En la antigua poesía kyraliana a la luna se la conoce como el Ojo. Cuando el Ojo está completamente abierto, su vigilia ahuyenta el mal, o lleva a la locura a aquellos que no obran bien bajo su mirada. Cuando está cerrado, y sólo un fino arco blanco revela su letargo, el Ojo permite que las acciones ocultas, tanto nobles como perversas, pasen inadvertidas.
Cery alzó la vista hacia la luna, y una sonrisa socarrona se dibujó en sus labios. Esa fase del Ojo, en que quedaba reducido a una sutil curva, era la preferida de los amantes secretos, pero él no avanzaba a toda prisa entre las sombras de la ciudad para acudir a un encuentro amoroso. Sus intenciones eran más oscuras.
Sin embargo, no le resultaba fácil determinar si sus acciones serían nobles o perversas. Los hombres a quienes buscaba merecían lo que les iba a ocurrir, pero Cery sospechaba que la misión tenía un propósito más profundo que el de reducir el número de asesinatos que la ciudad estaba sufriendo en los últimos años. No lo sabía todo sobre aquel desagradable asunto —de eso estaba convencido—, pero con toda seguridad sabía más que nadie en la ciudad. Mientras caminaba, repasó mentalmente lo que sí sabía. Había averiguado que aquellos asesinatos no los cometía un solo hombre, sino varios. También había descubierto que todos ellos pertenecían a la misma raza: eran sachakanos. Y se había enterado de algo aún más importante: eran magos.
Hasta donde Cery sabía, no había sachakanos en el Gremio.
Si los ladrones tenían conocimiento de esto, se guardaban mucho de demostrarlo. Pensó en una reunión de ladrones a la que había asistido hacía dos años. Los líderes de las bandas de las barriadas, que formaban una débil alianza, se habían reído de la oferta de Cery de salir a la caza del asesino. Los que le preguntaban con sorna por qué no lo había pillado después de tanto tiempo, daban por sentado que solo había un asesino, o quizá querían hacerle creer que eso era todo lo que sabían.
Cada vez que Cery se encargaba de uno de los asesinos, otro lo relevaba en sus siniestras tareas. Por desgracia, eso daba a los ladrones la impresión de que Cery no estaba obteniendo resultados. A él no le quedaba otro remedio que eludir sus preguntas y confiar en que el éxito en sus negocios clandestinos compensara sus supuestos fracasos.
La figura de un hombre corpulento emergió del rectángulo oscuro de un portal. La luz de una farola distante reveló un rostro adusto y conocido. Gol hizo un leve gesto de asentimiento y acto seguido echó a andar detrás de Cery.
Llegaron a un cruce de cinco caminos, y se dirigieron a un edificio en forma de cuña. Cuando traspasaron las puertas, que estaban abiertas, Cery percibió un olor denso a sudor, bol y comida. Era la última hora de la tarde, y la casa de bol estaba llena. Cery se sentó frente a la barra, donde Gol pidió dos jarras de bol y un plato de crotes saladas.
Gol se comió la mitad de las alubias antes de hablar.
—Al fondo. El destello de un anillo. ¿Qué me dices, hijo?
Cery y Gol fingían ser padre e hijo cuando querían ocultar su verdadera identidad, lo que, últimamente, ocurría casi siempre que estaban en un lugar público. Cery era solo unos años más joven que Gol, pero debido a su baja estatura y a su cara aniñada, solían tomarlo por un adolescente. Aguardó unos minutos y dirigió la vista despacio hacia el fondo de la casa de bol.
Aunque la sala estaba atestada, le resultó fácil localizar al hombre que Gol le había señalado. Su característico rostro ancho y moreno de sachakano destacaba entre los pálidos kyralianos. Observaba a la multitud atentamente. Al fijarse en los dedos del hombre, Cery vio un destello rojo en un anillo de plata deslustrada. Apartó la mirada.
—¿Qué opinas? —murmuró Gol.
Cery levantó su jarra y fingió tomar un buen trago de bol.
—Demasiado lío para nosotros, papá. Que se encargue otro.
Por toda respuesta, Gol soltó un gruñido, apuró su jarra y la dejó sobre la barra. Cery lo siguió al exterior. Cuando se hallaban a unas calles de la casa de bol, se llevó la mano al bolsillo del abrigo, sacó tres monedas de cobre y las depositó en la descomunal mano de Gol. El hombretón suspiró y se alejó caminando.
Cery esbozó una sonrisa irónica, luego se agachó y abrió la reja de una pared cercana. A quienes no lo conocían bien, les parecía que Gol no se inmutaba en ninguna situación, pero Cery sabía qué significaba ese suspiro. Gol estaba asustado, y no sin razón. Todo hombre, mujer y niño de las barriadas corría peligro mientras aquellos asesinos anduviesen sueltos.
