Meredith dejó a Hal hablando por teléfono, tratando de concertar una cita en el commissariat de Couiza antes de ir a recoger a la doctora O’Donnell a las once, tal como le había prometido.
Lo besó en la mejilla. El levantó la mano, le dijo sin palabras hasta luego, moviendo los labios tan sólo, y volvió a su conversación. Meredith se detuvo a preguntar a la amable recepcionista si sabía dónde podía pedir prestada una pala.
Éloise no reaccionó de un modo extraño ante una petición tan poco común, limitándose a sugerirle que el hortelano tal vez estuviera trabajando en los jardines de la parte posterior, en cuyo caso podría prestarle ayuda.
—Gracias. Le preguntaré a él —dijo Meredith, y abrigándose el cuello con la bufanda salió por la puerta cristalera a la terraza.
La bruma de primera hora de la mañana prácticamente se había disipado del todo por efecto del sol, aunque la hierba resplandecía con un rocío plateado. Todo se hallaba bañado en una luz entre cobriza y dorada, que destacaba sobre la nitidez del cielo, en donde volaban hilachas de nubes rosas y blancas.
Se percibía ya en el aire el olor embriagador de las hogueras de la Noche de Difuntos. Meredith respiró a fondo, inspirando el olor del otoño, que le habló de su infancia. Mary y ella tallaban religiosamente las caras en las calabazas para convertirlas en faroles. Preparaban su disfraz para ir de casa en casa diciendo a los vecinos «truco o treta». Por lo común salía con sus amigos disfrazada de fantasma, una blanca sábana con dos agujeros a la altura de los ojos y una boca horrible pintada con rotulador negro.
Al bajar corriendo la escalinata hasta la avenida de grava, se preguntó qué estaría haciendo Mary en esos momentos. Y se contuvo. Allá donde vivía Mary sólo eran las cinco y cuarto de la mañana: estaría aún durmiendo. Quizá pudiera llamarla más tarde, para desearle una feliz Noche de Difuntos.
El hortelano no estaba por ninguna parte, pero su carretilla sí se encontraba allá a la vista. Meredith miró en derredor por si acaso anduviera cerca de donde había dejado sus utensilios, pero no vio nada. Vaciló, y al cabo cogió la azadilla que empleaba en los macizos de flores, guardándosela en el bolsillo antes de salir a buen paso por el césped, hacia el lago. La devolvería en cuanto le fuera posible.
Era una extraña sensación, pero se movía como si estuviera siguiendo los pasos de la figura que había visto a primera hora por las extensiones de césped de la finca.
¿Visto? ¿Imaginado tal vez?
Se volvió a mirar casi a su pesar la fachada del hotel, y en un momento dado se detuvo a averiguar cuál era su ventana, y si realmente era posible que hubiera visto lo que creía haber visto desde tan gran distancia. A medida que iba recorriendo la senda por la izquierda del lago, el terreno fue elevándose. Ascendió una pendiente herbosa hasta un pequeño promontorio desde el que se dominaba toda la extensión del agua, con el hotel al fondo. Le pareció una locura, pero estaba convencida de que era exactamente allí donde había visto detenerse a aquella figura a primera hora de la mañana.
Imaginado, sin duda.
Había un banco curvo, de piedra, en forma de luna creciente. La superficie brillaba por efecto del rocío. Meredith lo secó con sus guantes antes de tomar asiento. Como siempre le ocurría ante una vasta superficie de agua, pensó al punto en su madre biológica, en la forma en que había decidido poner fin a su vida. Adentrándose en el lago Michigan con los bolsillos cargados de piedra. Igual que Virginia Woolf, según supo Meredith muchos años después, en el instituto, aunque siempre tuvo la duda razonable de que su madre hubiera llegado a conocer este dato.
Pero mientras permanecía sentada, mirando el lago, a Meredith le sorprendió sentirse tan en paz. Seguía pensando en su madre, pero el pensamiento no iba acompañado por la habitual sensación de culpa. No se le desbocaba el corazón, no la invadía la vergüenza, no sentía pesadumbre. Aquél era un lugar para la reflexión, para la calma y el recogimiento. Sólo le llegaba el graznido de los cuervos en los árboles, el piar más agudo de los tordos en la espesura, en el seto que quedaba a su espalda, aislada además de la casa por la extensión de agua, si bien se hallaba a la vista.
