlo.

Ella sacudió la cabeza de nuevo. Pensamientos contradictorios bullían en su cabeza.

«Esa mujer me habría matado si no hubiera acabado con ella. Habría matado a otros. Entonces ¿por qué el hecho de saber lo que acabo de hacer me produce esta sensación tan horrible?

»Tal vez porque me asemeja un poco más a ellos.

»¿Y si no hay suficientes espías que matar, y no me basta con Takan, y tengo que buscar otras maneras de fortalecerme para luchar contra los ichanis? ¿Me pondré a merodear por las calles para matar a algún que otro rufián o atracador? ¿Me escudaré tras la defensa de Kyralia para justificar la muerte de inocentes?»

Sonea sacudió la cabeza ante el torbellino de emociones que la embargaban. Nunca la habían asaltado tantas dudas.

—Mírame, Sonea.

Akkarin la hizo volverse. De mala gana, ella lo miró a los ojos. Él alargó el brazo y Sonea notó que le quitaba con suavidad algo del cabello. Un pedazo de la arpillera cayó de su mano al suelo.

—No es una decisión fácil la que has tomado —dijo—, pero aprenderás a confiar en ti misma —alzó la vista.

Al seguir la dirección de su mirada, Sonea vio la luna llena en el centro del boquete del tejado.

«El Ojo —pensó—. Está abierto. O me ha permitido hacer esto porque no era una mala acción, o estoy a punto de caer en la locura.

»Pero si no creo en supersticiones absurdas», se recordó a sí misma.

—Debemos marcharnos de aquí cuanto antes —dijo Akkarin—. Ya se encargarán los ladrones de su cadáver.

Sonea asintió. Mientras el Gran Lord se alejaba, ella se llevó la mano a la cabeza para alisarse el pelo. Sintió un leve cosquilleo en la zona del cuero cabelludo donde él la había tocado. Evitando mirar el cuerpo de la mujer muerta, salió de la habitación tras Akkarin.