Capítulo 8

Léonie despertó con un sobresalto, con el corazón en la boca, completamente desorientada.

Por un instante ni siquiera acertó a recordar por qué estaba envuelta en una manta de lana, en el salón, acurrucada. Se miró entonces el vestido de noche, desgarrado y sucio, y recordó. La trifulca del palacio Garnier.

La cena a última hora con Anatole. Achille tocando nanas al piano durante gran parte de la noche. Miró el reloj de Sevres, en la repisa.

Eran las cinco y cuarto. Helada hasta los huesos y con un resto de náuseas, salió sin hacer ruido al pasillo y lo recorrió despacio, reparando en que la puerta de Anatole también estaba cerrada. Ambas observaciones le resultaron reconfortantes.

Su dormitorio estaba al fondo. Silencioso, bien ventilado, era el más pequeño de los cuartos de uso particular, aunque estaba bellamente decorado en rosa y azul. Una cama, un armario, una cómoda, una jofaina con una jarra de porcelana azul y blanca, un tocador y un taburete de tres patas, rematadas en unas garras, con un asiento tapizado.

Léonie se quitó el desmadejado vestido de noche dejando que cayera al suelo y se desató las enaguas. El dobladillo de encaje del vestido estaba completamente gris y desgarrado en varios lugares. La criada iba a tener trabajo para arreglarlo. Con dedos torpes, se desató el corsé y soltó los ganchos uno a uno, hasta que pudo quitárselo del todo, y lo arrojó sobre el taburete. Se roció la cara con un poco de agua fría y se puso el camisón para meterse en la cama.

Le despertó horas más tarde algún ruido de los criados.

Al darse cuenta de que tenía hambre, se levantó deprisa, retiró las cortinas y abrió la persiana y la ventana de par en par. La luz del día había devuelto a la vida aquel mundo anodino. Se maravilló, tras los sucesos de la noche anterior, de que París, por su ventana, pareciera el mismo de siempre, sin el menor cambio. Mientras se cepillaba el pelo, examinó su reflejo en el espejo, en busca de algún signo revelador en su rostro. Le decepcionó que no hubiera nada.

Lista para desayunar, Léonie se puso una bata gruesa de brocado, en la que el color azul dominaba, por encima del camisón de algodón blanco, abrochándose los lazos en la cintura con una doble lazada bien vistosa, y salió al pasillo.

El aroma del café recién hecho le salió al paso nada más entrar en el salón, y en ese instante se quedó quieta. Por lo común, tanto su madre como Anatole estaban ya sentados a la mesa. Muy a menudo, Léonie desayunaba sola.

Pese a lo temprano de la hora, su madre ya estaba inmaculadamente arreglada. Marguerite se había recogido el cabello oscuro con verdadero arte, en el moño de costumbre, y ya se había empolvado ligeramente las mejillas y el cuello. Estaba sentada de espaldas a la ventana, pero a la inclemente luz de la mañana ya eran visibles en torno a sus ojos y su boca algunas leves arrugas. Léonie reparó en que llevaba un nuevo negligé, de satén rosa, con un lazo amarillo, y suspiró. Seguramente, otro obsequio del pretencioso Du Pont.

Cuanto más generoso sea, más tiempo tendremos que aguantarlo.

Tras sentir una puñalada de culpabilidad por haber albergado pensamientos tan poco caritativos, Léonie se acercó a la mesa y besó a su madre en la mejilla con más entusiasmo que de costumbre.

—Buenos días, mamá —le dijo, y se volvió a saludar a su hermano.

En ese momento, nada más verlo, se le abrieron los ojos como platos. Él tenía el izquierdo cerrado a causa de la hinchazón, además de llevar una mano vendada y ostentar una moradura amarillenta en torno a la mandíbula.

—Anatole, ¿se puede saber qué…?

La interrumpió en seco.

—Estaba contándole a mamá cómo vos vimos atrapados anoche en los alborotos de los manifestantes que tomaron al asalto el palacio Garnier —aclaró él en tono imperioso, traspasándola con la mirada—. Y qué malísima suerte tuve al llevarme unos cuantos mamporros.

Léonie se quedó atónita mirándolo.

—Incluso ha salido en la primera plana de Le Fígaro —dijo Marguerite, y golpeó el periódico con una de sus uñas inmaculadas—. ¡Sólo de pensar lo que podía haber pasado…! Te podían haber matado, Anatole. Gracias al cielo que estuviste allí para cuidar de Léonie. Aquí dice que hubo varios muertos.

—No te inquietes, mamá, que ya me ha visto el médico —dijo él—. En realidad, tiene peor pinta de lo que es.

Léonie abrió la boca, a punto de decir algo, y la cerró en el acto, al captar una mirada de advertencia que le lanzó Anatole.

