Capítulo 71

Léonie siguió a monsieur Baillard por el pasillo, que al fondo daba acceso a una agradable salita en la parte posterior de la casa. Una sola ventana de gran tamaño dominaba una de las paredes.

—Oh —exclamó—, la vista realmente parece un verdadero cuadro.

—Lo es —sonrió él—. Y es una suerte.

Tocó una campanilla de plata que había, en una mesa baja, junto al sillón con orejas en el que con toda probabilidad estaba sentado cuando ella llamó a la puerta, junto a una amplia chimenea de piedra. Apareció el mismo chiquillo. Léonie estudió discretamente la sala. Era una estancia muy simple, con una colección de sillas desparejadas y una mesa de tocador detrás del sofá. Las estanterías, llenas de libros, cubrían toda la pared de enfrente de la chimenea, y no quedaba un solo centímetro libre.

—Siéntese, se lo ruego —insistió él—. Y cuénteme qué novedades trae, madomaiséla Léonie. Confío en que todo vaya bien en el Domaine de la Cade. Dijo antes que su tía se hallaba indispuesta. Espero que no sea nada grave.

Léonie se quitó el sombrero y los guantes antes de sentarse frente a él.

—Ha mejorado bastante, por suerte. Nos sorprendió el mal tiempo de la semana pasada y mi tía se cogió un resfriado. Hubo que llamar al médico, pero ya ha pasado lo peor. Cada día que pasa se encuentra más fuerte.

—Su salud pende de un hilo —dijo él de pronto—, pero aún es pronto. Todo se arreglará a su tiempo.

Léonie lo miró extrañada ante esta incongruencia, pero en ese momento volvió el chiquillo con una bandeja de latón en la que traía dos copas muy historiadas y una jarra de plata que parecía una cafetera, aunque tenía dibujos en forma de rombos. Y se le escapó la ocasión de preguntar.

—Viene de Tierra Santa —indicó su anfitrión—. Regalo de un viejo amigo, de hace ya muchos años.

El criado le entregó una copa llena de un líquido rojo y espeso.

—¿Qué es esto, monsieur Baillard?

—Un licor de cerezas que hacen aquí, guignolet. Reconozco que soy bastante aficionado. Sabe particularmente bien cuando se toma con galletas de pimienta negra. —Hizo un gesto, y el chiquillo ofreció el plato a Léonie—. Son una especialidad del pueblo, se pueden comprar casi en cualquier parte, pero le aseguro que éstas, que son las que hacen en el establecimiento de los Fréres Marcel, son de largo las mejores que he probado nunca.

Léonie dio un sorbo de guignolet y tosió inmediatamente. Era dulce, sabía intensamente a cerezas silvestres, pero era desde luego muy fuerte.

Monsieur Baillard dio un sorbo y dejó la copa en la mesa que tenía al lado del sillón.

—Ha regresado usted antes de lo que esperábamos —dijo ella—. Mi tía me llevó a creer que estaría usted fuera del pueblo hasta noviembre al menos, tal vez hasta la Navidad.

—Resolví mis asuntos pendientes antes de lo que esperaba, de modo que he regresado, así es. Corren algunas habladurías por el pueblo. Pensé que, estando aquí, podría ser de más utilidad.

¿Utilidad? A Léonie le pareció una palabra realmente extraña, pero no dijo nada al respecto.

—¿Y dónde ha estado, monsieur?

—He ido a visitar a unos antiguos amigos —respondió en voz baja—. Además, tengo una casa en el monte, en un pueblecito que se llama Los Seres, y que no está lejos de la antigua fortaleza de Montségur. Quería asegurarme de que estaba en buenas condiciones en el caso de que tenga que pasar allí un tiempo, como es de prever.

Léonie frunció el ceño.

—¿Es así, monsieur? Tenía la impresión de que había alquilado aquí su casa para evitarse los rigores del invierno en el monte.

Le centellearon los ojos.

—He vivido muchos inviernos en el monte, madomaiséla —admitió con dulzura—. Unos muy duros, otros no tanto. —Calló un instante y pareció que se dejaba llevar por otros pensamientos—. Pero dígame, dígame —dijo al fin, rehaciéndose una vez más—. ¿Qué me cuenta de usted? ¿Cómo han ido estas últimas semanas? ¿Ha tenido nuevas aventuras, madomaiséla Léonie, desde la última vez que nos vimos?

Ella lo miró a los ojos.

—No he vuelto al sepulcro, monsieur Baillard —contestó—, si a eso se refiere.

El sonrió.

