MARTES, 30 DE OCTUBRE
Meredith descubrió a Hal antes de que él la viera. Le dio un vuelco el corazón nada más verlo. Estaba derrengado en uno de los tres sillones bajos que rodeaban una mesa de café y llevaba la misma ropa con que le había visto antes, vaqueros y una camiseta blanca, aunque había cambiado el jersey azul por uno marrón claro. Mientras lo miraba, él se llevó la mano al cabello rebelde y se lo apartó de la cara.
Meredith sonrió ante un gesto que ya empezaba a resultarle familiar. Cerró la puerta y atravesó la estancia en dirección a donde estaba él, que se puso en pie cuando ella ya se aproximaba.
—Hola —saludó ella, y le puso la mano en el hombro—. ¿Ha sido una tarde complicada?
—Vaya, pues las he tenido mejores —contestó él, besándola en la mejilla y volviéndose para llamar al camarero—. ¿Qué quieres tomar?
—El vino que me recomendaste anoche estaba muy bueno.
Hal se encargó de pedir.
—Une bouteille du Domaine Begude, s’il vous plaît, Georges. Et trois verres.
—¿Tres copas? —preguntó Meredith.
A Hal se le ensombreció el semblante.
—Me he encontrado con mi tío cuando venía hacia aquí. Pareció convencido de que a ti no te importaría si se sumaba. Me contó que ya habíais hablado antes. Cuando le dije que nos íbamos a reunir a tomar una copa, se invitó él solo a venir con nosotros.
—No fastidies, no puede ser —dijo ella, deseosa de contrarrestar la impresión que Hal hubiera podido formarse—. Me preguntó si sabía adonde habías ido tú después de que me dejaras aquí… Y le dije que no estaba segura. Ésa fue la conversación que tuvimos.
—Entiendo.
—Es decir, que no fue lo que se llamaría propiamente una conversación —dijo ella, tratando de dejar las cosas bien claras. Se inclinó hacia delante con las manos apoyadas en las rodillas—. ¿Qué ha ocurrido por la tarde?
Hal miró de reojo a la puerta y volvió a mirarla a ella.
—Se me ocurre una cosa. ¿Qué te parece si reservo una mesa y cenamos juntos? No me gustaría empezar a contártelo y tener que callar a los pocos minutos, cuando llegue mi tío. Además, así las cosas tienen su lógico final, el que han de tener, sin que peque yo de obviedad. ¿Qué te parece?
Meredith sonrió.
—Lo de la cena me parece fantástico —dijo—. Debo reconocer que hoy no he comido. Me muero de hambre.
Con aire de satisfacción, Hal se puso en pie.
—Enseguida vuelvo.
Meredith lo vio atravesar la estancia y encaminarse a la puerta, y le gustó su forma de llenar el espacio con sus anchos hombros. Lo vio titubear y darse la vuelta, como si hubiera notado en ese momento que lo estaba mirando por la espalda. Las miradas de ambos entraron en contacto, y duró el encuentro unos instantes. Hal esbozó entonces una media sonrisa y desapareció por el pasillo.
Le tocó entonces a Meredith el turno de retirarse los rizos de cabello negro de la cara. Notó un calor especial en la piel, en el hueco que se le formaba en la base del cuello, y sintió que se le humedecían las palmas de las manos, por lo que sacudió la cabeza ante semejantes tonterías de colegiala.
Georges llevó el vino en un cubo lleno de hielo, con soporte propio, y le sirvió una copa grande, en forma de tulipa. Meredith dio varios sorbos seguidos. Era como el agua con gas. Se abanicó con la lista de los cócteles que había sobre la mesa.
Miró en derredor, tanto la barra como las estanterías de libros que cubrían varias paredes del suelo al techo, preguntándose en ese momento si Hal sabría cuáles eran los que habían sobrevivido al incendio, cuáles formaban parte de la biblioteca original, en el caso de que alguno realmente se hubiera salvado. Se le ocurrió que tal vez existiera alguna obra de historiografía local que se ocupase al menos en parte de la familia Lascombe y de los Vernier, sobre todo teniendo en cuenta el vínculo que habían tenido con la imprenta por medio de la familia Bousquet. Por otra parte, también era de esperar que todos los libros procedieran del videgrenier.
