Un alarido desgarró el aire en el claro. Léonie lo oyó a ciencia cierta, pero no se dio cuenta de que ese grito había salido de sus propios labios.
Por un instante se quedó clavada en donde estaba, incapaz de aceptar la certeza de lo que estaba viendo con sus propios ojos. Se imaginó que se trataba de un decorado en un escenario, y que la arboleda y cada una de las personas que en ella se encontraban se hallaban ancladas en el tiempo por medio de pintura y pincel o del objetivo de una cámara. Inerte, inmóvil, una imagen de postal en la que aparecían seres reales, seres de carne y hueso.
De súbito, el mundo volvió a ser el que era. Léonie miró la oscuridad y la verdad dejó impresa en su alma su sangrienta huella.
Isolde yacía sobre la tierra húmeda, con el vestido gris manchado de rojo.
Anatole intentó incorporarse sobre un brazo, con el rostro contorsionado por el dolor, antes de hundirse en tierra. Gabignaud se había agachado junto a él.
Lo más sorprendente fue el rostro del asesino de ambos. El hombre al que tanto temía Isolde, el hombre al que tanto detestó Anatole, se había revelado ante sus ojos.
Léonie se quedó helada. Verle, estar tan cerca de él, terminó con el último ápice de valentía que pudiera quedarle.
—No —susurró.
La culpa, cortante como el cristal, traspasó sus frágiles defensas. La humillación, seguida de cerca por la ira, la asoló como el río que desborda las protecciones de la orilla. Allí mismo, a dos pasos de ella, se encontraba el hombre que había ocupado por completo sus pensamientos más íntimos, el hombre con el que había soñado desde el viaje a Carcasona. Victor Constant.
¿Era acaso ella quien lo había conducido hasta allí?
Léonie levantó aún más el farol, hasta ver con toda claridad el escudo en el lateral del coche que se encontraba a cierta distancia, en un lado del claro, aunque no necesitara esa confirmación de que se trataba en efecto de él.
La rabia, repentina, violenta y absoluta, se apoderó de ella por completo. Insensible, ajena a su propia seguridad, se lanzó desde la sombra de los árboles y corrió hacia el grupo de hombres que se encontraba alrededor de Anatole y Gabignaud.
El médico parecía paralizado. La sorpresa ante lo acontecido le había privado de la capacidad de actuar. Se inclinó hacia delante tan rápido que por poco perdió pie, a la vez que miraba atónito a Victor Constant y a sus hombres, y luego, pasmado, a Charles Denarnaud, que era quien había comprobado el estado de las armas y había proclamado que se cumplían a rajatabla las condiciones necesarias para que tuviese lugar el duelo.
Léonie llegó antes a Isolde. Se arrojó al suelo, a su lado, y levantó su capa. La tela gris de su vestido estaba empapada de rojo por el costado izquierdo, como una obscena flor de invernadero. Léonie se quitó el guante y retiró la manga de Isolde para buscarle el pulso. Era tenue, pero latía. Aún quedaba algo de vida en sus venas.
Rápidamente palpó con ambas manos el cuerpo postrado de Isolde y comprendió que la bala la había alcanzado en el brazo. Si no perdía demasiada sangre, seguramente sobreviviría a la herida.
—Doctor Gabignaud, rápido —exclamó—. Ayúdela. ¡Pascal!
Sus pensamientos se precipitaron entonces hacia Anatole. Una tenue nube de blanco aliento en su boca y en su nariz, a la escasa luz del crepúsculo, le habría dado la esperanza de que no estuviese mortalmente herido.
Se puso en pie y dio un paso hacia su hermano.
—Le agradeceré que se quede donde está, mademoiselle Vernier. Y usted también, Gabignaud. No se mueva.
La voz de Constant la obligó a detenerse. Sólo en ese instante se percató Léonie de que aún tenía en la mano el arma, con el dedo en el gatillo, listo para disparar, y sólo entonces comprendió que no era una pistola de duelo. En realidad, al verla, identificó la marca Le Protector, un arma ideada para llevarla en el bolsillo o en un bolso de señora.
