CARCASONA
JUEVES, 22 DE OCTUBRE
A las cuatro y media, el coche arrancó en la amplia avenida del Domaine de la Cade con Anatole, Léonie e Isolde a bordo. Marieta iba en el pescante con Pascal, que llevaba las riendas, con una sola manta sobre las rodillas de ambos.
Era un coche cerrado. La capota de cuero resquebrajado aquí y allá no les protegía del frío y el relente de las horas previas al amanecer. Léonie iba envuelta en su largo abrigo negro, la capucha echada sobre la cabeza, cálidamente recostada entre su hermano y su tía detectó el olor a moho y a alcanfor de las pieles, utilizadas por vez primera en todo el otoño, que la cubrían desde el mentón hasta la punta de los pies.
A ojos de Léonie, la luz azulada del alba y el frío intenso en el coche no hacían sino resaltar aún más la sensación de aventura que tenía. Lo romántico que le resultó emprender viaje antes de que amaneciera, la perspectiva de pasar dos días en Carcasona y explorar a fondo la ciudad medieval, asistir a un concierto, almorzar y cenar en restaurantes…
Los faroles del coche chocaban violentamente contra los laterales a medida que avanzaban a buen paso hacia el camino de Sougraigne, dos puntos de luz mínima en medio de la oscuridad reinante. Isolde reconoció que había dormido mal y que por eso se sentía algo mareada. Apenas dijo nada. Anatole también guardó silencio en ese tramo del trayecto.
Léonie estaba completamente despierta. Percibía intensamente el olor matinal de la tierra húmeda, pesada, y los aromas entreverados de los ciclámenes y los tejos, de las moreras y los castaños de Indias. Aún era demasiado temprano para que cantase la alondra o zurease la paloma, y en cambio oyó el ulular de algún búho que volvía al nido después de su noche de caza.
A pesar de haber emprendido viaje tan temprano, el tiempo borrascoso hizo que el tren llegase con más de una hora de retraso a Carcasona.
Léonie e Isolde aguardaron un rato mientras Anatole se encargaba de buscar un coche de punto. Sin embargo, al poco rato atravesaban el puente Marengo a toda velocidad, con destino a un hotel en un barrio al norte de la Bastide Saint-Louis que les había recomendado el doctor Gabignaud.
Situado en la calle Port, en la esquina de una bocacalle tranquila, cerca de la iglesia Saint-Vincent, era un establecimiento modesto y, sin embargo, confortable. Un semicírculo formado por tres escalones de piedra daba acceso desde la acera a la entrada, una puerta pintada de negro y enmarcada en piedra tallada. La acera se hallaba elevada sobre los adoquines de la calle. Pegados a la pared, y en tiestos de terracota, como centinelas de guardia, había dos arbolillos. Las plantas colocadas en los alféizares de las ventanas proyectaban sombras verdes y blancas sobre las persianas recién pintadas. En el lateral, un rótulo anunciaba HOTEL ET RESTAURANT en grandes letras mayúsculas.
Anatole se ocupó de todas las formalidades y cuidó de que los equipajes fueran trasladados a las habitaciones. Tomaron una suite en la primera planta para Isolde, Léonie y la criada, y una individual para él en el mismo pasillo, algo más adelante.
Tuvieron un almuerzo ligero en la brasserie del hotel y acordaron reunirse en el hotel a las cinco y media para cenar temprano antes de ir al concierto. La cita que tenía Isolde con los abogados de su difunto esposo era a las dos en punto en una calle llamada Cafriere Mage. Anatole se ofreció a acompañarla. Cuando se fueron, obligaron a Léonie a prometer que no iría a ninguna parte sin la compañía de Marieta, y también que de ninguna manera se aventuraría sola por la otra margen del río, más allá de los límites de la Bastide.
Había vuelto a llover. Léonie se entretuvo charlando con otra huésped que estaba alojada en el hotel, una viuda de cierta edad, madame Sánchez, que llevaba años visitando Carcasona. Le explicó que la parte baja de la ciudad, la llamada Basse Ville, según dijo, estaba construida siguiendo una trama reticular, al estilo de las modernas ciudades de Estados Unidos, es decir, como eran las poblaciones de los romanos, con dos ejes perpendiculares que se cruzaban en una plaza. Sirviéndose del lápiz de Léonie, madame Sánchez le marcó el hotel y la plaza central de la ciudad en el plano de la ciudad que le habían facilitado en recepción. También le avisó de que eran muchos los nombres de calles que habían cambiado.
—Los santos han cedido ante los generales —dijo meneando la cabeza—. Así las cosas, ahora escuchamos a la banda de música en la plaza Gambetta, y no, como antes, en la plaza Sainte-Cécile. Le puedo dar fe de que la música suena exactamente igual.
Al darse cuenta de que parecía escampar, y por estar impaciente de iniciar su excursión, Léonie se disculpó y aseguró a madame Sánchez que sabría ingeniárselas perfectamente, para acto seguido darse prisa con los preparativos para emprender la marcha cuanto antes.