—¡Más de cien detenidos! —siguió diciendo Marguerite—. ¡Varios muertos! ¡Y explosiones, nada menos! ¡En el palacio Garnier! A todas luces, París se está convirtiendo en una ciudad intolerable. Es una ciudad sin ley. La verdad es que esto ya no hay quien lo soporte.

—No hay nada que soportar, mamá —apostilló Léonie con impaciencia—. Tú no estuviste allí, yo me encuentro bien, y Anatole… —calló un momento, y lo miró largo y tendido—, Anatole ya te ha dicho que está bien, que la cosa parece peor de lo que es. No hay por qué inquietarse.

Marguerite esbozó una sonrisa desmadejada.

—No tenéis ni idea de lo que ha de sufrir una madre.

—Ni lo quiero saber —masculló Léonie para sus adentros, tomando a la vez un panecillo y untándolo generosamente con mantequilla y mermelada de albaricoque.

Durante un rato, el desayuno transcurrió en silencio. Léonie siguió lanzando miradas inquisitivas a Anatole, que prefirió no hacer caso.

Llegó la criada con el correo en una bandeja.

—¿Hay algo para mí? —preguntó Anatole, señalándola con el cuchillo de la mantequilla.

—No, nada, querido.

Marguerite tomó un pesado sobre, de color crema, y lo miró con cara de desconcierto. Examinó el matasellos.

Léonie vio que a su madre se le iba el color de las mejillas.

—Disculpadme un momento —dijo, y se levantó de la mesa dejando la estancia antes de que sus hijos pudieran protestar.

En el instante en que se fue, Léonie se volvió hacia su hermano.

—¿Se puede saber qué te ha pasado? —le chistó—. Dímelo ahora mismo, antes de que mamá regrese.

Anatole dejó en el plato la taza de café.

—Lamento decir que me vi en franco desacuerdo con el crupier de Chez Frascati. Estaba intentando estafarme, me di cuenta de sus tejemanejes y cometí el error de resolverlo hablando con el gerente.

—¿Y?

—Y —suspiró—, abreviando, me echaron del recinto no muy bien acompañado, la verdad. No había recorrido ni quinientos metros cuando me salieron al paso un par de rufianes.

—¿A cargo del club?

—Doy por sentado que sí.

Ella lo miró con manifiesta suspicacia, recelosa de que en todo aquello hubiera bastante más de lo que Anatole estaba dispuesto a reconocer.

—¿Les debes dinero?

—Un poco, pero… —se encogió de hombros, y otra sombra de incomodidad atravesó sus facciones—. Después de todo lo que ha ocurrido a lo largo de este año, he terminado por pensar que lo más sensato sería no dejarme ver en público al menos durante una semana, tal vez algo más —añadió—. Hasta que todo este alboroto se haya olvidado.

—¿Estás pensando en marcharte de París? —A Léonie se le encogió el rostro—. Yo no podría soportarlo si tú no estás. Por otra parte, ¿adonde piensas ir?

Anatole apoyó los codos en la mesa y bajó la voz.

—Tengo una idea, pequeña, pero voy a necesitar de tu ayuda.

Pensar que Anatole pudiera marcharse, pasar fuera tan sólo unos cuantos días, se le hizo insufrible. Permanecer a solas en la vivienda, con su madre y con el tediosísimo Du Pont… Se sirvió una segunda taza de café y añadió tres cucharadas de azúcar.

Anatole le agarró el brazo.

—¿Me ayudarás?

—Pues claro, lo que tú digas, pero es que…

En ese instante reapareció su madre en la puerta. Anatole se retrepó en el respaldo, llevándose los dedos a los labios. Marguerite sujetaba a la vez el sobre y la carta en una mano. Sus uñas, pintadas de rosa, resaltaban sobre el color crema apagado del papel de escribir.

Léonie se puso colorada.

—Querida, ¡no te sonrojes de ese modo! —le dijo Marguerite volviendo a la mesa—. Es casi una indecencia. Pareces una simple dependienta.

—Perdona, mamá —replicó Léonie—, pero es que estábamos preocupados, Anatole y yo, de que tal vez… hubieras recibido malas noticias.

Marguerite no dijo nada, y siguió mirando atentamente la carta.

—¿De quién es la carta? —preguntó al fin Léonie, cuando su madre siguió sin dar muestras de que fuese a responder. Efectivamente, daba la impresión de que prácticamente se hubiera olvidado de que estaban los tres reunidos.

—¿Mamá? —preguntó Anatole—. ¿Quieres que te traiga algo? ¿No te encuentras bien?

Ella alzó sus enormes ojos castaños.

—Gracias, querida, pero no. Es que estaba… sorprendida, eso es todo.

Léonie suspiró.