Cery se deslizó por la abertura y entró en el pasadizo que había debajo. Las tres monedas que había dado a Gol servirían para pagar a tres golfillos que debían entregar un mensaje; tenían que ser tres para que el mensaje no se perdiese o llegase demasiado tarde. Los destinatarios eran artesanos, y estos transmitirían a su vez la información a través de un miembro de la Guardia de la Ciudad, un chico mensajero o un animal adiestrado para ello. Ninguno de los hombres y mujeres que formaban parte de la ruta del mensaje conocía el significado de los objetos o contraseñas que se pasaban unos a otros. Solo el receptor final entendería su importancia.
Y cuando eso ocurriera, la caza comenzaría de nuevo.
Tras salir del aula, Sonea se abrió paso trabajosamente por el bullicioso corredor principal de la universidad. Por lo general, no prestaba mucha atención a las travesuras de los demás aprendices, pero aquel día era especial.
«Hoy hace un año del desafío —pensó—. Todo un año desde que me enfrenté a Regin en la Arena, y han cambiado muchas cosas.»
La mayoría de los aprendices, en parejas o en grupos, caminaban hacia la escalera trasera y el refectorio. Unas cuantas jóvenes se habían quedado frente a la puerta de un aula, cuchicheando con aire conspirador. Al fondo del corredor, un profesor salió de una clase, seguido por dos aprendices cargados con unas cajas grandes.
Sonea observó el rostro de los pocos aprendices que repararon en su presencia. Ninguno de ellos la miró con rabia o desprecio. Algunos alumnos de los primeros años se fijaban en el incal que llevaba en la manga, el símbolo que la distinguía como la aprendiz predilecta del Gran Lord, y enseguida apartaban la vista.
Cuando llegó al final del corredor, empezó a bajar por la elegante escalinata del vestíbulo, creada por medio de la magia. Sus botas tintineaban con suavidad contra los escalones. El sonido de otros pasos resonó en el vestíbulo. Al alzar la mirada, Sonea vio que tres aprendices subían en dirección hacia ella, y un escalofrío le recorrió la espalda.
El que iba en medio era Regin. Lo flanqueaban sus dos mejores amigos, Kano y Alend. Ella continuó bajando, sin inmutarse. En cuanto Regin la vio, la sonrisa se le borró de la cara. Sus miradas se encontraron, pero ambos las desviaron al cruzarse.
Sonea echó un vistazo hacia atrás y exhaló un leve suspiro de alivio. Desde el desafío, todos sus encuentros con Regin habían sido así. Él adoptaba la actitud de un perdedor generoso y digno, y ella le seguía el juego. Refregarle su derrota por las narices le habría producido una gran satisfacción, pero estaba segura de que, si lo hacía, a Regin se le ocurrirían formas anónimas y sutiles de vengarse. Más valía que se ignorasen el uno al otro.
Sin embargo, al vencer a Regin en público no solo había conseguido que él dejara de acosarla. Al parecer eso le había valido el respeto de los demás aprendices y de casi todos los profesores. Ya no era solo una chica de las barriadas cuyos poderes se habían manifestado por primera vez en un ataque contra el Gremio, durante la Purga anual de vagabundos y maleantes de la ciudad. Al evocar ese día, sonrió avergonzada. «Yo estaba tan sorprendida por haber utilizado la magia como ellos.»
Tampoco la recordaban ya como una «descarriada» que había cerrado un trato con los ladrones para evitar que la capturasen. «Creía que el Gremio quería matarme. Al fin y al cabo, nunca habían adiestrado a nadie que no procediera de las Casas. De todos modos, de poco les sirvió a los ladrones. Nunca conseguí controlar mis poderes lo suficiente para serles útil.»
Aunque todavía estaba resentida por ello, ya no la veían como a la intrusa que había provocado la caída de lord Fergun. «No debería haber encerrado a Cery ni amenazado con matarlo para obligarme a participar en sus intrigas. Pretendía convencer al Gremio de que es peligroso que las personas de clase baja practiquen la magia, y en cambio demostró que lo peligroso es que la practiquen algunos magos.»
Cuando pensó en los aprendices del corredor, Sonea sonrió. Por la curiosidad que mostraban, supuso que lo primero que recordaban de ella era la facilidad con que había salido vencedora del desafío. Se preguntaban cuán poderosa llegaría a ser. Ella sospechaba que algunos profesores le tenían un poco de miedo.
Al llegar al pie de la escalinata, Sonea cruzó el vestíbulo hacia los portones de la Universidad, que estaban abiertos. Se detuvo en el umbral para contemplar el edificio gris de dos plantas que se alzaba al borde del jardín, y su sonrisa se desvaneció.
«Ya hace un año del desafío, pero hay cosas que no han cambiado.»
A pesar de que se había ganado el respeto de los aprendices, aún no había hecho buenos amigos. No es que Sonea o su tutor los intimidaran a todos. Varios aprendices se habían esforzado por darle conversación después del desafío, pero aunque ella les dirigía la palabra con naturalidad durante las clases o el descanso de enmedio, siempre declinaba sus invitaciones para unirse a ellos fuera del aula.
