Capítulo 90

CARCASONA

Cuando los calores de julio volvieron de color ocre los pastos que se extendían entre Rennes-le-Cháteau y Rennes-les-Bains, Léonie ya no pudo soportar por más tiempo su confinamiento. Necesitaba urgentemente un cambio de aires.

Las historias y las maledicencias que se contaban sobre el Domaine de la Cade habían arreciado llenos de rencor y con mayor intensidad de un tiempo a esta parte. De hecho, el ambiente que se palpaba en la última ocasión en que estuvo con Louis-Anatole en Rennes-les-Bains le había resultado tan desagradable que decidió no volver a visitar el pueblo en el futuro inmediato. El silencio o las miradas suspicaces sustituyeron a los anteriores saludos y sonrisas. No quería que Louis-Anatole presenciara una situación tan desagradable.

La ocasión elegida por Léonie para la excursión no fue otra que féte nationale. Acudirían a las celebraciones del aniversario de la toma de la Bastilla, acaecida más de cien años antes, un espectáculo de fuegos artificiales en la ciudadela medieval de Carcasona precisamente el 14 de julio. Léonie no había vuelto a visitar la ciudad desde aquella breve y dolorosa estancia con Anatole e Isolde, pero pensando en el bien de su sobrino —iba a ser un regalo ligeramente tardío por su quinto cumpleaños— decidió arrinconar todas sus aprensiones.

Decidió convencer a Isolde de que los acompañase. El estado nervioso de su tía había empeorado de un tiempo a esta parte. Había empezado a insistir en que había personas que la seguían, que incluso la vigilaban desde la orilla opuesta del lago, y decía que había rostros bajo el agua. Vio humo en el bosque a pesar de que no había ningún fuego encendido. Léonie no quiso dejarla ni siquiera en las eficaces manos de Marieta. No quiso que pasara tantos días sin compañía.

—Por favor, Isolde —susurró, y le acarició la mano—. Te sentaría bien alejarte unos días de aquí, dejar que el sol te dé en la cara. —Le estrechó los dedos—. Para mí sería maravilloso que vinieras. Y para Louis-Anatole también. Sería el mejor regalo de cumpleaños que le pudieras hacer. Ven con nosotros, te lo pido por favor.

Isolde la miró con sus profundos y apenados ojos grises, con una mirada que parecía al tiempo transmitir una gran sabiduría y, en cambio, no ver nada.

—Si ése es tu deseo —accedió con su voz argentina—, iré con vosotros.

Léonie se quedó tan asombrada que abrazó de improviso a Isolde, causándole un notable sobresalto. Percibió lo delgada que estaba Isolde bajo la ropa y el corsé, pero apartó ese pensamiento de su mente. Nunca había llegado a contar con que Isolde se mostrase de acuerdo con el viaje, y por ese motivo fue inmensa su alegría. Tal vez fuera incluso un indicio de que su tía por fin estaba dispuesta a mirar de frente al futuro. Y a conocer por fin a su maravilloso hijo.

Fue un grupo reducido el que emprendió viaje en tren a Carcasona. Marieta se ocupó de vigilar a su señora. A Pascal le cupo encargarse de Louis-Anatole y entretenerlo con historias militares, contándole las hazañas del ejército francés en el África Occidental, en Dahomey y en la Costa de Marfil. Le habló con tanto deleite de los desiertos, de las rugientes e inmensas cataratas, de un mundo perdido y escondido en una meseta secreta, que Léonie llegó a sospechar que había tomado sus descripciones prestadas de los escritos de monsieur Jules Verne, y no de las páginas de los periódicos. Louis-Anatole, por su parte, entretuvo a los presentes en el vagón relatando los cuentos que le había narrado monsieur Baillard sobre los caballeros medievales. Los dos pasaron un viaje sumamente satisfactorio, contándose hazañas bélicas de todo tipo.

Llegaron a la hora del almuerzo, en la mañana del 14 de julio, y hallaron alojamiento en la zona baja de la Bastide, cerca de la catedral de Saint-Michel, a bastante distancia del hotel en el que Isolde, Léonie y Anatole se habían alojado seis años antes. Léonie pasó el resto de la tarde recorriendo la ciudad con su sobrino, excitado, atento a las novedades, y le permitió comer demasiado helado.

Regresaron a descansar a las cinco en punto. Léonie encontró a Isolde tendida en un sofá junto a la ventana, mirando los jardines del boulevar Barbes. Con una sensación de vacío en la boca del estómago, se dio cuenta entonces de que Isolde no tenía la intención de acudir con ellos a ver los fuegos artificiales.

