—¡Mettez le feu!
Cerca del lago, al oír la orden de Constant, el gentío arrimó las antorchas a la base leñosa de los setos. Pasaron los minutos y prendieron las llamas, ardiendo primero el entramado de ramas y luego los troncos, crepitando y escupiendo como los fuegos de artificio en las murallas de la Cité. El fuego fue en aumento.
Luego, una voz heladora se oyó de nuevo.
—Á l’attaque!
Los hombres pasaron como un enjambre por encima de las extensiones de césped, por ambos lados del lago, pisoteando los macizos de flores. Subieron a saltos los peldaños de la terraza, tirando a su paso los tiestos de plantas ornamentales.
Constant seguía a cierta distancia, con un cigarrillo en la mano, pesadamente apoyado en un bastón, como si presenciara un desfile por los Campos Elíseos.
A las cuatro de la tarde, cuando estuvo seguro de que Léonie Vernier se encontraba de viaje a Coustaussa, Constant ordenó asesinar a otro niño, causando de nuevo un gran tormento a su familia. Su criado había llevado el cadáver desfigurado en una carreta hasta la plaza Pérou, donde estaba él sentado. No había hecho falta demasiada destreza, incluso para alguien enfermo como él, para llamar la atención de los lugareños. Unas heridas tan terribles como aquéllas no podía habérselas infligido un animal; sólo podían ser obra de algo sobrenatural o antinatural. Una criatura escondida en el Domaine de la Cade. Un diablo, un demonio.
Uno de los mozos del establo de la finca se encontraba en Rennes-les-Bains en aquellos momentos. La muchedumbre se volvió hacia él y le exigieron que confesara cómo se controlaba allí a aquella criatura, dónde se la tenía encerrada. Aunque no hubo nada que finalmente le llevara a reconocer las absurdas acusaciones de brujería, su negativa sólo sirvió para inflamar los ánimos de las gentes del pueblo.
Fue el propio Constant quien sugirió en persona que tomasen la casa al asalto para verlo todo con sus propios ojos. En muy pocos minutos la idea arraigó entre el gentío, que se apropió de ella. Poco después les permitió creer que lo habían convencido a él para que organizase el ataque contra el Domaine de la Cade.
Constant se detuvo al pie de la terraza, exhausto por el esfuerzo de caminar durante tan largo trecho. Vio a la multitud dividirse en dos columnas, extenderse por la fachada principal y por uno de los laterales, ocupar como un enjambre las escaleras de la terraza y la parte posterior de la mansión.
El toldo que protegía la terraza en toda su longitud fue lo primero en prender fuego, provocado por un muchacho que había trepado sujetándose a la hiedra y que había introducido su antorcha en los pliegues que la tela formaba en un extremo. Aunque estaba húmeda debido al aire de octubre, la tela prendió y ardió en cuestión de segundos, y la antorcha cayó entonces a la terraza. El olor del aceite, el lienzo y el fuego formaron en la noche una nube de humo negro y asfixiante.
Alguien gritó en medio del caos:
—Les diaboliques!
La visión de las llamaradas pareció inflamar las pasiones de los lugareños.
Se rompió la primera de las ventanas, crujiendo el cristal ante la puntera metálica de una bota. Un trozo de vidrio se incrustó en los recios pantalones de invierno que llevaba el hombre, que se lo quitó de una sacudida. A la primera siguieron otras ventanas. Una por una, todas las elegantes estancias fueron presa de la violencia de la muchedumbre, y en todas ellas prendieron fuego a los cortinajes con sus antorchas.
Tres hombres empuñaron una urna de piedra y la emplearon como ariete contra la puerta. El cristal y el metal de las emplomaduras y las bisagras cedieron en poco tiempo. Los tres se deshicieron de la urna y la multitud invadió el vestíbulo y la biblioteca. Con trapos empapados en aceite y alquitrán prendieron fuego a los estantes de caoba. Uno por uno, los libros antiguos ardieron, y el papel seco y las encuadernaciones en piel fueron pasto de las llamas como si fueran paja en un henar. Las llamas, crepitando, rugiendo, saltaron de una estantería a otra.
Los invasores arrancaron las cortinas. Reventaron más ventanas debido al calor creciente, a los metales que se iban retorciendo o a los golpes propinados con las patas de las sillas.
Con el rostro distorsionado por la rabia y la envidia, dieron la vuelta a la mesa en la que Léonie se había sentado a leer por vez primera Les tarots y arrancaron la escalera de la biblioteca de sus anclajes de latón. Las llamas lamieron el borde de las alfombras antes de arder sin control.