Suspiró y comenzó a bajar la escalera de la universidad. Toda amistad nueva sería un arma más que el Gran Lord podría utilizar en su contra. Si alguna vez se le presentaba la oportunidad de revelar al Gremio los crímenes cometidos por él, todos sus seres queridos correrían peligro. No tenía sentido ofrecer a Akkarin un abanico de víctimas donde elegir.
Sonea recordó aquella noche, hacía dos años y medio, en que había entrado a hurtadillas en el Gremio con su amigo Cery. Aunque creía que el Gremio la quería muerta, le parecía que el riesgo valía la pena. Como no había sido capaz de controlar sus poderes, no resultaba útil a los ladrones, y Cery había albergado la esperanza de que aprendiese observando a los magos.
Esa noche, después de ver muchas cosas que la fascinaron, Sonea se había acercado a un edificio gris apartado del resto. Al echar una ojeada a una habitación subterránea a través de una rejilla de ventilación, había visto a un mago con una túnica negra ejecutar una magia extraña…
El mago, recordó, empuñó la daga reluciente y alzó la vista hacia el sirviente.
«La pelea me ha debilitado. Necesito tu fuerza», dijo.
El sirviente cayó sobre una rodilla y le ofreció su brazo. El mago pasó el filo por la piel del hombre, y puso una mano sobre la herida…
… entonces Sonea notó una sensación extraña, como un aleteo de insectos en sus oídos.
Se estremeció al recordarlo. Aquella noche no había entendido lo que había presenciado, y posteriormente habían sucedido tantas cosas que había intentado olvidar. Sus poderes se habían vuelto tan peligrosos que los ladrones la habían entregado al Gremio, y ella había descubierto que los magos no tenían intención de matarla; decidieron dejar que se uniese a ellos. Después lord Fergun había capturado a Cery y había hecho chantaje a Sonea para que colaborase con él. Sin embargo, los planes del guerrero habían fracasado cuando encontraron a Cery recluido en una habitación subterránea de la universidad, y Sonea se había sometido voluntariamente a una lectura de la verdad por parte del administrador Lorlen para demostrar que Fergun la había manipulado. Fue durante aquella sesión cuando la imagen de aquel mago vestido de negro en aquella estancia subterránea había vuelto a su memoria con toda nitidez.
Lorlen había reconocido en el mago a su amigo Akkarin, el Gran Lord del Gremio. También había reconocido el ritual prohibido de la magia negra.
Al leer la mente de Lorlen, Sonea había llegado a formarse una idea del poder que poseía un mago negro. Por medio del arte prohibido, Akkarin habría superado los límites naturales de su fuerza. Si el Gran Lord tenía ya de por sí fama de poderoso, como mago negro habría multiplicado hasta tal punto su poder que Lorlen dudaba que todos los miembros del Gremio juntos pudiesen derrotarlo.
Por tanto, había descartado por completo un enfrentamiento directo con el Gran Lord. El delito debía permanecer en secreto hasta que se encontrase un medio más seguro de ocuparse de Akkarin. Sólo a Rothen, el mago que había de ser el tutor de Sonea, le estaba permitido conocer la verdad, ya que era probable que durante su instrucción leyese el recuerdo que ella guardaba de Akkarin y descubriese por sí mismo el secreto.
Al pensar en Rothen, Sonea sintió una punzada de tristeza seguida de una ira apagada. Él había sido más que un tutor y un maestro; había sido como un padre. El acoso de Regin le habría resultado insoportable sin su apoyo. Como consecuencia, Rothen había sufrido los efectos de los rumores maliciosos propagados por Regin de que él había aceptado la tutela de la joven a cambio de sus favores.
Después, justo cuando parecía que los chismorreos y las sospechas se habían disipado, la situación había dado un vuelco. Akkarin había acudido a los aposentos de Rothen para decirle que había descubierto que estaban enterados de su secreto. Había leído la mente a Lorlen, y quería leer la de ellos. Consciente de que Akkarin era demasiado poderoso para enfrentarse a él, no osaron resistirse. Ella recordaba que, después, Akkarin había empezado a pasearse de un lado a otro de la habitación.
«Ambos me desenmascararíais si pudiérais —dijo—. Reclamaré la tutela de Sonea… La chica certificará tu silencio. Mientras sea mía, nadie sabrá por ti que practico la magia negra —sus ojos se clavaron en los de Sonea—. Y el bienestar de Rothen será mi garantía de que tú cooperarás.»
Sonea echó a andar por el sendero que conducía a la residencia del Gran Lord. Aquel episodio se había producido hacía tanto tiempo que era como si le hubiese sucedido a otra persona, o a un personaje de alguna historia que le habían contado. Ahora que llevaba año y medio siendo la predilecta de Akkarin, no le parecía tan terrible como había temido que sería. Él no la había utilizado como fuente suplementaria de energía, ni había intentado involucrarla en sus prácticas malignas. Salvo por las cenas de gala a las que ambos asistían cada primerdía, apenas lo veía. Nunca hablaban más que de la instrucción de Sonea en la universidad.
