En el salón particular de la primera planta del hotel Reine, en Rennes-Ies-Bains, dos hombres se encontraban sentados ante un fuego encendido para eliminar los restos de la humedad matinal. Dos criados, uno parisino y el otro de Carcasona, aguardaban respetuosamente a cierta distancia. A cada tanto, cuando pensaban que su señor no los estaba observando, se lanzaban el uno al otro miradas de desconfianza.
—¿Cree usted que recurrirá a sus servicios en este asunto?
Charles Denarnaud, con el rostro todavía colorado debido a la cantidad de brandy que había consumido en la cena de la noche anterior, dio una honda calada al puro, hasta que la brasa de las hojas, carísimas, prendió de nuevo. Era de absoluta complacencia la expresión de su rostro abotargado. Ladeó la cabeza y expulsó de la boca un aro de humo blanco hacia el techo.
—¿Seguro que no quiere acompañarme, Constant?
Victor Constant levantó la mano, la piel llena de sarpullidos y oculta bajo los guantes. No se sentía bien esa mañana, y menos con ánimo de fumar. La anticipación que le provocaba el hecho de que la caza estuviera a punto de terminar no le estaba sentando nada bien y se encontraba nervioso.
—¿Tiene plena confianza en que Vernier le pedirá el favor? —repitió.
Denarnaud se percató de que en la voz de Constant se notaba un tono mordiente inesperado.
—No creo que me haya equivocado al valorarlo —dijo rápidamente, consciente de que había ofendido al otro—. Vernier cuenta con pocos aliados en Rennes-les-Bains, y no tiene desde luego a otro con el que mantenga una relación tal que le permita pedirle semejante favor, en un asunto como éste. Tengo la convicción absoluta de que querrá que sea yo quien le represente. Con el tiempo de que dispone, no tendrá ocasión de buscar a otra persona fuera de aquí.
—Cierto —dijo Constant secamente.
—Yo diría que querrá contar con Gabignaud, uno de los galenos residentes en la localidad, para que esté presente por lo que pueda pasar, como médico personal.
Constant asintió. Se volvió al criado que estaba más próximo a la puerta.
—¿Se entregaron las cartas esta mañana?
—Sí, monsieur.
—¿No te diste a conocer en la casa?
Negó con un gesto.
—Las entregué a un criado, para que las llevase con el resto del correo del día.
Constant pensó unos momentos.
—¿Y nadie sabe que eres tú la fuente de las historias que están empezando a circular?
Negó con un gesto.
—Me he limitado a dejar caer una o dos cosillas a quienes más probabilidades tienen de ir repitiéndolas por ahí. Sólo he dicho que la bestia que invocó Jules Lascombe ha vuelto a dejarse ver. El rencor y la superstición se han encargado del resto. Las tormentas se consideran prueba suficiente de que no todo está como debiera.
—Excelente. —Constant hizo un gesto con la mano—. Vuelve al Domaine y observa qué es lo que hace Vernier. Ven a informar cuando caiga la tarde.
—Muy bien, monsieur.
Retrocedió hacia la puerta, recogiendo el capote napoleónico, azul, del respaldo de una silla antes de salir a la calle.
En cuanto oyó Constant el ruido de la puerta al cerrarse, se puso en pie.
—Ojalá se resuelva esto rápidamente, Denarnaud, y sin llamar la atención. ¿Queda claro?
Sorprendido por el brusco final de la entrevista, Denarnaud se puso trabajosamente en pie.
—Pues claro, monsieur. Todo está bajo control.
Constant chasqueó los dedos. Su criado se adelantó con una bolsa en la mano, cerrada por un cordel. Denarnaud no pudo dejar de dar un paso atrás por pura repugnancia ante la piel llena de sarpullidos del hombre.
—Esto es la mitad de lo que se le ha prometido —dijo Constant, y le entregó el dinero—. El resto se le hará llegar cuando el asunto esté zanjado con entera satisfacción por mi parte. ¿Entendido?
Las ávidas manos de Denarnaud se cerraron en torno a la bolsa.
—Confirmará usted que no me encuentro en posesión de ninguna otra arma —dijo Constant con voz fría, dura—. ¿Queda claro?
—Habrá un par de pistolas de duelo, Monsieur, cada una de las cuales estará cargada con una sola bala. Si llevara usted alguna otra arma, yo no me daré cuenta. —Esbozó una sonrisa obsequiosa—. Aunque realmente no creo que un hombre como usted, monsieur, pueda fallar y no acierte en su diana al primer intento.
Constant recibió con desprecio su afán de halago.
—Yo nunca fallo —dijo.