Capítulo 75

Anatole tomó asiento ante la mesa del desayuno, mirando ciegamente la carta, como si no la viera.

Le temblaba la mano cuando encendió el tercer cigarrillo con la colilla del segundo. El aire de la estancia, cerrada, estaba cargado de humo espeso. Había tres sobres encima de la mesa. Uno, sin abrir, llevaba matasellos de París. Los otros dos ostentaban un escudo grabado en relieve, del estilo de los que adornaban el escaparate de Stern, el grabador del callejón Panoramas. Una hoja de papel de escribir con ese mismo emblema de familia aristocrática se encontraba desplegada sobre el plato que tenía delante.

Lo cierto es que Anatole sabía desde tiempo atrás que un día llegaría esa carta y que había de encontrarle allí. Por más que hubiera tratado de tranquilizar a Isolde, desde la mañana en que fue objeto de aquella agresión en el callejón Panoramas, en septiembre, la había estado esperando.

La provocadora comunicación que habían recibido en el hotel de Carcasona la semana pasada tan sólo vino a confirmar que Constant estaba al corriente de la estratagema y que, peor aún, los había localizado.

Aunque Anatole había procurado tomarse a la ligera los temores de Isolde, aunque intentó también quitarles hierro, todo lo que ella le había dicho sobre Constant le había llevado a temer lo que sería capaz de hacer ese hombre. El estado de la enfermedad de Constant y la naturaleza de la misma, sus neurosis y su paranoia, su temperamento ingobernable, revelaban a todas luces un hombre obsesionado, un hombre capaz de hacer cualquier cosa con tal de vengarse de la mujer que, según creía, lo había tratado injustamente.

Anatole volvió a examinar la carta formal que tenía en la mano, exquisitamente insultante a la vez que perfectamente decorosa y cortés. Era un desafío en toda regla; Victor Constant lo retaba a un duelo que habría de librarse al día siguiente, sábado 31 de octubre, a la hora del crepúsculo. Constant eligió que el duelo fuera a pistola. Dejaba a criterio de Vernier que propusiera un lugar apropiado dentro de los terrenos del Domaine de la Cade, propiedad privada a fin de cuentas, para que su ilegal enfrentamiento no llamara la atención de nadie que pudiera frustrarlo.

La carta concluía informando a Vernier de que se encontraba alojado en el hotel Reine, en Rennes-les-Bains, y que allí esperaba su confirmación de que era un hombre de honor y por tanto aceptaba el reto.

No fue ésa la primera vez que Anatole lamentó haber contenido sus impulsos aquella vez en el cementerio de Montmartre. Había percibido la presencia de Constant durante el entierro. Tuvo que servirse de toda su fuerza de voluntad para no darse la vuelta y pegarle un tiro allí mismo, a sangre fría, sin pensar en las consecuencias. Cuando esa mañana abrió la carta, su primera idea fue acudir a la localidad y hacer frente a Constant en su guarida.

Pero una reacción tan irracional no habría bastado para poner fin al asunto y zanjarlo de una vez por todas.

Anatole permaneció algún tiempo sentado en silencio, con los ecos del comedor. Se le agotó el cigarrillo y encendió otro, pero se sentía demasiado consumido, aletargado incluso, para fumárselo.

Quizá necesitaría a un segundo que lo acompañase al duelo, alguien que actuase de padrino, alguien de la localidad, lógicamente. Tal vez podría pedirle ese favor a Charles Denarnaud. Al menos tenía la virtud de ser un hombre de mundo. Anatole creyó que también podría convencer a Gabignaud para que asistiera en su condición de médico. Aunque estuvo seguro de que el joven doctor se arredraría ante la petición, también pensó que no le rehusaría el favor. Anatole se había visto en la obligación de comunicar a Gabignaud la situación existente entre Isolde y él, en confianza, debido a la delicada salud de Isolde y a su estado. Creyó por tanto que el médico accedería aunque sólo fuera por Isolde y no por él.

