Capítulo 60

A pesar de su desaliñado aspecto, Léonie se sintió la persona más afortunada de toda la plaza Saint-Gimer. Tras haber imaginado un momento como ése en muchas ocasiones, se le antojó sin embargo extraordinario que le pareciera tan natural ir caminando cogida del brazo de un hombre.

Y no era un sueño.

Victor Constant siguió siendo el perfecto caballero, atento y cortés, nunca incorrecto. Le pidió permiso para tomar la palabra, y cuando Léonie se lo concedió le hizo el honor de ofrecerle uno de sus cigarrillos de tabaco turco, gruesos, marrones, sin el menor parecido con los que fumaba Anatole. Rechazó el ofrecimiento, pero la aduló que la tratara como a una mujer adulta.

La conversación entre ambos discurrió por caminos previsibles —la climatología, las maravillas que encerraba Carcasona, el esplendor de los Pirineos— hasta que llegaron al otro extremo del Pont Vieux.

—Me temo, y mucho lo lamento, que en este punto debo despedirme de usted —dijo él.

La decepción le golpeó de lleno en el pecho, pero Léonie logró mantener una expresión de perfecta compostura.

—Ha sido usted sumamente amable, monsieur Constant, y muy solícito conmigo. —Vaciló antes de añadir—: Yo también debo regresar. Mi hermano estará preguntándose qué ha sido de mí.

Por un instante, permanecieron juntos sin saber qué decirse. Una cosa era entrar en contacto con otro en circunstancias tan poco habituales como era el caso, debido sobre todo al incidente de la tormenta, y otra muy distinta era llevar esa relación un paso más allá.

Aunque le gustara considerarse una mujer a la que no maniataban las convenciones, Léonie sin embargo esperó a que fuera él quien tomara la palabra. Hubiera sido absolutamente impropio por su parte insinuar la posibilidad de un futuro encuentro entre los dos. Sin embargo, le dedicó una sonrisa con la esperanza de que quedase muy claro que no iba a rechazarlo en el caso de que él quisiera hacerle alguna clase de invitación.

—Mademoiselle Vernier —dijo él, y calló. Léonie percibió un temblor en su voz, y por esa razón le tomó aún mayor aprecio.

—¿Sí, monsieur Constant? Dígame.

—Espero que me sepa disculpar si este comentario le parece demasiado osado por mi parte, pero estaba preguntándome si ha tenido usted el placer de visitar la plaza Gambetta —dijo, e hizo un gesto indicando hacia la derecha—. Está a dos o tres minutos a pie de aquí.

—Estuve paseando por allí esta mañana —contestó ella.

—Si por un casual le gusta la música, todos los viernes por la mañana hay unos conciertos excelentes. A las once en punto. —Concentró en ella toda la intensidad de sus ojos azules—. Yo mañana desde luego asistiré sin falta.

Léonie disimuló una sonrisa, admirando la delicadeza con que la había invitado sin incurrir en una indeseada transgresión de las normas impuestas por el decoro en sociedad.

—Mi tía tenía la intención de que disfrutase yo de algunas sesiones musicales mientras estemos en Carcasona —dijo, y ladeó la cabeza.

—En cuyo caso, tal vez tenga yo la fortuna de ver cómo se vuelven a cruzar mañana nuestros caminos, mademoiselle —dijo él, y estiró el cuello—. Y también el gran placer de conocer a su tía y a su hermano. La traspasó con sus ojos azules, y durante un fugacísimo instante Léonie tuvo la impresión de que estaban unidos, pues se sintió inexorablemente atraída hacia él, como si fuera un pez que deja de debatirse y se deja llevar por el hilo que recoge el carrete. Contuvo la respiración, sin desear otra cosa que el instante en que monsieur Constant la rodease por la cintura y la estrechara y la besara.

A la prochaine —se despidió él.

Sus palabras rompieron el hechizo. La grisura del presente volvió de lleno a ella. Léonie se sonrojó como si él hubiera podido leer sus pensamientos más secretos.

