Léonie esperó a Anatole en el vestíbulo, de pie, con las manos unidas en el regazo, en silencio. Su mirada era desafiante, pero tenía los nervios a flor de piel, por miedo a que el dueño del hotel la delatase.
¿Y si me traiciona?
Anatole descendió la escalera sin decirle a ella ni una palabra. Se acercó al mostrador de recepción a charlar brevemente con el dueño, y luego pasó por delante de ella y salió a la calle, donde esperaba un fiacre listo para llevarlos a la estación de ferrocarril.
Léonie suspiró aliviada.
—Se lo agradezco, monsieur —dijo ella en voz baja.
—Por favor, mademoiselle Vernier —respondió él, y le guiñó un ojo a la vez que se daba una palmada en el bolsillo de la chaqueta—. Yo me encargo de que la carta se entregue de acuerdo con sus deseos.
Léonie se despidió con un gesto y se dio prisa para alcanzar a Anatole.
—Entra —le ordenó con frialdad cuando ella ya subía al coche, como si se dirigiera a una criada perezosa. Ella se sonrojó. El se inclinó y entregó una moneda de plata al cochero—. A toda la velocidad que le sea posible.
No volvió a dirigirle ni una sola palabra en el breve trayecto a la estación de ferrocarril. Ni siquiera se dignó mirarla.
El tráfico que circulaba por la ciudad era lento, debido a que las calles estaban realmente encharcadas. Llegaron al tren con pocos momentos de antelación, y tuvieron que correr por el andén resbaladizo para llegar a los vagones de primera clase, que eran los primeros.
El revisor les sostuvo la puerta y los hizo pasar. Se cerró entonces de golpe. Isolde y Marieta estaban acomodadas en un rincón del compartimento.
—Tía Isolde —exclamó Léonie, olvidando su mal humor en cuanto la vio. No tenía una sola gota de color en las mejillas, y sus ojos grises se le habían enrojecido visiblemente. Léonie tuvo la certeza de que había estado llorando.
Marieta se puso en pie.
—Me pareció conveniente quedarme con madama —murmuró a Anatole—, en vez de retirarme a mi vagón.
—Bien hecho —dijo él sin quitar los ojos de Isolde—. Yo lo arreglaré con el revisor.
Se sentó en el banco, junto a Isolde, y le tomó la mano exangüe.
También Léonie se acercó algo más.
—¿Qué sucede?
—Me temo que me he resfriado —dijo ella—. El viaje y este mal tiempo me han agotado bastante. —Miró a Léonie con sus ojos grises—. Lamento muchísimo que por mi culpa tengas que perderte el concierto. Sé cuántas ganas tenías de disfrutar…
—Léonie es consciente de que tu salud es lo primero —dijo Anatole de manera cortante, sin darle la oportunidad de ser ella misma quien respondiera—. Además, tampoco podemos arriesgarnos a quedarnos sin posibilidad de regresar estando tan lejos de casa, a pesar de la desconsideración que ha manifestado con el paseo de esta tarde.
Lo injusto de la reprimenda realmente le dolió, aunque Léonie logró seguir en silencio. Sea cual fuere la verdadera razón que pudo existir para partir tan presurosamente de Carcasona, lo cierto era que Isolde estaba enferma, y con pinta de ir a empeorar. Era innegable que necesitaba la comodidad y el recogimiento de su propia casa.
En efecto, si hubiera dicho eso Anatole, no habría encontrado ella ningún motivo de queja. El resentimiento por el modo en que insistió en destacar su presunta fechoría sí le molestaba. No se lo iba a perdonar. Se convenció de que fue Anatole quien había provocado la riña, y de que ella en realidad no había hecho nada malo.
Así pues, suspiró con aire entristecido y miró durante mucho tiempo por la ventanilla del tren.
Pero cuando observó de reojo a Anatole por ver si él daba señales de estar molesto, su creciente preocupación por Isolde ya había comenzado a eclipsar el recuerdo de la disputa que había tenido con su hermano.
Sonó el silbato. Las nubes de vapor blanco se propagaron en el ambiente lluvioso, borrascoso. Arrancó el tren.
En el andén de enfrente, tan sólo unos minutos más tarde, el inspector Thouron y dos funcionarios de París desembarcaron del tren procedente de Marsella. Llegaban con dos horas de retraso, pues el convoy había sido retenido por un corrimiento de tierras que se había producido en las afueras de Béziers.
A Thouron lo recibió el inspector Bouchou, de la gendarmerie de Carcasona. Los dos se dieron la mano. Luego, sujetando los faldones de los gabanes, que aleteaban con el viento, y también los sombreros, siguieron caminando por el desangelado andén guareciéndose de la lluvia y del viento que les daba de cara.