Léonie no dijo nada, con la esperanza de haberse tal vez equivocado, pero cuando le llegó el momento de aventurarse para presenciar el espectáculo nocturno, Isolde manifestó que no se sentía con ganas de mezclarse con el gentío. Louis-Anatole no se llevó una decepción, pues lo cierto es que nunca había contado realmente con que su madre los acompañara. En cambio, Léonie se permitió enfadarse con ella, algo poco habitual, ante la evidencia de que ni siquiera en una ocasión tan especial iba a estar Isolde a la altura de su hijo.

Tras dejar que Marieta atendiera a las necesidades de su señora, Léonie y Louis-Anatole salieron con Pascal. El espectáculo lo había planificado y lo costeaba un industrial de la ciudad, monsieur Sabatier, inventor del aperitivo L’Orkina y del licor La Micheline, conocido como «La Reine des Liqueurs». El espectáculo iba a ser más bien un simple experimento, aunque con la promesa de mejorar al año siguiente si realmente cosechara éxito. La presencia de Sabatier llamaba la atención por todas partes, ya fuera en los folletos promocionales que Louis-Anatole recogió con sus pequeñas manos, recuerdos de su excursión, o en los carteles que se veían en las paredes de infinidad de edificios.

Cuando empezó a disminuir la luz del día, el gentío se fue apiñando en la margen derecha del río Aude, en el quartier Trivalle, para contemplar los baluartes ya restaurados de la Cité. Los niños, los agricultores y las criadas de las mejores casas, las dependientas y los limpiabotas, todos ellos concurrieron en la iglesia de Saint-Gimer, donde una vez se guareció Léonie en compañía de Victor Constant. Apartó aquel recuerdo de sus pensamientos.

En el margen izquierdo el público se acomodó a la entrada del Hópital des Malades, aunque apenas había sitio donde colocarse. Los niños se hallaban en equilibrio sobre el murete que rodeaba la capilla de San Vicente de Paúl. En la Bastide, el gentío se congregó en la Porte des Jacobins y también a lo largo de la orilla. Nadie sabía muy bien qué se podía esperar del espectáculo anunciado.

—Arriba, Pichón —dijo Pascal, y se subió al niño a los hombros.

Léonie, Pascal y Louis-Anatole ocuparon su lugar en el Pont Vieux, apiñándose los cuatro en uno de los bees apuntados, las ojivas desde las que se veía el agua. Léonie susurró en voz alta al oído de Louis-Anatole, como si fuera a comunicarle un gran secreto, que incluso el obispo de Carcasona, según se decía, había salido de su palacio para presenciar aquella gran celebración del republicanismo.

Con la caída de la noche, los que habían ido a cenar a los restaurantes cercanos aumentaron el número de los presentes en el viejo puente. La multitud era aplastante. Léonie miró a su sobrino, preocupada tal vez de que fuera una hora demasiado tardía para que estuviera en la calle, y también de que el ruido de la pólvora le asustase, pero le sorprendió descubrir en el rostro de Louis-Anatole la misma mirada de concentración absoluta que recordaba haber visto en el rostro de Achille cuando se sentaba a componer ante el piano.

Léonie sonrió y se dio cuenta de que cada vez le resultaba más fácil disfrutar de sus recuerdos sin que la asaltase y la abrumase la sensación de la pérdida.

En ese momento comenzó el embrassement de la Cité. Las murallas medievales quedaron envueltas por la furia de las llamaradas naranjas y rojas, por las chispas, por el humo de todos los colores. Ascendían los fuegos en el cielo nocturno, y estallaban de pronto. Nubes de vapores de acre olor llegaron rodando desde la colina y salvaron el río, causando un cierto picor en los ojos de los espectadores, aunque la magnificencia del espectáculo compensó con creces toda incomodidad. El cielo, azulado, se había tornado púrpura, y resplandecía en tonalidades verdes, blancas y rojas a medida que los fuegos de artificio salían disparados y la ciudadela quedaba envuelta en las llamas, en el resplandor, en el deslumbrante brillo.

Léonie notó que la pequeña mano de Louis-Anatole, caliente, se había deslizado hasta posarse en su hombro. La cubrió con la suya. ¿Iba a ser tal vez ése un nuevo comienzo? Tal vez la pena que había dominado su vida durante ya tanto tiempo, durante demasiado tiempo, terminaría por aflojar y le permitiría pensar en un futuro más luminoso.

