Hal insistió en pagar la cena. Mientras veía cómo firmaba la cuenta, Meredith se preguntó si su tío trataría de obligarle a que vendiera su parte, teniendo en cuenta que era dueño de la mitad del negocio y de los activos. De inmediato, toda la preocupación que él le inspiraba volvió a hacerse presente.
Salieron del restaurante y fueron caminando hasta el vestíbulo. Al pie de la escalera, Meredith notó los dedos de Hal entre los suyos.
Tomados de la mano, en silencio, subieron las escaleras. Meredith se sentía completamente en calma, sin asomo de nervios, sin ambivalencia de ninguna clase. Ni siquiera tuvo que detenerse a pensar si era eso lo que deseaba. Se sentía bien. Tampoco tuvieron que hablar de la habitación a la que iban a ir, entendiendo automáticamente que la de Meredith era mejor. Era la mejor para los dos, la mejor en ese instante.
Llegaron al final del pasillo de la primera planta sin tropezar con ningún otro cliente. Meredith giró la llave, que hizo ruido en el silencio del pasillo, accionó el picaporte y empujó la puerta. Casi de un modo formal, seguían caminando cogidos de la mano.
Las franjas de luz blanca, de la luna de otoño, brillaban de través por los ventanales y trazaban su dibujo en el suelo. Los rayos se refractaban y refulgían en la superficie del espejo, en el cristal del retrato enmarcado de Anatole y Léonie Vernier e Isolde Lascombe, apoyado aún sobre la mesa.
Meredith fue a encender la luz.
—No —dijo Hal en voz baja.
La tomó con ambas manos por la cabeza y la atrajo hacia sí. A Meredith se le paró un instante el corazón al sentir su olor, idéntico al que percibió ante la iglesia de Rennes-les-Bains, una mezcla de lana y de jabón.
Se besaron en los labios, con un deje a vino tinto, suavemente al principio, con tiento, el sello de la amistad a punto de pasar a ser otra cosa, algo más apremiante. Meredith se sintió a sus anchas al ceder al deseo, a un calor que se extendió por todo su cuerpo, desde las plantas de los pies, entre las piernas, hasta la boca del estómago, las palmas de las manos, el agolparse de la sangre en la cabeza.
Hal se agachó y la tomó en brazos en un solo movimiento, para llevarla a la cama. La llave se le cayó a Meredith y aterrizó con un ruido sordo en la gruesa alfombra.
—Qué liviana eres —dijo él en un susurro, besándole luego en el cuello.
La depositó con suavidad y se sentó a su lado, los pies plantados aún firmemente en el suelo, como un ídolo del antiguo cine de Hollywood temeroso de lo que pudiera decir la censura.
—¿Estás…? —empezó a decir, pero calló, y lo intentó de nuevo—. ¿Estás segura de que quieres…?
Meredith puso un solo dedo sobre sus labios.
—Chisst.
Lentamente comenzó ella a desabrocharse los botones de la camisa, y luego guió su mano hacia sí. A medias una invitación, a medias una promesa. Oyó que Hal contenía la respiración un momento, sintió luego cómo respiraba con fuerza en la luz moteada de plata que inundaba la habitación.
Sentada con las piernas cruzadas al borde de la cama de caoba, Meredith, con el cabello oscuro sobre la cara, se adelantó a besarle, ahora ambos a la misma altura.
Hal quiso quitarse el jersey y se le enredó a la vez que Meredith introducía ambas manos bajo su camiseta de algodón. Los dos rieron con un punto de timidez y se levantaron casi al tiempo para desnudarse.
Meredith ni siquiera se sintió cohibida. Aquello le parecía completamente natural, que era lo que correspondía hacer. Estando en Rennes-les-Bains, era como si todo ello transcurriese fuera del tiempo. Como si durante unos pocos días se hubiera bajado en marcha de su vida habitual, de la persona que era, de las consecuencias que pudiera tener, mientras la vida seguía su curso, y se encontrase en un lugar en el que las reglas eran distintas.
Se quitó la última prenda de ropa.
—Uau —dijo Hal.
Meredith dio un paso hacia él, la piel desnuda de los dos tocándose de los pies a la cabeza, con tanta intimidad, tan asombroso. Se dio cuenta de lo mucho que él la deseaba, aunque se contentó con la espera, dejando que fuera ella quien le indicase cómo y cuándo. Tomó su mano y lo llevó a la cama. Retiró el cobertor y los dos se deslizaron entre las sábanas de lino terso, fresco, impersonal al contacto con el calor que generaban sus cuerpos. Permanecieron unos momentos el uno junto al otro, brazo con brazo, como un caballero andante y su dama yacentes en una tumba de piedra, hasta que Hal se apoyó sobre un codo y con la otra mano le acarició la cabeza.
Meredith respiró hondo y se relajó con ese contacto.
