Léonie miró en derredor, con urgencia, tratando de encontrar un lugar donde guarecerse, pero no halló nada. Sorprendida por el aguacero a mitad del camino en pendiente que unía la ciudadela con el barrio de la Barbacane, vio que no había ni árboles, ni edificios ni viviendas. Cansadas, sus piernas protestaron ante la idea de volver a subir a la Cité.
No tenía más remedio que continuar bajando.
Y bajó dando tumbos por la calzada, sujetándose las faldas por encima de los tobillos para que no se le empapasen debido al agua que bajaba en cascada sobre los adoquines. El viento la golpeaba en los oídos, la aturdía, le lanzaba la lluvia a rachas incluso por debajo del sombrero, y le hacía aletear el abrigo, que se le enredaba en las piernas.
No vio a dos hombres que la miraban junto al crucero de piedra que había en lo alto de la rampa. Uno iba bien vestido, resultaba incluso imponente, tenía estilo y era sin lugar a dudas una persona con posibles, e incluso de elevado estatus. El otro era bajo, moreno, e iba envuelto en un grueso capote napoleónico. Cruzaron algunas palabras. Brillaron las monedas al pasar de una mano enguantada a las sucias palmas de las manos del viejo soldado, y los dos hombres se separaron. El soldado desapareció en la Cité.
El caballero siguió a Léonie en su camino descendente.
Para cuando llegó Léonie a la plaza Saint-Gimer, estaba literalmente empapada. A falta de cualquier restaurante o café o centro público, no tuvo otra opción que guarecerse en la propia iglesia. Se apresuró al subir los peldaños de la escalera, moderna y sin encanto, y atravesó la cancela de metal entreabierta en la verja.
Léonie empujó la puerta de madera y entró. Aunque lucían las velas en el altar y en las capillas laterales, sintió temblores, pues hacía más frío dentro que fuera. Dio varios pisotones seguidos para sacudirse toda la lluvia que pudo, y le llegó el perfume de la piedra mojada y del incienso. Titubeó, pues se dio cuenta de que podría tener que quedarse en la iglesia de Saint-Gimer durante un buen rato, si bien resolvió que evitar un resfriado era más importante que su apariencia, y se quitó los guantes y el sombrero empapado.
Según fueron sus ojos acostumbrándose a la penumbra, Léonie cayó en la cuenta de que otras personas se habían visto también empujadas a buscar cobijo de la tormenta en la iglesia.
Formaban una extraña congregación. En la nave central y en las capillas laterales la gente paseaba despacio. Un caballero con sombrero de copa y un recio abrigo, con una dama cogida de su brazo, permanecía sentado y muy erguido, al igual que ella, en uno de los bancos, como si a ambos les desagradara el olor de allí dentro. Los residentes del barrio, muchos de ellos descalzos e inadecuadamente vestidos para la estación otoñal, se habían sentado en cuclillas sobre las losas del suelo. Había incluso un pollino y una mujer con dos gallinas, una debajo de cada brazo.
—Extraordinario panorama —oyó que le decía una voz casi al oído—. Pero hay que tener en cuenta que refugiarse en sagrado está permitido a todo el que lo solicite.
Sobresaltada al darse cuenta de que la estaba interpelando directamente a ella, Léonie se volvió en redondo y vio a un caballero que se encontraba a su lado. El sombrero de copa gris y el gabán gris del mismo tono eran distintivos de su clase, al igual que la empuñadura de plata del bastón y la contera o los guantes de cabritilla. La tradicional elegancia de su atuendo daba a sus ojos azules un aspecto más sobrecogedor.
Por un momento Léonie creyó haberlo visto antes.
Y entonces comprendió por qué. Aunque más ancho de hombros y más entrado en carnes, tenía cierto parecido de tez y de rasgos con su hermano. Había en él algo más, algo en su mirada directa, ladina, que causó un inesperado tumulto en el pecho de Léonie. El corazón empezó a latirle con fuerza y notó de repente un extraño calor bajo la ropa empapada.
