Capítulo 96

La marcha resultó dificultosa cuando llegaron al bosque en total oscuridad. Louis-Anatole era un niño fuerte, y monsieur Baillard, a pesar de su edad, era sorprendentemente veloz en su caminar, pero incluso así avanzaban con lentitud. Llevaban un farol, pero habían preferido no encenderlo por miedo a llamar la atención del gentío. Léonie descubrió que sus pies conocían perfectamente el camino que durante tanto tiempo había evitado tomar, el camino del sepulcro. Mientras avanzaba, subiendo la pendiente, su larga capa negra rozaba las hojas caídas del otoño, que notaba húmedas bajo los pies. Pensó en los muchos paseos que había dado por la finca, a la arboleda del enebro silvestre, al calvero donde había caído Anatole; pensó en las tumbas de su hermano y de Isolde, una junto a otra, en el promontorio de la orilla del lago, y se le encogió el corazón como si llorase ante la idea de que tal vez nunca más volviera a ver todo aquello. Tras haber percibido durante tanto tiempo que su existencia estaba confinada a aquellos espacios, no quiso despedirse de todo ello. Los roquedales, los cerros, las arboledas, las sendas en el bosque… Le pareció que todo ello formaba parte de lo más íntimo de la persona que había llegado a ser.

—¿Falta mucho, tía Léonie? —preguntó Louis-Anatole con un hilillo de voz después de que llevaran un cuarto de hora caminando—. Me aprietan las botas.

—Poco —le animó ella, estrechándole la mano—. Ten cuidado, no vayas a resbalar.

—¿Sabes qué? —dijo con una voz que delató la mentira—. No me dan ningún miedo las arañas.

Llegaron al claro del bosque y se pararon. La avenida de los tejos que Léonie recordaba de su primera visita parecía más nudosa y enmarañada con el paso del tiempo; las copas de los árboles, unidas unas a otras, más impenetrable que antes.

Pascal estaba a la espera. Las dos lámparas apenas visibles, a los lados del coche, titilaban en el aire helado, y los caballos piafaban y golpeaban con los cascos el suelo endurecido.

—¿Qué lugar es éste, tía Léonie? —preguntó Louis-Anatole, pues la curiosidad por el momento había disipado sus temores—. ¿Estamos aún en nuestros terrenos?

—Así es. Éste es el antiguo mausoleo.

—¿Donde entierran a la gente?

—A veces.

—¿Y por qué papá y mamá no están enterrados aquí?

No supo qué contestarle.

—Porque prefieren estar fuera, entre los árboles y las flores. Están los dos juntos, cerca del lago. ¿Recuerdas?

Louis-Anatole frunció el ceño.

—¿Para oír mejor a los pájaros? —dijo, y Léonie sonrió—. ¿Por eso no me has traído nunca aquí? —continuó diciendo, y dio un paso adelante, acercándose a la puerta—. ¿Porque aquí hay fantasmas?

Léonie estiró la mano y lo sujetó.

—No es momento, Louis-Anatole.

A él se le entristeció el semblante.

—¿Puedo entrar?

—Ahora no.

—¿Hay arañas?

—Es posible que sí, pero como a ti no te dan miedo las arañas seguro que no te importa.

Él asintió, pero se había puesto pálido.

—Volveremos otro día. Cuando haya luz.

—Es una idea excelente —corroboró ella.

Notó la mano de monsieur Baillard en el brazo.

—No podemos retrasarnos más —dijo Pascal—. Hemos de recorrer toda la distancia que nos sea posible antes de que Constant se dé cuenta de que no estamos en la casa. —Se agachó, tomó en brazos a Louis-Anatole y lo introdujo en el coche—. Bueno, Pichón: ¿estás listo para una aventura en plena noche?

Louis-Anatole asintió.

—Es un camino muy largo.

—¿Está más lejos que el lago Barrene?

—Pues sí, más lejos aún —replicó Pascal.