Su madre poseía un arma como ésa.
Le quedaban más balas.
Léonie se sintió avergonzada de sí misma por haber imaginado las lindezas que él le habría susurrado al oído. Por haberle dado pie, sin ninguna modestia, sin pensar en su reputación, para que él le prodigase sus atenciones.
Y fui yo quien lo guió hasta ellos.
La culpa se abatió sobre ella con la fuerza del viento y la tempestad que con tanto ímpetu habían sacudido el Domaine de la Cade. Pero se esforzó sin embargo por no perder los estribos y conservar la calma.
Levantó el mentón y lo miró a los ojos.
—Monsieur Constant —dijo ella, y su apellido fue como el veneno en su lengua.
—Mademoiselle Vernier —replicó él sin dejar de apuntar a Gabignaud y Pascal—. Qué placer tan inesperado. Nunca hubiera pensado que Vernier pudiera exponerla a usted a semejante situación.
Su mirada viajó veloz a Anatole, tendido en tierra, y volvió con la misma velocidad a Constant.
—Estoy aquí por decisión propia —dijo.
Constant sacudió la cabeza. Su criado se adelantó seguido por el desastrado soldado, en quien Léonie reconoció al mismo individuo que la había seguido con ojos impertinentes cuando paseaba por la Cité medieval de Carcasona. Desesperada, comprendió que Constant no había dejado ningún cabo suelto.
Los dos hombres sujetaron a Gabignaud y le inmovilizaron los brazos a la espalda a la vez que dejaban caer su farol al suelo. Léonie oyó los cristales hacerse añicos y vio apagarse la llama con un siseo en las hojas mojadas que cubrían el suelo. Sin que tuviera tiempo de entender lo que estaba ocurriendo, el más alto de los dos sacó una pistola de debajo del capote, la oprimió contra la sien de Gabignaud y le descerrajó un tiro.
La fuerza del impacto levantó en vilo a Gabignaud. Le reventó la cabeza por la parte posterior, rociando de sangre y huesos astillados a su ejecutor. Su cuerpo tuvo un espasmo, y otro, hasta quedar inmóvil.
Qué poco tiempo se tarda en asesinar a un hombre, en amputar el alma de su cuerpo.
Ese pensamiento entró y salió de su mente a la misma velocidad que la bala en la cabeza de Gabignaud. Léonie se llevó ambas manos a la boca, tapándosela con fuerza, conteniendo la náusea que la acometía, y terminó por doblarse en dos y vomitar sobre la tierra mojada.
Por el rabillo del ojo vio que Pascal daba un pequeño paso atrás, y otro más. No dio crédito a la idea de que se preparase para huir. Nunca había puesto en duda su lealtad y su firmeza inquebrantable, aunque en esos instantes sin duda sería comprensible que optase por tratar de salvar el pellejo.
Pascal logró entonces que ella le mirase a los ojos, y en su mirada captó en un instante cuáles eran sus intenciones.
Léonie se armó de valor y se volvió hacia Charles Denarnaud.
—Monsieur —dijo en voz alta, con la intención de despistarlos—, me asombra ver en usted a un aliado de este individuo. Será usted condenado en cuanto se conozca la mala fe con que actuó.
Él la miró con una sonrisa de complacencia.
—¿Y qué boca es la que va a acusarme, mademoiselle Vernier? Aquí no hay nadie más que nosotros.
—Cállese usted —le ordenó Constant.
—¿Es que no tiene ninguna consideración por su hermana —le desafió Léonie—, por su familia? ¿Es capaz de deshonrarla de semejante manera?
Denarnaud se dio una palmada en el bolsillo.
—El dinero habla más alto y durante mucho más tiempo.
—Denarnaud, ¡ya basta!
Léonie miró un instante a Constant y reparó por vez primera en que parecía tener un permanente temblor sobre todo en la cabeza y en el cuello, como si realmente le resultase difícil controlar sus movimientos. Pero entonces vio que Anatole movía el pie sin levantarlo del suelo.