Miró por la ventana a la oscuridad del exterior. En los extremos más lejanos de los parterres de césped vio los perfiles de los árboles, que se mecían, se movían como un ejército de sombras. Notó una mirada furtiva, como si alguien acabara de pasar por delante de la ventana y hubiera echado un vistazo al interior. Meredith entornó los ojos, pero no llegó a descubrir nada.
De pronto tuvo conciencia de que alguien efectivamente llegaba por su espalda. Oyó sus pasos. Un escalofrío de anticipación le recorrió la columna vertebral. Sonrió y se dio la vuelta con los ojos luminosos.
Se encontró de frente no ante Hal, sino ante el rostro de su tío, Julián Lawrence. Le olía ligeramente a whisky el aliento.
Un tanto cohibida, cambió de expresión e hizo ademán de ponerse en pie.
—Señora Martin —dijo él, y le puso levemente la mano en el hombro—. Por favor, no se levante.
Julián se dejó caer en el sillón de cuero situado a la derecha de Meredith, se inclinó, se sirvió un poco de vino y volvió a reclinarse sin que ella tuviera tiempo de decirle que ése era el sillón de Hal.
—Santé —dijo él, y alzó la copa—. ¿Mi sobrino ha vuelto a protagonizar una de sus desapariciones por arte de magia?
—Ha ido a reservar una mesa para cenar juntos los dos —replicó.
Cortés, concreta, nada más.
Julián se limitó a sonreír. Vestía un traje de lino claro y una camisa azul sin corbata. Al igual que todas las demás veces que ella lo había visto, parecía sentirse cómodo, seguro, con control de la situación, aunque estaba ligeramente colorado. Meredith descubrió que los ojos se le fueron a posar, sin darse cuenta, en la mano izquierda, que tenía apoyada en el brazo del sillón. Era una mano cuyo dorso delataba su edad, cincuenta y muchos, más que los cuarenta y tantos que le hubiera calculado viéndole sólo la cara, aunque estaba bronceado y se le notaba que sujetaba con fuerza el cuero rojo del brazo en que se apoyaba. No llevaba alianza.
Al sentir que el silencio se le hacía un tanto opresivo, Meredith volvió a mirarlo a la cara. Él seguía mirándola a los ojos, del mismo modo franco y directo.
Tiene los ojos iguales a los de Hal.
Ahuyentó de su mente la comparación.
Julián dejó la copa sobre la mesa.
—¿Qué es lo que sabe usted de las cartas del tarot, señora Martin?
La pregunta la cogió completamente desprevenida. Sobresaltada, perpleja, lo miró sin expresión, preguntándose cómo demonios era posible que hubiera dado con ese tema de conversación. Sus pensamientos volaron a la fotografía que había robado de la pared del vestíbulo, a la baraja de cartas, a las páginas web que había visitado desde su ordenador portátil, a las notas musicales superpuestas. Era imposible que él estuviera al tanto de todo eso, era imposible que supiera una sola cosa, si bien notó que se sonrojaba de vergüenza, como si la hubiera sorprendido in fraganti pese a todo. Peor aún, se dio cuenta de que él disfrutaba al causarle ese manifiesto molestar.
—Todo lo que sé es lo que hace Jane Seymour en la película Vive y deja morir —dijo ella, intentando que sonara a chiste—. Poco más.
—Ah, la hermosa Solitaire —dijo él, y levantó las cejas. Meredith lo miró a los ojos y no dijo nada—. Personalmente —siguió diciendo—, me suscita un gran interés la historia del tarot, aunque ni siquiera crea por un instante que los adivinos o los echadores de cartas sirvan de nada a la hora de planear la vida de una persona.