Quiso convencerse de que era posible que se diera un resultado satisfactorio. A la primera sangre, Constant pediría con mano temblorosa que terminase el enfrentamiento. Pero por algún motivo no le fue posible. Aun cuando saliera él vencedor del duelo, de ninguna manera pensó que Constant fuese a cumplir las reglas del juego.

Obviamente, no le quedaba otra alternativa que aceptar el desafío. Era un hombre de honor aun cuando sus actos a lo largo del último año hubieran estado lejos de ser honorables. Si no combatiese con Constant, nada cambiaría nunca. Isolde seguiría viviendo sometida a una tensión insufrible, siempre a la espera de que Constant volviese al ataque. Así habrían de vivir todos ellos. El ansia persecutoria de aquel hombre, a juzgar por aquella carta sin ir más lejos, no daba muestras de que fuera a remitir jamás. Si se negase a hacerle frente, Anatole sabía que la campaña orquestada por Constant contra ellos, contra todo el que estuviera próximo a ellos, sólo se intensificaría aún más.

En los últimos días, Anatole había oído habladurías entre los criados, en el sentido de que ciertas maledicencias sobre el Domaine de la Cade circulaban por la localidad. Inquietantes insinuaciones en el sentido de que la bestia que había aterrorizado a los lugareños en tiempos de Jules Lascombe había vuelto a las andadas.

Para Anatole, no tenía ningún sentido que aquella historia hubiera resucitado, y se sintió inclinado a no hacer ningún caso. En ese momento comenzó a sospechar que la mano de Constant se hallaba tras esos rumores maliciosos.

Estrujó el papel en el puño. No iba a permitir que su hijo creciera sabiendo que su padre era un cobarde. Tenía que aceptar el reto. Tenía que disparar para vencer.

Para matar.

Tamborileó con los dedos sobre la mesa. No era valentía lo que le faltaba. El problema radicaba en que no era un tirador de primera. Su destreza era notable con el sable y el florete, no así con la pistola.

Apartó de sí ese pensamiento. Ya llegaría el momento de afrontarlo con Pascal y tal vez con la ayuda de Charles Denarnaud, pero a su debido tiempo. En ese instante había que tomar decisiones de carácter más urgente, entre ellas, y no era poca cosa, debía decidir si confiarle o no a su esposa lo ocurrido.

Anatole apagó otro cigarrillo. ¿Llegaría Isolde a enterarse de alguna forma por su cuenta? ¿Llegaría a tener conocimiento de la inminencia del duelo? Esa clase de noticias podrían causarle una recaída, y ser una grave amenaza para la salud de su hijo. No, no podía decírselo. Pediría a Marieta que no dijera nada sobre el correo recibido esa mañana.

Deslizó la carta dirigida a Isolde con letra de Constant, pareja a la suya, en el bolsillo interior de la chaqueta. No tenía la esperanza de encubrir la situación durante mucho tiempo, pero podía al menos proteger su estado de ánimo durante unos días más.

Se dijo que ojalá pudiera mandar a Isolde a pasar unos días en otro lugar. Sonrió con resignación, sabedor de que no había la menor posibilidad de convencerla de que abandonase el Domaine de la Cade sin darle la debida explicación. Y como eso era precisamente lo que de ninguna manera podría hacer, no tenía sentido proseguir por esa línea de pensamiento.

Menos sencillo de resolver era, en cambio, si debía o no confiar en Léonie.

Anatole había terminado por comprender que Isolde tenía razón. La actitud que tenía con su hermana pequeña se basaba más en la niña que había sido que en la mujer que ya empezaba a ser. Seguía considerándola impetuosa y a menudo pueril, incapaz de contener sus deseos, de refrenarse, de guardar silencio cuando era lo más oportuno. Por contra, tenía que tener en cuenta su innegable afecto por Isolde y la solícita atención con que, a lo largo de los últimos días, desde su regreso de Carcasona, había cuidado a su tía.

Anatole había resuelto hablar con Léonie en el transcurso del fin de semana. Había querido contarle la verdad, desde sus sentimientos de amor por Isolde hasta la situación en la que ahora se encontraban.

