Capítulo 99

Había una avenida jalonada de tejos que se extendía ante ella, y reparó en la huella de un sendero más antiguo. No pareció que condujera a ninguna parte, pero cuando Meredith miró más a fondo vio el perfil de unos cimientos y unas cuantas piedras destrozadas en el suelo. Allí, en otro tiempo, hubo un edificio.

Este es el lugar.

Con la caja que contenía las cartas, echó a caminar despacio hacia donde estuvo en su día el sepulcro. La hierba estaba húmeda bajo sus pies, como si hubiera llovido recientemente. Reparó en el abandono del lugar, en su aislamiento, y lo notó incluso a través de las suelas de las botas embarradas.

Meredith tuvo que morderse el labio para contener la decepción. Unas cuantas piedras, los restos de un muro perimetral, un espacio por lo demás desierto. Hierba y sólo hierba hasta donde la vista alcanzaba.

Busca más a fondo.

Meredith contempló aquel espacio dejándose impregnar por él. Vio entonces que la superficie no era del todo llana. Con un poco de imaginación, se dio cuenta de que podría incluso precisar el contorno del sepulcro. Una extensión de unos dieciocho metros de largo, o algo menos, tres de ancho, como una especie de jardín hundido. Aferrando con más fuerza las asas del costurero, dio un paso adelante. Sólo al hacer ese gesto se dio cuenta Meredith de que había levantado considerablemente el pie.

Como si atravesara un umbral.

De inmediato pareció cambiar la luz. Se hizo más densa, más opaca. El rugir del viento en sus oídos aumentó aún más, como si fuera una misma nota aguda, repetida continuamente, o el zumbido de los cables del teléfono con una brisa constante. Y detectó un levísimo aroma a incienso, el olor embriagador de la piedra húmeda, un culto ancestral que pendía en el aire.

Dejó la caja en el suelo, se irguió y miró en derredor. Por algún efecto del aire, una difusa bruma se elevó sobre el terreno humedecido. Fueron apareciendo alfileres, chispas de luz una por una, suspensas en torno a la periferia de la ruina, como si una mano invisible estuviera encendiendo un conjunto de pequeñas velas. A medida que cada halo de luz se fue conectando con el resto, dieron forma poco a poco a los muros desaparecidos del sepulcro. En medio del velo tendido por la bruma, Meredith creyó ver la silueta de unas letras en el suelo: C, A, D, E. Al dar otro paso más, la superficie bajo sus botas también le resultó diferente. Ya no era de tierra y hierba, sino de duras losas de piedra.

Meredith se arrodilló, ajena del todo a la humedad que se le colaba por las rodillas de los pantalones vaqueros. Sacó la baraja y cerró la tapa del costurero. Como no deseaba estropear las cartas, se quitó la chaqueta y la extendió del revés sobre el costurero.

Barajó las cartas como le había enseñado Laura en París, y luego cortó la baraja en tres montones con la mano izquierda. Los volvió a juntar —primero, el del medio; luego, el de arriba; por último, el de abajo— y colocó la totalidad de la baraja boca abajo sobre la mesa improvisada.

No puedo dormir.

Meredith de ninguna manera podía pretender llevar a cabo por sí sola una lectura. Cada vez que había leído las notas que tomó, se sentía más confusa por el significado de las cartas. Tan sólo pretendía dar la vuelta a las cartas —tal vez sólo ocho, respetando las relaciones de la música con el lugar— por si surgiera algún patrón que pudiera reconocer.

Hasta que, como había prometido Léonie, las cartas contaran la historia.

Sacó la primera carta y sonrió al ver que era su propio rostro el que la miraba: La Justicia. A pesar de haber barajado y haber cortado las cartas, era la misma, la que estaba la primera cuando encontró la baraja en el costurero, bajo el lecho seco del río.

La segunda carta fue La Torre, que indicaba conflicto y amenaza. La colocó junto a la primera y volvió a sacar otra. Los ojos límpidos y azules de El Mago la miraron entonces, con una mano apuntando al cielo y la otra a la tierra, el símbolo del infinito encima de la cabeza. Era una figura ligeramente amenazante, ni claramente buena ni claramente mala. Mientras la contemplaba, Meredith empezó a pensar que la suya era una cara que conocía, aunque no acertó a reconocerlo.