Su mano entonces se deslizó más abajo, acariciándole los hombros, el hueco de la garganta, los pechos, rozándolos apenas, y entrelazando los dedos de ella en los suyos, los labios y la boca susurrantes en la superficie de su piel.
Meredith sintió que ardía el deseo en su interior, al rojo vivo, como si pudiera recorrerlo por las líneas de sus venas, de sus arterias, de sus huesos, de todo su ser. Se irguió hacia él, lo besó con voracidad repentina, deseosa de más. Cuando la espera empezaba a resultar intolerable, Hal cambió de posición y se introdujo en el espacio abierto entre las piernas desnudas de ella. Meredith lo miró a los ojos azules y vio reflejarse en ellos todas las posibilidades durante un instante. Vio lo mejor de sí misma y vio lo peor.
—¿Estás segura?
Meredith sonrió y alargó una mano para guiarlo. Con cuidado, Hal se introdujo dentro de ella.
—Así —murmuró ella.
Por un instante permanecieron inmóviles, celebrando la paz de hallarse el uno en brazos del otro. Hal comenzó entonces a moverse, despacio al principio, luego con mayor urgencia. Meredith colocó ambas manos con firmeza en su espalda, sintiendo su cuerpo llenarse con el martilleo de su propia sangre al correr. Notó el poder que él tenía, la fuerza de sus brazos, de sus manos. Su lengua corrió veloz entre sus labios, húmedos, sin palabras.
Hal respiraba jadeando, se movía con más fuerza, a la vez que el deseo, la necesidad, el éxtasis del movimiento, ya automático, le apremiaban a continuar. Meredith lo estrechó más entre sus brazos, irguiéndose para encontrarse con él, poseyéndolo, atrapada en el instante. El exclamó y dijo su nombre; tuvo un estremecimiento; los dos quedaron inmóviles.
El flujo repentino de sangre en su cabeza se fue diluyendo poco a poco. Notaba todo el peso de él sobre sí, lo notó regresar, impedirle casi respirar, pero no se movió. Acarició su cabello negro y espeso y quiso tenerlo más tiempo entre sus brazos. Pasó un instante hasta que ella se dio cuenta de que él tenía la cara húmeda, de que estaba llorando en silencio.
—Oh, Hal —murmuró con ternura.
—Cuéntame algo de ti —dijo él enseguida—. Es mucho lo que sabes de mí, qué estoy haciendo aquí. Seguramente, más de la cuenta, pero yo apenas sé nada de ti, señora Martin.
Meredith rió.
—Qué correcto por su parte, señor Lawrence —dijo ella, y le pasó la mano despacio por el pecho y más abajo.
Hal le sujetó los dedos.
—¡Lo digo en serio! Ni siquiera sé dónde vives, de dónde vienes, a qué se dedican tus padres. Vamos, cuéntame.
Meredith anudó los dedos entre los suyos.
—De acuerdo. Preparado para el curriculum. Me crié en Milwaukee, y allí viví hasta los dieciocho. Estudié en la Universidad de Carolina del Norte. Me quedé a hacer un curso de posgrado, una investigación. Tuve un par de empleos dando clases a alumnos de licenciatura. Uno en San Luis, otro cerca de Seattle. En todo momento me empeñé en conseguir fondos para terminar mi biografía de Debussy. Salto un par de años. Mis padres adoptivos cambiaron de domicilio, abandonaron Milwaukee, se mudaron a Chapel Hill, cerca de mi universidad. Este mismo año me ofrecieron un trabajo en una universidad privada que no está lejos de la de Carolina del Norte, y por fin me salió un contrato para publicar el libro.
—¿Padres adoptivos? —inquirió Hal.
Meredith suspiró.
—Mi madre biológica, Jeannette, no fue capaz de cuidar de mí. Mary es una prima lejana suya, una especie de tía segunda o tercera. Había pasado algún tiempo con ellos, de vez en cuando, mientras Jeannette estaba realmente enferma. Cuando las cosas al final se pusieron feas de verdad, me fui a vivir con ellos para siempre. Me adoptaron formalmente dos años después, cuando mi madre biológica… murió.
Las palabras, sencillas y elegidas con esmero, no hacían justicia a los años en los que recibió llamadas telefónicas a altas horas de la noche, visitas inesperadas, y aguantó gritos en la calle, cargando con el peso de la responsabilidad que la niña Meredith había llegado a sentir por su enfermiza e inestable madre. Tampoco la sucesión de los hechos como si tal cosa sugería ni de lejos la culpa con la que seguía cargando al cabo de tantos años, ni traslucía que su primera reacción cuando supo que su madre había muerto no fue precisamente de pena, sino más bien de alivio.
Eso era algo que nunca podría perdonarse.
—Suena bastante duro —dijo Hal.