—Sí, por supuesto —balbució—. Hasta la próxima.

Se dio la vuelta entonces y echó a caminar por la calle Pont Vieux antes de que la invadiese la vergüenza al revelarle en toda su extensión las emociones que se habían desencadenado en ella.

Constant la vio marchar, y comprendió por su apostura, por la gracia de sus pasos, por el modo en que caminaba con la cabeza bien alta, que era en esos instantes muy consciente de que él clavaba sus ojos en su espalda y la veía partir despacio.

De tal palo, tal astilla. Es igualita que su madre.

Lo cierto era que había sido casi demasiado fácil. Los sonrojos de colegiala, su manera de abrir los ojos como platos, el modo en que entreabría los labios para dejar ver la punta de una lengua sonrosada. Podría habérsela llevado al fin del mundo sin esperar un minuto más si así lo hubiera querido, pero eso no se hubiera ajustado del todo a sus intenciones. Era infinitamente más satisfactorio jugar con las emociones de la muchacha. Llevarla a la ruina, desde luego, pero no sin antes lograr que se enamorase de él. Cuando lo supiera, Vernier experimentaría un tormento infinitamente mayor que si la hubiera tomado por la fuerza.

Y la muchacha iba a enamorarse de él. Era fácil de impresionar, era joven, estaba a punto de caramelo.

Realmente, una pena.

Chasqueó los dedos. El hombre del capote napoleónico, que lo seguía a cierta distancia, se plantó de inmediato a su lado.

—Monsieur.

Constant garabateó rápidamente una nota en un papel y le indicó que la entregase en el hotel Saint-Vincent. Sólo pensar en la cara que se le pondría a Vernier cuando leyese la nota le produjo una fuerte sensación, un placer casi irresistible. Quería ante todo que lo pasara mal. Los dos, que lo pasaran mal tanto Vernier como su furcia. Quería que pasaran los próximos días mirando continuamente por encima del hombro, a la espera, obsesionados, preguntándose en iodo momento de qué lado iba a llegarles el siguiente hachazo.

Arrojó una bolsa llena de monedas en las manos grasientas del hombre.

—Síguelos —dijo él—. Que no se te escapen. Manda aviso por el procedimiento habitual para saber con toda precisión adónde van. ¿Está claro? ¿Crees que podrás entregar la nota antes de que la muchacha esté de regreso en su hotel?

El hombre pareció ofenderse.

—Es mi ciudad —murmuró, y dio la vuelta en redondo para desaparecer por una estrecha calleja que se alejaba por la parte posterior del Hópital des Malades.

Constant apartó de sus pensamientos a la muchacha y sopesó su siguiente jugada. En el transcurso del tedioso flirteo que había tenido lugar en la iglesia no sólo le había proporcionado el nombre del hotel en el que se encontraban alojados en Carcasona, sino que, y esto era mucho más importante, le había dicho dónde se habían ocultado Vernier y su furcia.

Había oído hablar de Rennes-les-Bains y de su balneario, de sus propiedades curativas. La ubicación era perfecta para sus intenciones. No podía hacer nada contra ellos mientras estuvieran en Carcasona. La ciudad era demasiado bulliciosa, y cualquier confrontación llamaría la atención. En cambio, en una finca aislada, en el campo… Tenía algunos contactos en la localidad, en particular un hombre, una persona sin escrúpulos y de temperamento cruel, al que una vez había prestado cierto servicio. Constant no creyó llegar a tener la menor dificultad para persuadirle de que había llegado la hora de que le devolviera el favor.

Constant tomó un fiacre para regresar al centro de la Bastide, y una vez allí siguió camino por las estrechas calles, hasta llegar a la parte posterior del Café des Négociants, en el bulevar Barbes. Allí se encontraba el más exclusivo de los clubes privados. Champán, tal vez una chica. Estando tan al sur, había más que nada carne oscura, no la pálida piel y el cabello rubio que él prefería. Pero ese día estaba dispuesto a hacer una excepción. Tenía ganas de celebrarlo.