La cuarta carta la hizo sonreír de nuevo: El Loco. Anatole Vernier, con su traje blanco, su sombrero canotier y su bastón en la mano, tal como lo había pintado su hermana. La Sacerdotisa le siguió: Isolde Vernier, hermosa, elegante, sofisticada.

Luego, Los Enamorados, Isolde y Anatole juntos.

La séptima carta era El Diablo. Su mano aleteó unos momentos por encima de la carta, al tiempo que ella miraba los rasgos malévolos de Asmodeus y los veía tomar forma ante sus propios ojos. El diablo y todos sus demonios, la personificación de los terrores, de los temores inquietantes de los montes, tal como se relataba en la recopilación de Audric S. Baillard. Cuentos de maldad, tanto del pasado como del presente.

Meredith supo en ese momento, a partir de la secuencia que se había trazado, cuál iba a ser la última carta. Todos los personajes del drama estaban presentes, retratados en los naipes que pintó Léonie, si bien estaban modificados, transformados, de modo que contasen una historia específica.

Con el olor del incienso aún en la nariz y los colores del pasado fijados en la imaginación, Meredith sintió que el tiempo se le escapaba. Un presente continuo, todo lo que lo había precedido y todo lo que fuera a suceder después, se unió en ese acto de desplegar las cartas según fueran saliendo.

Las cosas se escurrían entre el pasado y el presente.

Tocó la última carta con las yemas de los dedos y, sin siquiera darle la vuelta, notó que Léonie salía de las sombras.

Carta VIII: La Fuerza.

Dejando la octava carta sin volver, Meredith se sentó en el suelo sin sentir el frío ni la humedad, y miró el octeto de cartas extendido sobre la caja. Comprendió entonces que las imágenes empezaban a moverse. Su vista se centró sin querer en El Loco. Al principio era tan sólo una mancha de color que antes no estaba allí. Una gota de sangre, casi tan pequeña que no se podía ver, pero que fue en aumento, floreció, ganó tamaño y se tornó muy rojo sobre el blanco del traje que vestía Anatole. Cubriéndole el corazón.

Por un instante, aquellos ojos pintados parecieron mirarle a ella a los suyos.

Meredith contuvo la respiración, desbordada, abrumada, y sin embargo incapaz de alejarse de lo que estaba observando, en el momento en que comprendió que estaba viendo morir a Anatole Vernier. La figura se deslizó despacio hasta el pie del terreno pintado como fondo, revelando entonces con toda claridad los montes de Soularac y de Bézu, bien visibles al fondo.

Ansiosa, desesperada al no lograr ver algo más, aunque sabedora al mismo tiempo de que no tenía elección, un movimiento que se produjo en la carta contigua captó su mirada. Meredith se volvió a La Sacerdotisa. De entrada, el hermoso rostro de Isolde Vernier la miraba con sosiego desde la carta II, serena, con un largo vestido azul y guantes blancos, que subrayaban la elegancia de sus dedos, sus brazos esbeltos. Sus rasgos comenzaron entonces a cambiar, pasando la tonalidad del rosa al azul. Se le abrieron más los ojos, sus brazos parecieron deslizarse sobre su cabeza como si estuviera nadando, como si flotase.

Se está ahogando.

El eco de la muerte de su propia madre.

La carta pareció oscurecerse a la vez que la falda de Isolde se hinchaba en el agua en torno a sus piernas, enfundadas en medias, con el relumbre de la seda en el verde opaco del mundo subacuático, y unos dedos fangosos que le arrancaron las chinelas color marfil de los pies.

Isolde cerró los ojos, pero con ese gesto Meredith comprobó que la expresión que aún brillaba en ellos era de paz, no de temor, no del horror que siente el ahogado. ¿Cómo era posible? ¿Había llegado a ser la vida una carga tan pesada que realmente quiso morir para librarse de lo que ya no podía soportar de ninguna manera?

Miró al final, al Diablo, y sonrió. Las dos figuras encadenadas a los pies del demonio ya no estaban allí. Las cadenas quedaron arrinconadas en la base de la columna. Asmodeus se había quedado solo.

Meredith respiró hondo. Si las cartas podían contar, en efecto, la historia que había acontecido, ¿qué fue de Léonie? Alargó la mano, pero no fue capaz de animarse a dar la vuelta a la última carta. Sentía auténtica desesperación por conocer la verdad. Al mismo tiempo, le inspiraba verdadero miedo la historia que podría estar a punto de presenciar en esas imágenes cambiantes.