«Excepto aquella noche», pensó.
Aflojó el paso al recordarlo. Hacía muchos meses, cuando ella regresaba de sus clases, había oído un estrépito y gritos procedentes de debajo de la residencia. Tras bajar la escalera hasta la habitación subterránea, había visto a Akkarin matar a un hombre valiéndose de la magia negra. El Gran Lord le había asegurado que la víctima era un asesino sachakano enviado para acabar con él.
«—¿Por qué le matasteis? —preguntó ella—. ¿Por qué no entregarlo al Gremio?
«—Porque, como sin duda habrás imaginado, él y los de su especie saben muchas cosas sobre mí que preferiría que el Gremio ignorara… Debes de estar preguntándote quién es esta gente, quién me quiere muerto, y cuáles son sus motivaciones. Solo puedo contarte esto: los sachakanos aún odian al Gremio, pero también nos temen. De vez en cuando envían a alguien, para probarme.»
Sonea sabía tanto sobre los vecinos de Kyralia como cualquier otro aprendiz de tercer año. Todos los alumnos estudiaban la guerra entre el Imperio sachakano y los magos de Kyralia. Se les enseñaba que los kyralianos habían salido vencedores del conflicto al instaurar el Gremio y compartir sus conocimientos de magia. Siete siglos después, el Imperio sachakano prácticamente había desaparecido, y buena parte de Sachaka era un erial.
Cuando Sonea pensaba en ello, no le costaba entender por qué los sachakanos seguían odiando al Gremio. Seguramente ese era también el motivo por el que Sachaka no era miembro de las Tierras Aliadas. A diferencia de Kyralia, Elyne, Vin, Lonmar y Lan, Sachaka no había suscrito el acuerdo que obligaba a todos los magos a someterse al entrenamiento y la vigilancia del Gremio. Era posible que hubiese magos en Sachaka, aunque ella dudaba que tuviesen una buena formación.
Si, a pesar de todo, constituían una amenaza, sin duda el Gremio lo sabía. Sonea frunció el entrecejo. Quizá algunos magos sí que lo sabían. Tal vez fuera un secreto que solo estaba al alcance de los magos superiores y del rey. El monarca no querría que el pueblo se inquietase por la existencia de magos sachakanos… a menos que estos se convirtieran en una amenaza grave, claro está.
¿Suponían esos asesinos una amenaza importante? Sonea sacudió la cabeza. Que enviasen ocasionalmente a algún sicario a matar al Gran Lord no era motivo de preocupación mientras él se deshiciese de ellos con facilidad.
Sonea se paró en seco. Quizá Akkarin podía deshacerse de ellos porque se fortalecía con magia negra. El corazón le dio un vuelco. Eso implicaría que los asesinos eran aterradoramente poderosos. Akkarin había dado a entender que sabían que él practicaba la magia negra. No lo atacarían sin estar seguros de que tenían alguna posibilidad de matarlo. ¿Significaba eso que ellos también practicaban la magia negra?
Sintió un escalofrío. «Y todas las noches duermo en la misma casa que el hombre al que intentan matar.»
Tal vez por eso a Lorlen aún no se le había ocurrido una manera de librarse de Akkarin. Posiblemente sabía que el Gran Lord tenía una buena razón para servirse de la magia negra. Quizá no pretendía en absoluto desbancar a Akkarin.
«No —pensó—. Si las intenciones de Akkarin fueran nobles, yo no sería su rehén. Si hubiera sido capaz de demostrar la pureza de sus motivos, lo habría intentado, para no tener a dos magos y una aprendiz buscando constantemente la manera de derrotarlo.
«Y si mi seguridad le importa de verdad, ¿por qué me obliga a quedarme en la residencia, donde los asesinos podrían atacar en cualquier momento?»
Estaba segura de que a Lorlen le preocupaba su seguridad. Si supiese que los motivos de Akkarin eran honorables, se lo diría. No querría que la situación en que ella se encontraba le pareciese peor de lo que era en realidad.
De pronto, recordó el anillo en el dedo de Lorlen. Desde hacía más de un año, en la ciudad corrían rumores sobre un asesino que llevaba un anillo de plata con una gema roja. Como el que llevaba Lorlen.
Pero tenía que tratarse de una coincidencia. Sonea conocía un poco la mente de Lorlen y era incapaz de imaginar que este pudiese matar a alguien.
Cuando llegó frente a la puerta de la residencia, se detuvo y respiró hondo. ¿Y si el hombre a quien Akkarin había matado no era un asesino? ¿Y si era un diplomático sachakano que había descubierto su delito, y Akkarin lo había citado en la residencia para asesinarlo… y luego había descubierto que el hombre era un mago?
«Basta. Déjalo ya.»
Sacudió la cabeza para ahuyentar aquellas elucubraciones estériles. Llevaba meses estudiando esas posibilidades, dando vueltas y más vueltas a lo que había visto y a lo que le habían contado. Todas las semanas contemplaba a Akkarin al otro lado de la mesa del comedor y habría deseado tener valor suficiente para preguntarle por qué había aprendido magia negra, pero se quedaba callada. Si no podía estar segura de que la respuesta sería sincera, ¿para qué molestarse en formular la pregunta?
