DOMAINE DE LA CADE
MIÉRCOLES, 31 DE OCTUBRE DE 2007
—Doctora O’Donnell —volvió a gritar Hal. Eran las once y diez. Llevaba más de quince minutos esperando a la entrada de la casa de Shelagh O’Donnell. Había probado a llamar. Ninguno de sus vecinos estaba en casa, de modo que optó por ir a dar un corto paseo para hacer tiempo y, al volver, llamó de nuevo. Pero nada.
Hal estaba seguro de que estaba donde tenía que estar, pues había verificado la dirección en varias ocasiones y no le parecía probable que ella se hubiera olvidado de la cita. Estaba haciendo todo lo posible por ser positivo, pero cada segundo que pasaba se le hacía más cuesta arriba. ¿Dónde se habría metido? El tráfico estaba complicado esa mañana, así que tal vez se encontrase retenida en alguna parte. ¿Y si estuviera en la ducha y no le hubiera oído?
La peor de las posibilidades que cabía contemplar —y tuvo que reconocer que era de hecho la más probable— era que Shelagh O’Donnell se lo hubiera pensado mejor a la hora de ir con él a la policía.
Era evidente que le desagradaba todo trato con la autoridad, y a Hal no le costó ningún trabajo imaginar que de pronto había desestimado la resolución que pudiera haber tomado, sobre todo por no estar ni Meredith ni él a su lado para reforzarla.
Se pasó los dedos por el cabello crespo, dio un paso atrás y miró a las ventanas, con las persianas cerradas. La casa se encontraba en el centro de una hermosa hilera de viviendas con vistas al río Aude, escudadas a uno de los lados del paseo por una valla de hierro pintado de verde, con cañas de bambú por el lado del interior. Se le ocurrió entonces que quizá pudiera echar un vistazo al jardín de la parte posterior de la casa. Siguió la hilera de edificios y luego volvió sobre sus pasos. Era muy difícil precisar, vista por detrás, cuál era la casa en cuestión, aunque comparó el color de las paredes —una era azul clara, la siguiente amarilla—, hasta que tuvo la casi total certeza de cuál era la propiedad de Shelagh O’Donnell.
Había un murete bajo que formaba un ángulo recto con el seto. Se acercó para echar un vistazo a la terraza. Se llenó de nuevo de esperanza. Tuvo la impresión de que allí había alguien.
—¿Doctora O’Donnell? Soy yo, Hal Lawrence.
No hubo respuesta.
—¿Doctora O’Donnell? Son las once y cuarto.
Parecía estar tendida boca abajo en la pequeña terraza contigua a la casa. Era un lugar resguardado y el sol calentaba de manera sorprendente para estar ya a finales de octubre, pero no era un día como para tumbarse a tomar el sol. Quizá estuviera leyendo; no alcanzaba a verlo. Al margen de lo que estuviera haciendo, pensó con un amago de irritación, había optado de un modo decidido por no hacerle ningún caso, e incluso hacía como que no estuviera allí. No la veía bien, se lo impedían dos tiestos voluminosos, descuidados.
—¿Doctora O’Donnell?
El teléfono vibró en su bolsillo. Sin pensar en lo que hacía, lo sacó y leyó el mensaje.
«Las encontré. Ahora al sepulcro. Besos».
Hal se quedó perplejo mirando las palabras en la pantalla, y entonces se encendió una chispa en su cerebro y sonrió al entender el mensaje de Meredith.
—Bueno, al menos alguien ha tenido una mañana productiva —murmuró, y volvió a lo que tenía entre manos. No iba a dejar que se le escapara. Tras todo el esfuerzo que había invertido para convencer al commissaire de que los recibiera esa misma mañana, no iba a consentir de ninguna manera que Shelagh se acobardase.
—¡Doctora O’Donnell! —volvió a llamarla—. Sé que está usted ahí.
Empezó a preguntarse si tal vez… Aun cuando hubiera cambiado de parecer, era francamente raro que no le prestara ninguna atención. Estaba haciendo bastante ruido. Vaciló, y se aupó entonces sobre la tapia. Saltó al otro lado. Había un palo de cierto grosor en la terraza, escondido a medias bajo el seto. Lo tomó y vio que un extremo estaba manchado.
De sangre, comprendió.
Atravesó corriendo la terraza hasta donde yacía inmóvil Shelagh O’Donnell. Le bastó con echar un solo vistazo para comprender que alguien la había golpeado con saña, varias veces. Le comprobó el pulso. Aún respiraba, aunque tenía muy mal aspecto.
