Capítulo 89

DOMAINE DE LA CADE

El otoño de 1892 desembocó en la primavera de 1893 y Constant siguió sin asomar la cara por el Domaine de la Cade. Léonie finalmente se permitió el lujo de pensar que había muerto, aunque hubiera agradecido muchísimo que se lo confirmaran.

Agosto de 1893, como el año anterior, fue tan seco y caluroso como en el desierto africano. A la sequía siguieron inundaciones torrenciales en todo el Languedoc, que se llevaron por delante no pocas tierras de las llanuras, dejando al descubierto cuevas tiempo atrás escondidas, tesoros ocultos bajo el fango.

Achille Debussy siguió manteniendo correspondencia constante con Léonie. En diciembre le envió una felicitación navideña en la que además le comunicó a Léonie que la Société Nationale iba a presentar en un concierto una interpretación de Un apres-midi d’un faune, una nueva composición suya, que quería que fuera la primera de una trilogía.

Mientras leía sus muy naturalistas descripciones del fauno en su arboleda, Léonie se acordó del calvero en el que años antes había descubierto la baraja de las cartas del tarot. Tuvo por un instante la tentación de regresar a aquel lugar y de comprobar si el tarot seguía estando allí.

No lo hizo.

Más que los bulevares y las avenidas de París, su mundo siguió estando limitado por los hayedos que había al este, la larga avenida hacia el norte, las extensiones de césped por el sur. Su mundo se sostenía tan sólo por el amor de un niño y por el afecto que profesaba a la hermosa y sin embargo desmejorada mujer, a quienes había prometido cuidar.

Louis-Anatole llegó a ser pronto el preferido de la casa, y también fue muy querido en el pueblo. Le pusieron por apodo Pichón, el pequeño. Era travieso, pero en todo momento encantador. Hacía preguntas sin cesar, y en esto se parecía más a su tía que a su difunto padre, aunque también era capaz de escuchar con atención. A medida que fue creciendo, Léonie salía con él por las sendas y los bosques del Domaine de la Cade. Si no, se iba a pescar con Pascal, quien también le enseñó a nadar en el lago. De vez en cuando, Marieta le permitía rebañar el cuenco en el que había mezclado algún pastel y lamer la cuchara de madera cuando había preparado un suflé de grosellas o una tarta de chocolate. Se mantenía en equilibrio sobre el viejo taburete de tres patas, apoyado en el canto de la mesa de la cocina, con un delantal blanco y almidonado de criada que le llegaba hasta los tobillos, y Marieta, de pie tras él, se aseguraba de que no se cayera al suelo mientras le enseñaba a amasar la harina para hacer el pan.

Cuando Léonie lo llevaba de visita a Rennes-les-Bains, su pasatiempo preferido era sentarse en la terraza del café que tanto le había gustado a Anatole. Con los rizos del cabello desordenados, la camisa blanca y arrugada, los pantalones de terciopelo de color nogal, sujetos en la rodilla, se sentaba en el alto taburete de madera aunque le colgasen las piernas. Tomaba sirope de cereza o el zumo de las manzanas recién exprimidas y pasteles de chocolate.

Con motivo de su tercer cumpleaños, madame Bousquet le regaló a Louis-Anatole una caña de pescar hecha de bambú. En las siguientes navidades, maître Fromilhague le mandó una caja de soldados de plomo y presentó de paso los cumplidos de rigor a Léonie.

El niño también empezó a ser un visitante asiduo de la casa de Audric Baillard, quien le contó historias de la época medieval y le habló del honor de los caballeros que habían defendido la independencia del Midi frente a los invasores del norte. Más que lanzar al niño a las páginas de los libros de historia que criaban polvo en la biblioteca del Domaine de la Cade, monsieur Baillard supo devolver el pasado a la vida. La leyenda preferida de Louis-Anatole era la del cerco de Carcasona, en 1209, y la de los valerosos hombres, mujeres y niños, algunos apenas mayores que él, que huyeron a refugiarse a las aldeas perdidas de la Haute Vallée.

