JUEVES, 17 DE SEPTIEMBRE
Tras dejar durmiendo a su amante, Anatole salió sigiloso de la pequeña habitación de alquiler. Con cuidado de no molestar al resto de los inquilinos de la pensión, recorrió despacio el pasillo y bajó las escaleras estrechas y polvorientas en calcetines, con los zapatos en la mano. Una lámpara de gas alumbraba cada rellano, y así fue descendiendo hasta llegar al pasadizo que daba a la calle.
Aún no había amanecido, aunque París ya despertaba. A lo lejos, Anatole oyó el paso de los carruajes de reparto. Ruedas de madera o metal sobre los adoquines, los carros que repartían la leche y el pan recién horneado en los cafés y los bares del barrio de Montmartre.
Se detuvo a ponerse los zapatos. La calle Feydeau estaba desierta y no se oía otro ruido que el de sus tacones en la acera. Sumido en sus pensamientos, Anatole caminó deprisa hacia el cruce con la calle Saint-Marc con la intención de atajar pasando por el callejón Panoramas. No vio a nadie, no oyó a nadie.
Sus pensamientos repicaban en su cabeza. ¿Saldría bien el plan que habían ideado? ¿Podría tal vez salir de París sin que nadie reparase en él, sin levantar sospechas? A pesar de toda la reñida conversación de las horas previas, Anatole tenía sus dudas. Sabía que su comportamiento en las próximas horas iba a ser determinante para su éxito o su fracaso. Léonie ya le había dado muestras de suspicacia, y como su apoyo habría de ser crucial en el éxito de la empresa maldijo la secuencia de acontecimientos que habían forzado que llegara con retraso al teatro de la Ópera, y también la inmensa mala suerte que había hecho que los abonnés eligieran precisamente esa noche para manifestarse de forma sanguinaria y violenta, más que nunca hasta la fecha.
Respiró hondo y notó cómo el terso amanecer de septiembre se colaba en sus pulmones mezclado con el vapor, el humo y el hollín de la ciudad. La culpa que le invadía al sentir que le había fallado a Léonie ya la había olvidado en los momentos de dicha en que tuvo a su amante en sus brazos. Ahora regresó con toda su potencia, como un dolor agudo en el pecho.
Tomó la determinación de compensarla de alguna manera.
La mano del tiempo le había sujetado por la espalda y lo empujaba hacia su casa. Apretó el paso inmerso en sus pensamientos, en el deleite de la noche recién vivida, el recuerdo de su amante impreso en su mente y en su cuerpo, la fragancia de la piel en los dedos, la textura de su cabello… Le fatigaba el secretismo perpetuo y la ofuscación. Tan pronto se hubieran marchado de París, terminarían las intrigas, la necesidad de inventar visitas imaginarias a las mesas de juego, a los fumaderos de opio, a las casas de dudosa reputación, para encubrir su auténtico paradero.
Haberse visto atacado en la prensa y, con el fin de proteger su secreto, haberse visto incapaz de defender su propia reputación era una situación que le mortificaba. Sospechaba que Constant debía de haber metido mano en todo ello. La difamación de su buen nombre afectaba también a la situación tanto de su madre como de su hermana. A lo sumo, podía conservar la esperanza de que cuando todo saliera a la luz, tendría tiempo suficiente para reparar los daños sufridos en su reputación.
Al doblar la esquina, una rencorosa racha de viento otoñal le dio en la espalda. Se ciñó mejor la chaqueta y lamentó no haberse llevado una bufanda. Cruzó la calle Saint-Marc aún envuelto en sus pensamientos, disfrutando por anticipado los días, las semanas venideras, y no sin reparar en el presente en el que caminaba por la calle.
Al principio no oyó el ruido de los pasos a su espalda. Alguien, dos personas, mejor dicho, apretaban el paso, se le acercaban. Se puso en alerta. Se miró la ropa de gala y cayó en la cuenta de que sería una diana fácil. Desarmado, sin compañía, y posiblemente con las ganancias de una noche en las mesas de juego en los bolsillos.
Anatole apretó la marcha, y los pasos también aceleraron a su espalda. Con la certeza de que alguien le seguía, entró veloz en el callejón Panoramas pensando que podría atajar para salir al bulevar Montmartre, donde estarían abriendo los cafés y era probable que ya hubiese cierto tráfico tempranero, repartidores de leche y carros, que le brindaría cierta seguridad.
Las pocas farolas de gas que seguían encendidas ardían despidiendo una luz fría y azulada cuando pasó por la estrecha hilera de escaparates en donde se vendían sellos y objetos devotos, o una tienda de muebles en la que se exhibía una cómoda antigua, con las molduras estropeadas, el primero de una serie de establecimientos del gremio de anticuarios y tratantes en objets d’art que tenían su local en el callejón.
Los hombres le seguían, sin duda.
Anatole notó el aguijonazo del miedo. Se le fue la mano al bolsillo en busca de algo con que defenderse, pero no encontró nada que pudiera servirle de arma.
Avivó más el paso, aunque resistiéndose al deseo de echar a correr. Mejor mantener la cabeza bien alta. Fingir que no pasaba nada raro. Confiar en que saldría de ésta, que llegaría al otro lado del callejón, donde encontraría viandantes antes de que sus perseguidores tuvieran ocasión de echársele encima.
