Capítulo 80

SÁBADO, 31 DE OCTUBRE

El día de la víspera de Todos los Santos amaneció frío, con un cielo rosado.

Léonie apenas había pegado ojo, de modo que sentía el peso de los minutos al pasar, como si fuera aumentando la tensión. Después del desayuno, en el que tanto ella como Anatole apenas comieron nada, pasó la mañana con Isolde.

Cuando se sentó en la biblioteca, los oyó a los dos reír, susurrar, hacer planes. La alegría de Isolde cuando estaba en compañía de su hermano despertó en Léonie una aguda conciencia de lo fácil que era arrebatar a alguien esa felicidad, de manera tanto más dolorosa.

Cuando se sumó a ellos para tomar café en el salón matinal, Anatole levantó la cabeza como si por un instante hubiera bajado la guardia. La angustia, el temor, la desdicha que vio en sus ojos la obligaron a mirar a otra parte, temerosa de que su semblante delatara todo lo que sabía.

Después del almuerzo pasaron la tarde jugando a las cartas y leyendo cuentos en voz alta, aplazando de ese modo el momento en que Isolde se retirase a echar una siesta, tal como Léonie y Anatole habían planeado con anterioridad. Hasta las cuatro de la tarde no anunció Isolde su intención de retirarse a su habitación, donde estaría descansando hasta la hora de la cena. Anatole regresó en un cuarto de hora, con la pena grabada en su rostro.

—Ya está durmiendo —dijo.

Miraron los dos el cielo de color melocotón, los últimos vestigios de los rayos del sol brillantes y diseminados tras las nubes. A Léonie por fin le fallaron las fuerzas.

—Aún no es demasiado tarde —exclamó—. Aún hay tiempo de cancelarlo. —Lo tomó de la mano—. Te lo suplico, Anatole. No sigas adelante con esto.

El la rodeó con ambos brazos y la atrajo hacia sí, envolviéndola en el familiar aroma a madera de sándalo y al aceite que se aplicaba en el cabello.

—Sabes que ahora no puedo negarme a dar la cara, pequeña —dijo en voz baja—. Nunca terminaremos si no es así. Además, no querría yo que mi hijo creciera pensando que su padre es un cobarde. —La estrechó con más fuerza—. Y tampoco querría que eso pensara mi valerosa y leal hermanita.

—O tu hija —rectificó ella.

Anatole sonrió.

—O mi hija.

Un ruido de pasos en las baldosas de cerámica les hizo volverse a la vez.

Pascal se detuvo al pie de la escalera, con el abrigo de Anatole sobre el brazo. La expresión de su rostro delataba qué poco deseaba formar parte de aquello.

—Es la hora, sénher —anunció.

Léonie se le abrazó con fuerza.

—Por favor, Anatole. Por favor, no vayas. Pascal, no permitas que vaya.

Pascal miró con simpatía cómo Anatole, con amabilidad, la obligó a abrir los dedos y a soltar su brazos.

—Cuida de Isolde —le susurró—. De mi Isolde. He dejado una carta en mi vestidor por si acaso… —Calló—. Que no le falte de nada. Ni a ella ni al niño. Mantenles a salvo.

Léonie contempló con impotencia y desesperación cómo Pascal le ayudaba a ponerse el abrigo y cómo salían los dos por la puerta principal. En el umbral, Anatole se dio la vuelta. Se llevó las manos a los labios.

—Te quiero, pequeña.

Penetró en la casa una ráfaga de aire húmedo del atardecer y se cerró de golpe la puerta; se fueron. Léonie escuchó el apagado ruido que ambos hacían al aplastar la gravilla de la avenida, hasta que dejó de oírlos.

Entonces la realidad de la situación se le vino encima de lleno. Se sentó en el último peldaño, apoyó la cabeza en los antebrazos y sollozó. Salió Marieta con sigilo de las sombras, bajo la escalera. La muchacha vaciló, pero decidió mostrarse tal como era, y tomó asiento en el peldaño, junto a Léonie, rodeándola con el brazo por los hombros.