—Yo… —se sonrojó, con un encanto especial, y bajó los ojos mirando al suelo.
—Perdóneme, no era mi intención ofenderla —dijo él—. En circunstancias normales jamás, naturalmente, habría interpelado yo a una dama sin mediar la presentación de rigor. Ni siquiera en un sitio como éste. —Sonrió—. Pero éstas son circunstancias un tanto insólitas, ¿no le parece?
Su cortesía la sosegó. Léonie alzó los ojos.
—Sí —reconoció—, la verdad es que lo son.
—Así pues, aquí estamos, compañeros de viaje en busca de un refugio que nos guarezca de la tormenta. Me pareció que tal vez las normas de etiqueta al uso podrían quedar en suspenso. —Se tocó el ala del sombrero y dejó al descubierto una frente amplia, un cabello castaño y reluciente, cortado con toda precisión, que le caía hasta el cuello duro de la camisa—. Así pues, ¿podemos considerarnos amigos mientras dure el chubasco? ¿No le ofendo si le hago esta petición?
Léonie negó con un gesto.
—Ni mucho menos —dijo ella con claridad—. Además, quizá tengamos que pasar aquí un buen rato. —Lamentó que a sus oídos sonase su voz demasiado tensa, demasiado aguda para ser del todo agradable. El desconocido, sin embargo, le sonreía, y no pareció reparar en el detalle.
—Es posible. —Miró en derredor—. Pero por observar el debido decoro, tal vez me permita usted la osadía de presentarme, y de ese modo dejaremos de ser dos desconocidos. Así, la persona a quien haya recomendado su cuidado no tendrá por qué preocuparse.
—Oh, yo estoy… —Léonie calló de pronto. Quizá no fuera prudente revelar que se encontraba sola—. Me encantaría aceptar su presentación, señor.
Con media reverencia, extrajo una tarjeta de visita del bolsillo.
—Victor Constant, mademoiselle.
Léonie aceptó la tarjeta de visita, elegantemente grabada, con una repentina excitación, que sin embargo quiso disimular estudiando detenidamente el nombre que figuraba en el rectángulo de buena cartulina. Trató de idear algo entretenido que decirle. También, se dijo, ojalá no se hubiera quitado los guantes. Bajo aquella mirada de tonalidad turquesa se sentía casi desnuda.
—Y… ¿me permite la impertinencia de preguntarle su nombre?
Escapó de sus labios una risa cristalina.
—Naturalmente. Qué estúpida soy. Lamento no…, lamento haber olvidado mis tarjetas de visita —mintió sin preguntarse el porqué—. Soy Léonie Vernier.
Constant tomó su mano y se la llevó a los labios.
—Enchanté.
Léonie notó una sacudida con el roce de los labios en su piel. Se oyó contener la respiración, notó el sonrojo en las mejillas y le cohibió el hecho de tener una reacción tan evidente, de modo que retiró los dedos.
Galante, él fingió no haberse dado cuenta. A Léonie le gustó ese detalle.
—¿Por qué da usted por sentado que me hallo al cuidado de alguien? —dijo cuando por fin se fió de sí misma y creyó que era capaz hablar sin atropellarse—. Podría acompañarme mi marido.
—Desde luego que podría —dijo él—, pero debo decirle que mucho dudo que haya un marido tan falto de caballerosidad que pueda dejar sola a una joven esposa tan bella como es usted. —Miró en derredor por toda la iglesia—. Y en semejante compañía.
Los dos recorrieron con los ojos el lamentable grupo de personas que se hallaban con ellos en la nave.
Léonie notó un aguijonazo de placer con el cumplido, pero disimuló su sonrisa.
—Mi marido podría haber ido simplemente en busca de ayuda.
