Capítulo 68

¡Meredith! ¡Meredith! No pasa nada. Estás a salvo. No pasa nada, no temas.

Ella había dado una voz a pleno pulmón al despertar con una sacudida de todos los nervios del cuerpo, un sobresalto que la dejó sin respiración. Tenía en alerta todos los músculos del cuerpo, todos los nervios a flor de piel, a punto de gritar. Las sábanas de algodón estaban enmarañadas. Y los dedos los tenía rígidos. Por un instante se sintió atrapada por una ira devoradora, como si la rabia de aquel ser se hubiera abierto paso hasta colarse bajo la superficie de su piel.

—¡Meredith, no pasa nada! ¡Estoy aquí!

Ella seguía intentando desembarazarse, soltarse de lo que la atenazaba, completamente desorientada, hasta que poco a poco comprendió que percibía el tacto de una piel cálida, de alguien que la abrazaba para salvarla, no para hacerle daño.

—Hal.

La tensión que sentía desapareció de sus hombros.

—Era sólo una pesadilla —la tranquilizó él—, eso es todo. Eso ha sido todo.

—Estaba aquí. Ella estaba aquí… y de pronto llegó y…

—Chisst, no pasa nada —volvió a decir él.

Meredith se quedó mirándole sin entender nada. Alzó la mano dubitativa y con los dedos recorrió el contorno de su rostro.

—Vino ella… y tras ella, llegando a…

—Aquí no hay nadie más que nosotros dos. Sólo ha sido una pesadilla. Y ya ha terminado, tranquila.

Meredith miró en derredor y repasó toda la habitación como si contase con que en cualquier momento alguien diera un paso al frente y saliera de un negro rincón. Al mismo tiempo, ya era consciente de que el mal sueño había pasado. Despacio, dejó que Hal la rodease entre sus brazos. Notó la calidez y la fuerza, notó que la estrechaba, que la sostenía a salvo, apretada contra su pecho. Percibió los huesos de su caja torácica, los notó subir y bajar, le llegó el latido de su corazón.

—Yo la vi —murmuró, aunque en ese momento estaba hablando para sí, no para Hal.

—¿A quién? —preguntó él en un susurro. Ella no contestó—. No pasa nada —repitió él con dulzura—. Anda, vuelve a dormir. Tranquila.

Comenzó a acariciarle la cabeza, alisándole los rizos en la frente, como hacía Mary muy al principio de que ella se fuese a vivir con ellos, apaciguándola y ahuyentando todas las pesadillas.

—Estuvo aquí —volvió a decir Meredith.

Poco a poco, con el movimiento cariñoso y repetitivo de la mano de Hal, el terror se fue disipando del todo. Notó que le pesaban las pestañas, que le pesaban los brazos y las piernas y todo el cuerpo, al retornar a ella la calidez y el cariño.

Las cuatro de la madrugada.

Las nubes habían cubierto la luna y la noche estaba completamente oscura. Los amantes, aprendiendo a conocerse mutuamente, de nuevo se durmieron el uno en los brazos del otro, envueltos en el profundo azul del alba, antes de que comenzase el día.