Aún se quedó un rato más, antes de decidir que era hora de continuar su caminata. Dos horas antes se sintió frustrada al no poder iniciar cuanto antes la búsqueda de las ruinas del sepulcro. Teniendo en cuenta el testimonio de Shelagh O’Donnell en el hotel, calculó que Hal tendría mucho que hacer. No contaba con que regresara antes de la una.
Sacó el móvil y verificó que tenía cobertura antes de guardarlo. Sin duda, la llamaría si necesitaba ponerse en contacto con ella.
Con cuidado para no resbalar en la hierba húmeda, volvió a la zona llana sin alejarse mucho del lago, y allí se detuvo a examinar el terreno. En una dirección, el camino que rodeaba el lago terminaba por volver al hotel. Por la otra, una senda invadida por la maleza se adentraba en los hayedos. Meredith tomó el camino de la izquierda. En cuestión de minutos se encontraba muy dentro del bosque, caminando y trazando una curva tras otra bajo el sol que se filtraba entre las copas.
La senda la llevó a una zona en la que muchos caminos se cruzaban una y mil veces, todos muy semejantes. Unos seguían en ascenso, otros descendían hacia el valle. Su intención consistía en localizar las ruinas del sepulcro visigótico y, a partir de allí, tratar de encontrar un lugar en el que pudieran estar escondidas las cartas. De haber estado ocultas en un lugar al alcance, alguien las habría descubierto muchos años atrás, aunque supuso que, como punto de partida, el sepulcro podía ser un escondite tan bueno como el que más.
Meredith se internó por una senda invadida por la maleza, por la que llegó a un calvero. A los pocos minutos, la ladera se convirtió en una pendiente muy marcada. El terreno que pisaba cambió de manera inesperada. Meredith se afianzó bien con las piernas, avanzando despacio por las piedras resbaladizas, por los trechos de grava, frenando, desplazando pinas y ramas caídas, hasta que al cabo se encontró en una especie de plataforma natural, una especie de puente. Y por debajo, en un cruce en ángulo recto, vio un trecho de tierra marrón que salía de debajo de la espesura y la rodeaba.
A lo lejos, gracias a un claro entre los árboles, Meredith descubrió en el cerro siguiente un grupo de megalitos, grises en medio del verde de la maleza, seguramente los mismos que le había indicado Hal cuando viajaban hacia Rennes-le-Cháteau.
Se le puso de punta el vello de la nuca.
Se dio cuenta de que desde aquella especie de mirador eran visibles gran parte de los hitos naturales que él le había señalado: el Sillón del Diablo, el bénitier, el Estanque del Diablo. Por si fuera poco, desde aquel punto tuvo la casi total certeza de que todos los lugares empleados como telón de fondo en las cartas también eran visibles sin esfuerzo.
El sepulcro se remontaba a los tiempos de los visigodos. ¿Era razonable que hubiera otros enterramientos de esa época dentro de los terrenos de la finca? Meredith miró en derredor. A su juicio, por inexperta que fuera en ese campo, aquello parecía el cauce seco de un río.
Esforzándose para que la excitación no se adueñase de ella, miró a su alrededor, en busca de una forma de bajar. No encontró ninguna a la vista. Vaciló, se agachó, maniobró hasta dejarse caer por el borde de la plataforma. Por un instante no hubo nada bajo sus pies, y quedó suspendida en el aire, sujeta por los codos. Se soltó entonces, y cayó durante una fracción de segundo, sobrecogida, hasta quedar en tierra.
Amortiguó el impacto flexionando las rodillas, y se enderezó acto seguido para iniciar el descenso. Parecía el lecho de un arroyo que sólo fluyera en invierno, y el verano había sido seco, aunque ya corría un hilillo de agua otoñal por el cauce. Meredith, con cuidado para no resbalar en las piedras sueltas en la capa de tierra mojada, miró sin cesar en busca de algo que se saliera de lo normal.
Al principio creyó que no había una sola grieta en la maleza que lo cubría todo, enmarañada y empapada por el rocío. Luego, poco más allá, antes de que la senda trazase una curva descendente, como una montaña rusa, Meredith percibió una depresión en el terreno de escasa profundidad. Se acercó hasta descubrir una piedra plana, gris, que asomaba bajo las extensas y enmarañadas raíces de un enebro, con sus hojas punzantes como agujas y sus frutos de color púrpura o verde. La depresión no tenía el tamaño suficiente para ser una tumba, pero no le pareció que la piedra estuviera allí puesta al azar. Meredith sacó el móvil y tomó un par de fotos.