—Pues claro que me refería a eso.

—Aunque debo confesarle que el asunto del tarot ha seguido interesándome. —Examinó la expresión de su rostro, el cual, curtido por el paso del tiempo, no delató nada que ella pudiera captar—. He comenzado una serie de pinturas. —Vaciló—. Las imágenes que hay en las paredes.

—¿De veras?

—No son más que estudios, a mi parecer. No, mejor dicho, son meras copias.

El se inclinó hacia delante.

—¿Y ha probado a hacerlas todas?

—No, la verdad es que no —respondió, aunque le había parecido una pregunta extraña—. Sólo las que hay al principio. Las que llaman arcanos mayores, pero ni siquiera todos ellos. He descubierto que siento rechazo ante la idea de dibujar algunas de las imágenes. Por ejemplo, El Diablo.

—¿Y La Torre?

Entornó los ojos verdes.

—Así es. La Torre tampoco. ¿Cómo ha sabido…?

—¿Cuándo dice que comenzó a pintar esas ilustraciones, madomaiséla?

—La tarde del día en que tuvimos la cena de gala. Sólo quería entretenerme, pasar las horas desocupadas mientras esperaba. Sin la menor conciencia, sin intención de ninguna clase, de pronto vi que me había retratado yo misma en el cuadro, monsieur Baillard, y por eso me sentí deseosa de continuar.

—¿Me permite preguntarle en cuál de ellos ha hecho su autorretrato?

—En La Fuerza. —Calló un instante, y se estremeció al recordar la complejidad de las emociones que en aquel momento sintió—. Aquella cara era mi cara. ¿Por qué cree que fue así?

—La explicación más evidente sería que usted reconoce en sí misma la característica de la fuerza.

Léonie aguardó, esperando algo más, hasta que de nuevo le quedó claro que monsieur Baillard había dicho todo cuanto iba a decir al respecto.

—Reconozco que cada vez me siento más intrigada por mi tío y por las experiencias que describe en su librito titulado Les tarots —siguió hablando Léonie—. No es mi deseo presionarle, ni llevarlo a obrar en contra de su criterio, monsieur Baillard, pero me he preguntado si conocía usted a mi tío en la época en que se produjeron los acontecimientos que relata en su libro… —Escrutó su rostro en busca de alguna señal que le diera ánimo o bien que manifestara su contrariedad o incluso su rechazo ante las preguntas que le estaba haciendo. Pero su expresión era imposible de interpretar—. He comprendido, si no estoy en un error, que aquella situación se produjo… exactamente en el periodo comprendido entre el momento en que mi madre se marchó del Domaine de la Cade y la fecha en que mi tía y mi tío se casaron. —Vaciló—. Imagino, sin ninguna intención de ser irrespetuosa, que era por su propia naturaleza un hombre solitario. No le atraía la compañía de los demás, vaya.

Calló una vez más, dando a monsieur Baillard la oportunidad de darle una respuesta. Una vez más permaneció en absoluto silencio, inmóvil, las manos surcadas por las venas y recogidas en el regazo, aparentemente contento de escucharla.

—Por algunos comentarios que ha hecho tía Isolde —siguió diciendo Léonie—, deduje que usted había intervenido a la hora de presentar a mi tío y al Abbé Sauniére, cuando éste fue nombrado titular de la parroquia de Rennes-le-Cháteau. Ella también insinuó que hubo algo desagradable, rumores, incidentes que se atribuyeron al sepulcro y que precisaron de la intervención de un sacerdote.

—Ah. —Audric Baillard apretó las yemas de los dedos de ambas manos, unas con otras.

Ella respiró hondo.

—Tengo… ¿Llevó a cabo el abad Sauniére un exorcismo en nombre de mi tío? ¿Es eso? ¿Tuvo lugar ese… acontecimiento en el sepulcro?

Esta vez, tras hacer la pregunta, Léonie no se precipitó. Dejó que fuera el silencio el que obrase el efecto de la persuasión. Durante un tiempo interminable, o al menos eso le pareció, el único sonido fue el tictac del reloj en la repisa de la chimenea.

En alguna habitación, desde la otra punta del pasillo, le llegó el tintineo de la loza y el inconfundible roce de una escoba en el suelo de tarima.

—Para librar el lugar de todo mal —dijo ella al fin—. ¿Es así? Una o dos veces me ha parecido entreverlo. Pero ahora comprendo que mi madre tal vez llegara a sentir su presencia, monsieur, cuando era una niña. Se marchó del Domaine tan pronto le fue posible.