Meredith se dio cuenta de que también su voz era muy similar a la de Hal. Tenían el mismo hábito de dar énfasis a sus palabras, como si cada persona con la que ellos hablasen fuera alguien muy especial. Pero la diferencia esencial estaba en que Hal hablaba a pecho descubierto, sin ocultaciones, con todas las emociones a la vista. Julián, por su parte, siempre lo hacía con un deje ligeramente burlón, sarcástico incluso. Era como si ella mirase una puerta que permanecía resueltamente cerrada.
—¿Está al tanto de cuáles son los principios que subyacen a la interpretación de las cartas del tarot, señora Martin?
—Pues no, no es un asunto del que sepa gran cosa —contestó ella, deseosa de que cambiara de tema.
—¿De veras? Mi sobrino me dio en cambio la impresión de que ése es un asunto que le interesa. Me comentó que esto de las cartas del tarot surgió entre ustedes cuando estuvieron paseando esta mañana en Rennes-le-Chateau. —Se encogió de hombros—. Tal vez no le haya entendido del todo bien.
Meredith se estrujó el cerebro. El tarot nunca había estado lejos de sus pensamientos, desde luego, pero no recordó haber hablado de ello con Hal. Julián seguía mirándola fijamente, con un resabio desafiante en su escrutinio férreo e implacable.
Al final, Meredith respondió más que nada para salvar un silencio incómodo.
—Creo que la idea consiste en que, si bien parece como si las cartas se dispusieran al azar, en realidad el proceso por el cual se mezclan y se barajan es en el fondo una manera de permitir que ciertas conexiones invisibles se tornen visibles.
Él volvió a levantar las cejas.
—Bien dicho. —Siguió mirándola con extrema atención—. ¿Alguna vez le han echado las cartas, señora Martin?
Se le escapó una risa cortante.
—¿Por qué me lo pregunta?
De nuevo levantó las cejas.
—Ah, sólo por saber.
Meredith lo fulminó con una mirada, enojada con él sólo porque lograba, como si tal cosa, que se sintiera tan incómoda, y enojada consigo misma por permitirle hacerlo con impunidad.
En ese instante notó una mano sobre el hombro. Dio un respingo, volvió la vista alarmada, y esta vez se encontró con la sonrisa de Hal.
—Perdona —dijo él—. No era mi intención asustarte.
Hal saludó a su tío con un gesto y se sentó en el asiento que quedaba libre, enfrente de Meredith. Tomó la botella del cubo de hielo y se sirvió una copa de vino.
—Estábamos hablando de las cartas del tarot —dijo Julián.
—¿En serio? —dijo Hal, y miró al uno y a la otra—. ¿Y qué decíais?
Meredith lo miró a los ojos y comprendió el mensaje. Se le encogió el corazón. No tenía ningunas ganas de dejarse enzarzar en una conversación sobre el tarot, pero comprendió que para Hal era una manera idónea de mantener a su tío al margen del asunto de su visita a la comisaría de policía.
—Pues estaba preguntándole a la señora Martin si alguna vez había asistido a una lectura del tarot —dijo Julián—. Y ella estaba a punto de responder.
Ella lo miró, y luego a Hal, y se dio cuenta de que a no ser que se le ocurriese un tema de conversación alternativo en menos de dos segundos, iba a tener que seguir con aquello.
—La verdad es que sí, sí me han echado las cartas —dijo al final, procurando que pareciera algo más bien tedioso—. Fue en París, hace un par de días. Y fue la primera… y la última vez.
—¿Y le resultó una experiencia agradable, señora Martin?
—Fue interesante, sin duda. ¿Y a usted, señor Lawrence? ¿Le han leído las cartas alguna vez?
—Llámeme Julián, por favor —dijo él. Meredith percibió un gesto de burla en su rostro, tal vez mera diversión, pero mezclada con algo más. ¿Se le había despertado acaso el interés?—. No, no —dijo él—. Son cosas que no van conmigo, aunque confieso que me interesa en parte el simbolismo que se asocia con las cartas del tarot.
Meredith notó que se le tensaban los músculos al ver confirmadas sus sospechas. Aquello no era hablar por hablar. El andaba a la caza de algo muy específico. Dio otro sorbo de vino y adoptó una expresión más bien sumisa.
—¿En serio?