Introdujo la uña bajo el canto de la carta, por una esquina; cerró los ojos y contó hasta tres. Entonces la miró. El anverso de la carta estaba en blanco.

Meredith se incorporó, se puso de rodillas, desconfiando de lo que acababa de ver con sus propios ojos. La tomó con la mano y le dio la vuelta y la volvió otra vez.

La carta seguía en blanco, completamente en blanco: no quedaban en ella ni siquiera los verdes y los azules del paisaje del Midi.

En ese instante un sonido interrumpió sus reflexiones. Una rama rota, un crujido en las piedras al moverse de su sitio, el repentino aleteo de un ave que emprende el vuelo.

Meredith se puso en pie, mirando a medias a su espalda, pero sin llegar a ver nada.

—¿Hal?

Una miríada de pensamientos centellearon en su interior, y ninguno le sirvió de ayuda. Los apartó de sí. Tenía que ser Hal. Ella misma le había dicho dónde iba a encontrarse. Nadie más sabía que estaba allí.

—¿Hal? ¿Eres tú?

Los pasos se iban acercando. Alguien que caminaba a buen paso por el bosque, el susurro de las hojas al desplazarse, el crujir de las ramas bajo sus pies.

Si era él, ¿por qué no respondía?

—¿Hal? Esto no tiene ninguna gracia.

Meredith no supo qué hacer. Lo más inteligente habría sido echar a correr y no quedarse allí a la espera de saber qué deseaba quien acudiese a su encuentro.

No, lo más inteligente es tener una respuesta sosegada.

Trató de convencerse de que podía ser otra persona alojada en el hotel que hubiera salido a dar un paseo por el bosque, igual que ella. A pesar de todo, rápidamente recogió las cartas. Y en ese momento vio que había otras también en blanco. La carta que salió en segundo lugar, La Torre. El Mago también estaba vacío.

Con la torpeza que atribuyó a los nervios y al frío fue recogiendo las cartas una por una para guardarlas. Tuvo la sensación de que una araña le recorría la piel. Agitó la muñeca para desprenderse de ella. No, no tenía nada, aunque la seguía percibiendo.

Había cambiado también el olor. Ya no era el olor de las hojas caídas, de la piedra húmeda o del incienso, los olores que había imaginado pocos minutos antes; era el hedor del pescado podrido, o del mar en un estuario de agua estancada. Y era el olor del fuego; no de las hogueras de otoño, tan familiares, en el valle, no, sino el olor a cenizas calientes, el olor acre del humo, el olor de la piedra quemada.

Pasó ese momento. Meredith pestañeó y, repentinamente, volvió a ser dueña de sus actos. Se dispuso a recoger las cartas. Entonces, por el rabillo del ojo, percibió un movimiento. Había alguna clase de depredador, de pelaje negro y apelmazado, que se desplazaba por la espesura. Trazó un círculo en torno a arboleda. Meredith se quedó helada. Parecía del tamaño de un lobo o de un jabalí, por más que no supiera ella si en Francia aún quedaban lobos, aunque parecía avanzar a saltos, de pie, con dos patas tan sólo. Meredith estrechó el costurero contra el pecho. Vio entonces las patas contrahechas, la piel correosa, llena de pústulas. Durante un segundo tan sólo aquella criatura clavó en ella su penetrante mirada azul. Ella notó un agudo dolor en el pecho, como si se le hubiera clavado la punta de un cuchillo, y entonces la criatura se volvió y la presión que sentía en el corazón menguó rápidamente.

Meredith oyó un ruido más fuerte. Bajó los ojos y vio la balanza de la justicia escapar de la mano de la figura de la carta XI. Oyó el estrépito con que cayeron y rebotaron los platillos de latón y las pesas de hierro en el suelo de piedra en que se encontraba pintada la imagen.

Voy a por ti, y el que no se haya escondido…

Las dos historias se habían fundido, tal como predijo Laura que había de suceder. El pasado y el presente, aunados por las cartas.

Meredith notó que el vello de la nuca se le ponía de punta, y comprendió que mientras había escrutado el bosque, tratando de ver qué era lo que allí rondaba, en la penumbra de la espesura, había olvidado del todo la amenaza que podía llegar por la dirección opuesta.

Era tarde para echar a correr.

Alguien, o algo, estaba ya a su espalda.