Alargó el brazo y rozó el pomo de la puerta con los dedos. Como siempre, esta se abrió hacia dentro sin que apenas la hubiera tocado. Sonea pasó al interior.
La figura alta y oscura se levantó de uno de los sillones de la sala de invitados. Ella sintió un temor familiar, pero lo obvió. Un globo de luz solitario flotaba sobre la cabeza de él, proyectando sombras sobre sus ojos. La comisura de sus labios se curvó hacia arriba en una sonrisa sardónica.
—Buenas tardes, Sonea.
—Gran Lord —saludó ella, con una reverencia.
La pálida mano de él señaló el inicio de la escalera. Sonea se dirigía hacia allí y comenzó a subir. El globo de luz ascendía por el centro del hueco de la escalera mientras él la seguía. Al llegar al segundo nivel, ella echó a andar por el pasillo y entró en una sala en la que había varios muebles, entre ellos una mesa grande. El aire estaba impregnado de un olor delicioso que obligó a su estómago a empezar a hacer unos ruidos suaves.
Takan, el sirviente de Akkarin, se inclinó ante Sonea cuando esta se sentó; acto seguido, se retiró.
—¿Qué has estudiado hoy, Sonea? —preguntó Akkarin.
—Arquitectura —respondió ella—. Técnicas de construcción.
Akkarin arqueó ligeramente una ceja.
—¿El labrado de la piedra por medio de la magia?
—Sí.
Tenía un aire pensativo. Takan regresó a la sala con una bandeja grande en la que llevaba varios cuencos pequeños; los depositó sobre la mesa antes de marcharse a paso ligero. Sonea esperó a que Akkarin comenzara a servirse de los cuencos antes de llenar su propio plato de comida.
—¿Te ha resultado fácil o complicado?
Sonea meditó unos instantes.
—Complicado al principio, y después más fácil. Es… bastante similar a la sanación.
Akkarin la miró con más interés.
—En efecto. ¿Y en qué se diferencia?
Ella reflexionó.
—La piedra no posee la barrera natural de resistencia que tiene el cuerpo. Está desprovista de piel.
—Es cierto, pero se crea algo parecido a una barrera cuando… —La voz de Akkarin se apagó.
Al alzar la mirada, Sonea lo vio con el entrecejo fruncido y con la mirada fija en la pared, tras ella. A continuación, el Gran Lord la miró a los ojos y, más tranquilo, bajó la vista a la mesa.
—Tengo una reunión esta noche —dijo, echando la silla hacia atrás—. Disfruta el resto de la cena, Sonea.
Sorprendida, ella lo observó dirigirse a grandes zancadas a la puerta y luego contempló su plato medio lleno. De vez en cuando, Sonea se presentaba a la cena semanal y se encontraba a Takan esperándola en la sala de invitados para darle la buena noticia de que el Gran Lord no asistiría. Sin embargo, solo en dos ocasiones se había marchado Akkarin a media cena. La chica se encogió de hombros y siguió comiendo.
Cuando estaba a punto de terminar su plato, Takan apareció de nuevo. Apiló los cuencos y los platos en la bandeja. Al mirarlo, Sonea reparó en la pequeña arruga que tenía entre las cejas.
«Parece preocupado», pensó.
Al recordar sus elucubraciones previas, sintió que un escalofrío le subía por la espalda. ¿Temía Takan que otro asesino se colase en la residencia en busca de Akkarin?
De pronto le entraron unas ganas incontenibles de regresar a la universidad. Se levantó y miró al criado.
—No te molestes en traerme el postre, Takan.
Un cambio sutil se operó en el semblante del hombre. Ella leyó en su rostro cierta desilusión y no pudo por menos de sentirse culpable. Takan no era solo el sirviente fiel de Akkarin, sino también un consumado cocinero. ¿Había preparado, tal vez, un plato del que estaba especialmente orgulloso, y le contrariaba que los dos se marchasen sin haberlo probado?
—¿Es un plato que… estará bueno todavía tras unas horas? —titubeó ella.
Sus miradas se encontraron por unos instantes, y Sonea advirtió en sus ojos un destello de inteligencia aguda que su actitud deferente no alcanzaba a disimular del todo. No era la primera vez.
—Así es, milady. ¿Se lo llevo a su habitación cuando vuelva usted?
—Sí —asintió ella—. Gracias.
Takan hizo otra reverencia.
Sonea salió de la sala, recorrió el pasillo a paso rápido y comenzó a bajar la escalera. Se preguntó de nuevo qué papel desempeñaba Takan en los secretos de Akkarin. Había visto al Gran Lord absorber energía de Takan, y no obstante era obvio que el sirviente no había muerto ni sufrido daño alguno por ello. Además, la noche del intento de asesinato, Akkarin le había contado que Takan era de Sachaka. Eso daba pie a otra pregunta: si los sachakanos detestaban al Gremio, ¿por qué era uno de ellos sirviente del Gran Lord?