—Por ejemplo, el simbolismo de los números —siguió diciendo.
—Ya le digo que todo esto es algo de lo que prácticamente no tengo ni idea.
Julián introdujo la mano en el bolsillo. Meredith sintió que aumentaba la tensión. Sería excesivo que en ese momento sacara una baraja de cartas del tarot, una baraja de las baratas. Él le sostuvo la mirada durante un momento, como si supiera perfectamente qué era lo que estaba pensando ella, y entonces sacó un paquete de Gauloises y un Zippo del bolsillo.
—¿Un cigarrillo, señora Martin? —dijo, y le ofreció el paquete—. Aunque mucho me temo que tendrá que ser fuera…
Enojada por estar quedando sin duda como una boba —peor aún, por permitir que además se le notara—, negó con un gesto.
—No fumo.
—Muy inteligente. —Julián colocó el paquete y el encendedor encima, sobre la mesa, entre ellos dos, antes de seguir hablando—. El simbolismo numérico que hay en la iglesia de Rennes-le-Cháteau, por ejemplo, es de veras fascinante.
Meredith miró hacia Hal, deseosa de que él dijera algo, pero Hal miraba resueltamente hacia el infinito.
—No me había dado cuenta.
—¡No me diga! —exclamó—. El número veintidós, en concreto, aparece con una frecuencia inaudita.
A pesar de la antipatía que le inspiraba el tío de Hal, Meredith se dio cuenta de que se sentía atraída por la conversación. Quiso oír qué era lo que Julián iba a decirle. Pero no quería de ninguna manera causar la impresión de que aquello le interesaba.
—¿De qué forma? —Las palabras salieron de sus labios con demasiada brusquedad. Julián sonrió.
—La pila bautismal de la entrada, la estatua del diablo Asmodeus. Tiene que haberla visto… —Meredith asintió—. Se supone que Asmodeus era uno de los guardianes del Templo de Salomón. El templo fue destruido en el año 598 antes de Cristo. Si suma cada dígito al siguiente, es decir, cinco más nueve más ocho, salen veintidós. Supongo que sabrá usted, señora Martin, que hay veintidós cartas en la baraja del tarot que son los arcanos mayores, ¿no es así?
—Así es.
Julián se encogió de hombros.
—En tal caso…
—Y supongo que el mismo número aparece en otras ocasiones…
—El 22 de julio es la festividad de Santa María Magdalena, a la cual está consagrada la iglesia. Hay una estatua de la santa entre los cuadros decimotercero y decimocuarto de las estaciones de la Cruz; también aparece representada en tres de las vidrieras que hay tras el altar. Otro de los vínculos que existen es el de Jacques de Molay, el último gran maestre de los Caballeros Templarios, y se supone que también hay restos de los templarios en Bézu, al otro lado del valle. De Molay fue el gran maestre de los Pobres Caballeros del Temple, por dar a la orden el nombre exacto. El número veintidós. Luego está la transliteración a las lenguas romances del grito que dio Cristo en la cruz: «Eli, Eli, lama sabactaní». Es decir, «Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?». Son veintidós letras en total. También es el verso con el que arranca el Salmo 22.
Todo eso le resultó interesante, aunque de un modo más bien abstracto, si bien Meredith no llegó a entender por qué se lo estaba contando a ella. ¿Sólo por ver cómo reaccionaba? ¿Por averiguar hasta qué punto conocía el tarot?
Más importante, le pareció, habría sido precisar el porqué.
—Por último, el sacerdote de Rennes-le-Cháteau, Bérenger Sauniére, falleció el 22 de enero de 1917. Hay una extraña historia relacionada con su muerte. Presuntamente, su cadáver apareció colocado en un trono, en el belvedere de su finca, y los lugareños fueron pasando uno a uno por delante de él, arrancando cada uno una borla del dobladillo de su sotana. Una imagen muy semejante a la del Rey de Pentágonos en el Tarot de Waite, a decir verdad. —Se encogió de hombros—. Por otra parte, si suma usted dos más dos, más el año de su muerte, termina con…
A Meredith se le agotó la paciencia.