La frágil salud de Isolde le había obligado a aplazar el momento, pero ahora, con la notificación del desafío, volvió a sentir la acuciante necesidad de mantener con ella esa conversación. Anatole tamborileó con los dedos en la mesa. Estaba resuelto a confiarle la realidad de su matrimonio esa misma mañana. Según cuál fuera la reacción de Léonie, le hablaría del reto o no, en función de lo que le pareciera apropiado.

Se puso en pie. Llevándose las cartas, cruzó el comedor hasta el vestíbulo y tocó la campanilla.

Acudió Marieta.

—¿Quieres hacer el favor de invitar a mademoiselle Léonie a que se reúna conmigo en la biblioteca a mediodía? Deseo hablar con ella en privado, así que es conveniente que no lo comente con nadie. Te pido por favor, Marieta, que le hagas ver que es importante. Ah, otra cosa. No tienes que decir nada de las cartas recibidas esta mañana a madame Isolde. Yo mismo le pondré al corriente.

Marieta pareció desconcertada, pero no dudó en obedecer sus órdenes.

—¿Dónde se encuentra Pascal?

Vio con sorpresa que la criada se sonrojaba.

—Creo que en la cocina, sénher.

—Dile que venga a verme a la parte posterior de la casa dentro de diez minutos —le indicó.

Anatole regresó a su dormitorio a cambiarse y ponerse ropa para salir. Redactó una concisa respuesta a Constant, secó la tinta y cerró el sobre para que no cayera en ojos de curiosos. Pascal podría llevar su respuesta por la tarde. En esos momentos sólo podía pensar en que, por Isolde y por el hijo de ambos, no podía permitirse el lujo de fallar.

La carta de París quedó sin abrir en el bolsillo de su chaleco.

Léonie daba vueltas por su dormitorio, preguntándose sin cesar por qué la había citado Anatole a mediodía y en privado. ¿Habría descubierto quizá su subterfugio? ¿Había descubierto que no contó con Pascal y que volvió sola del pueblo?

El sonido de unas voces debajo de su ventana distrajo su concentración. Se asomó y puso ambas manos en el alféizar de piedra, para encontrarse con que Anatole caminaba por el parterre de césped junto con Pascal, quien portaba una alargada caja de madera en ambas manos. Parecía una caja de escopetas. Léonie nunca había visto semejantes instrumentos en la casa, aunque supuso que su difunto tío sin duda poseía tales armas.

¿Irán quizá a cazar jabalís?

Frunció el ceño al darse cuenta de que no podía ser ése el caso. Anatole no iba vestido de caza. Además, ni él ni Pascal llevaban escopetas. Sólo pistolas.

Un repentino temor se apoderó de ella, tanto más intenso por carecer de nombre. Tomó el sombrero y la chaqueta y se calzó rápidamente para salir con la intención de seguirles.

Entonces hizo un alto.

Muy a menudo la acusaba Anatole de actuar sin pararse a pensar. Era contrario a su naturaleza sentarse sin nada que hacer y esperar, pero ¿de qué iba a servirle salir corriendo tras él? Si sus intenciones eran inocentes, perseguirle como si fuera su perro faldero sin duda iba a fastidiarle. No podía tener previsto estar fuera mucho tiempo, ya que había concertado la cita con ella a mediodía. Miró el reloj de la repisa. Quedaban dos horas por delante.

Se quitó el sombrero, lo arrojó sobre la cama y se descalzó antes de mirar en derredor por su habitación. Era mejor que se quedara en la casa y encontrase alguna forma de pasar el rato hasta la hora de la cita con su hermano.

Léonie miró sus útiles de pintura. No supo qué hacer, pero al cabo fue al escritorio y comenzó a desembalar sus pinceles y papeles. Era la ocasión ideal para continuar con su serie de ilustraciones. Ya sólo le quedaban tres para terminarla.

Fue a buscar agua, mojó el pincel y comenzó a perfilar en tinta negra los contornos del sexto de los ocho retablos que vio en la pared del sepulcro.

Carta XVI: La Torre.