¿Y por qué Takan llamaba a veces a Akkarin «amo» en vez de «milord»?
Lorlen estaba dictando un pedido de material de construcción cuando llegó un mensajero. Tras coger el papel de manos del hombre, Lorlen lo leyó y asintió con la cabeza.
—Di al caballerizo mayor que me prepare un carruaje.
—Sí, milord —el mensajero se inclinó ante él y se marchó a toda prisa de la habitación.
—¿Va a visitar de nuevo al capitán Barran? —preguntó Osen.
Lorlen dedicó una sonrisa sombría a su ayudante.
—Me temo que sí —miró la pluma que Osen sujetaba sobre una hoja de papel y sacudió la cabeza—. He perdido el hilo de mis pensamientos —añadió—. Ya terminaremos eso mañana.
Osen secó la plumilla.
—Espero que Barran haya encontrado al asesino esta vez —salió del despacho detrás de Lorlen—. Buenas noches, administrador.
—Buenas noches, Osen.
Mientras su ayudante se alejaba por el pasillo de la universidad en dirección al alojamiento de los magos, Lorlen pensó en el muchacho. Osen se había percatado enseguida de que Lorlen visitaba con regularidad el cuartel de la Guardia. Era un joven muy observador, y Lorlen no cometió el error de empezar a inventarse excusas complicadas. En ocasiones, revelar la medida justa de la verdad era mejor que mentir descaradamente.
Había explicado a Osen que Akkarin le había pedido que supervisara la búsqueda del asesino por parte de los guardias.
—¿Por qué usted? —había preguntado Osen.
Lorlen ya se lo esperaba.
—Bueno, en algo tenía que ocupar mi tiempo libre —había respondido en broma—. Barran es un amigo de la familia. Yo ya estaba al corriente de estos asesinatos a través de él, así que la comunicación entre nosotros simplemente ha adquirido un carácter oficial. Podría enviar a otra persona, pero no quiero oír las últimas noticias de boca de un tercero.
—¿Puedo preguntar si hay alguna razón especial para que el Gremio se interese por el asunto? —había dicho Osen, tanteando el terreno.
—Puedes preguntar —había contestado Lorlen con una sonrisa—. Pero quizá yo no responda. ¿Crees tú que hay una razón?
—Me han contado que en la ciudad algunas personas opinan que hay magia de por medio.
—Y por eso el Gremio debe dar la impresión de estar pendiente del asunto. La gente no ha de creer que nos desentendemos de sus problemas. Por otro lado, no conviene demostrar un interés excesivo, pues entonces pensarán que hay algo de cierto en esos rumores.
Osen había prometido no comentar a nadie las visitas de Lorlen a la Guardia. Si los demás miembros del Gremio llegasen a enterarse de que Lorlen estaba pendiente de los progresos del capitán Barran, ellos también se preguntarían si la magia tenía algo que ver con el caso.
El propio Lorlen aún no estaba seguro de si la magia tenía o no algo que ver. Más de un año antes se había producido un incidente en que un testigo moribundo había asegurado que el asesino lo había agredido con magia. Las quemaduras que presentaba parecían provocadas por un azote de calor, pero desde entonces Barran no había encontrado pruebas que confirmasen que el asesino —o los asesinos— hubiesen utilizado magia.
Barran había accedido a guardar discreción absoluta respecto a la posibilidad de que el asesino fuese un mago rebelde. Lorlen le había explicado que si se corría la voz, el rey y las Casas llevarían a cabo una batida como la que se había organizado para capturar a Sonea. Aquella experiencia les había enseñado que la presencia de magos por toda la ciudad solo serviría para poner al rebelde sobre aviso e impulsarlo a esconderse.
Lorlen se dirigió tranquilamente al vestíbulo. Vio que un carruaje salía de las caballerizas y se acercaba por el camino a la escalera exterior de la universidad. Cuando el vehículo se detuvo, Lorlen descendió hasta él, dijo al cochero adónde iba y subió al carruaje.
«Bien, ¿qué es lo que sabemos?», se preguntó.
Durante semanas, a veces durante meses, los asesinatos se cometían según el mismo método ritualizado, que en ocasiones recordaba prácticas de magia negra. Después, durante algunos meses, no se producían muertes, hasta que una nueva serie de asesinatos captaba la atención de la Guardia. Se trataba también de crímenes ritualizados, pero llevados a cabo con un método ligeramente distinto a los anteriores.
Barran había clasificado las posibles razones del cambio de método en dos categorías. O el asesino actuaba solo y modificaba constantemente sus hábitos, o cada serie de asesinatos era obra de un hombre diferente. Un hombre solo podía alterar sus costumbres para evitar que lo descubriesen o para perfeccionar el ritual; de ser varios los asesinos, ello podía indicar la existencia de algún tipo de banda o secta que imponía el homicidio como prueba de iniciación.
