Capítulo 91

El salón privado en la primera planta de un hotel de la vertiente española de los Pirineos estaba atestado de humo de cigarrillos de tabaco turco, que los huéspedes habían fumado desde que él llegase algunas semanas antes.

Era un caluroso día del mes de agosto, si bien él iba vestido de invierno, con un grueso abrigo de color gris y unos suaves guantes de cabritilla. Estaba en los huesos, demacrado, y la cabeza le oscilaba ligeramente, en un movimiento reiterativo, como si estuviera en desacuerdo con una pregunta que nadie más había oído formular. Con una mano temblorosa se llevó a los labios un vaso de cerveza negra, con aspecto de regaliz líquido. Bebió con cuidado, sin abrir apenas una boca cuyas comisuras estaban cubiertas de pústulas. Pero a pesar de su apariencia deteriorada, sus ojos conservaban el poder de mandar, clavándose en las almas de quienes observaba como el filo cortante de un puñal.

Sostuvo el vaso en alto.

Su criado se adelantó con una botella de cerveza negra y volvió a llenar el vaso de su señor. Por un instante compusieron un grotesco retablo, el inválido desfigurado y su hirsuto sirviente, con el cuero cabelludo hecho un mapa de eccemas y llagas de tanto rascarse.

—¿Qué noticias tenemos?

—Dicen que ella se ha ahogado. Por su propia mano —replicó el criado.

—¿Y la otra?

—La otra cuida del niño.

Constant no respondió nada. Los años de exilio, el avance irremisible de la enfermedad, lo habían debilitado sobremanera. Su cuerpo se iba derrumbando. Ya no lograba caminar con facilidad. En cambio, el proceso de deterioro parecía si acaso haberle aguzado el ingenio. Seis años antes se vio obligado a actuar más deprisa de lo que él hubiera querido. Y eso le privó del placer de disfrutar debidamente de su venganza. El interés que puso en buscarle la ruina a la hermana se había debido exclusivamente a la intención de torturar al propio Vernier, de hacérselo saber poco a poco, de modo que apenas pudiera sospecharlo. Sin embargo, la muerte rápida y limpia que se le infligió a Vernier le causó una profunda decepción, y todavía a esas alturas tenía la sensación de que alguien, o algo, le había arrebatado a Isolde mediante trampas y engaños.

Su precipitada huida, cruzando la frontera con España, tuvo como consecuencia que Constant no tuviera ninguna noticia a lo largo de doce largos meses, después de los acontecimientos de la Noche de Difuntos de 1891; así, no tuvo conocimiento de que la muy furcia no sólo había sobrevivido a la bala que él le había destinado, sino que además había dado a luz a un hijo. El hecho de que hubiera vuelto una vez más a escapársele era algo que lo tenía obsesionado.

Sólo por el placer de maquinar cómo culminar su venganza había aguantado con paciencia el paso de los seis últimos años. Los intentos que se llevaron a cabo para expropiarle de sus pertenencias y activos lo habían dejado prácticamente en la ruina. Necesitó toda la destreza y toda la inmoralidad de sus abogados para proteger parte de su riqueza y mantener oculto su paradero.

Constant se vio obligado a obrar con cautela y discreción absolutas, permaneciendo exiliado al otro lado de la frontera hasta que todo el interés que suscitó su persona terminó por extinguirse. Por fin, el invierno anterior, el inspector Thouron había recibido el esperado ascenso y se le había asignado la complicada investigación sobre un oficial del ejército, Dreyfus, que tan ocupada tenía a toda la fuerza policial de París. Más relevante para el deseo devorador de Constant, para su máximo y voraz deseo de vengarse de Isolde, era que le hubiera llegado aviso de que el inspector Bouchou, de la gendarmerie de Carcasona, se había jubilado cuatro semanas antes.

Por fin estaba del todo despejado el camino para que Constant regresara a Francia sin que nadie se percatase.

Ordenó a su criado que se adelantase a preparar el terreno ya en primavera. Con una serie de cartas anónimas, enviadas al ayuntamiento y a las autoridades de la Iglesia, le resultó sumamente fácil aventar las llamas de una campaña de murmuraciones en contra del abad Sauniére, un sacerdote estrechamente relacionado con el Domaine de la Cade y con los acontecimientos que Constant ya sabía que habían tenido lugar en tiempos de Jules Lascombe.

Se había enterado de aquellos rumores que hablaban de un diablo, de un demonio, puestos en circulación en el pasado para aterrar a todos los lugareños de la región. Fueron los sicarios pagados por Constant los que extendieron nuevos rumores acerca de una bestia que rondaba los valles y montes atacando al ganado. Su criado viajó de pueblo en pueblo y de una aldea a otra, excitando a las buenas gentes y difundiendo los rumores acerca de que el sepulcro que se encontraba en los terrenos propiedad de los Vernier había vuelto a ser el epicentro de una actividad oculta. Comenzó por los más vulnerables y desprotegidos, por los mendigos harapientos y descalzos que dormían a la intemperie y se guarecían bajo las carretas, los pastores que pasaban el invierno aislados en los montes, los que seguían el paso de los jueces ambulantes de una localidad a otra. Fue administrando gota a gota el veneno de Constant en los oídos de los merceros y los cristaleros, los limpiabotas y los criados de las grandes casas, las encargadas de la limpieza, las doncellas. Los lugareños eran supersticiosos y crédulos. La tradición, el mito y la historia sirvieron de confirmación a sus calumnias. Un susurro aquí, un chivatazo allá, referidos todos a que las huellas de las garras no se correspondían con las de ningún animal. Que los extraños gemidos que se oían de noche… Que se percibía un olor putrefacto cuando… Todo apuntaba a que algún demonio sobrenatural había llegado exigiendo su tributo por los antinaturales sucesos que se habían producido en el Domaine de la Cade, una tía que había contraído matrimonio con el sobrino de su marido.

Los tres estaban ya muertos.

Con una serie de hilos invisibles, trazó y tensó su red en torno al Domaine de la Cade. Y si era cierto que hubo ataques de los que su criado no habría podido ufanarse, Constant supuso que en realidad no pasaba de ser sino la letanía de costumbre que se refería a los gatos monteses, a los lobos, a lo que fuera, a los animales que rondasen al acecho en los pastos a más altura, en las cumbres.

Con la jubilación de Bouchou había llegado el momento idóneo para pasar a la acción. Ya había tenido que esperar demasiado tiempo, y precisamente por haberlo hecho había perdido la oportunidad de infligir a Isolde el castigo que a su juicio hubiera sido adecuado. Además, al margen de los interminables remedios y tratamientos que se administraba, a pesar del mercurio, de las aguas, del láudano, Constant estaba muriéndose.

Sabía que no le quedaba mucho tiempo antes de que empezara a fallarle la cabeza. Había sabido reconocer los síntomas, no tenía ya dificultad en hacer él mismo un diagnóstico tan exacto como el de cualquier matasanos. Lo único que realmente temía era el breve, último, aciago resplandor de lucidez, antes de que las sombras descendieran sobre él ya para siempre.

Constant tenía previsto cruzar la frontera a comienzos de septiembre y regresar a Rennes-les-Bains. Vernier había muerto. Ella había muerto. Pero aún quedaba el niño.

Del bolsillo del chaleco sacó el reloj que le había robado a Vernier en el callejón Panoramas casi seis años antes. Mientras se alargaban las sombras en la vertiente española de los Pirineos, le dio vueltas y más vueltas en sus escrofulosas, sifilíticas manos, pensando en su Isolde.