—Gracias por venir a recogerme, Bouchou —dijo Thouron, cansado y malhumorado después del largo e incómodo viaje.
Bouchou era un hombre corpulento, de rostro colorado, cercano ya a la edad de jubilarse, que tenía la tez y la reciedumbre que Thouron atribuía a los franceses del Midi. Sin embargo, a primera vista parecía un tipo amistoso, por lo que Thouron consideró que su preocupación de que tanto él como sus hombres —por ser norteños y, peor aún, parisinos— fueran tratados con recelo era completamente infundada.
—Me alegra serle de utilidad —gritó a voces Bouchou para hacerse entender a pesar del viento—. Pero le confieso que me desconcierta que un profesional de su talla haga semejante viaje. Sólo es cuestión de tiempo que demos con Vernier para informarle del asesinato de su madre. —Dirigió a Thouron una mirada llena de astucia—. ¿O es que hay en esto algo más que desconozco?
El inspector suspiró.
—Refugiémonos de este vendaval y se lo cuento enseguida.
Diez minutos después se encontraban cómodamente sentados en un cafetín cercano a la Cour de Justice Prèsidiale, donde pudieron charlar sin temor de que nadie pudiera escuchar lo que dijeran. La mayoría de los clientes eran o funcionarios de la gendarmerie o personal de la prisión.
Bouchou pidió dos copas del licor de la ciudad, La Micheline, y arrimó su silla para escuchar mejor a su colega. A Thouron le pareció demasiado dulzón para su gusto, a pesar de lo cual lo bebió con delectación mientras daba al otro los detalles esenciales del caso.
Marguerite Vernier, viuda de un communard, y más recientemente amante de un destacado y muy condecorado héroe de guerra, fue hallada muerta en la vivienda familiar la noche del domingo 20 de septiembre. Desde entonces había transcurrido un mes, si bien no había sido posible localizar ni a su hijo ni a su hija, sus familiares más próximos, para informarles de la pérdida.
Evidentemente, aun cuando no existía motivo alguno para considerar a Vernier sospechoso de la autoría, al mismo tiempo habían ido saliendo a la luz ciertos elementos de interés, o ciertas irregularidades quand méme. Entre ellas, no era despreciable la evidencia cada vez más clara de que tanto él como su hermana habían dado intencionadamente una serie de pasos para encubrir su rastro. Por esa razón habían tardado tanto los hombres de Thouron en descubrir que monsieur y mademoiselle Vernier habían tomado un tren con rumbo sur desde la estación de Montparnasse, en vez de viajar al oeste o al norte desde la de Saint-Lazare, que era lo que se había creído en un primer momento.
—En realidad —reconoció Thouron—, si uno de mis hombres no hubiera estado muy pendiente, nunca habríamos descubierto nada más.
—Adelante —dijo Bouchou con una mirada de manifiesto interés.
—Habían pasado cuatro semanas, comprenderá usted —explicó Thouron—. Yo ya no podía justificar que se siguiera montando guardia permanente en la vivienda.
Bouchou se encogió de hombros.
—Seguro.
—Sin embargo, hay que ver cómo son las cosas. Uno de mis oficiales, un chico listo, un tal Gastón Leblanc, entretanto entabla relaciones amistosas con una de las criadas de la casa de los Debussy, una familia que reside casualmente en el apartamento debajo del de los Vernier, en la calle Berlín. Y ella le contó a Leblanc que había visto al conserje aceptar dinero de un hombre, a cambio del cual le hizo entrega de un sobre.
Bouchou se hincó de codos en la mesa.
—¿Y el conserje lo ha reconocido?
Thouron asintió.
—Al principio lo negó. Hay que ver, estas personas siempre hacen lo mismo. Pero cuando se le amenazó con la cárcel, reconoció que sí había recibido dinero, una suma considerable por cierto, para entregar toda la correspondencia que llegara destinada a casa de los Vernier.
—¿Y quién le había pagado ese dinero?
Thouron se encogió de hombros.
—Afirmó que no lo sabía. Las transacciones se realizaron siempre por medio de un criado.
—¿Y usted le creyó?
—Sí —respondió, y se terminó el contenido del vaso—. En conjunto, sí, en efecto. Abreviando una larga historia, el conserje afirmó, a pesar de no estar seguro, que la caligrafía de aquel sobre recordaba la de Anatole Vernier. Y que el matasellos era del Aude.
—Y aquí está usted.
Thouron hizo una mueca.
—No es gran cosa, lo reconozco, pero es la única pista que tenemos para dar con ellos.
Bouchou levantó la mano para pedir otra ronda.
—Y deduzco que el asunto es delicado debido a las relaciones románticas de madame Vernier con…
Thouron asintió.