Lorlen contempló el anillo que llevaba. Unos cuantos testigos que habían tenido la suerte de toparse con el asesino y vivir para contarlo aseguraban haber visto una sortija con una gema roja en su mano. «¿Una sortija como esta?», se preguntó. Akkarin había creado la gema mezclando vidrio con su propia sangre la noche que había descubierto que Lorlen, Sonea y Rothen sabían que él había aprendido magia negra y que la empleaba. Le permitía ver y oír todo lo que Lorlen hacía y comunicarse mentalmente con él sin que otros magos se enterasen.
Cuando los asesinatos eran similares a un ritual de magia negra, Lorlen no podía evitar pensar que quizá Akkarin era responsable. Aunque el Gran Lord no llevaba anillo en público, era posible que se pusiese uno cuando salía del Gremio. Pero ¿por qué habría de hacer una cosa así? No necesitaba vigilarse a sí mismo.
«¿Y si el anillo permite a otro ver lo que hace el asesino?»
Lorlen frunció el entrecejo. Akkarin no querría que otro viese lo que hacía. A menos que estuviese cumpliendo las órdenes de ese otro. Esa posibilidad era a todas luces aterradora.
Lorlen suspiró. A veces incluso deseaba no llegar a conocer la verdad. Sabía que si Akkarin era el asesino, él mismo se sentiría en parte responsable de la muerte de sus víctimas. Debería haber plantado cara a Akkarin hacía tiempo, cuando se enteró a través de Sonea de que el Gran Lord practicaba la magia negra. Sin embargo, temía que el Gremio no pudiese vencer a Akkarin en un combate.
De modo que Lorlen había decidido guardar el secreto del crimen del Gran Lord y había convencido a Sonea y a Rothen de que hiciesen lo mismo. Después, Akkarin había descubierto que había un testigo de su crimen, y había tomado a Sonea como rehén para asegurarse el silencio de Lorlen y de Rothen. Ahora Lorlen no podía actuar contra Akkarin sin poner en peligro a la chica.
«Pero si confirmase que Akkarin es el asesino y supiese que el Gremio es capaz de derrotarlo, no dudaría ni por un instante. No le permitiría continuar, ni en aras de nuestra amistad ni por el bienestar de Sonea.»
Y Akkarin debía de saberlo, por medio del anillo.
Por supuesto, también cabía la posibilidad de que Akkarin no fuese el asesino. Había pedido a Lorlen que investigase los crímenes, aunque eso no demostraba nada. Tal vez solo quería saber si la Guardia estaba o no a punto de desenmascararlo…
El carruaje se detuvo. Lorlen miró por la ventana y parpadeó, sorprendido, al ver la fachada del cuartel de la Guardia. Había estado tan abstraído en sus pensamientos que apenas era consciente del trayecto realizado. El vehículo se bamboleó ligeramente cuando el cochero se apeó para abrirle la puerta. Lorlen bajó y cruzó la acera a paso rápido hacia la entrada del cuartel. El capitán Barran lo recibió en el estrecho vestíbulo.
—Buenas tardes, administrador. Gracias por venir tan deprisa.
Aunque Barran era joven todavía, ya tenía arrugas de preocupación en la frente. Aquella noche parecían más profundas.
—Buenas tardes, capitán.
—Tengo noticias interesantes que darle, y quiero mostrarle algo. Vamos a mi despacho.
Lorlen lo siguió por un pasillo hasta una habitación pequeña. El resto del edificio estaba en silencio, aunque siempre había algunos guardias presentes por las tardes. Barran indicó a Lorlen un asiento y a continuación cerró la puerta.
—¿Recuerda que dije que tal vez los ladrones estaban buscando al asesino?
—Sí.
Barran esbozó una sonrisa torcida.
—En cierta manera lo he confirmado. Era inevitable que si tanto la Guardia como los ladrones estábamos investigando los asesinatos, nuestros caminos acabaran por cruzarse. Resulta que hacía meses que tenían espías infiltrados aquí.
—¿Espías? ¿En la Guardia?
—Sí. Incluso un hombre honorable estaría tentado de aceptar dinero a cambio de información que quizá permitiría dar con el asesino, sobre todo cuando la Guardia no está obteniendo resultados —Barran se encogió de hombros—. Todavía no he identificado a todos los espías, pero por el momento estoy encantado de que sigan donde están.
Lorlen soltó una risita.
—Si quiere consejos para negociar con los ladrones, lord Dannyl sería el más indicado para dárselos, pero ahora es embajador del Gremio en Elyne.
El capitán enarcó las cejas.
—Serían consejos interesantes, aun cuando nunca se me presentase la ocasión de ponerlos en práctica. Sin embargo, no tengo la intención de negociar con los ladrones un acuerdo de colaboración. Las Casas no lo verían con buenos ojos. He quedado con uno de los espías en que me pasará toda la información que pueda revelarme sin correr riesgos. Por el momento nada de lo que me ha dicho me ha resultado útil, pero podría ponerme sobre la pista correcta —las arrugas entre sus cejas se acentuaron de nuevo—. Bueno, tengo algo que enseñarle. Dijo que quería examinar a la siguiente víctima. Anoche encontraron una, así que he pedido que traigan el cuerpo aquí.
