Léonie tuvo una punzada de inquietud al descender por el lado opuesto del puente. Ya no podía en esas circunstancias fingir que no estaba desobedeciendo las instrucciones que expresamente le había dado Anatole. Apartó la idea de sus pensamientos y se volvió a mirar por encima del hombro, y observó que las negras nubes de tormenta se concentraban sobre la Bastide.
En ese instante se dijo que sería sin duda más sensato permanecer en la otra margen del río, lejos de lo más adverso de la climatología. En efecto, no era aconsejable regresar, al menos por el momento, a la Basse Ville. Además, una aventurera, una exploradora, nunca renunciaría a su empeño solamente porque su hermano le hubiera dicho que no debía acometerlo.
El barrio de Trivalle era más inquietante, más pobre de lo que había imaginado. Vio a algunos chiquillos sucios y descalzos. A un lado del camino, un mendigo ciego, con los ojos vidriosos, yertos, envuelto en una tela que no se distinguía del color de las aceras húmedas. Con las manos renegridas por la suciedad y la miseria, tendió una taza de peltre en el momento en que ella pasó por delante. Dejó caer una moneda en el recipiente y siguió su camino con cautela por un trecho adoquinado, flanqueado por edificios de tres plantas, construcciones muy simples. Las persianas estaban despintadas, en un estado de visible abandono.
Léonie arrugó la nariz. La calle hedía a hacinamiento, a dejadez.
La cosa mejorará cuando llegue a la Cité.
El camino ascendía en una suave pendiente. Se encontró pronto lejos de los edificios y al aire libre, al comienzo de un trecho de vegetación que ascendía hasta los baluartes de la Cité. A su izquierda, en lo alto de una escalinata medio desmoronada, de peldaños de piedra, vio un recio portón de madera encastrado en una muralla centenaria, gris. Un cartel destartalado, desgastado por el tiempo, le anunció que era el convento de los Capuchinos.
O lo había sido en su día.
Ni Léonie ni Anatole se habían educado a la sombra represora de la Iglesia. Su madre era un espíritu libre ante todo, y las inclinaciones republicanas de su padre llevaron a Leo Vernier, tal como le explicó Anatole una vez, a considerar a los clérigos como verdaderos enemigos del establecimiento de una auténtica república, tanto o más que los residuos enquistados de la aristocracia. No obstante, la imaginación y el romanticismo de Léonie la llevaban a lamentar la intransigencia de la política y del progreso, que exigía que toda la belleza fuera sacrificada por una cuestión de principios. La arquitectura la conmovía aun cuando las palabras cuyos ecos se pudieran percibir en el interior del convento en el fondo le desagradasen.
Con ese ánimo reflexivo, Léonie siguió avanzando ante una espléndida muestra arquitectónica, la Maison de Montmorency, un edificio del siglo XVI con vigas de madera vistas desde el exterior y ventanas geminadas, cuyas vidrieras acristaladas en forma de rombos despedían destellos de luz en prismas azules, rosas y amarillos, a pesar de lo sombrío que se estaba poniendo el cielo.
Al llegar a lo alto de la calle Trivalle, dobló a la derecha. Al frente vio las torres altas y finas, de color arena, de la Porte Narbonnaise, la entrada principal de acceso a la Cité. El corazón le dio un vuelco ante la emoción que le produjeron las murallas en forma de doble anillo, jalonadas por las torretas, algunas de techo rojo, otras de pizarra gris, silueteadas todas ellas en el cielo plomizo.
Sujetándose las faldas con una mano, para que el ascenso le resultara más fácil, avanzó con energía redoblada. Al acercarse, vio los remates de las lápidas grises, con ángeles y cruces monumentales, por encima de las altas tapias de un cementerio.
Más allá se extendían los prados y los paseos.
Léonie se detuvo un momento a recuperar el aliento. La entrada a la ciudadela consistía en un puente adoquinado que salvaba un foso, ancho y plano, en el fondo del cual crecía la hierba. En la enfiladura del puente había una pequeña aduana o un puesto de vigía. Un hombre con un baqueteado sombrero de copa y bigote a la antigua usanza se encontraba con las manos en los bolsillos, alerta, pendiente de reclamar el pago correspondiente a los cocheros que introdujeran mercancías o a los comerciantes que transportaran barriles de cerveza con destino a la Cité y a muchos otros tratantes.
Encaramado en el ancho y no muy alto pretil de piedra se encontraba un hombre en compañía de dos soldados. Vestía un viejo capote de estilo napoleónico y fumaba una pipa de tallo largo, tan negra como sus propios dientes. Los tres hombres reían. Por un instante, Léonie se imaginó que abría los ojos más de la cuenta en el momento en que reparó en ella. La miró a los ojos un momento, una mirada cuando menos impertinente, antes de apartar los ojos y mirar a otra parte. Intranquila por esa atención, pasó de largo a toda prisa.
Al dejar atrás el puente, el viento del noroeste le dio de lleno con toda su fuerza. Se vio obligada a sujetarse el sombrero con una mano y con la otra afianzar las faldas que se le arremolinaban, para que no le impidieran caminar al enredársele en las piernas. Tuvo que empeñar toda su fuerza en avanzar paso a paso, los ojos entrecerrados para protegerse del polvo que el viento le arrojaba a la cara.