Hal sacó el teléfono del bolsillo y llamó a una ambulancia con los dedos temblorosos.
—Maintenant! —gritó tras darles tres veces la dirección—. Oui, elle souffle! Mais vite, alors!
Hal cortó la comunicación. Entró corriendo en la casa, encontró una manta echada sobre el sofá, salió corriendo y cubrió con cuidado a Shelagh para que no se enfriase, sabiendo que de ninguna manera debía tratar de moverla a otro sitio; luego entró en la casa y salió a la calle por la puerta principal. Se sintió culpable por lo que estaba a punto de hacer, pero no podía quedarse en Rennes-les-Bains ni un minuto más.
Aporreó la puerta de la vecina. Cuando por fin contestó, contó a la sobresaltada mujer lo que había ocurrido, le pidió que se quedara con la doctora O’Donnell hasta que llegaran los médicos de urgencias y subió de un salto a su coche sin darle tiempo a poner ningún reparo.
Encendió el contacto y pisó el acelerador. Solamente una persona podía ser responsable de aquello. Tenía que volver al Domaine de la Cade y localizar a Meredith.
Julián Lawrence cerró el coche de un portazo y subió veloz por la escalinata del hotel.
No tendría por qué haber sido presa del pánico.
Las gotas de sudor le corrían por la cara y le empapaban el cuello de la camisa. Le latían con fuerza las venas de las sienes. Entró dando tumbos en recepción. Necesitaba llegar a su estudio cuanto antes para sosegarse. Y luego idear algo para salir del paso.
—Monsieur? Monsieur Lawrence?
Se volvió en redondo, con ciertos problemas de visión, y se dio cuenta pese a todo de que la recepcionista le hacía señas.
—Monsieur Lawrence —comenzó a decir Eloise, pero calló—. ¿Se encuentra usted bien?
—Estupendamente —le cortó él—. ¿De qué se trata?
Ella retrocedió un paso.
—Su sobrino me ha pedido que le dé esto.
Julián recorrió la distancia en tres zancadas y arrebató el papel que sujetaba Éloise con ambas manos extendidas. Era una nota de Hal, directa, al grano, en la que concertaba una cita entre ambos para las dos en punto.
Julián arrugó el papel en un puño.
—¿A qué hora ha dejado esto aquí? —inquirió.
—A eso de las diez y media, monsieur, poco después de que usted saliera.
—¿Se encuentra mi sobrino ahora en el hotel?
—Creo que fue a Rennes-les-Bains a recoger a la persona que le había visitado antes aquí mismo. Que yo sepa, todavía no ha regresado.
—¿Iba con él la norteamericana?
—No. Ella ha salido a los jardines —respondió, mirando a las puertas que daban a la terraza.
—¿Cuánto tiempo hace?
—Al menos una hora, monsieur.
—¿Dijo qué intenciones tenía, adonde pensaba ir? ¿Oyó algo de lo que hablaron mi sobrino y ella, Éloise? ¿Algún detalle?
La creciente alarma de la recepcionista ante su comportamiento se le notó en los ojos, pero respondió con calma.
—No, monsieur, aunque…
—¿Qué pasa?
—Antes de irse a los jardines preguntó si sabía yo dónde podía tomar prestada…, no sé cómo se dice en inglés. Une pelle.
Julián se sobresaltó.
—¿Una pala?
Eloíse dio también un respingo de alarma en el momento en que Julián plantó violentamente ambas manos en el mostrador, dejando las huellas húmedas de sus palmas. La señora Martin sólo pudo haber pedido una pala si tenía la intención de excavar. Y para eso había esperado hasta saber que él no se encontraba en el hotel.
—Las cartas —murmuró—. Lo sabe.
—Qn’est-ce qu’ily a, monsieur? —dijo Éloise con nerviosismo—. Vous semblez…
Julián no respondió; se limitó a girar sobre sus talones, atravesar el vestíbulo y abrir la puerta de la terraza, para cerrarla de un portazo que dio contra la pared.
—¿Qué le digo a su sobrino si regresa? —le preguntó Éloise a gritos.
Desde la pequeña ventana de la parte posterior de recepción lo vio alejarse a grandes zancadas. No hacia el lago, como había hecho con anterioridad madame Martin, sino en dirección al bosque.