Cuando faltaban cinco minutos para mediodía, Léonie salió de su habitación y recorrió el pasillo camino de la escalera. Parecía serena, dueña de sus emociones, pero el corazón le latía como el tambor de hojalata de un soldadito de juguete y tenía húmedas las palmas de las manos.
Al atravesar las baldosas rojas y negras del vestíbulo, sus tacones parecieron resonar con una violencia ominosa, o al menos así se lo pareció, en el silencio reinante en la casa. Se miró las manos y vio que le habían quedado pequeñas manchas de pintura, verde y negra, en las uñas. Durante esa mañana de desasosiego se había dedicado a terminar la ilustración correspondiente a La Torre, pero no estaba satisfecha con ella. Por tenues que fueran las pinceladas en las hojas de los árboles, por sutil que fuera su forma de colorear el cielo, percibía una inquietante y melancólica presencia, siniestra casi, que le hablaba entre cada una de sus pinceladas.
Pasó por delante de las vitrinas del pasillo que conducía a la puerta de la biblioteca. Las medallas, las curiosidades, los recuerdos apenas quedaron registrados en su ánimo, de tan absorta como estaba anticipándose a la entrevista que iba a mantener.
En el umbral tuvo un momento de vacilación. Alzó entonces el mentón, levantó la mano y llamó con fuerza y seguridad a la puerta, con más valentía de la que sentía en realidad.
—Adelante.
Al oír la voz de Anatole, Léonie abrió la puerta y entró.
—¿Querías verme? —dijo con la sensación de que tenía que comparecer ante los magistrados, en un juicio, y no de que se hallaba en compañía de su amado hermano.
—Así es —dijo él, y le sonrió. En la expresión de su rostro, en la mirada de sus ojos castaños, Léonie comprendió que también él estaba ansioso—. Pasa, por favor. Siéntate, Léonie.
—Anatole, me estás asustando —dijo ella en voz baja—. Pareces sumamente serio.
El le puso la mano en el hombro y la guió a una silla con asiento tapizado.
—Es que es muy serio el asunto del que deseo hablar contigo.
Retiró la silla para que ella tomara asiento y se alejó a cierta distancia para volverse hacia ella con las manos a la espalda. Léonie se dio cuenta de que sostenía algo entre los dedos. Un sobre.
—¿Qué es eso? —dijo ella, con el corazón a punto de salírsele del pecho, al pensar que sus peores temores podían estar a punto de hacerse realidad. ¿Y si monsieur Constant, con habilidad y con esfuerzos, hubiera dado con la dirección y le escribiera directamente a ella?—. ¿Es una carta de mamá? ¿De París?
Se plasmó en el rostro de Anatole una extraña expresión, como si hubiera olvidado algo por inadvertencia, pero que acabase de recordarlo de golpe.
—No. Bueno, sí, es una carta, pero se trata de una carta que he escrito yo. Te la he escrito a ti.
La esperanza le llenó el pecho de una sosegada paz, pues todavía era posible que todo estuviera en orden.
—¿A mí?
Anatole se alisó el cabello con una mano y suspiró.
—Me encuentro en una muy difícil situación —dijo en voz baja—. Hay… hay asuntos de los que deberíamos hablar, pero ahora que ha llegado el momento me siento sinceramente incapaz de decir nada, me encuentro sin palabras, sin ánimo, y se me traba la lengua en tu presencia.
Léonie rió.
—No entiendo cómo es posible —dijo—. No puedo creer que te sientas avergonzado delante de mí…
Había querido que sus palabras sonasen a chanza para quitar hierro a la situación, pero la lúgubre expresión que vio pintarse en el rostro de Anatole congeló la sonrisa en sus labios. Se levantó de un brinco y corrió a su lado.
—¿Qué sucede? —inquirió—. ¿Se trata de mamá? ¿De Isolde?
Anatole miró la carta que tenía en la mano.
—Me he tomado la libertad de poner mi confesión por escrito —dijo.
—¿Confesión?