—No hay hombre que sea tan tonto —dijo él, y hubo algo apasionado, algo casi brutal en su manera de decirlo, algo que causó en Léonie un vuelco en el corazón.
Él le miró la mano desnuda, en la que no vio una alianza de matrimonio.
—Bueno, debo reconocer que es usted muy perspicaz, monsieur Constant —replicó ella—. Y en efecto acierta al suponer que no tengo marido.
—¿Qué marido querría separarse de tal esposa, así fuera un solo instante?
Ella ladeó la cabeza.
—Y es que usted, por supuesto, no trata a su esposa de esa forma —dijo ella, y esas palabras tan osadas se le escaparon de la boca antes de que pudiera pensar en refrenarse.
—Por desgracia, no estoy casado —dijo él sonriendo lentamente—. Sólo quise decir que si tuviera yo la fortuna de gozar de tan preciada posesión, pondría todo el cuidado en ella.
Los ojos de ambos, verdes y azules, cruzaron sus miradas. Para encubrir la desbordante emoción que estaba experimentando, Léonie rió, y provocó que varios de los ciudadanos recogidos en el santuario en Saint-Gimer se volvieran a mirarla.
Constant se llevó el índice a los labios.
—Chisst —dijo, acercándose un poco más—. Nuestra conversación, sin duda, aquí no se sabe apreciar.
Bajó la voz un poco más, de modo que ella tuvo que acercarse, y lo hizo con gusto. De hecho, se hallaban tan cerca que prácticamente se estaban rozando. Léonie percibió el calor de él a su lado, y lo notó como si todo su costado se hallara ante un fuego de chimenea. Recordó lo que Isolde le había dicho del amor cuando estaban sentadas en el promontorio desde el que se dominaba el lago, y por vez primera tuvo un atisbo de lo que podría ser ese sentimiento.
—¿Puedo contarle un secreto? —le preguntó él.
—Por supuesto.
—Creo que sé qué le ha traído a este lugar, mademoiselle Vernier.
Léonie levantó las cejas.
—¿De veras?
—Tiene usted todo el aire de una damisela que se embarca en una aventura solitaria. Entró sola en la iglesia, empapada después del aguacero, lo cual me lleva a pensar que no le acompaña una criada, porque de lo contrario habría llevado un paraguas. Y sus ojos, que son como las esmeraldas, relumbran con la emoción del momento.
Un estallido de palabras iracundas, en voz alta, llegó de una familia española que estaba cerca de ellos, llamando la atención de Constant. Léonie no se sentía del todo ella misma, pero reparó en el peligro de sus sensaciones. Y que, llevada por la intensidad del momento, llegara a decir cosas que más adelante quisiera no haber dicho.
—Hay muchos trabajadores españoles en este barrio —comentó Constant como si acabara de percibir su incomodidad—. Hasta que comenzaron las obras de renovación de la fortaleza medieval, en 1847, la Cité era el centro de la industria textil de la ciudad.
Ella aún estaba dando vueltas al cumplido que él le había hecho.
«Sus ojos relumbran como esmeraldas».
—Es usted un hombre bien informado, monsieur Constant —dijo ella, tratando de mantener la concentración—. ¿Se dedica acaso a los trabajos de restauración? ¿Es tal vez arquitecto?
Imaginó que sus ojos azules destellaban de placer.
—Me adula usted, mademoiselle Vernier, pero no. No, no soy nada célebre. Mi interés tan sólo es el de un aficionado.
—Entiendo.
Léonie comprendió que no se le iba a ocurrir nada ocurrente que decirle. Ansiosa por mantener viva la conversación, trató de encontrar un tema que a él pudiera interesarle. Deseaba que él la considerase ingeniosa, inteligente, encantadora. Por fortuna, Victor Constant siguió adelante sin su ayuda.
