Capítulo 81

SÁBADO, 31 DE OCTUBRE

Te quiero, pequeña —repitió Anatole para sus adentros cuando la puerta se estremeció a su espalda.

Al lado de Pascal, que sostenía en alto un farol, caminó en silencio hasta el final de la avenida, donde los estaba esperando el coche de Denarnaud.

Anatole asintió para saludar a Gabignaud, cuya expresión evidenciaba lo poco que deseaba formar parte de todo aquello. Charles Denarnaud estrechó la mano de Anatole.

—El duelista y el médico en la parte de atrás —anunció Denarnaud con voz bien clara en el aire del crepúsculo—. Su criado y yo iremos delante.

La capota iba echada. Gabignaud y Anatole entraron. Pascal, al que se veía incómodo con esa compañía, se sentó frente a ellos, con la caja alargada de las pistolas sobre el regazo.

—¿Sabe cuál es el lugar de la cita, Denarnaud? —preguntó Anatole—. La arboleda que hay al este de la propiedad, en el hayedo.

Denarnaud se asomó y dio instrucciones al cochero. Anatole oyó el restallar de las riendas y el coche arrancó con el tintineo de los arneses en el aire aquietado de la tarde.

Denarnaud era el único que estaba deseoso de conversar. Contó algunas anécdotas de duelos en los que había tomado parte, que siempre habían terminado bien, aunque fuera por muy poco, para el duelista al que él representó en calidad de padrino. Anatole comprendió que había querido tan sólo darle ánimos e infundirle tranquilidad, aunque hubiera preferido su silencio.

Iba sentado muy derecho, mirando el paisaje invernal y pensando que tal vez fuera ésa la última vez que iba a contemplar el mundo. La avenida que jalonaban los árboles estaba cubierta de escarcha. El ruido de los cascos en el terreno endurecido propagaba su eco por todo el espacio circundante. El azul cada vez más oscuro del cielo parecía centellear como un espejo cuando una pálida luna asomó en todo su esplendor.

—Éstas son mis propias pistolas —explicó Denarnaud—. Las he cargado yo mismo. La caja está sellada. Se decidirá a suertes si se emplean éstas o las de su adversario.

—Lo sé —le cortó Anatole, y lamentando la brusquedad con que lo dijo añadió—: Discúlpeme, Denarnaud. Tengo los nervios a flor de piel. Le estoy muy agradecido por la atención y el esmero que pone en todo esto.

—Siempre sale a cuenta cumplir con la etiqueta —dijo Denarnaud con una voz excesivamente alta para hallarse en el interior del coche y para la propia situación.

Anatole comprendió que también Denarnaud, a pesar de sus bravatas, estaba nervioso.

—No queremos que surja el menor malentendido. Por lo que alcanzo a saber, las cosas en París se resuelven de otro modo.

—Yo no lo creo.

—¿Se ha ejercitado, Vernier?

Anatole asintió.

—Con las pistolas de la casa.

—¿Son de su confianza? ¿Tienen un buen punto de mira?

—Hubiera preferido disponer de más tiempo —confesó.

El coche dio la vuelta y comenzó a transitar por un terreno más desigual.

Anatole quiso imaginarse a su querida Isolde tendida en la cama, con el cabello esparcido sobre la almohada, los brazos blancos y esbeltos. Pensó en los ojos verdes y brillantes de Léonie, en su manera de mirar inquisitivamente. Y pensó en la cara del niño que aún no había nacido. Intentó fijar esos rostros tan amados en su mente.

Esto lo hago por ellos.

Pero el mundo se había comprimido hasta no ser más que aquel coche que traqueteaba, la caja de madera que llevaba ahora Denarnaud sobre el regazo, la respiración rápida y nerviosa de Gabignaud a su lado.

Anatole percibió que el fiacre volvía a tomar una curva a la izquierda. Las ruedas transitaban ahora por un terreno aún más bacheado que antes. De pronto, Denarnaud dio un golpe sonoro en el lateral del coche y gritó al cochero que tomase un camino a la derecha.

El coche enfiló una senda que discurría entre los árboles y al cabo llegó a un claro. En el extremo opuesto había otro coche. Con un sobresalto, por más que supiera de antemano que era justo lo que iba a encontrarse, Anatole reconoció el escudo de Victor Constant, conde de Tourmaline, dorado sobre negro. Dos caballos bayos, con penacho y tapaojos, piafaban y golpeaban con los cascos el terreno duro y frío. Al lado vio un grupo de hombres.