—Por el futuro —dijo ella casi para sus adentros, recordando a Anatole.

Su hijo le había oído.

—Por el futuro, tía Léonie —dijo él, devolviéndole sus votos. Calló unos instantes, y entonces añadió—: Si me porto bien, ¿vendremos al año que viene?

Cuando terminó el espectáculo y comenzó a dispersarse la muchedumbre, Pascal llevó en brazos al niño soñoliento, camino de la pensión en que se alojaban.

Fue Léonie quien le acostó. Prometiéndole que, en efecto, volverían a disfrutar de aquella aventura, le dio un beso, le deseó buenas noches y se retiró, dejando como siempre una vela encendida, para espantar a los espectros, a los espíritus malignos y a los monstruos de la noche.

Estaba para el arrastre, exhausta por las emociones del día. Los pensamientos que la llevaron continuamente al recuerdo de su hermano —y a su culpabilidad, al papel que había desempeñado al guiar a Victor Constant hasta donde él estaba— le habían torturado el ánimo durante todo el día.

Deseosa de descansar un poco, Léonie se preparó un bebedizo para dormir y vio cómo se disolvían los polvos en un vaso de coñac caliente. Lo bebió despacio, se deslizó entre las sábanas y se durmió profundamente para no tener un solo sueño.

Un brumoso amanecer se fue extendiendo sobre las aguas del Aude a la vez que la pálida luz de la mañana daba de nuevo forma al mundo.

Las orillas del río, las aceras y los adoquines de la Bastide estaban poco menos que cubiertas de panfletos y papeles. La contera rota de un bastón de madera de boj, unas cuantas partituras pisoteadas por el gentío, una gorra perdida por su dueño. Y por todas partes se veían los folletos repartidos por monsieur Sabatier.

Las aguas del Aude, lisas como un espejo, apenas se movían con la quietud del alba. El viejo barquero, Baptistin Cros —al que toda Carcasona conocía con el sobrenombre de Tistou—, guiaba su pesada barcaza atravesando el río en calma rumbo al embalse de Paíchérou. Río arriba, remontando el curso, apenas quedaría rastro de las celebraciones de féte nationale. No había cajas olvidadas, no había guirnaldas ni avisos ni papeles, ni tampoco el persistente olor de la pólvora o del papel quemado. Con mirada firme contempló la luz purpúrea que refulgía sobre la Montagne Noire, al norte, a la vez que el cielo viraba del negro al azul y del azul al blanco del alba.

La barcaza de Tistou colisionó con algo que flotaba en el agua. Se volvió para ver qué era, reajustando su punto de apoyo con la facilidad que le daba la experiencia.

Era un cadáver.

Despacio, el viejo barquero viró la barcaza. El agua formó ondas al golpear la borda de madera, pero sin llegar a caer dentro. Se detuvo un instante, cuando los cables tendidos sobre el río, que comunicaban una orilla con la otra, parecieron cantar con el tenue aire de la mañana, aun cuando no corría ni una racha de brisa.

Anclando la barcaza por el procedimiento de hundir al máximo la pértiga en el barro del fondo, Tistou se arrodilló y se asomó al agua. En la superficie verdosa acertó a ver el cuerpo de una mujer que flotaba a flor de agua. Estaba boca abajo. Tistou se alegró de que así fuera. Los ojos vitreos de los ahogados siempre le resultaban difíciles de olvidar, así como los labios azulados y la expresión de sorpresa que parecía grabarse en una piel amarilla como la cera. «No lleva mucho tiempo en el agua», pensó Tistou. Sus rasgos aún no se habían desfigurado.

La mujer tenía un aspecto extrañamente sosegado con la ondulación de su largo cabello rubio, de un lado a otro, como las algas. Los lentos pensamientos de Tistou quedaron hipnotizados por ese movimiento. Tenía la espalda arqueada, los brazos y las piernas mecidos en su movimiento descendente, por debajo de las faldas, como si de alguna forma estuviera adherida al lecho del río.

«Otra suicida», pensó.

Tistou hincó bien los pies y se inclinó hacia el agua, apoyando con fuerza las rodillas dobladas contra la amura. Agarró con el puño el vestido gris de la mujer. Pese a estar empapado y fangoso por el contacto con el río, percibió la buena calidad de la tela. Tiró con fuerza. La barcaza se balanceó peligrosamente, pero Tistou había hecho ese mismo gesto en infinidad de ocasiones, y sabía de sobra cuál era el punto de resistencia máxima, dónde estaba el riesgo de volcar. Respiró hondo, volvió a tirar y agarró el cuello del vestido para hacer mejor presa.