—Contiene la información que yo tendría… que tendríamos que haber compartido contigo hace ya algún tiempo. Isolde quiso hacerlo, pero yo estimé que era mejor esperar.
—¡Anatole! —exclamó, y le zarandeó por el brazo—. Cuéntamelo ahora mismo.
—Es mejor que leas la carta estando tú sola con tus pensamientos —sugirió él—. Ha surgido inesperadamente una situación de la mayor gravedad, que exige que le dedique de inmediato toda mi atención.
Se soltó con suavidad de la pequeña mano con que Léonie lo sujetaba y le plantó la carta delante.
—Espero que puedas perdonarme —dijo, y se le quebró la voz—. Estaré esperando.
Sin decir una palabra más, atravesó la estancia, empuñó el picaporte, abrió la puerta y desapareció.
La puerta se cerró ruidosamente. El silencio volvió entonces a ella.
Desconcertada por lo que acababa de suceder, e intranquila ante la evidente angustia que atenazaba a Anatole, Léonie miró el sobre. Su nombre estaba escrito en tinta negra, con la elegante y romántica caligrafía de Anatole.
Se quedó mirándola, atemorizada ante lo que pudiera contener, y entonces desgarró el sobre.
Viernes, 30 de octubre
Mi querida pequeña Léonie,
Siempre me has acusado de que te trato como a una niña. Lo hacías incluso cuando todavía llevabas cintas en el pelo y falda corta y yo me esforzaba por estudiar. Esta vez debo decir que la acusación es justa. Y es que mañana, cuando caiga la tarde, estaré en el claro que hay en el hayedo, dispuesto a hacer frente al hombre que ha hecho todo lo posible por buscarnos la ruina.
Si el resultado del enfrentamiento no me fuera favorable, no querría que te quedaras tú sin una explicación a todas las preguntas que sin duda querrías hacerme. Sea cual sea el resultado del duelo, quiero que conozcas la verdad del caso.
Amo a Isolde con toda mi alma, con todo el corazón. En marzo fue su tumba aquella ante la que estuvimos, en un desesperado intento por parte de los dos para hallar refugio seguro de las malévolas intenciones de un individuo con el que ella había tenido una breve y fatídica relación. Fingir que ella había muerto, fingir que la enterramos, nos pareció que era la única forma en que podría ella escapar de la amenaza bajo la cual vivía.
Léonie alargó la mano y encontró a tientas el respaldo de una silla. Con cuidado, tomó asiento.
Puedo y debo reconocer que contaba con que tú descubrieras nuestro engaño. A lo largo de aquellos difíciles meses de primavera, y al comienzo del verano, aun cuando siguieron produciéndose los ataques contra mi persona en los periódicos, casi a cada paso esperaba que tú desvelaras el engaño y me desenmascararas, pero interpreté mi papel demasiado bien. Tú, que tan fiel y tan leal has sido siempre en tu corazón y en tus intenciones, ¿por qué ibas a dudar de que mis labios fruncidos, mis ojeras y mi rostro demacrado fueran consecuencia no de una vida disipada, sino de la pena?
Es mi deber decirte que Isolde nunca quiso engañarte a ti. Desde el momento en que llegamos al Domaine de la Cade y te conoció, tuvo plena fe en que el amor que me tienes —y que contaba ella con que a su debido tiempo la alcanzara, en calidad de hermana tuya— bastaría para dejar a un lado todas las consideraciones morales y para que nos dieses tu apoyo en nuestra estratagema. Yo no estuve de acuerdo con ella.
Fui un idiota.
Mientras me siento a escribirte estas líneas, en el que podría ser el último de mis días sobre la tierra, reconozco que el mayor de mis defectos ha sido la cobardía moral. Pero no es sino un defecto entre muchos otros.
Sin embargo, han sido una gloria las semanas que he pasado aquí, contigo y con I soldé, por los apacibles jardines y sendas del Domaine de la Cade.