Denarnaud fue el primero en bajar. Lo siguió Gabignaud, y luego Pascal con la caja de las pistolas. Por último descendió Anatole. A pesar de la distancia, a pesar de que todos los integrantes del otro grupo vestían de negro, pudo en el acto identificar a Constant. Con un estremecimiento de repugnancia también reconoció el cuero cabelludo y lleno de sarpullidos y llagas de uno de los dos hombres que lo habían atacado la noche de la revuelta en la Ópera, en el callejón Panoramas. A su lado, más bajo, con una pésima presencia, vio a un viejo soldado de aspecto disoluto, envuelto en un viejo capote de la época napoleónica. También le resultó conocido.

Anatole respiró hondo. Si bien Victor Constant había estado presente en sus pensamientos desde el día en que conoció a Isolde y se enamoró de ella, los dos hombres no habían estado juntos desde el único encontronazo que tuvieron en enero.

Le sorprendió la cólera que sintió desatarse de pronto en su interior. Apretó los puños. Era preciso tener la cabeza bien fría, no dejarse llevar por el impetuoso deseo de venganza. Pero el mundo de pronto se le quedaba demasiado pequeño. Los troncos pelados de las hayas parecían apiñarse a su alrededor.

Tropezó con una raíz y poco faltó para que cayera.

—Manténgase firme, Vernier —murmuró Gabignaud.

Anatole concentró todos sus pensamientos en sí mismo y vio a Denarnaud caminar hacia el grupo de Constant, con Pascal tras sus pasos, portando la caja de las pistolas sobre ambos brazos, igual que si fuera el féretro de un niño pequeño.

Los padrinos se saludaron formal y brevemente con una leve inclinación de cabeza, y acto seguido se alejaron hacia el centro del claro. Anatole se fijó en que Constant no apartaba sus ojos helados de él, una mirada penetrante y directa como una flecha. También reparó en que parecía no encontrarse del todo bien.

En el centro del claro del bosque, a corta distancia del lugar en que Pascal había improvisado la galería de tiro el día anterior, midieron los pasos desde los respectivos puntos en que cada uno de los duelistas habría de emplazarse. Pascal y el criado de Constant clavaron dos bastones en el terreno húmedo para delimitar ambos lugares con precisión.

—¿Cómo se encuentra? —murmuró Gabignaud—. ¿Desea que le traiga…?

—No necesito nada —contestó Anatole al punto.

Denarnaud volvió entonces.

—Lamento que hayamos perdido en el sorteo de las pistolas. —Dio a Anatole una palmada en el hombro—. Pero tengo total certeza de que eso no cambia nada. Es la puntería lo que cuenta, no el arma que uno dispare.

Anatole se sentía como si fuera un sonámbulo. A su alrededor, todo parecía amortiguado, embozado, o como si aquello le estuviera ocurriendo a otro, y no a él. Sabía que debía preocuparse por el hecho de que iba a tener que emplear las pistolas de su adversario, pero estaba completamente entumecido.

Los dos grupos se acercaron uno al otro.

Denarnaud ayudó a Anatole a despojarse del abrigo. El padrino de Constant hizo lo propio en su caso. Anatole observó cómo Denarnaud palpaba ostentosamente los bolsillos de la chaqueta de Constant, y los del chaleco, para cerciorarse de que no llevaba un libro, ni papeles, ni nada que pudiera actuar como escudo.

Denarnaud asintió, finalmente satisfecho.

—Todo en orden.

Anatole alzó los brazos mientras el padrino de Constant lo registraba para comprobar que tampoco él llevaba ningún arma oculta en su persona. Notó que el reloj le era retirado del bolsillo, y que lo soltaba de la leontina.

—¿Un reloj nuevo, monsieur? Con su anagrama, al parecer. Bonita pieza de artesanía.

En un instante reconoció esa voz ronca. Era el mismo individuo que le había robado el reloj de su padre cuando sufrió la agresión en París. Apretó los puños para contener el intenso deseo de asestarle un puñetazo.

—Déjelo —masculló con rabia.

El hombre miró a su señor, se encogió de hombros y se alejó.

Anatole notó que Denarnaud lo tomaba por el brazo y lo conducía a uno de los dos bastones clavados en tierra.

—Vernier, éste es su sitio.

No puedo fallar.

Se le entregó una pistola. La encontró fría y pesada cuando la tuvo en la mano. Era un arma mucho mejor que las que pertenecían a su difunto tío. El cañón era largo y estaba perfectamente bruñido, y tenía las iniciales de Constant grabadas en oro en la culata.