—¿De quién es la carta? —repitió malhumorada, espaciando bien las palabras, como si hablase con una niña particularmente corta de entendederas.

Marguerite al fin se rehízo.

—La carta la envían desde el Domaine de la Cade —dijo en voz baja—. La envía vuestra tía Isolde. La viuda de mi hermanastro, Jules.

—¿Cómo? —exclamó Léonie—. ¿El tío que murió en enero?

—Fallecido o desaparecido, querida; decir «murió» es una vulgaridad —dijo para corregirla, aunque Léonie se dio cuenta de que no había puesto el empeño de otras veces en esa reprimenda—. Pero sí, sí… De hecho, es el mismo.

—¿Y por qué te escribe ahora que ha pasado tanto tiempo?

—Ah, bueno, ya había escrito en otras dos ocasiones —replicó Marguerite—. Una vez, para decirme de que se iba a casar; otra, para informarme de la muerte de Jules y de todos los detalles relativos a su funeral. —Hizo una pausa—. Lamento mucho que mi delicada salud me impidiera hacer el viaje entonces, y más en aquella época del año.

Léonie sabía perfectamente que su madre jamás hubiera regresado de buena gana a la casa en la que pasó la infancia, en los alrededores de Rennes-les-Bains, al margen de la estación del año, al margen de cualquier circunstancia. Marguerite y su hermanastro no mantenían ninguna comunicación.

Léonie conocía más o menos los hechos elementales de la historia, y los conocía gracias a Anatole. El padre de Marguerite, Guy Lascombe, se había casado siendo muy joven y lo había hecho con prisas. Cuando su primera esposa murió al dar a luz a Jules unos seis meses más tarde, Lascombe puso de inmediato a su hijo al cuidado de una institutriz, y después lo dejó al cargo de una serie de tutores legales, y regresó a París. Pagó el coste de la educación de su hijo y pagó el mantenimiento de la finca familiar, y cuando Jules llegó a la mayoría de edad, le adjudicó una pensión anual bastante generosa, pero por lo demás no le prestó apenas atención alguna. Sólo al final de su vida volvió a casarse el abuelo Lascombe, aunque siguió llevando la misma vida disoluta de siempre. Despachó a su afable esposa y a su hija pequeña a vivir en el Domaine de la Cade con Jules, y sólo fue a visitarlos muy de vez en cuando, si es que estaba de humor. Por la dolorida expresión que se adueñaba del rostro de Marguerite en las contadas ocasiones en que se hablaba de su niñez, Léonie supo entender que su madre había distado mucho de ser allí una niña feliz.

El abuelo Lascombe y su esposa murieron una noche debido a que volcó el carruaje en que viajaban. Cuando se dio lectura a su testamento, se supo que Guy había legado la totalidad de la finca a Jules, sin dejarle siquiera un sou a su hija. Marguerite huyó inmediatamente al norte, a París, donde, ya en febrero de 1865, se casó con Leo Vernier, un idealista radical de inclinaciones fieramente republicanas. Como Jules era en cambio partidario del antiguo régimen, no había existido contacto de ninguna clase entre los dos hermanos a partir de aquel momento.

Léonie suspiró.

—Bueno, ¿ya qué viene que te escriba ahora otra vez? —inquirió.

Marguerite volvió a mirar la carta como si todavía no alcanzase a creer el contenido de la misiva.

—Es una invitación para ti, Léonie, para que vayas a hacerle una visita. Por espacio de cuatro semanas, si te apetece.

—¿Cómo? —exclamó Léonie, y a punto estuvo de arrebatarle la carta a su madre de las manos—. ¿Cuándo?

—Querida, por favor…

Léonie no prestó atención.

—¿Te da tía Isolde alguna explicación de por qué nos hace ahora semejante invitación?

—Estoy de acuerdo en que es sorprendente —convino Marguerite.

Anatole encendió un cigarrillo.

—Tal vez pretenda compensar el total incumplimiento de los deberes familiares por parte de su difunto esposo.

—Es posible —dijo Marguerite, que seguía obviamente perpleja—, aunque en la carta no hay nada que dé a entender que sea ésa la intención por la que nos envía ahora esta invitación.

Anatole rió.

—No es precisamente la clase de sentimiento que uno pondría sobre el papel.

Léonie cruzó los brazos.

—Bueno, pues me parece bastante absurdo imaginar que yo deba aceptar una invitación para alojarme durante unas semanas con una tía a la que nunca he sido presentada, y más tratándose de un periodo tan largo. Desde luego —añadió en tono de beligerancia—, a mí no se me ocurre nada peor que el verme enterrada en el campo con una anciana viuda que se empeñe en hablar de los viejos tiempos.