—Todo saldrá bien, madomaiséla —murmuró—. Pascal no permitirá que al señor le pase nada malo.

Un cálido gemido de pena, de espanto, de desesperanza, surgió de los labios de Léonie como el aullido de un animal salvaje que ha caído en una trampa. Entonces recordó que había prometido no despertar a Isolde, y acalló sus lágrimas.

El llanto remitió enseguida. Se sintió aturdida, curiosamente ajena a toda emoción. Se sintió como si algo se le hubiese atragantado. Se frotó los ojos con fuerza, con la manga.

—¿Sigue mi…? —Hizo una pausa, al comprender de pronto que ya no sabía muy bien cómo debería referirse a Isolde—. ¿Sigue mi tía durmiendo? —preguntó.

Marieta se puso en pie y se alisó el delantal. Por su manera de mirar era evidente que Pascal la había hecho partícipe de la situación.

—¿Quiere que vaya a ver si madama ha despertado?

Léonie negó con un gesto.

—No, déjala estar.

—¿Quiere que le traiga algo? ¿Una tisana, quizá?

Léonie también se puso en pie.

—No, gracias. Enseguida estaré perfectamente repuesta. —Sonrió—. Seguro que tienes otras cosas de las que ocuparte. Además, mi hermano necesitará comer algo tan pronto regrese. No quisiera hacerle esperar.

Por un instante, los ojos de las dos jóvenes se encontraron.

—Muy bien, madomaiséla —dijo al fin Marieta—. Voy a asegurarme de que la cena está lista.

Léonie permaneció un rato en el vestíbulo, escuchando los ruidos de la casa, cerciorándose de que no hubiera testigos que pudieran presenciar lo que estaba a punto de hacer. Cuando tuvo la certeza de que todo estaba en calma, subió rápidamente las escaleras pasando la mano por la balaustrada de caoba, y siguió casi de puntillas hasta llegar a su habitación.

Se sintió desconcertada al oír ruidos que procedían de la habitación de Anatole. Se quedó de una pieza y desconfió de lo que le indicaban sus sentidos, puesto que lo había visto salir de la casa casi media hora antes y en compañía de Pascal.

A punto estaba de continuar cuando se abrió la puerta e Isolde prácticamente se arrojó en sus brazos. Llevaba suelto el cabello rubio y el camisón entreabierto. Parecía desquiciada, como si la hubiera sobresaltado mientras dormía un demonio o un espectro. Léonie se fijó de pronto en la cicatriz roja que tenía en la base del cuello, y nada más verla apartó la mirada. La sorpresa que le produjo ver a su tía, siempre elegante y comedida, siempre dueña de sí misma, presa de semejante histeria, dio a su voz un tono más cortante de lo que hubiera querido.

—¡Isolde! ¿Qué te ocurre? ¿Qué ha pasado?

Isolde meneaba la cabeza de un lado a otro, como si su desacuerdo fuera violentísimo, a la vez que agitaba un papel que tenía en la mano.

—¡Léonie, se ha marchado! ¡A batirse! —exclamó—. Tenemos que impedirlo.

Léonie se quedó helada y comprendió que Isolde había encontrado antes de tiempo la carta que Anatole había dejado para ella en su vestidor.

—No podía dormir, y por eso acudí en su busca. En cambio, he encontrado esto. —Isolde calló bruscamente y miró a Léonie a los ojos—. Tú lo sabías —añadió con suavidad, calmándose de repente.

Durante un fugaz instante Léonie olvidó que en ese momento, mientras hablaba, Anatole caminaba por el bosque para batirse en duelo. Intentó sonreír a la vez que alargaba la mano para tomar a Isolde por la suya.

—Estoy al tanto de los hechos ocurridos. El matrimonio —dijo en voz baja—. Ojalá hubiese podido estar presente.

—Léonie, yo quise… —Isolde hizo una pausa—. Quisimos decírtelo.

Léonie la rodeó con ambos brazos. En el acto cambiaron sus papeles.