Anatole tuvo la sensación de estar observándose a sí mismo desde una gran altura. Vio a un hombre que le recordaba mucho a él, el mismo cabello negro como el ala de un cuervo, el mismo bigote, la cara pálida, la nariz enrojecida debido al frío.

Frente a él, a unos cuantos pasos de distancia, vio con toda claridad al hombre que lo había perseguido desde París hasta el Midi.

Entonces, como si llegara de lejos, oyó una voz. De un modo tajante, con absurda rapidez, aquel trámite debía concluir.

—¿Están listos, caballeros?

Anatole asintió. Constant asintió.

—Un disparo cada uno.

Anatole alzó el brazo. Constant hizo lo propio.

De nuevo, la misma voz.

—Fuego.

Anatole no tuvo conciencia de nada: ninguna visión, ningún sonido, ningún olor. Experimentó una total ausencia de emociones. Creyó no haber hecho nada, si bien los músculos de su brazo se contrajeron, sus dedos apretaron el gatillo y oyó un chasquido al levantarse el percutor.

Vio el destello de la pólvora en el cañón y el penacho de humo en el aire. Dos trallazos propagaron sus ecos por la arboleda. Los pájaros alzaron el vuelo en las copas de los árboles de alrededor, batiendo las alas con frenesí, presa del pánico de la huida.

Anatole se quedó sin aire en los pulmones. Le fallaron las piernas. Cayó, se sintió caer, hincarse de rodillas en la tierra dura, pensando en Isolde y en Léonie, y acto seguido el calor se propagó por el pecho, como si fuese por efecto de un ungüento, de un baño caliente, de algo que se filtró por todo su cuerpo helado.

—¿Le ha dado?

¿Fue quizá la voz de Gabignaud? Tal vez no lo fuera.

Figuras siniestras se apiñaron a su alrededor, ninguna identificable ya, ni Gabignaud ni Denarnaud, sino tan sólo un bosque de pantalones negros, o a rayas grises, manos enfundadas en gruesos guantes de piel, botas recias. Entonces oyó algo. Un chillido despavorido, su nombre suspenso con tintes de agonía y desesperación en el aire helado.

Cayó de costado a tierra. Estaba soñando que oía la voz de Isolde llamarle. Pero casi en ese mismo instante comprendió que también los otros oían los gritos. El gentío que lo rodeaba se alejó de él y dejó espacio suficiente para que la viera correr hacia él desde los árboles, con Léonie pisándole los talones.

—No. ¡Anatole, no! —gritaba Isolde—. ¡No!

En ese instante, otra cosa le llamó la atención, algo situado fuera de su campo visual. Se le estaban oscureciendo los ojos. Quiso sentarse, pero un agudísimo dolor en el costado, como una puñalada, lo dejó sin resuello. Alargó la mano, sólo que sin fuerza, y comprendió que había caído en tierra.

Todo empezó a moverse a cámara lenta. Anatole comprendió inmediatamente lo que iba a suceder. Al principio, sus ojos se negaron a aceptarlo. Denarnaud había comprobado que se cumpliesen escrupulosamente las reglas del duelo. Un disparo cada uno, y nada más que uno. Y, sin embargo, mientras él miraba, Constant dejó caer al suelo la pistola que había empleado en el duelo, introdujo la mano en la chaqueta y sacó otra arma, un arma tan pequeña que el cañón le cabía entre el índice y el dedo corazón. Con el brazo continuó el movimiento, un arco ascendente, y acto seguido se volvió a su derecha y disparó.

Un segundo disparo, cuando lo pactado era que sólo hubiera sido uno.

Anatole dio un grito. Por fin tenía voz. Pero ya era tarde.

El cuerpo de ella se detuvo en seco, como si momentáneamente pendiese del aire, y fue entonces propulsado hacia atrás por la potencia de la bala. Se le pusieron los ojos como platos primero por la sorpresa. Luego por el sobresalto, después por el dolor. Él la vio caer. Al igual que él, había terminado por tierra.

Anatole sintió que un grito le desgarraba el pecho. A su alrededor, todo era un caos, un griterío, un pandemónium. Y en medio de todo ello, aunque era sencillamente imposible que así fuera, le pareció oír con claridad la risa de alguien. Se le desdibujó la visión. El negro ocupó el lugar del blanco, despojando de color el mundo entero.

Fue lo último que oyó antes de que la oscuridad se cerrase sobre él.