—Ha existido una iglesia consagrada a Saint-Gimer cerca de este lugar desde finales del siglo XI. Este edificio en el que nos encontramos se consagró en 1859, después de que resultara evidente que el edificio original se hallaba tan deteriorado que lo más aconsejable sería construir una iglesia nueva en vez de iniciar la restauración.
—Entiendo —dijo ella, y torció el gesto.
Qué tonterías digo. Qué estúpida soy.
—La iglesia se comenzó a construir bajo los auspicios de monsieur Viollet-le-Duc —siguió explicando Constant—, aunque la construcción en sí muy pronto quedó en manos de un arquitecto de la ciudad, monsieur Cals, para que completase el trabajo según sus planos.
Le colocó entonces las manos sobre los hombros y le hizo darse la vuelta de modo que quedara de frente a la nave central. Léonie contuvo la respiración al notar un repentino e intenso calor en todo el cuerpo.
—El altar, el pulpito, las capillas y la reja son obra de Viollet-le-Duc —precisó él—. Muy típicas. Una mezcla de estilos, del norte y del sur. Trajeron muchos de los objetos decorativos del edificio original. Y aunque para mi gusto es un tanto moderna, resulta sin embargo un lugar con carácter. ¿No está de acuerdo, mademoiselle Vernier?
Léonie notó que sus manos abandonaban entonces sus hombros, rozándole la zona inferior de la espalda con el movimiento. Sólo pudo asentir. No se atrevió a decir palabra.
Una mujer sentada en el suelo, en uno de los pasillos laterales, a la sombra de un relicario iluminado por las velas, en la pared, se puso a cantar una nana para dormir al niño inquieto que tenía en los brazos.
Agradecida por la distracción, Léonie se volvió a mirarla.
Aquèla Trivala
Ah qu’un polit quartier
Es plen de gitanòs.
La letra llegó flotando por la iglesia hasta la nave en la que se encontraban Léonie y Victor.
—Tienen un gran encanto las cosas más sencillas —dijo él.
—Ésa es la lengua de los occitanos —añadió ella, deseosa de impresionarle—. En casa, las criadas la hablan cuando creen que nadie las escucha.
Se dio cuenta de que se aguzaba la atención que él le estaba prestando.
—¿En casa? —preguntó—. Perdóneme, pero por su manera de vestir y por su porte di por supuesto que se encontraba usted de paso, de viaje por esta región. La había tomado por una verdadera parisién.
Léonie sonrió ante el cumplido.
—Una vez más, monsieur Constant, su perspicacia le avala. Mi hermano y yo somos, ciertamente, sólo visitantes del Languedoc. Vivimos en el octavo arrondissement, no muy lejos de la estación Saint-Lazare. ¿Conoce usted el barrio?
—Sólo por los cuadros de monsieur Monet, lamento confesarlo.
—Desde las ventanas de nuestro salón se alcanza a ver la plaza Europe —dijo ella—. Si conociera la zona, podría ubicar nuestro domicilio a la perfección.
Él se encogió de hombros.
—En cuyo caso, si no es una pregunta demasiado impertinente, mademoiselle Vernier, ¿qué es lo que le trae por el Languedoc? Ya está muy avanzada la temporada para viajar.
—Estamos pasando un mes en casa de una familiar. Una tía.
Él hizo una mueca.
—Mis condolencias —dijo.
Pasó un instante hasta que Léonie comprendió que estaba bromeando.
—Oh —rió—, Isolde no es de esa clase de tías que usted se figura. No, no, nada de alcanfor y agua de colonia. Es bella y joven, y también es de París, eso de entrada. —Vio un destello en sus ojos, y no supo el porqué. Satisfacción tal vez, deleite incluso. Se sonrojó por el gusto, satisfecha de que él obviamente estuviera disfrutando con el flirteo tanto como ella misma.
Es completamente inofensivo.
Constant se llevó la mano al corazón e inclinó la cabeza.
—Me corrijo y retiro lo dicho —dijo.