Cuando tenía cuatro años, Audric Baillard le regaló una copia de una espada de la Edad Media, cuya empuñadura iba grabada con sus iniciales, L. V. Léonie le compró en Quillan, con la ayuda de uno de los muchos primos que tenía Pascal en la región, un poni de pelaje cobrizo, con las crines gruesas, blancas, al igual que la cola, y una mancha blanca en el morro. Mientras se prolongó aquel caluroso verano, Louis-Anatole fue un auténtico chevalier que combatía victorioso contra los franceses incluso en las justas imaginarias, derribando latas que Pascal colocaba en una valla de madera en los parterres de césped de la propiedad. Desde la ventana del salón, Léonie lo miraba y recordaba que, cuando era niña, también había visto a Anatole correr y esconderse y trepar a los árboles en el parque Monceau con la misma sensación de respeto por sus hazañas, aunque ligeramente teñida de envidia.

Louis-Anatole también demostró poseer un notable talento para la música, como si el despilfarro de aquel dinero invertido en las clases de piano que recibió Anatole en su juventud hubiera dado por fin buenos dividendos en el caso de su hijo. Léonie contrató a un profesor de piano en Limoux. Una vez a la semana, el profesor venía en una carreta traqueteante, con un pañuelo blanco al cuello, los calcetines a rayas, la barba descuidada, y a lo largo de dos horas dirigía los ejercicios de digitación y las escalas en que se aplicaba Louis-Anatole. Todas las semanas, cuando se marchaba, apremiaba a Léonie para que obligase al chiquillo a tocar el piano con sendos vasos de agua en equilibrio sobre el dorso de las manos, para que desarrollase mejor el sentido del tacto al pulsar las teclas. Léonie y Louis-Anatole se mostraban de acuerdo, y durante un par de días intentaban el ejercicio propuesto por el profesor. Pero cuando se derramaba el agua y empapaba los pantalones de terciopelo de Louis-Anatole o las faldas de Léonie, los dos reían y se ponían en cambio a tocar alegres y bulliciosos duetos.

Cuando estaba solo, el niño a menudo se iba sigilosamente al piano con ánimo de experimentar. Léonie permanecía en el rellano, arriba, sin que él la viese, y escuchaba las amables y obsesivas melodías que iba creando con sus dedos infantiles. Al poco de comenzar sus improvisaciones, el niño a menudo daba con la clave de la menor. Y en esas ocasiones Léonie se ponía a pensar en aquella música que tanto tiempo atrás había robado del sepulcro y que seguía escondida en el taburete del piano, preguntándose si tal vez fuese buena idea mostrársela. Pero la amedrentaba el poder de la partitura y lo que pudiera desencadenar en aquel lugar, de modo que se abstuvo de recuperarla.

A lo largo de todo este tiempo Isolde siguió viviendo en un mundo crepuscular, atravesando las estancias y los pasillos del Domaine de la Cade como si fuera una aparición. Apenas decía nada, era amable con su hijo y seguía gozando del cariño de todos los criados. Sólo cuando miraba a los ojos color esmeralda de Léonie, destellaba algo más profundo en los suyos. Durante un fugaz instante, la tristeza y el recuerdo ardían con fuerza en su mirada antes de que una capa de negrura cayera de nuevo sobre ellos. Algunos días se encontraba mejor que otros. En ocasiones, Isolde emergía de las sombras que la envolvían como el sol que sale tras las nubes. Pero comenzaba de nuevo a oír voces, se tapaba los oídos con ambas manos y era presa del llanto, con lo que Marieta de nuevo la llevaba dulcemente a la privacidad de su habitación, hasta que regresaran otros momentos mejores. Los periodos de paz se fueron espaciando y se fueron haciendo más cortos. La oscuridad que la rodeaba fue ahondándose. Por su parte, Louis-Anatole aceptaba a su madre tal como era. Nunca había llegado a suponer que fuera de otro modo.

En líneas generales, no era precisamente la vida que Léonie había imaginado llevar. Hubiera aspirado al amor, a tener ocasión de ver el mundo, de ser ella misma. Pero amaba a su sobrino y sentía una lástima infinita por Isolde, a la vez que, resuelta a cumplir la palabra que había dado a Anatole, no flaqueó en ningún momento y asumió la totalidad de sus deberes.