Dejó atrás el puente y entró propiamente en la Cité, donde se vio inmediatamente guarecida del viento. Hizo una pausa para recomponerse mejor la ropa y, poniendo cuidado para no mojarse las botas en el arroyo que bajaba hacia el desagüe por el centro del trecho adoquinado, se acercó hasta el espacio abierto del interior, entre los baluartes externos y las murallas que defendían las fortificaciones del interior. Había una bomba de agua, cuyo brazo metálico accionaban dos chiquillos, que escupía a borbotones el agua en un cubo de metal. A derecha a izquierda vio los restos de las humildes casuchas, recientemente demolidas para sanear la ciudadela. A la altura de los pisos más altos, suspendido casi en el aire, se veía un fogón, renegrido por el hollín, abandonado allí donde hubo viviendas años antes.
Arrepentida de no haber guardado la guía en el bolsillo antes de salir del hotel y de llevar tan sólo el plano de la Bastide, Léonie tuvo que preguntar por el camino, y se le informó de que para llegar al castillo sólo tenía que seguir todo derecho, hasta alcanzar las murallas del lado oeste de la fortificación. Según siguió caminando, le invadieron las dudas. Luego de la grandeza indudable del exterior V de los espacios de las hautes lices que barría el viento, el espacio comprendido entre la muralla exterior y la fortificación interior le resultó más oscuro, más siniestro de lo que había esperado. Además, la suciedad era omnipresente. Un fango de color pardo cubría casi del todo los resbaladizos adoquines. Despojos, residuos de todo tipo atoraban los desagües, sacudidos en esos momentos por el viento que ululaba entre los edificios, muy pegados unos a otros.
Léonie continuó por una calle estrecha, siguiendo la indicación de un rótulo pintado a mano que señalaba la dirección hacia el Cháteau Comtal, donde estaba acuartelada la guarnición. También le decepcionó. Había sido en su día la casa solariega de la dinastía Trencavel, señores de la Cité muchos siglos atrás. Léonie se había imaginado un castillo de cuento de hadas, como los que hubo en las orillas del Ródano o había aún en las del Loira. Se había imaginado patios y salones de gran tamaño, llenos de recuerdos de damas con vestidos de cola, de caballeros que emprendían viaje para participar en la batalla.
El Chateau Comtal parecía más bien lo que era, un sencillo edificio de uso militar, consagrado a la eficacia, a la disciplina diaria y, por tanto, aburrido. La torre de Vade, a la sombra de los muros, había pasado a ser un polvorín. Un solo centinela montaba guardia, hurgándose en los dientes con un palillo. Todo lo cubría un evidente manto de abandono, como si fuera un edificio tolerado, pero que nunca hubiera contentado a nadie.
Léonie escrutó un rato los alrededores protegida por el ala ancha de su sombrero, tratando de encontrar algún detalle de romanticismo en el sencillo puente, en la entrada funcional y estrecha del propio castillo, pero no hubo nada que le llamara la atención. Cuando se volvió, se le ocurrió que todo intento por rejuvenecer la Cité y darle la categoría de lugar de visita obligada para los turistas estaba condenado al fracaso. No pudo imaginar aquellas calles repletas de visitantes. Todo resultaba demasiado tedioso, carente del encanto necesario para ser del gusto de los visitantes contemporáneos. Las murallas recientemente reparadas, los sillares tallados a máquina, sólo subrayaban el estado ruinoso del entorno.
Tan sólo pudo albergar a duras penas la esperanza de que cuando terminasen las obras de restauración cambiase de veras el ambiente. Que los nuevos restaurantes, tiendas, tal vez incluso un hotel, insuflasen nueva vida en aquellas calles barridas por el viento. Léonie se paseó por los callejones. Algunos transeúntes más, damas con las manos protegidas por embozos de piel, caballeros provistos de bastón, con sombrero de copa, se daban unos a otros las buenas tardes.
El viento soplaba allí con más fuerza, y Léonie se vio obligada a sacar el pañuelo del bolso y a ponérselo sobre la boca y la nariz para protegerse de las rachas más fuertes de viento húmedo. Avanzó por un punto en el que la calle se estrechaba de manera especial y se encontró, al salir del otro lado, de pie ante un antiguo crucero de piedra, con vistas a unos huertos dispuestos en terrazas por la ladera, con algunas viñas, corrales llenos de gallinas, cobertizos para los conejos. Abajo, un grupo de casas pequeñas, apiñadas.
Desde aquel mirador improvisado acertó a ver con claridad lo crecido que bajaba el río. Una masa tumultuosa de aguas negras, que pasaba a raudales por los molinos y movía las aspas con auténtico afán. Más allá se extendía la Bastide ante sus ojos. Distinguió la torre esbelta de la catedral de Saint-Michel y el alto campanario de la iglesia de Saint-Vincent, tan cerca de su hotel. Léonie sintió una punzada de ansiedad. Contempló el cielo amenazante y cada vez más negro y se dio cuenta de que lo más aconsejable era regresar cuanto antes a la Bastide. Pensó que podría quedarse aislada en esa margen del río, atrapada, si realmente ascendiera el nivel del agua. La Basse Ville le pareció de pronto que se encontraba a una distancia considerable. La historia que había inventado para explicarle a Anatole, en la que ella terminaba por desorientarse y perderse en las estrechas calles de la Bastide, no serviría de nada si una inundación le impidiera regresar.
Un repentino movimiento sobre su cabeza la llevó a levantar los ojos al cielo. Una bandada de cuervos negros sobre el cielo grisáceo volaba sobre las torretas y las almenas batallando con el viento. Léonie decidió apresurarse. La primera gota de lluvia le alcanzó en la mejilla. Y luego otra y otra más, cada vez más seguidas, más gruesas, más frías. Empezó a caer la lluvia a manta y se oyó un único y repentino trueno. De pronto, a su alrededor, todo quedó anegado por el agua.
La tormenta, que durante tanto tiempo había sido sólo una amenaza, había llegado con toda su crudeza.