Léonie apenas tuvo tiempo de limpiarse la suciedad de las uñas y de cambiarse de ropa antes de que sonara la campana que llamaba al almuerzo.
Isolde se les unió en el comedor. Se mostró encantada con lo que Léonie le había traído del pueblo e incluso logró tomar algo de sopa. Cuando terminó, pidió a Léonie que le hiciera compañía. Léonie se alegró de que así fuera, aunque mientras charlaron y jugaron a las cartas sus pensamientos se hallaban en otra parte. Estaba planeando cómo regresar al bosque a recuperar las cartas. Además, pensó en cómo orquestar otra visita a Rennes-les-Bains.
El resto del día pasó de manera apacible. Se nubló el cielo a la hora del crepúsculo y llovió en el valle, aunque nada perturbó el Domaine de la Cade.
A la mañana siguiente, Léonie durmió hasta más tarde que de costumbre.
Cuando salió al rellano vio a Marieta, que llevaba la bandeja de las cartas del vestíbulo al comedor. No había ninguna razón para suponer que monsieur Constant de alguna forma inexplicable hubiera encontrado su dirección y le hubiera escrito directamente. De hecho, sus temores eran justo lo contrario: que se hubiera olvidado completamente de ella. Pero como Léonie vivía envuelta en una perpetua neblina de deseos, de anhelos románticos, imaginaba toda clase de circunstancias que la contrariaban.
Así pues, sin la menor esperanza de que hubiera una carta de Carcasona dirigida a ella, a pesar de todo bajó velozmente las escaleras con la sola intención de interceptar a Marieta. Temía ver —y, en manifiesta contradicción, esperaba ver— el conocido escudo de armas que figuraba en la tarjeta de visita que Victor Constant le había dado en la iglesia y que ella había memorizado.
Arrimó el ojo a la rendija, entre la puerta y la jamba, en el momento en que Marieta abrió desde dentro y volvió con la bandeja vacía.
Las dos dieron un grito de sorpresa.
—Madomaiséla!
Léonie cerró la puerta para que el ruido no llamase la atención de Anatole.
—No te habrás fijado si había alguna carta de Carcasona, ¿verdad, Marieta? —le dijo.
La criada la miró con aire intrigado.
—Pues no, no que yo haya visto, madomaiséla.
—¿Con toda seguridad?
Marieta pareció perpleja.
—Llegaron las circulares de costumbre, una carta de París para el sénher Anatole y una carta también para su hermano, así como otra para madama, ambas del pueblo.
Léonie soltó un suspiro de alivio, aunque teñido de decepción.
—Yo diría que eran invitaciones —añadió Marieta—. En sobres de muchísima calidad, y escritos con una caligrafía muy elegante. Con un distinguido escudo de armas. Pascal dijo que las trajeron en mano. Un individuo extraño, que se cubría con un capote viejo.
Léonie se quedó quieta.
—¿De qué color era el capote?
Marieta la miró sorprendida.
—Le aseguro que no lo sé, madomaiséla. Pascal no me lo dijo. Ahora, si me disculpa…
—Claro, claro —Léonie dio un paso atrás—. Naturalmente.
Vaciló unos instantes en el umbral, sin saber por qué de repente le causaba tanta ansiedad el hecho de que iba a estar en compañía de su hermano. Tenía que ser su sentimiento de culpa lo que la llevó a pensar que aquellas cartas pudieran tener algo que ver con ella, nada más. Una observación prudente, sin duda, a pesar de lo cual se sentía inquieta.
Se dio la vuelta y subió veloz las escaleras.