Tras los otoños cobrizos llegaba el frío intenso de los blancos inviernos, en los que la nieve llegó a acumularse sobre la tumba de Marguerite Vernier en París. Las verdes primaveras dejaron paso al dorado resplandor de los cielos en verano, a los pastos abrasados por el sol, y los brezos crecieron enmarañados sobre la modesta tumba de Anatole, en el promontorio desde el que se dominaba el lago del Domaine de la Cade.

La tierra, el viento, el agua y el fuego, el patrón inmutable del mundo natural siempre imponía su ley.

Su apacible existencia no iba a durar mucho más. Entre Navidad y Año Nuevo se sucedieron los signos, los presagios, las advertencias incluso, que anunciaban que el mundo estaba trastocado.

En Quillan, el hijo de un deshollinador cayó de la escalera y se partió el cuello. En Espéraza se declaró un incendio en la fábrica de sombreros, a resultas del cual murieron cuatro de las trabajadoras, españolas las cuatro. En el taller de la familia Bousquet, un aprendiz quedó atrapado en el metal de la imprenta y perdió los cuatro dedos de la mano derecha.

Para Léonie, la intranquilidad general que empezaba a percibirse se concretó el día en que monsieur Baillard fue a darle la desagradable noticia de que se veía en la obligación de abandonar Rennes-les-Bains. Era la época de las ferias de invierno, en Brenac el 19 de enero, en Campagne-sur-Aude el 20 y en Belvianes el 22. Iba a hacer las visitas de costumbre a esas poblaciones, relativamente alejadas, y después tenía previsto subir a los montes. Sus ojos no disimularon su preocupación cuando le explicó que existían obligaciones más antiguas y más comprometedoras para él que el hecho de ser el tutor oficioso de Louis-Anatole, obligaciones que ya no podía aplazar por más tiempo. Léonie lamentó su decisión, pero supo que no era cuestión de deber ponerla en duda, ni menos aún de interrogarle. Le dio su palabra de que regresaría antes de la festividad de San Martín, en noviembre, cuando los arrendatarios procedían al cobro de las rentas de la propiedad.

A ella la desalentó que su ausencia fuese a prolongarse durante tantos meses, pero había aprendido tiempo atrás que era sencillamente imposible desviar a monsieur Baillard de ninguna de sus intenciones una vez que hubiera tomado una decisión en firme.

La inminencia de su partida, los motivos que lo llevaban a marcharse, y que no le explicó, recordaron una vez más a Léonie qué poco sabía de su amigo y protector. Ni siquiera tenía certeza de su edad, aunque Louis-Anatole había asegurado que al menos debía de tener setecientos años, tantas eran las historias que contaba.

Pocos días después de que se fuese Audric Baillard, estalló un escándalo en Rennes-le-Cháteau. La restauración de la iglesia que había acometido el abad Sauniére estaba prácticamente terminada. En los primeros y fríos meses de 1897 llegó el conjunto de estatuas que se había encargado a un escultor de Toulouse. Entre ellas había un bénitier, un receptáculo para el agua bendita, que descansaba sobre los hombros de un demonio contrahecho. Se alzaron las voces en contra de semejante obra, y fueron ruidosas las protestas que insistieron en que tanto ésa como muchas otras de las estatuas no eran aptas para un lugar de culto. Se enviaron cartas de protesta al ayuntamiento y al obispado, algunas de ellas anónimas, en las que se exigía que Sauniére diera las debidas explicaciones. También se exigió que al sacerdote se le negase el permiso para proseguir las excavaciones en el cementerio.