A su espalda, en ese momento, el sonido inconfundible de alguien a la carrera. Captó el destello de un movimiento veloz reflejado en el escaparate de Stern, el grabador, una mera refracción de luz, y Anatole se volvió en redondo, justo a tiempo de defenderse del puñetazo que ya le caía en la cabeza. Se llevó un golpe por encima del ojo izquierdo, pero logró desviar lo peor, y además él consiguió también asestar un puñetazo. El que parecía mandar llevaba una gorra plana, de lana, con un pañuelo oscuro que le ocultaba la mayor parte de la cara. Soltó un gruñido, pero al mismo tiempo Anatole sintió que el otro le sujetaba los brazos por detrás y lo dejaba inerme.
El primer golpe, en la boca del estómago, le cortó la respiración, y luego un puño le alcanzó en la cara, a izquierda, a derecha, como un boxeador en el ring, en una andanada de golpes que llegaron incluso a la base del cuello y dispararon un dolor que recorrió rebotando toda la parte superior de su cuerpo.
Anatole notó que le manaba la sangre del párpado izquierdo, pero logró volverse de lado al menos lo suficiente para esquivar los peores golpes. El que lo sujetaba también se había tapado la cara con un pañuelo, pero llevaba la cabeza descubierta y vio que tenía el cuero cabelludo marcado por unas ampollas enrojecidas, purulentas. Anatole levantó la rodilla y logró propinarle un taconazo en la canilla. Por un instante, éste aflojó su presa al menos lo suficiente para que Anatole pudiera sujetar al otro por el cuello de la camisa y, una vez bien sujeto, mandarlo de un empellón contra los cantos afilados de una de las entradas.
Se abalanzó empleando todo el peso de su cuerpo para tratar de zafarse, pero el primero de los dos lo alcanzó, dándole un veloz manotazo a la altura de la oreja. Había caído prácticamente de rodillas, aunque le dio tiempo a sujetarse al torso del otro, si bien apenas le hizo ningún daño.
Anatole notó los puños del hombre, formando una sola masa, en la nuca. La potencia del golpe le hizo tambalearse, hasta que trastabilló y cayó de bruces. Un tremendo puntapié, propinado con una bota con puntera de acero, le alcanzó en la pantorrilla y lo obligó a rodar por el suelo. Se cubrió con ambas manos la cabeza y arrimó las rodillas hasta el mentón, en un fútil intento por protegerse de lo peor de la agresión, que estaba sin duda por llegar. A medida que le llovían los golpes y sentía explosiones de dolor en las costillas, los riñones, los brazos, se dio cuenta de que tal vez la paliza nunca fuese a terminar.
—¡Eh!
Al fondo del callejón, en la penumbra, Anatole creyó ver una luz.
—¡Eh! ¡Oiga! ¿Qué está pasando ahí?
Por un instante se detuvo el tiempo. Anatole notó el aliento acalorado de uno de sus agresores, que le susurró al oído:
—Una lección.
Entonces, sintió unas manos que recorrían su cuerpo dolorido, unos dedos que se introducían en el bolsillo del chaleco, un tirón seco, y el reloj de su padre arrancado de la leontina.
Por fin, Anatole logró articular palabra.
—¡Aquí! ¡Aquí!
Propinándole una última patada en las costillas, tras la cual, por efecto del dolor, el cuerpo de Anatole se cerró en dos como la hoja de una navaja en la empuñadura, los dos agresores se marcharon a la carrera, huyendo de aquella luz inconstante, el farol del vigilante de noche.
—Aquí —probó a decir Anatole de nuevo, pero no le acompañó la voz.
Oyó los pies que avanzaban arrastrándose hacia él, y el tintineo de la farola al ser depositada en el suelo por el vigilante, que entonces lo miró con cautela.
—Señor, ¿qué ha pasado aquí?
Anatole logró sentarse, permitiendo que el viejo le ayudara.
—Estoy bien —dijo, e intentó recuperar el aliento. Se llevó la mano al ojo y vio que tenía los dedos manchados de sangre.
—Se ha llevado una buena paliza.
—No es nada —insistió—. Sólo un corte.
—Señor, ¿le han robado?
Anatole no contestó de inmediato. Respiró hondo y alargó la mano para que el vigilante le ayudase a ponerse en pie. El dolor le dio una sacudida en la espalda y en ambas piernas. Le costó un momento conservar el equilibrio, antes de enderezarse del todo. Se examinó las manos, volviéndolas de un lado y de otro. Tenía los nudillos despellejados, ensangrentados, y las palmas manchadas de sangre, del corte que tenía encima de la ceja. Notó otro corte en el tobillo, la carne abierta y el roce con la tela del pantalón.
Anatole se tomó otro momento para recuperar del todo la compostura y entonces se alisó un poco la ropa.
—¿Es mucho lo que le han quitado, señor?
Se palpó los bolsillos y le sorprendió encontrar la cartera y la pitillera en su sitio.
—Parece que sólo se han llevado mi reloj —susurró. Fue como si sus palabras llegasen desde muy lejos, al tiempo que una idea se le coló en la cabeza y echó raíces. No había sido víctima de un robo al azar. Mejor dicho, ni siquiera había sido un robo. Había sido una lección, tal como le dijo el hombre en un susurro al oído.
Apartando el pensamiento de su mente, Anatole sacó un billete y lo deslizó entre los dedos manchados de tabaco del viejo vigilante.
—En gratitud por su ayuda, amigo mío.
El vigilante miró el billete y sonrió involuntariamente.
—Es muy generoso, señor.
—Pero no le diga nada a nadie, no hace falta. Ahora, ¿me podría encontrar un coche de punto?
El hombre se llevó los dedos al ala del sombrero.
—Lo que usted diga, señor.