¿Estaba todavía vivo? ¿Era posible que viviera? El alivio que sintió en su pecho dejó paso de inmediato al temor. Si aún estaba vivo, sólo seguiría estándolo en la medida que Constant creyera que había muerto.
Había caído la noche. Aunque el farol del médico se había hecho añicos, los otros proyectaban desiguales charcos de luz amarillenta sobre el terreno.
Léonie se armó de valor para dar un paso en dirección al hombre al que había creído que amaba.
—¿De veras vale la pena, monsieur? ¿Vale la pena la condenación de su espíritu? ¿Por qué causa? ¿Por celos, por venganza? Salta a la vista que no es por honor. —Aún dio un paso más, esta vez ligeramente hacia un lado, con la esperanza de proteger de ese modo a Pascal—. Permítame hacerme cargo de mi hermano. Y de lsolde.
Estaba ya a distancia suficiente para ver con bastante claridad la expresión de desprecio que se había dibujado en el rostro de Constant. No pudo dar crédito a lo que sabía: que alguna vez le parecieron sus rasgos faciales nobles y distinguidos. Era a todas luces un ser provecto, la vileza en persona, reflejada en la crueldad de la boca y unas pupilas que no eran sino cabezas de alfiler en unos ojos amargados. Le inspiró repugnancia.
—No se encuentra usted en situación de dar órdenes, mademoiselle Vernier. —Volvió la cabeza hacia donde estaba tendida lsolde, envuelta en su propia capa—. Y la muy furcia… Con un solo disparo le ha bastado y le ha sobrado. Lástima. Me hubiera gustado verla sufrir todo lo que ella me ha hecho sufrir a mí.
Léonie miró a sus ojos azules sin parpadear.
—Ahora ya no está a su alcance —dijo ella, y la mentira acudió sin titubeos a sus labios.
—Me tendrá que perdonar, mademoiselle Vernier, si no le tomo la palabra en eso que acaba de decir. Además, no veo una sola lágrima en sus mejillas. —Miró de reojo el cuerpo de Gabignaud—. Tiene usted unos nervios capaces de soportarlo todo, pero dudo mucho que tenga tan endurecido el corazón.
Vaciló como si se dispusiera a asestar el golpe de gracia. Léonie sintió que su cuerpo se ponía en tensión, a la espera del disparo que sin duda había de ir dirigido a ella. Se dio cuenta de que Pascal estaba ya casi listo para entrar en acción. Le costó un gran esfuerzo no mirar hacia donde se encontraba.
—A decir verdad —dijo Constant—, su carácter me recuerda mucho a su señora madre.
Todo se aquietó de pronto, como si el mundo entero contuviera la respiración. Las nubes blancas, el frío que se respiraba en el aire de la noche, el temblor del viento en las ramas desnudas de los árboles, el susurro en los matorrales de enebro. Por fin recuperó Léonie la facultad del habla.
—¿Qué quiere decir? —preguntó. Cada palabra parecía caer como gotas de plomo en el aire frío.
Percibió la satisfacción que sentía él. Surgía de su interior como el hedor que despide una curtiduría, acre, penetrante.
—¿Todavía no está al corriente de lo que le ha ocurrido a su madre?
—¿Qué está usted diciendo?
—En París no se ha hablado de otra cosa, se lo aseguro —dijo Constant—. Tengo entendido que ha sido uno de los más espantosos asesinatos con que la ramplona mentalidad de los gendarmes del octavo arrondissement ha tenido que vérselas desde hace mucho tiempo.
Léonie dio un paso atrás, como si la acabase de abofetear.
—¿Ha muerto?
Le castañetearon de pronto los dientes. Percibió la verdad de lo que había afirmado Constant en el silencio que sobrevino, pero en lo más profundo de su ser no pudo aceptarla. De no ser así, habría perdido el equilibrio, habría caído al suelo allí mismo. Y durante todo ese tiempo se iban debilitando minuto a minuto Isolde y Anatole.
—No le creo —logró decir a duras penas.