—Le perdono —repuso ella con todo su encanto.
—Y esa tía suya —dijo él—, esa bella y encantadora Isolde, que es de París, ¿reside actualmente en Carcasona?
Léonie negó con un gesto.
—No. Sólo estamos pasando unos días en la ciudad. Mi tía tiene asuntos de negocios de los que ocuparse, cosas relacionadas con la finca de su difunto esposo. Esta noche vamos a un concierto.
Él asintió.
—Carcasona es una ciudad que tiene verdadero encanto. Ha mejorado mucho en estos últimos diez años. Hoy cuenta con muchos restaurantes excelentes, y tiendas, y hoteles. —Calló unos instantes—. ¿O acaso tienen ya alojamiento?
Léonie rió.
—Sólo vamos a pasar aquí unos días, monsieur Constant. El hotel Saint-Vincent es perfecto para nuestras necesidades.
Se abrió la puerta de la iglesia y entró una racha de aire frío, al tiempo que nuevos transeúntes se refugiaron de la lluvia. Léonie tembló al notar las faldas mojadas y pegadas a las piernas. Tenía frío.
—¿La tormenta le inquieta? —preguntó él con rapidez.
—No, no. Ni mucho menos —respondió, aunque le agradó su solicitud—. La finca de mi tía está en el monte. En las últimas dos semanas hemos visto rayos y truenos mucho peores que éstos, se lo aseguro.
—¿Así que se halla usted a cierta distancia de Carcasona?
—Estamos alojados al sur de Limoux, en la Haute Vallée. No muy lejos de la localidad balneario de Rennes-les-Bains. —Le sonrió—. ¿La conoce usted?
—Lamento decir que no —repuso—. Aunque debo añadir que la región de repente presenta para mí un interés considerable. Tal vez me anime a hacer una visita en un futuro no muy lejano.
Léonie se puso colorada ante el galante cumplido que le hizo.
—Está bastante aislada de todo, pero el campo en los alrededores es magnífico.
—¿Hay mucho ambiente de sociedad en Rennes-les-Bains?
Ella se echó a reír.
—No, pero estamos encantados con la vida tranquila. Mi hermano lleva una vida muy ajetreada en la ciudad. Hemos venido a descansar.
—Bueno, confío que el Midi goce del placer de su compañía durante algún tiempo aún —le dijo él con ternura.
Léonie notó que se le paraba el corazón.
La familia española, que seguía enzarzada en su discusión, se puso en pie de pronto. Léonie se volvió. Las puertas principales de la iglesia se encontraban abiertas.
—Parece que ya escampa, mademoiselle Vernier —dijo Constant—. Una lástima.
La última palabra la dijo con voz tan queda que Léonie le miró de reojo, extrañada de que una declaración de intereses tan manifiesta hubiera salido de sus labios. Pero su rostro era por completo inocente, y se quedó en la duda de haber interpretado correctamente o no lo que él quiso decir. Volvió a mirar hacia las puertas y se dio cuenta de que había salido el sol, que inundaba las escaleras aún mojadas de luz intensa y cegadora.
El caballero del sombrero de copa ayudó a su acompañante a ponerse en pie. Se levantaron del banco con todo cuidado y desfilaron por la nave. Uno por uno, el resto de los presentes comenzó a seguir sus pasos. A Léonie le sorprendió comprobar qué concurrida había llegado a estar la iglesia. Prácticamente no había reparado en ninguno de los presentes.
Monsieur Constant le ofreció el brazo.
—¿Vamos? —le dijo.
Su voz provocó un escalofrío en ella. Léonie titubeó unos instantes. Como si fuera a cámara lenta, se vio a sí misma extender la mano sin enguantar y apoyarla en la manga gris de su gabán.
—Es usted muy amable —le dijo.
Juntos, Léonie Vernier y Victor Constant salieron de la iglesia y se dirigieron rumbo a la plaza Saint-Gimer.