Guardó el móvil y alargó la mano hasta hallar un punto de apoyo en la maleza, del cual tiró. Las ramas, aunque delgadas, eran fuertes, nervudas, si bien logró extraerlas lo suficiente para asomarse al espacio verde y húmedo, oscuro, rodeado por las raíces.
Sintió una descarga de adrenalina. Había un círculo formado por varias piedras, ocho en total. El dibujo despertó un recuerdo en su memoria. Entornó los ojos y comprendió entonces que la forma de las piedras era un eco de la corona de estrellas que remataba la imagen de «la Forcé». Y al estar allí en pie comprobó que el paisaje que la rodeaba recordaba de manera especial, por sus tonos, por sus matices, el descrito en la carta.
Con una sensación creciente de anticipación, introdujo las manos en el follaje y palpó el fango verdoso, que se escurría entre los dedos de sus guantes de lana, baratos, logrando soltar la mayor de las piedras. Limpió la superficie y se le escapó un suspiro de satisfacción. Pintada en alquitrán, o con otro pigmento, había una estrella de cinco puntas dentro de un círculo.
El símbolo de los pentágonos. La representación del tesoro.
Tomó otras dos fotos y dejó la piedra a un lado. Sacó del bolsillo la azadilla y comenzó a cavar, arañando las piedras y fragmentos de unas tejas de arcilla sin cocer. Extrajo una de las piezas de mayor tamaño y la examinó. Parecía una teja, aunque le extrañó que ese objeto estuviera allí enterrado, tan lejos de la casa.
Entonces el metal de la azadilla golpeó contra algo más consistente. Con cuidado de no dañar nada, Meredith dejó el utensilio a un lado y terminó de excavar a mano, abriendo un túnel lleno de barro, lombrices y escarabajos negros, quitándose los guantes, dejando que los dedos la guiaran como si fueran sus ojos.
Por fin palpó una pieza de tela pesada, una tela encerada. Introdujo la cabeza entre las hojas para echar un vistazo y retiró las esquinas de la tela. Se encontró con la hermosa tapa lacada de un cofre pequeño, con un dibujo de madreperla incrustada. Parecía un joyero o un costurero de señora, hermoso, sin duda un objeto de lujo en su día. Con dos iniciales visibles en el latón apagado, corroído.
L. V.
Meredith sonrió. Léonie Vernier. Tenía que ser ella.
A punto estaba de abrir la tapa cuando tuvo un momento de vacilación. ¿Y si las cartas estuvieran dentro? ¿Qué significaría eso? ¿Tenía realmente el deseo de verlas?
Como si fuera una avalancha repentina, notó que la soledad se le venía encima oprimiéndola. Los sonidos del bosque, hasta entonces tan acogedores y tranquilizadores, se habían tornado ominosos, amenazantes. Sacó el teléfono del bolsillo y verificó qué hora era. ¿Y si le hago una llamada a Hal? El deseo de oír otra voz humana, la voz de él, le produjo un cosquilleo. Se lo pensó mejor. Él no querría que nada lo molestase en plena reunión con la policía. Vaciló; al final, envió un mensaje de texto, y lo lamentó en el acto. Era como delegar la tarea en otro. Y lo último que deseaba era sentirse realmente necesitada.
Meredith volvió a mirar la caja que tenía delante, en el suelo.
Toda la historia está en las cartas.
Se secó una vez más las palmas de las manos en los vaqueros, que tenía húmedas debido al ejercicio y al nerviosismo que le causaba lo que estuviera por venir. Luego, por fin levantó la tapadera. La caja estaba llena de carretes de hilo de algodón, de cintas y dedales. El interior de la tapa, de guata, estaba tachonado de agujas y alfileres. Con los dedos sucios e insensibles debido al frío y a la tarea de excavación, Meredith fue retirando los carretes y escarbando entre telas, tal como antes lo había hecho en la tierra y el barro.
Allí estaban. Vio la primera carta del montón con el mismo dorso en verde, con el mismo dibujo delicado de ramas de árboles en oro y plata, aunque era una textura más quebradiza, claramente pintada a mano, con pincel, y no hecho en serie. Pasó los dedos sobre la superficie, distinta, áspera, no lisa. Más parecida a un pergamino que a las modernas reproducciones recubiertas de plástico.