—Ah, sí que me cree, mademoiselle Vernier. Lo veo en su rostro. —Bajó el brazo, con lo que dejó de apuntar a Léonie por un momento. Ella dio un paso atrás. A su espalda, notó que Denarnaud cambiaba de posición, se acercaba a ella y le cerraba el paso. Delante, Constant también avanzó hacia ella, reduciendo rápidamente la distancia que los separaba. Entonces, por el rabillo del ojo vio a Pascal agacharse y empuñar las pistolas de la caja que habían traído de la casa y que no se habían utilizado.
—¡Atención! —le gritó.
Léonie actuó sin vacilar, arrojándose al suelo a la primera, justo cuando un disparo silbó por encima de su cabeza. Denarnaud cayó al suelo, alcanzado por la espalda.
Constant replicó en el acto, disparando hacia la oscuridad y sin dar en el blanco. Léonie oyó los movimientos de Pascal en la maleza, y comprendió que iba a dar un rodeo para aparecer por detrás de Constant.
Por orden de Constant, el viejo soldado ya avanzaba hacia donde se encontraba Léonie. El otro individuo había echado a correr hacia donde terminaba la arboleda, buscando a Pascal y disparando al azar.
—¡Está aquí! —gritó en dirección a su señor.
Constant volvió a disparar. Tampoco acertó esta vez.
De pronto, el sonido de unos pasos a la carrera fue llegando hasta ellos.
Léonie alzó la cabeza en dirección al punto del que venía el ruido y oyó gritos.
—¡Arést!
Reconoció la voz de Marieta, que gritaba en la oscuridad junto con otras voces. Entornó los ojos y llegó a ver el resplandor de varios faroles que se iban acercando, y que aumentaba a la vez que oscilaba en la negrura. El chico del hortelano, Émile, entró corriendo en el claro por el extremo opuesto. Llevaba una antorcha en una mano y un bastón en la otra.
Léonie vio que Constant se hacía cargo de la situación. Disparó, pero el muchacho fue más rápido, y se coló detrás del tronco de un haya para protegerse. Constant levantó el brazo, de frente, y disparó a la oscuridad. Léonie vio que el odio le contraía la cara en el momento en que se dio la vuelta y descargó dos balazos en el torso de Anatole.
Léonie dio un alarido.
—¡No! —exclamó, y avanzó desesperada a rastras, por el terreno embarrado, hacia donde se encontraba tendido su hermano—. ¡No!
Los criados, unos ocho en total, incluida Marieta, llegaron a la carrera.
Constant no esperó más. Echándose la capa por encima, emprendió la marcha internándose en la arboleda, en las sombras, camino de donde estaba su fiacre ya listo para marchar.
—No hay testigos —dijo.
Sin mediar palabra, su criado se volvió y disparó un tiro que acertó a dar en la cabeza del viejo soldado. Por un instante, el rostro del moribundo fue la viva expresión de la perplejidad. Cayó entonces de rodillas y luego de bruces.
Pascal salió de las sombras y disparó la otra pistola. Léonie vio tropezar a Constant, vio que cedían sus piernas, pero siguió caminando, alejándose de la arboleda. En medio del desconcierto y el caos, oyó cerrarse de golpe las puertas del coche, tintinear los arneses y golpetear las lámparas en los costados a la vez que el fiacre desaparecía en el bosque, subiendo la colina, en dirección al portón de la parte posterior de la finca.
Marieta ya se ocupaba de atender a Isolde. Léonie notó que Pascal llegaba corriendo hasta arrodillarse a su lado. Se le escapó un sollozo. Se puso en pie trabajosamente y avanzó los últimos metros que la separaban de su hermano.
—¿Anatole? —susurró. Tensó el brazo en torno a sus anchos hombros, lo sacudió y quiso despertarlo—. Anatole, por favor…
La quietud del momento pareció ahondarse.
Léonie agarró el grueso tejido del abrigo de Anatole para darle la vuelta. Contuvo la respiración. Cuánta sangre encharcada en el suelo, allí donde había estado tendido, y en los horribles orificios por los que habían penetrado las balas. Acunó su cabeza en sus brazos y le apartó el cabello de la cara. Le miró a los ojos. Los tenía completamente abiertos, pero la vida se había apagado en ellos.