—Ya sé hacer la suma yo sola —murmuró por lo bajo, y se volvió entonces hacia Hal—. ¿A qué hora hemos hecho la reserva para cenar? —preguntó concisamente.
—A las siete y cuarto. Dentro de diez minutos.
—Claro está —dijo Julián haciendo caso omiso de su interrupción—, si uno prefiere hacer de abogado del diablo, con la misma facilidad podría tomar cualquier número y encontrar toda una retahíla de asuntos que sugieren que existe un significado especial en todos ellos.
Levantó la botella de vino y se inclinó para servirle a Meredith. Ella cubrió la copa con la mano. Hal negó con un gesto. Julián se encogió de hombros, y vertió el resto del vino en su propia copa.
—No creo que ninguno de nosotros tenga que conducir después —dijo como si tal cosa.
Meredith vio que Hal apretaba los puños.
—No sé si mi sobrino se lo ha comentado, señora Martin, pero existe una teoría según la cual los planos de la iglesia de Rennes-le-Cháteau se basan en realidad en un edificio que tiempo atrás estuvo aquí, en nuestra propiedad.
Meredith concentró su atención de nuevo en Julián.
—¿En serio?
—Hay dentro de la iglesia una cantidad importante de imágenes del tarot —siguió explicando—. El Emperador, El Ermitaño, El Hierofante, que, como seguramente recuerda usted, es el símbolo de la iglesia establecida en la iconografía del tarot.
—La verdad es que no sé…
Él siguió hablando.
—Hay quien dice que se insinúa también la presencia de El Mago en la forma de Cristo, y obvio es decir que los cuadros que representan las estaciones de la Cruz contienen todos ellos una torre, por no hablar de la torre Magdala, en el belvedere.
—Pero esa torre no se parece en nada —interrumpió ella sin poder contenerse.
Julián se inclinó bruscamente en el sillón.
—¿Que no se parece en nada a qué, señora Martin? —preguntó. Ella notó la excitación en su voz, como si acabara de pensar que podía pillarla desprevenida.
—A Jerusalén —respondió, pues fue lo primero que se le ocurrió.
Él levantó las cejas.
—O tal vez a cualquier carta del tarot que haya visto usted —apostilló Julián.
Cayó el silencio sobre la mesa. Hal fruncía el ceño. Meredith no supo adivinar si estaba avergonzado o si acaso había captado la tensión existente entre su tío y ella, en cuyo caso tal vez no la había interpretado como debiera.
Julián de pronto apuró el vino, dejó la copa sobre la mesa, separó el sillón y se puso en pie.
—Bueno, yo les dejo —dijo él sonriéndoles, como si acabaran de disfrutar de media hora agradabilísima los unos en compañía de los otros—. Señora Martin… Espero que disfrute el resto de su estancia con nosotros. —Dejó caer la mano sobre el hombro de su sobrino. Meredith se dio cuenta de que a Hal le costó trabajo no hacer un movimiento brusco para quitárselo de encima—. ¿Te importa asomar un momento por mi estudio cuando hayas terminado con la señora Martin? Hay un par de asuntos que necesito comentarte con urgencia.
—¿Tiene que ser esta noche?
Julián sostuvo la mirada de Hal.
—Esta noche sin falta —repuso.
Hal vaciló, y al cabo asintió con firmeza.
Permanecieron en silencio hasta que se marchó Julián.
—No entiendo cómo puedes… —comenzó a decir Meredith, pero se calló. Regla número uno: no critiques nunca a alguien que es familia del otro.
—¿Cómo puedo soportarlo? —dijo Hal a las bravas—. Pues la respuesta es simple: no puedo. En cuanto haya resuelto todo lo que tengo pendiente, me largo.
—¿Y estás más cerca de resolver todo eso a tu gusto?
Meredith vio que toda beligerancia desaparecía de su ánimo en cuanto dejó de pensar en el odio que tenía por su tío para dar paso al dolor que sentía por la muerte de su padre. Se puso en pie, con las manos en los bolsillos, y la miró con los ojos ensombrecidos.
—Te lo contaré durante la cena.