—Uno, dos, tres… ¡arriba! —dijo en voz alta a la vez que el cuerpo se deslizaba sobre la amura y caía, como un pez recién capturado, en el casco húmedo de la barcaza.

Tistou se secó la frente con el pañuelo y volvió a encasquetarse en el cogote la gorra que le daba una estampa inconfundible. Sin necesidad de pensar, se llevó la mano al pecho y se santiguó. Fue un acto instintivo, no la manifestación de una creencia.

Dio vuelta al cuerpo. Una mujer que ya no estaba en su plena juventud, pero que seguía siendo bella. Tenía abiertos los ojos grises y el cabello se le había soltado en el agua, aunque era evidente que ora una mujer con clase. Sus manos blancas y suaves no eran las de alguien que trabajara para ganarse la vida.

Hijo de un pañero y una costurera, Tistou sabía detectar un buen algodón de Egipto nada más verlo. Encontró la etiqueta del sastre —de París— todavía legible en el cuello. La mujer llevaba un camafeo de plata al cuello, macizo, con dos miniaturas dentro, una de la propia dama, la otra de un joven de cabello negro. Lo dejó en donde estaba. Era un hombre honesto, nada que ver con los carroñeros que trabajaban en las represas del centro de la ciudad y despojaban a un cadáver de todos sus objetos de valor antes de entregarlo a las autoridades. Pero le gustaba conocer la identidad de quienes había recuperado del agua.

Isolde fue identificada rápidamente. Léonie había informado de su ausencia en cuanto amaneció, en cuanto despertó Marieta y vio que su señora no estaba.

Se vieron obligados a permanecer durante un par de días en la ciudad, para cumplir las formalidades legales y cumplimentar todo el papeleo, aunque no hubo la menor duda sobre las causas de su muerte: suicidio, cometido en un momento de enajenación mental.

En un apagado día de julio, un día nublado, sin sonidos de ninguna clase, Léonie llevó a Isolde de regreso al Domaine de la Cade, su último regreso. Culpable del pecado capital de haberse quitado la propia vida, a Isolde no le permitiría la Iglesia descansar en sagrado. Además, Léonie no quiso ni pensar en la posibilidad de que fuera enterrada en el mausoleo de la familia Lascombe.

Por el contrario, contó con los servicios del párroco Gélis, de Coustaussa, el pueblo con su castillo en ruinas que se encontraba a mitad de camino entre Couiza y Rennes-les-Bains, quien ofició una ceremonia privada dentro del terreno del Domaine de la Cade. Hubiera preferido contar con el abad Sauniére, pero prefirió abstenerse a tenor de las circunstancias, pues aún sufría los duros ataques de sus adversarios, de quienes estaban convencidos de que era justo imputarle este escándalo.

Al atardecer del 20 de julio de 1897 enterraron a Isolde junto a Anatole, en el apacible terreno del promontorio desde el que se dominaba el lago. Una lápida nueva, y modesta, sobre la hierba, recogió los nombres y las fechas de ambos.

Mientras Léonie escuchaba el murmullo de las plegarias, tomando con fuerza de la mano a Louis-Anatole, recordó cómo había ya presentado sus respetos a Isolde en un cementerio de París, en una ceremonia celebrada seis años atrás. Aquel recuerdo familiar descendió sobre ella con tal fuerza, con tal inquina, que tuvo que contener la respiración para mejor soportarlo. Se vió de pie en el salón de la calle Berlin, con las manos unidas ante un féretro cerrado y aquella solitaria hoja de palma que flotaba en el cuenco de cristal, sobre el aparador. El enfermizo aroma del ritual y de la muerte que se había insinuado en todos los rincones de la vivienda, con el incienso quemado y las velas que ardían para enmascarar el empalagoso dulzor del cadáver. Sólo que allí no había cadáver. Y en el piso de abajo Achille aporreaba su piano sin cesar, notas negras y blancas que ascendían y se filtraban entre los tablones de la tarima, hasta que Léonie creyó que estaba a punto de enloquecer.

Al oír el golpe sordo de la tierra sobre la madera de la tapa del féretro, su único consuelo fue que Anatole no había tenido que vivir ese instante.

Como si se hiciera cargo de su estado de ánimo, Louis-Anatole la rodeó por la cintura con su pequeño brazo.

—No te preocupes, tía Léonie. Yo cuidaré de ti.