Aún hay algo más. Un último engaño, para cuyo perdón te ruego que encuentres misericordia en tu ánimo, y si no quisieras perdonarlo, al menos espero y deseo que lo entiendas. En Carcasona, mientras tú, en tu inocencia, explorabas las calles, Isolde y yo nos casamos. Ahora, Isolde es madame Vernier y es tu cuñada por el vínculo de la ley, así como lo es por el afecto.
Además, voy a ser padre.
Pero en aquel mismo día, en el día más feliz que vivimos, supimos que ese hombre nos había descubierto. Ésa es la explicación verdadera de que tuviéramos que marchar con tanta brusquedad. Es asimismo la razón de que la salud de Isolde haya decaído, y también de su fragilidad. Pero es evidente que su salud no podrá soportar nada que altere sus nervios. La cuestión no puede quedar sin resolverse.
Una vez descubierto el engaño del entierro, ese hombre no sabemos cómo nos ha perseguido, primero en Carcasona, y ahora en Rennes-les-Bains. Por eso he aceptado su desafío. Es la única forma de zanjar la cuestión de una vez por todas.
Mañana por la noche le haré frente. Recurro a tu ayuda, pequeña, tal como debiera haberlo hecho hace ya muchos meses. Tengo una gran necesidad de tu apoyo, y te pido que no llegue a saber nunca mi amada Isolde los particulares del duelo. Si no regresara, a ti encomiendo el cuidado de mi esposa y mi hijo. La casa está segura en manos nuestras.
Tu afectuoso y cariñoso hermano,
A.
La mano con la que Léonie sostenía la carta cayó sobre su regazo. Las lágrimas que se había esforzado por contener rodaron en silencio por sus mejillas. Lloró de pura lástima, lloró por el engaño y por los malentendidos que los habían mantenido separados. Lloró por Isolde, por el hecho de que Anatole y ella la hubiesen engañado, por el hecho de que ella los hubiera mentido, hasta que se agotó en ella toda emoción.
Sus pensamientos entonces fueron más nítidos. La razón de la extraña expedición en que salió Anatole de la casa esa mañana quedaba así explicada.
En cuestión de días, de horas incluso, podría estar muerto.
Corrió a la ventana y la abrió de par en par. Tras la luminosidad de primera hora de la mañana el día se había encapotado. Todo estaba en calma, en silencio, húmedo, bajo los rayos impotentes de un sol debilitado. Una bruma otoñal flotaba sobre el césped y los jardines, envolviendo el mundo en un sudario de engañosa calma.
Mañana a la caída de la tarde.
Miró su reflejo en el alto ventanal de la biblioteca, pensando en lo extraño que era que pareciera la misma cuando se encontraba tan completamente cambiada. Los ojos, el mentón, la boca, todo estaba igual que tres minutos antes.
Léonie se estremeció. Mañana se celebraba la festividad de Todos los Santos, hoy era la víspera, la Noche de Difuntos. Una noche de terrible belleza, la noche en que el velo que separa el bien del mal resulta más tenue. Era un momento en el que tales acontecimientos podían en efecto producirse. Un momento que ya era de demonios y maldades.
Era preciso impedir que tuviera lugar el duelo. Y de ella dependía que no llegase a producirse. De ninguna manera se podía permitir que semejante charada, tan fatídica, siguiera su curso. Pero a la vez que los pensamientos se sucedían veloces en su cabeza, Léonie comprendió que de nada serviría. No estaba en su mano desviar a Anatole del rumbo que había resuelto tomar.
—No debe fallar el tiro —murmuró para sus adentros a la vez que corría a la puerta para abrirla.
Fuera encontró a su hermano envuelto en el humo del tabaco, y vio tallada en su rostro la angustia de los minutos de espera, el tiempo que ella había tardado en leer la carta.
—Oh, Anatole —dijo, y lo rodeó con ambos brazos. A él se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Perdóname —susurró él, y se dejó abrazar—. Lo siento muchísimo. ¿Podrás perdonarme, pequeña?