—El general Du Pont es un hombre que tiene gran reputación y mucha influencia. No es sospechoso del asesinato, aunque…
—¿Y de eso está usted seguro? —le interrumpió Bouchou—. ¿No será más bien que su superior, el prefecto, no desea verse embrollado en un escándalo?
Por vez primera, Thouron permitió que una sonrisa asomara a sus labios. Le transformó la cara y le hizo parecer más joven de lo que era a sus cuarenta años.
—No le negaré que mis superiores se han mostrado un tanto… intranquilos, como si dijéramos, ante la posibilidad de que se organizase la acusación contra Du Pont —replicó con cuidado—. Pero por fortuna para todos los implicados, existen demasiados factores que descartan que el general pudiera ser el responsable. No obstante, es el primer interesado en que esta sombra no siga proyectándose sobre su persona. Es de entender que, en su opinión, hasta que el asesino no sea prendido y llevado ante la justicia, correrán los rumores y seguirá mancillada su buena fama.
Bouchou escuchó con atención y en silencio mientras Thouron repasó el razonamiento que le había llevado a pensar que Du Pont era inocente: el soplo anónimo, el hecho de que el forense creyera que la muerte había tenido lugar horas antes de que el cadáver se encontrase, por lo tanto en un momento en el que Du Pont se encontraba presenciando un concierto y a la vista de muchas personas, además de la cuestión del soborno al conserje.
—¿Un amante rival? —propuso.
—Eso es lo que me he preguntado, en efecto —reconoció Thouron—. Hay dos copas de champán, pero también un vaso de coñac hecho añicos en la chimenea. Asimismo, aunque encontramos pruebas evidentes de que se había registrado la habitación de Vernier, los criados sostienen con total convencimiento que el único objeto sustraído es un retrato de familia, enmarcado, que había en un aparador.
Thouron sacó del bolsillo una fotografía similar, hecha en el mismo estudio parisino y en la misma sesión. Bouchou la miró sin hacer comentarios.
—Tengo la impresión —siguió diciendo Thouron— de que aún cuando es posible, e incluso muy probable, que los Vernier se encontrasen en el Aude, tal vez ahora ya no estén en la región. Además, es una zona bastante extensa, y si se encuentran aquí en Carcasona o bien en una casa particular, en el campo, tal vez nos resulte imposible obtener información sobre su paradero.
—¿Tiene copias de la foto?
Thouron asintió.
—Pondré sobre aviso a los hoteles y las pensiones de Carcasona en primer lugar, y luego tal vez procedamos a hacer lo propio en las principales localidades turísticas del sur. En un entorno urbano llamarían menos la atención que en el campo.
Contempló la fotografía.
—La muchacha es muy llamativa, ¿verdad? Esa tez y ese cabello no son frecuentes. —Se guardó la imagen en el bolsillo del chaleco—. Déjelo de mi cuenta, Thouron. Veré qué se puede hacer.
El inspector soltó un profundo suspiro.
—Se lo agradezco infinito, Bouchou. Este caso…
—Se lo ruego, Thouron. Ahora, ¿le apetece que cenemos?
Cenaron cada uno un plato de costillas, seguido por un pastel de ciruelas y regado con un pichet de un robusto vino tinto del Minervois. El viento y la lluvia en todo momento siguieron golpeando con furia el edificio. Otros clientes entraron y salieron, sacudiéndose la humedad de las botas y de los sombreros. Se corrió la voz de que el ayuntamiento había dado aviso de que se esperaban inundaciones, pues el río Aude se encontraba a punto de desbordarse.
Bouchou resopló.
—Al llegar el otoño, todos los años dicen lo mismo, pero eso es algo que nunca sucede.
Thouron levantó las cejas.
—¿Nunca?
—Bueno, al menos no ha ocurrido en unos cuantos años —reconoció Bouchou con una sonrisa—. Yo creo que esta noche las barreras son suficientes para aguantar.
La tormenta se abatió sobre la Haute Vallée poco después de las ocho de la tarde, justo cuando el tren en que viajaban Léonie, Anatole e Isolde con rumbo sur se aproximaba a la estación de Limoux.
Un rayo partido en tres, quebrado, rajó el cielo de color púrpura. A Isolde se le escapó una instantánea exclamación de espanto.
En el acto, Anatole se puso a su lado.
—Estoy aquí —dijo para tranquilizarla.