La muchedumbre entró a la carga en el vestíbulo ajedrezado. Mucho más despacio, moviendo las piernas con torpeza, Constant los siguió entonces.
Los invasores se encontraron con los defensores de la casa al pie de la escalera principal.
Los criados estaban en franca inferioridad numérica, a pesar de lo cual lucharon con gran valentía. También ellos habían sufrido las calumnias, los rumores, las habladurías y las maledicencias, y defendían por tanto su honor, además de la reputación del Domaine de la Cade.
Un joven lacayo descargó un golpe tremendo a un hombre que se abalanzaba ya contra él. Tomado por sorpresa, el campesino cayó hacia atrás con una herida abierta en la cabeza.
Todos se conocían de antes. Se habían criado juntos, eran primos vecinos, amigos, a pesar de lo cual lucharon como enemigos encarnizados. Emile cayó debido a un puntapié que le propinó un hombre que en otros tiempos lo había llevado a hombros a la escuela.
El griterío pronto resultó ensordecedor.
Los hortelanos y los jardineros, armados con escopetas de caza, dispararon contra la multitud, alcanzando a un hombre en un brazo y a otro en una pierna. La sangre manó por las heridas abiertas, las manos se alzaban para protegerse de los golpes. Pero debido a la simple diferencia numérica la casa no tardó en caer frente a los agresores. El viejo hortelano fue el primero en desplomarse al tiempo que sentía cómo se le quebraba un hueso de la pierna debido a un puntapié. Émile resistió un poco más, hasta que fue apresado por dos hombres y un tercero lo golpeó repetidas veces en la cara. Se desmoronó. Eran hombres con cuyos hijos había jugado Émile de niño. Lo tomaron en vilo y lo lanzaron por encima de la balaustrada.
Pareció quedar suspendido en el aire durante una fracción de segundo antes de caer de cabeza al pie de la escalera. Quedó tendido con los brazos y las piernas en un ángulo imposible. Sólo un reguero de sangre le manaba por la comisura de la boca, aunque tenía los ojos abiertos.
Antoine, primo de Marieta, un chico simplón, aunque con la suficiente capacidad mental para distinguir el bien del mal, vio a un hombre al que reconoció, y lo vio con un cinto en la mano. Era el padre de uno de los niños que se habían llevado. Su rostro era un amasijo de amargura y de pena.
Sin entender, sin pararse a pensar, Antoine se lanzó al cuello del hombre, al que sujetó con ambas manos y trató de derribar. Antoine era pesado y fuerte, pero no sabía luchar cuerpo a cuerpo. En pocos segundos se vio tendido en el suelo. Alzó ambas manos, pero con demasiada lentitud.
El cinto le alcanzó en la cara, clavándosele la hebilla de metal en el ojo. El mundo de Antoine se volvió de color encarnado.
Constant permaneció al pie de las escaleras, con la mano en alto para protegerse la cara del calor y del hollín, esperando a que su criado llegase atravesando el vestíbulo con su informe.
—No están aquí —jadeó—. He registrado toda la casa. Parece que se largaron con un viejo y con el ama de llaves hace un cuarto de hora, no mucho más.
—¿A pie?
Asintió.
—He encontrado esto, monsieur. Estaba en el salón.
Victor Constant lo tomó con mano temblorosa. Era una carta del tarot, una imagen de un diablo grotesco con dos amantes encadenados a sus pies. Trató de concentrarse, aunque el humo le nublaba la visión. Mientras lo miraba le pareció que el demonio se movía, que se retorcía como si soportase una carga. Los amantes se parecían a Vernier y a Isolde.
Se frotó los ojos doloridos con el dorso de los guantes, y se le ocurrió una idea.
—Cuando hayas terminado con Gélis, deja esta carta del tarot junto al cuerpo. Como mínimo, confundirá aún más las cosas. Todo Coustaussa sabe que Léonie estuvo allí.
El criado asintió.
—¿Y usted, monsieur?
—Ayúdame a llegar al coche. ¿Un niño, una mujer y un viejo? No creo que hayan llegado muy lejos. A decir verdad, me parece más probable que hayan ido a refugiarse a algún lugar dentro de la finca. El terreno es muy boscoso. Sólo hay un sitio en el que puedan estar.
—¿Y ésos? —El criado señaló con un gesto hacia la muchedumbre.
El griterío era tan frenético que rayaba ya en el paroxismo, como si la batalla hubiera alcanzado su momento culminante. Pronto comenzaría el saqueo. Aun cuando el niño hubiera escapado, no tendría ningún lugar al que regresar. Quedaría sumido en la pobreza.
—Déjalos que sigan —ordenó Constant.