—¿Y sabes también que Anatole va a ser padre? —dijo Isolde casi en un susurro.

—También lo sé —confesó Léonie—. Es una noticia maravillosa.

Isolde de pronto se alejó de ella.

—¿Y también sabías que iba a acudir a ese duelo?

Léonie titubeó. Estuvo a punto de rehuir la pregunta, pero se detuvo. Bastantes falsedades habían mediado ya entre ellas. Demasiadas mentiras destructivas.

—Lo sabía —reconoció—. La carta la entregaron ayer en mano. Denarnaud y Gabignaud han ido con él.

Isolde se quedó blanca como el papel.

—En mano, has dicho —murmuró. Entonces es que está aquí. Hasta aquí ha llegado.

—Anatole no fallará cuando tenga que disparar —afirmó Léonie con una convicción que no sentía.

Isolde alzó la cabeza y se irguió del todo.

—Tengo que ir con él.

Sorprendida por la brusquedad con que parecía haber cambiado su estado de ánimo, Léonie no supo qué contestarle.

—No. No puedes —objetó.

Isolde prefirió no hacer ni caso.

—¿Dónde tendrá lugar el enfrentamiento?

—Isolde, no te encuentras bien. Sería una estupidez tratar de ir con él.

—¿Dónde? —insistió.

Léonie suspiró.

—En un claro que hay en el hayedo. No lo sé con toda precisión.

—En donde crece el enebro silvestre. Allí hay un claro al que mi difunto esposo iba a veces a practicar el tiro.

—Puede ser. Él no dio más explicaciones.

—He de vestirme —dijo Isolde, y terminó por desembarazarse de Léonie, que aún la sujetaba.

A Léonie no le quedó más remedio que seguirla.

—Pero aunque vayamos ahora, y aun cuando encontremos el lugar preciso, Anatole se marchó con Pascal hace más de media hora.

—Si salimos ahora mismo tal vez aún podamos impedirlo.

Sin perder tiempo en colocarse el corsé, Isolde se puso el vestido gris, de paseo, y la chaqueta de campo; introdujo sus elegantes pies en unas botas, anudándose los cordones con dedos temblorosos mientras apenas lograba mantener la mirada, y acto seguido fue corriendo hacia las escaleras, con Léonie pegada a sus talones.

—¿Su adversario respetará las reglas? —preguntó Léonie de improviso, con la esperanza de que ella le diera una respuesta distinta de la que Anatole le había proporcionado antes.

Isolde se detuvo y la miró. La desesperación era evidente en sus ojos grises.

—No es… no es un hombre de honor.

Léonie la tomó de la mano, buscando en parte seguridad y en buena medida dándole consuelo, al tiempo que se le ocurrió otra pregunta.

—¿Para cuándo esperas al niño?

Por un instante, a Isolde se le dulcificó la mirada.

—Si todo va bien, en junio. Nacerá en verano.

Mientras atravesaban veloces el vestíbulo, a Léonie le dio la impresión de que el mundo había adquirido un tinte más oscuro. Cosas que habían sido familiares, objetos que había apreciado —la mesa pulida, las puertas, el piano mismo, con su taburete tapizado, en el que Léonie había colocado la partitura que encontró en el sepulcro—, parecían de pronto haberles vuelto la espalda. Parecían objetos fríos, carentes de vida.

Léonie descolgó las pesadas capas de los ganchos que había en el interior de la entrada, le pasó una a Isolde, se envolvió en la otra y abrió la puerta. El frío aire del crepúsculo le azotó las piernas como si hubiera recibido un zarpazo, adhiriéndose a sus medias, a sus tobillos. Tomó el farol ya encendido de la mesa.

—¿A qué hora está previsto que tenga lugar el duelo? —preguntó Isolde con aplomo.

—Cuando caiga la tarde —respondió Léonie—. A las seis en punto.

Miraron al cielo, de un azul oscuro en toda su inmensidad.

—Si queremos llegar a tiempo, hemos de darnos prisa —apremió Léonie—. Vamos.