Meredith se obligó a contar hasta tres para armarse de valor y dar la vuelta a la carta.
Su propio rostro la estaba mirando. La carta XI. La Justicia.
Mientras contemplaba la imagen pintada a mano, una vez más tuvo conciencia del susurro en el interior de su cabeza. No se parecía en nada a las voces que habían agobiado a su madre, pues era una sola voz suave, amable, que ya había oído antes en sueños, transportada por el aire que se colaba entre las ramas y los troncos de los árboles en pleno otoño.
Aquí, en este sitio precisamente, el tiempo se aleja en dirección a la eternidad.
Meredith se puso en pie. El movimiento más lógico sería en ese momento tomar las cartas y regresar al hotel. Estudiarlas debidamente en la comodidad de su propia habitación, con todas sus notas, con acceso a Internet, con la baraja en serie para poder compararlas a fondo.
Sólo que en esos momentos volvió a oír la voz de Léonie. En un suspiro, el mundo entero parecía haberse encogido hasta caber íntegramente en aquel lugar. El olor del campo, la suciedad y el barro mismo bajo las uñas, la humedad que rezumaba de la tierra y se le colaba en los huesos.
Sólo que éste no es el lugar.
Y es que algo la llamaba desde algún punto en lo más profundo del bosque. El viento soplaba con más violencia, realmente fuerte, y transportaba algo más que los sonidos del bosque. Música que se oía, pero que no se oía. Logró captar una tenue melodía en el susurro de las hojas caídas, en el golpeteo y el crujido de las ramas de las hayas algo más allá.
Notas aisladas, una melodía lastimosa en clave menor, y en todo momento el susurro en su cabeza, el susurro que la conducía hacia las ruinas del sepulcro.
Aïci lo tems s’en
va vers l’Eternitat.
Julián dejó el coche sin cerrar en la zona de aparcamiento, en las afueras de Rennes-les-Bains, y echó a caminar deprisa en dirección a la plaza Deux Rennes, para atravesarla en diagonal y entrar por una callejuela, en la que tenía su domicilio la doctora O’Donnell.
Se aflojó la corbata. Tenía manchas de sudor en las axilas. Cuanto más pensaba en la situación, mayor era su paranoia. Lo único que deseaba era encontrar las cartas. Todo lo que se lo impidiera, todo lo que lo aplazara, se le hacía intolerable. Nada de cabos sueltos.
No había pensado despacio en lo que iba a decir. Lo único que sabía a ciencia cierta es que no le iba a permitir que acudiese con Hal a la comisaría.
Dobló entonces una esquina y la vio, sentada con las piernas cruzadas en el murete que separaba la terraza de su propiedad de una senda abierta al público, y desierta, que conducía a la orilla del río. Estaba fumando y se pasaba las manos por el pelo a la vez que hablaba por un móvil.
¿Qué estaría diciendo?
Julián se detuvo, de pronto aturdido. Oyó entonces su voz, una voz rasposa, un acento con vocales llanas, y la conversación unilateral la amortiguó el latido de su sangre en las sienes.
Dio un paso más tratando de captar algo de lo que decía. Ella se había inclinado hacia delante, y con movimientos decididos, reiterativos, apagaba un cigarrillo en un cenicero plateado.
Algunas palabras llegaron hasta él.
—Tengo que ver lo del coche.
Julián extendió la mano para apoyarse en la pared. Tenía la boca reseca, como el pescado en salazón, agria. Necesitaba una copa que le quitase aquel mal sabor. Miró en derredor, sin pensar ya con ninguna claridad. Había un palo en el suelo, un palo que sobresalía del seto. Lo empuñó. Ella seguía charlando sin cesar, soltando mentiras sin cuento. ¿Por qué no terminaba de una vez?
Julián levantó el palo y lo abatió con todas sus fuerzas sobre su cabeza.
Shelagh O’Donnell gritó a causa del sobresalto, así que le asestó un segundo golpe para que dejara de hacer ruido. Cayó de costado sobre las piedras. Se hizo el silencio.
Julián dejó caer el arma. Por un instante se quedó completamente quieto. Entonces, espantado, incrédulo, tiró el palo al seto y echó a correr.