—No me importa —dijo Louis-Anatole—. ¿Marieta jugará conmigo?

—Claro que sí.

—Y tía Léonie me contará cuentos.

Los adultos se miraron apesadumbrados entre sí. En silencio, monsieur Baillard y Marieta subieron al coche, y Pascal se acomodó en el pescante.

—Vamos, tía Léonie —la llamó Louis-Anatole.

Léonie cerró la portezuela con fuerza.

—Manténgalo a salvo.

—No es necesario que haga lo que piensa hacer —dijo Baillard al punto—. Constant es un hombre enfermo. Es posible que el tiempo y el curso natural de las cosas pongan fin a su afán de venganza, y tal vez eso ocurra pronto. Si espera usted, es posible que todo esto termine por sí solo.

—Es posible, desde luego —replicó con fiereza—, pero no puedo correr ese riesgo. Podrían pasar tres años, cinco, incluso diez. No puedo permitir que Louis-Anatole crezca bajo esa sombra ominosa, siempre amedrentado, en alerta, pendiente de la oscuridad, pensando que alguien acecha. Que alguien quiere hacerle daño.

Recordó a Anatole mirando a la calle desde la ventana del viejo apartamento de la calle Berlin. Recordó el rostro angustiado de Isolde contemplando siempre el horizonte, convencida de ver señales de peligro hasta en las cosas más nimias.

—No —insistió ella aún con más firmeza—. No permitiré que Louis-Anatole tenga una vida así. —Sonrió—. Esto tiene que terminar. Hoy, esta noche, aquí. —Respiró hondo—. Y usted también lo cree así, Sajhé.

Por un instante, a la tenue luz del farol, se miraron a los ojos. Y él asintió.

—Devolveré las cartas al ancestral lugar que les corresponde —dijo él en voz baja—, cuando el chico esté a salvo y cuando nadie pueda verme. Puede estar tranquila, lo haré.

—¿Tía Léonie? —dijo de nuevo Louis-Anatole, esta vez con mayor angustia.

—Pequeño, hay una cosa que a la fuerza debo hacer —le explicó sin que se le alterase la voz—, lo cual significa que no puedo ir contigo en este momento. Estarás perfectamente a salvo con Pascal y Marieta y monsieur Baillard.

A él se le contrajo la cara cuando se adelantó con ambos brazos extendidos, como si instintivamente hubiera entendido que aquello era más que una separación puramente provisional.

—¡No! —exclamó—. No quiero que te vayas, tía. No quiero dejarte aquí.

Se abalanzó por encima del asiento y lanzó ambos brazos hacia el cuello de Léonie. Ella lo besó y le acarició el cabello, y con firmeza se separó de él.

—¡No! —volvió a gritar el chiquillo, esta vez debatiéndose.

—Sé bueno, aunque sea por Marieta —le pidió, aunque las palabras apenas salieron de sus labios. Tenía un nudo en la garganta—. Y cuida de monsieur Baillard y de Pascal.

Dando un paso atrás, dio una palmada en el lateral del coche.

—¡Váyanse! —exclamó—. ¡Váyanse!

Pascal hizo restallar el látigo y el coche arrancó con un bamboleo. Léonie quiso taparse los oídos para no oír la voz de Louis-Anatole, que la llamaba y lloraba desconsolado, y que se fue apagando a medida que se alejaba.

Cuando ya no pudo oír el traqueteo de las ruedas en el terreno endurecido, helado, se volvió y echó a caminar a la puerta de la antiquísima capilla de piedra. Cegada por las lágrimas, asió el pomo de metal. Vaciló, miró por encima del hombro. A lo lejos, el resplandor anaranjado era intenso, y despedía chispas y densas nubes de humo, un humo gris en el cielo de la noche.

La casa ardía.

Se armó de valor, se afianzó en su decisión. Giró el pomo, empujó la puerta y cruzó el umbral para entrar en el sepulcro.