Léonie no había estado al corriente de esas excavaciones nocturnas que se realizaban alrededor de la iglesia, y tampoco de que, según corrió el rumor, Sauniére pasaba las horas entre el anochecer y el amanecer caminando por los montes cercanos en busca de un tesoro. No tomó parte en la polémica, ni tampoco en las críticas y quejas que arreciaron contra un sacerdote que ella había considerado sumamente devoto de su parroquia. Su inquietud se debió al hecho de que algunas de las estatuas eran con absoluta precisión una copia de las que ella había visto en el interior del sepulcro. Era como si alguien o algo guiase la mano del abad Sauniére y, al mismo tiempo, obrase de tal modo que sólo podía levantar una polvareda en su contra.

Léonie sabía que él había visto las estatuas en tiempos de su difunto tío. Pero no alcanzaba a entender por qué, pasados unos doce años de aquellos sucesos, quiso hacer una réplica de las imágenes que tanto daño habían causado. En ausencia de su amigo y guía, Audric Baillard, no tenía con quién comentar sus temores.

El descontento se extendió desde el monte, se difundió por el valle y llegó a Rennes-les-Bains. De súbito menudearon las habladurías, los recuerdos de aquellos sucesos que habían causado tanta inquietud en el pueblo años atrás. Se rumoreó que existían túneles secretos entre Rennes-le-Cháteau y Rennes-les-Bains, cámaras de enterramiento de la época visigoda. Se oyeron acusaciones de que, como ya sucediera antes, el Domaine de la Cade era el refugio de una bestia salvaje, y no tardaron en cobrar nueva fuerza. Los perros, las cabras e incluso los bueyes fueron objeto de ataques por parte de lobos o gatos monteses que no parecían temer ni las trampas ni las armas de los cazadores. A menos que aquélla fuera una criatura antinatural, cosa que también empezó a oírse con frecuencia. Es decir, una criatura no gobernada por las leyes normales de la naturaleza.

Aunque Pascal y Marieta hicieron cuanto estuvo en su mano por impedir que los rumores llegasen a oídos de Léonie, algunas de las historias más perversas llegaron pese a todo a su conocimiento. La campaña era sutil; no se hacían acusaciones en voz alta, de modo que Léonie nunca pudo dar respuesta a la lluvia de quejas que arreciaba sobre el Domaine de la Cade y sobre la casa misma.

No existía manera de identificar cuál pudiera ser la fuente de los rencorosos rumores, y sólo fue posible comprobar que se iban intensificando. Con el fin del invierno, con la llegada de una primavera lluviosa y fría, las maledicencias relativas a los sucesos sobrenaturales que tenían lugar en el Domaine de la Cade fueron cada vez más frecuentes. Se habló de que se habían visto espectros y demonios, se hizo referencia incluso a los rituales satánicos que se llevaban a cabo en el sepulcro y al amparo de la noche. Todo aquello fue como si regresaran los tiempos siniestros en que Jules Lascombe fue dueño y señor de la casa. La amargura reinante, la inquina, apuntaba a los sucesos de la Noche de Difuntos de 1891. Se afirmó que el terreno se declaraba en rebeldía, que buscaba la debida retribución por los pecados del pasado.

Antiguos encantamientos, hechizos de antaño, en la lengua tradicional de la región, aparecieron grabados en las rocas que jalonaban el camino, para tratar de espantar al demonio que en esos momentos, como ya hiciera antes, rondaba peligrosamente por el valle. Aparecieron estrellas de cinco puntas inscritas en un círculo, con alquitrán negro, en diversas rocas del camino. Se dejaron ofrendas votivas de flores y de cintas en hornacinas antes no señaladas.

Una tarde en que estaba sentada Léonie con Louis-Anatole en el lugar que más le gustaba, a la sombra de los plátanos de la plaza Pérou, una frase que alguien pronunció de un modo insultante le llamó la atención.

Lou Diable se rit.

Cuando regresó al Domaine de la Cade, preguntó a Marieta qué significaba.

—El diablo se ríe —le tradujo a regañadientes.

De no haber sabido Léonie que tal idea era imposible, hubiera sospechado que la mano de Victor Constant se hallaba detrás de los rumores y las habladurías. Se recriminó por tener tales pensamientos.

Constant había muerto. La policía así lo pensaba. Tenía que estar muerto. De lo contrario, ¿por qué los había dejado en paz durante ya casi cinco años, para terminar por volver entonces?