Un estremecimiento recorrió la espalda de Lorlen, como si una corriente de aire frío se hubiese colado por el cuello de su túnica. Barran señaló la puerta.
—Está en el sótano. ¿Quiere verlo ahora?
—Sí.
Se levantó y salió al pasillo detrás de Barran. El hombre guardó silencio mientras descendían un tramo de escalera y enfilaban otro pasillo. Allí el ambiente era notoriamente más fresco. Barran se detuvo ante una puerta de madera maciza, introdujo una llave en la cerradura y la abrió.
Un intenso olor a medicina invadió el pasillo, encubriendo apenas un hedor más desagradable. La habitación que había al otro lado de la puerta tenía escasos muebles. Entre las paredes de piedra vista solo había tres sencillos bancos. Sobre uno de ellos yacía el cadáver desnudo de un hombre. Sobre otro había una pila de ropa pulcramente doblada.
Lorlen se acercó y estudió el cuerpo de mala gana. Al igual que las otras víctimas recientes, esta había recibido una puñalada en el corazón y presentaba un corte poco profundo a un lado del cuello. Curiosamente, a pesar de todo, el hombre tenía una expresión de placidez en el rostro.
Cuando Barran comenzó a describir el lugar donde se había encontrado el cadáver, Lorlen recordó una conversación que había oído por casualidad durante una de las reuniones sociales periódicas en el Salón de Noche. Lord Darlen, un sanador joven, estaba hablando de un paciente a tres amigos suyos.
—Ya estaba muerto cuando llegó —había dicho Darlen, negando con la cabeza—, pero su esposa solicitó un reconocimiento para asegurarse de que habíamos hecho todo lo posible. Así que le eché un vistazo.
—¿Y encontraste algo?
Darlen había hecho una mueca.
—Siempre se detecta mucha energía vital después, por la cantidad de organismos que actúan en la descomposición, pero tenía el corazón parado y la mente en silencio. No obstante, percibí que le latía otro pulso, leve y lento, pero un pulso sin lugar a dudas.
—¿Cómo es eso posible? ¿Tenía dos corazones?
—No —había contestado Darlen con voz apenada—. Se había atragantado con un sevli.
Al momento los dos sanadores habían prorrumpido en carcajadas. El tercer amigo, un alquimista, parecía desconcertado.
—¿Por qué tenía un sevli en la garganta? Son venenosos. ¿Lo asesinó alguien?
—No… —Darlen había suspirado—. Su mordedura es venenosa, pero su piel contiene una sustancia que causa euforia y alucinaciones. A algunas personas les gustan esos efectos, así que chupan esos reptiles.
—¿Los chupan? —había preguntado el joven alquimista con incredulidad—. Entonces ¿qué hiciste?
—El sevli se estaba asfixiando —había explicado Darlen, con el rostro enrojecido—, de modo que lo saqué. Por lo visto, la mujer no sabía nada del hábito de su marido, porque se puso histérica. No quería irse a casa por miedo a que estuviera infestada de sevlis y uno de ellos se le metiese en la garganta por la noche.
Aquello había provocado otro ataque de hilaridad a los dos sanadores mayores. A Lorlen estuvo a punto de escapársele una sonrisa al recordarlo. El sentido del humor era muy necesario para los sanadores, aunque con frecuencia fuese un humor extraño. No obstante, la conversación le había inspirado una idea. Un cadáver normal estaba lleno de energía vital, pero el de una víctima de la magia negra debía de estar totalmente despojado de ella. Para confirmar si el asesino estaba valiéndose de la magia negra, bastaba con que Lorlen examinase a una víctima con sus sentidos sanadores.
Cuando Barran concluyó su descripción del escenario, Lorlen dio un paso al frente. Tras prepararse mentalmente, posó una mano en el brazo del muerto, cerró los ojos y proyectó sus sentidos hacia el interior del cuerpo.
Le sorprendió lo fácil que resultaba, hasta que se acordó de que la barrera natural que se resistía a la interferencia mágica en los seres vivos se disipaba en el momento de la muerte. Recorrió el cadáver con la mente y solo encontró unos rastros muy tenues de energía vital. El proceso de descomposición se había visto interrumpido —retardado— por la ausencia de seres vivos en el cadáver que pudiesen iniciarlo.
Lorlen abrió los ojos y retiró la mano del brazo del hombre. Observó el corte superficial que tenía a un lado del cuello, convencido de que aquella era la herida que lo había matado. La puñalada en el corazón probablemente se la habían asestado después, para que pareciese la causa de la muerte. Lorlen bajó la vista y miró el anillo que llevaba.
«Así que es verdad —pensó—. El asesino utiliza la magia negra. Pero ¿es esto obra de Akkarin, o hay otro mago negro suelto en la ciudad?»