Julian Lawrence tenía la respiración agitada. La sangre le golpeaba en las sienes. Entró a paso veloz en su estudio y dio un portazo tan fuerte que hizo retumbar los vidrios de las vitrinas.
Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta hasta dar con el tabaco y el encendedor. La mano le temblaba tanto que tuvo que hacer varios intentos hasta prender un cigarrillo. El commissaire ya le había dicho que una persona se había presentado para declarar, una inglesa llamada Shelagh O’Donnell, pero que en realidad no había visto nada de relevancia en el caso. El nombre le sonó de algo, pero lo dejó correr. Como la policía no pareció tomársela en serio, no le pareció esencial atender ese imprevisto. Le dijeron que era una ivrogne, una borracha.
Cuando apareció esa mañana en el hotel, tampoco fue capaz de sumar dos y dos. Lo irónico es que se coló en el despacho, detrás del bar, con la intención de escuchar la conversación que pudiera mantener con Hal y con Meredith Martin sólo porque la había reconocido: era una de las personas que comerciaban con los vendedores de antigüedades de Couiza. Llegó precipitadamente a la conclusión de que la señora Martin la había invitado para hablar con ella del Tarot de Bousquet.
Tras escuchar a escondidas, cayó en la cuenta de que conocía el nombre de O’Donnell, efectivamente. En julio de 2005 tuvo lugar un incidente en uno de los yacimientos arqueológicos de los montes de Sabarthés. Julián no recordaba los detalles exactos, pero sí recordó que perdieron la vida varias personas, incluido un autor muy conocido cuyo nombre en ese momento tampoco acertó a recordar. Pero todo eso era lo de menos.
Lo que realmente importaba era que había visto su vehículo en el lugar de los hechos. Julián estaba convencido de que sería imposible demostrar que ése era el suyo, y no cualquier otro de los muchos coches exactamente iguales que circulaban por toda la región, pero tal vez podría ser suficiente para inclinar el fiel de la balanza. La policía no había tratado a O’Donnell con la debida seriedad; no había tenido en consideración su testimonio, pero si Hal seguía insistiendo, cabía la posibilidad de que se lo volvieran a pensar.
No podía creer que O’Donnell llegase a relacionar el Peugeot con el Domaine de la Cade, ya que de lo contrario no se hubiera atrevido a ir allí esa mañana. Pero no podía arriesgarse a que ella extrajera sus propias conclusiones.
Tenía que hacer algo, aunque una vez más se viera obligado a forzar la mano, tal como le sucedió con su hermano. Julián miró al cuadro que tenía en la pared, sobre el escritorio: el viejo símbolo del tarot, similar a un ocho tumbado de lado, símbolo de infinitas posibilidades, a la vez que se sentía cada vez más encajonado.
En la estantería, a su lado, había objetos que había encontrado en sus excavaciones en la finca. Tardó mucho en reconocer que el sepulcro en ruinas no pasaba de ser exactamente eso, unas cuantas piedras antiguas, nada más. Pero había encontrado uno o dos objetos que quizá… Uno era un reloj caro, aunque muy deteriorado, que ostentaba las iniciales A. V., y el otro era un camafeo de plata con dos retratos en miniatura, encontrados ambos en dos tumbas que había descubierto a la orilla del lago.
Eso era lo que de veras le importaba, el pasado, y no tener que resolver los problemas del presente.
Julián se dirigió al mueble bar del aparador y se sirvió un brandy para calmar los nervios. Se lo bebió de un trago y miró el reloj.
Eran las tres y cuarto.
Cogió la chaqueta del gancho de la puerta, se tomó un caramelo de menta, recogió las llaves del coche y salió.