—Oh, no. Isolde es bastante joven —dijo Marguerite—. Era muchos años más joven que Jules; no creo que tuviera ni siquiera treinta años cuando se casó.

Por un instante, el silencio se adueñó de la mesa de desayuno.

—Bueno, pues con toda seguridad declinaremos la invitación —dijo Léonie al final.

Marguerite miró a su hijo.

—Anatole, ¿tú qué aconsejas?

—Yo no deseo ir —advirtió Léonie, aún con más firmeza.

Anatole sonrió.

—Vamos, Léonie. ¿Una visita a las montañas? No puede sonar mejor. La semana pasada me dijiste que tu vida en la ciudad se ha vuelto muy aburrida, que estás necesitada de un descanso…

Léonie lo miró asombrada.

—Sí, te lo dije, pero…

—Un cambio de paisaje podría ser lo más indicado para restablecer tu ánimo. Además, el tiempo en París está siendo desapacible. Lo mismo llueve y está nublado que tenemos de pronto temperaturas que no envidiaría el desierto argelino.

—Reconozco que eso es cierto, pero…

—Y además me dijiste que tenías unas ganas enormes de vivir una aventura, y en cambio, ahora que se presenta la oportunidad, eres tan timorata que no quieres aprovecharla.

—Es que tía Isolde podría ser una mujer completamente desagradable. ¿Y en qué iba a ocupar mi tiempo libre en el campo? Seguro que no encuentro nada que hacer. —Léonie lanzó una mirada desafiante a su madre—. Mamá, tú siempre hablas del Domaine de la Cade con verdadero desprecio.

—De aquello ha pasado mucho tiempo —dijo Marguerite con toda tranquilidad—. Quizá ahora las cosas sean distintas.

Léonie probó suerte abordando la cuestión de otra manera.

—Pero es que el viaje dura varios días. Es imposible que yo viaje hasta tan lejos. Sin una carabina…

Marguerite posó los ojos en su hija.

—No, no… Claro que no. Pero es que resulta que ayer noche el general Du Pont propuso que él y yo nos fuésemos a visitar el valle del Marne durante unas semanas. Si pudiéramos aceptar esta invitación, tal vez podríamos arreglar las cosas de manera que se cerrase la casa durante un par de semanas más o menos. —Se volvió a su hijo—. ¿Cabe quizá la posibilidad, Anatole, de que te dejes convencer para acompañar a Léonie al Midi?

—Yo desde luego podría tomarme unos cuantos días libres.

—Pero…, mamá… —objetó Léonie. Su hermano fue quien tomó la palabra.

—A decir verdad, estaba diciendo hace un momento que me he parado a pensar en la posibilidad de salir de la ciudad unos cuantos días. De esta forma, podríamos combinar ambas cosas a plena satisfacción de todos. Y además —añadió, traspasando a su hermana con una mirada, sonriente, de conspirador—, si tanto te preocupa estar lejos de casa, pequeña, y estar sola en un entorno desconocido, no me cabe duda de que a la tía Isolde se le podrá convencer para que también me ofrezca a mí una invitación.

Léonie por fin captó el razonamiento de Anatole.

—Oh —exclamó.

—¿De veras podrías tomarte una o dos semanas, Anatole? —le apremió Marguerite.

—Por mi hermanita, cualquier cosa —dijo él. Sonrió a Léonie—. Si deseas aceptar la invitación, me tienes por entero a tu servicio.

Ella tuvo la primera sensación emocionante. Gozar de libertad para caminar por el campo abierto, para respirar aire no contaminado. Gozar de libertad para leer lo que quisiera sin miedo a las críticas o a las reprimendas.

Tener a Anatole por entero para mí.

Sopesó un poco más la cuestión, sin desear al mismo tiempo que se notase que Anatole y ella se habían coaligado. Lo cierto es que su madre nunca había tenido el menor aprecio por el Domaine de la Cade, pero eso no significaba que a ella no le importase. Miró de ladillo a Anatole, su rostro desfigurado y, pese a todo, hermoso. Había creído que todo aquel asunto ya había quedado atrás. La noche anterior comprendió que no era así, ni mucho menos.

—Muy bien —asintió ella, sintiendo que se le agolpaba la sangre en la cabeza—. Si Anatole me acompaña, y si se queda allí hasta que yo esté cómodamente instalada, entonces sí, de acuerdo, acepto. —Se volvió hacia Marguerite—. Mamá, por favor, escribe a tía Isolde y dile que sí, que a mí…, a los dos, nos encantaría aceptar su generosa invitación.

—Lo haré ahora mismo, para confirmar las fechas que ella ha sugerido.

Anatole sonrió. Levantó la taza de café e hizo un brindis.

—Por el futuro —dijo.

Léonie devolvió el brindis.

—Por el futuro —rió—. Y también por el Domaine de la Cade.