El retumbar del trueno hendió el aire y Léonie dio un respingo en su asiento. Siguió otro restallido de un relámpago. La tormenta iba acercándose veloz sobre las llanuras. Los pins maritimes, los plátanos, las hayas se bamboleaban a merced del viento, se inclinaban bruscamente con cada repentina racha. Las propias vides, plantadas como regimientos de soldados en hileras ordenadas, se estremecían bajo la ferocidad de los embates que desencadenaba la tempestad. Léonie frotó el cristal empañado y contempló, a medias horrorizada, a medias exaltada, cómo se desencadenaban los elementos en toda su furia. El tren siguió avanzando fatigosamente. Varias veces tuvo que hacer un alto entre una estación y otra, pues fue preciso retirar las ramas caídas en las vías, e incluso algún árbol pequeño que el viento había arrancado de cuajo de las empinadas laderas de las gargantas de montaña por las que pasaba despacio el tren.
En cada una de las estaciones parecía aumentar el número de personas que tomaba el tren, ocupando el lugar de los que se habían bajado. La gente llevaba el sombrero encasquetado y los cuellos subidos para protegerse de la lluvia que azotaba el fino cristal de las ventanillas. La demora, en cada una de las paradas, empezaba a ser interminable; los vagones iban cada vez más llenos de viajeros que se habían refugiado de la tormenta.
Horas después llegaron a Couiza. La tormenta no era tan intensa en los valles, a pesar de lo cual no encontraron un coche de punto que estuviera libre, mientras que el courrier publique había partido mucho antes de su llegada. Anatole se vio en la obligación de llamar a la puerta de una tienda para pedirle que su recadero se acercara en mula hasta el valle, y que una vez allí dijera a Pascal que fuese con el coche de la finca a recogerlos.
Mientras esperaban, se refugiaron en un cochambroso restaurante, en un edificio contiguo a la estación. Era demasiado tarde para cenar, incluso aunque las condiciones climatológicas no hubieran sido tan amenazadoras. En cambio, al ver la fantasmal cara de Isolde, al reparar en la angustia que Anatole no hacía ningún esfuerzo por disimular, la esposa del dueño se compadeció de los extenuados viajeros y les llevó unos tazones de sopa de rabo de buey con trozos de pan negro y seco y una botella de una fuerte vino de Tarascón.
Se les sumaron dos hombres también deseosos de hallar refugio de la tormenta, que traían la noticia de que el río Aude estaba a punto de desbordarse en Carcasona. Ya había inundaciones en los barrios de Trivalle y la Barbacane.
Léonie se quedó pálida al imaginar las negras aguas que azotaban los peldaños de la escalinata en la iglesia de Saint-Gimer. Qué poco faltó para que se quedase atrapada. Aquellas calles por las que había caminado como si tal cosa se encontraban, a juzgar por las últimas noticias recibidas, poco menos que sumergidas. Otro pensamiento se abrió camino en su mente. ¿Estaría a salvo Victor Constant?
El tormento que sintió al imaginárselo en peligro alteró su paz de ánimo, y estuvo nerviosa en el trayecto de regreso al Domaine de la Cade, por lo que apenas reparó en los rigores del viaje, en el esfuerzo de los caballos cansados por los caminos resbaladizos, y peligrosos, que llevaban a la mansión.
Cuando por fin enfilaron la larga avenida de grava, con las ruedas por momentos atascadas en el barro y las piedras, Isolde estaba prácticamente inconsciente. Sus párpados se mantenían a duras penas abiertos debido al esfuerzo para mantenerse consciente, y tenía la piel helada al tacto.
Anatole entró en la casa como una exhalación, dando instrucciones a voces. Mandó a Marieta que preparase una mezcla con unos polvos para que su señora durmiera mejor, a otra criada la mandó en busca del moine, del calientacamas, para eliminar todo residuo de humedad en las sábanas de Isolde, y a la tercera la mandó atizar el fuego ya encendido en la chimenea de la habitación. Viendo que Isolde se encontraba tan débil que no iba a poder caminar, la tomó en brazos y la llevó a la planta de arriba. Las mechas de sus rubios cabellos, totalmente sueltas por la espalda, pendían como pálidas hilachas de seda sobre las mangas negras de su chaqueta.
Asombrada, Léonie no dijo nada al verlos subir. Cuando por fin volvió a ser dueña de sus pensamientos, todo el mundo había desaparecido, dejándola que se valiera por sí misma. Calada hasta los huesos, desmadejada, siguió a Anatole hasta la primera planta. Se desvistió y se metió en la cama. Le pareció que las sábanas estaban algo húmedas. No ardía ningún fuego en la chimenea. La habitación se le antojó hostil, desangelada.
Quiso dormir, pero en todo momento fue consciente de que Anatole caminaba sin descanso por los pasillos. Más tarde aún, oyó sus pasos en las baldosas del vestíbulo, yendo de un lado a otro como un soldado de guardia en plena noche. Y oyó el ruido de la puerta principal al abrirse.
Luego, el silencio.
Por fin cayó Léonie en un sueño superficial e inquieto, y soñó con Victor Constant.