Meredith sonrió ante la clásica y muy británica manera de quedarse corto al valorar algo, y se arrimó más a su cálido cuerpo.
—Tuve suerte —dijo ella—. Mary es una mujer asombrosa. Fue ella la que me inició en el violín y en el piano más tarde. Todo lo que soy se lo debo a ella y a Bill.
El sonrió.
—Entonces, ¿de verdad estás escribiendo una biografía de Debussy? —dijo en broma.
Meredith le golpeó con un gesto juguetón en el brazo.
—¡Pues claro que sí!
Por un instante permanecieron en silencio, quietos, acariciándose.
—Pero hay algo más que eso en el hecho de que estés aquí —añadió Hal al cabo. Volvió la cabeza sobre la almohada y miró el retrato enmarcado, al otro extremo de la habitación—. En eso no me equivoco, ¿verdad que no?
Meredith se incorporó cubriéndose con la sábana, de modo que sólo sus hombros quedaron al descubierto.
—No, no te equivocas.
Al captar que aún no estaba dispuesta a hablar de eso, Hal también se incorporó y bajó los pies al suelo.
—¿Quieres que te traiga algo? ¿Una copa?
—Un vaso de agua estaría bien —dijo ella.
Lo vio desaparecer en el cuarto de baño y regresar a los pocos segundos con dos vasos; luego tomó dos botellines de agua del minibar antes de volver a la cama.
—Aquí tienes.
—Gracias —dijo Meredith, y dio un sorbo de la botella—. Hasta ahora, todo lo que sabía de la familia de mi madre biológica es que posiblemente emigraron de Francia, de esta parte del país, durante la Primera Guerra Mundial o poco después, y que se instalaron en Estados Unidos. Tengo una fotografía de mi tatarabuelo, en la que aparece vestido con el uniforme del ejército francés, tomada en la plaza de Rennes-les-Bains en 1914. La historia es que sin saber cómo terminó en Milwaukee, pero como no sabía su apellido no pude llegar mucho más allá. En la ciudad había numerosa población europea a comienzos del siglo XIX. El primer europeo que tuvo residencia permanente en la ciudad fue un comerciante francés, Jacques Veau, que estableció un puesto comercial en aquellos terrenos montañosos muy poco poblados, al pie de los cuales coinciden los tres ríos, el Milwaukee, el Menomonee y el Kinnickinnic. Así que entraba dentro de lo concebible.
—¿Hasta ahora? ¿Qué quieres decir? —preguntó él.
Durante unos minutos le dio a Hal una versión más bien esquemática de lo que había descubierto desde su llegada al Domaine de la Cade, pero sin salirse de los hechos contrastados, y con toda sencillez. Le habló del retrato que había visto en el vestíbulo y de la hoja de música que había heredado de su abuela, Louisa Martin, pero no dijo nada de las cartas. Bastante embarazosa había sido la conversación con su tío en el bar, además de que Meredith no quería recordar a Hal en ese momento la existencia de su tío.
—Entonces, crees que tu soldado desconocido es un Vernier —añadió Hal cuando Meredith terminó de hablar.
Ella asintió.
—El parecido físico es asombroso. El mismo color, aparentemente, del pelo y de la piel, las facciones… Podría ser un hermano menor, o un primo, digo yo, aunque teniendo en cuenta las fechas y su edad, empiezo a pensar que debe de tratarse de un descendiente directo. —Calló y dejó que una sonrisa aflorase en su rostro—. Además, poco antes de bajar a cenar, recibí un e-mail de Mary en el que me dice que hay constancia de un Vernier que está enterrado en el cementerio de Mitchell Point, en Milwaukee.
Hal sonrió.
—¿Y crees que Anatole Vernier era su padre?
—No lo sé. Ése tiene que ser el siguiente paso. —Suspiró—. Tal vez fuera hijo de Léonie.
—En ese caso, no sería un Vernier, ¿verdad?
—Sí, lo sería en el supuesto de que ella no se hubiera casado.
Hal asintió.
—Muy cierto.
—Así que te propongo un trato. Mañana, después de la visita de la doctora O’Donnell, me ayudas a seguir investigando un poco sobre los Vernier.
—Trato hecho —dijo él a la ligera, aunque Meredith se fijó en que de nuevo estaba en tensión—. Sé que crees que estoy haciendo una montaña a partir de un grano de arena, pero te agradezco mucho que estés aquí. La doctora vendrá a las diez.
—Bueno —murmuró en voz baja, notando que empezaba a tener sueño—. Seguramente tienes razón y será más fácil que hable si hay delante otra mujer.
Le costaba mantener los ojos abiertos. Poco a poco sintió que se alejaba de Hal. La luna de plata avanzaba en su camino por el negro cielo del Midi. Abajo, en el valle, a lo lejos, la campana marcaba el paso de las horas.