Mientras Marieta se desvivía por mantenerse a su paso, y ella andaba más bien ligera, se encaminó hacia la plaza mayor, la Place aux Herbes, guiada por los gritos de los vendedores ambulantes y los comerciantes que tenían puesto fijo, por el traqueteo de los carros y el tintineo de los arneses que se oían por toda la angosta calle que habían tomado. A medida que se fue acercando, se dio cuenta de que muchos de los puestos se hallaban ya a punto de ser desmantelados. A pesar de todo, era delicioso el olor a castañas asadas y a pan recién horneado. De unos contenedores de metal, calientes, que colgaban de la trasera de un carro de madera, un comerciante servía cuencos de ponche con sabor a azúcar y canela.
La Place aux Herbes era una plaza sin pretensiones pero bellamente proporcionada, cercada por edificios de seis plantas en sus cuatro esquinas, y con estrechas callejuelas y pasajes que las comunicaban. El centro lo dominaba una ornamentada fuente del siglo XVIII dedicada a Neptuno. Por debajo del ala del sombrero, Léonie leyó el rótulo, como cualquier turista que se preciara, si bien la obra le pareció vulgar, poco interesante.
Las ramas de los plátanos que le daban sombra, con los troncos de corteza multicolor, empezaban a perder sus hojas, y los que quedaban estaban pintados en tonos cobrizos, verdes claros, oro. Por todas partes se veían los paraguas y los parasoles de colores intensos, que guarecían del viento y de la lluvia que aún amenazaba caer sobre los cestos aún repletos de verduras y de fruta fresca, de hortalizas y flores de otoño. En otras corbeilles de mimbre más recio, las mujeres con pañoletas negras en la cabeza vendían el pan y el queso de cabra.
Para sorpresa de Léonie, y para su deleite, casi la totalidad de la fachada de uno de los laterales de la plaza la ocupaban unos grandes almacenes. El nombre, en mayúsculas muy visibles, estaba sujeto mediante alambres a los balcones de hierro forjado: PARÍS CARCASSONNE. Aunque sólo era la una y media, las bandejas de mercancía rebajada —soldé d’articles, rédame absolüment sacrifié— estaban expuestas sobre una sucesión de mesas de caballete a la entrada de la tienda. De los toldos, en ganchos de metal, colgaban escopetas, vestidos de prét-a-porter, cestos, toda suerte de objetos y utensilios domésticos, e incluso hornos y hornillos para la cocina.
Podría comprarle algo de equipamiento a Anatole.
El pensamiento le sobrevino y desapareció en el acto. Tenía muy poco dinero y allí era imposible que le vendieran nada a crédito. Además, ni siquiera sabría muy bien por dónde empezar. Así las cosas, decidió pasear y deleitarse en el mercado. Allí, o al menos así se lo pareció, las mujeres y los contados hombres que vendían sus productos sonreían con un rostro ante todo franco. Tomó entre las manos las verduras, frotó con los dedos las hierbas aromáticas, aspiró el aroma de las flores de tallo alto, todo ello de un modo que jamás habría llegado a soñar hacerlo en París.
Cuando satisfizo su curiosidad y vio toda la Place aux Herbes, decidió aventurarse por las callejuelas que circundaban la plaza. Caminó hacia el oeste y se encontró en la Carriére Mage, la calle en que tenían su bufete los abogados de Isolde. En la parte alta de la calle había sobre todo oficinas y ateliers de couturiéres. Se detuvo un instante delante de Tissus Cathala. Por la puerta de cristal llegó a ver las telas de todos los colores imaginables, así como toda clase de tejidos estampados y útiles de costura. En las persianas de madera, a uno y otro lado de la entrada, había clavados sendos dibujos de les modes masculine et féminine, sujetos con chinchetas, que exponían desde trajes de día para caballeros hasta vestidos para señora, para tomar el té, y capas de distinto corte.
Léonie se entretuvo examinando los patrones de costura y mirando a ratos por la calle, hacia el despacho de los abogados, pensando que tal vez llegaría a ver a Isolde y Anatole cuando salieran. Pero fueron pasando los minutos sin que hubiera rastro de ellos dos, y las tiendas que había más abajo le llamaron la atención.
Con Marieta siguiéndola como su sombra, se encaminó al este en dirección al río. Se detuvo para mirar los escaparates de varios establecimientos que se dedicaban al comercio de antigüedades. Había una librería cuyos escaparates estaban llenos de anaqueles oscuros, de volúmenes con el lomo rojo o verde, encuadernados en piel. En el número 75 había una épicerie fine, de donde le llegó el olor incitante de un café recién molido y tostado, fuerte y amargo. Por un instante se quedó en la acera mirando por los tres altos ventanales. En el interior, los estantes de madera y de cristal eran todo un muestrario de diversos granos de café, de trastos diversos, de cacharros para el hornillo y para el fuego.
El rótulo que se leía sobre la puerta decía «Elie Huc». En el interior, los embutidos secos colgaban del techo a un lado del mostrador. Al otro, manojos de tomillo, de salvia, de romero, y una mesa cubierta de platos y tarros llenos de cerezas y ciruelas dulces, en conserva.
Léonie decidió comprar algo para Isolde, un regalo para agradecerle que se hubiera ocupado de todo lo necesario para hacer ese anhelado viaje a Carcasona. Entró en la cueva de Aladino y dejó que Marieta la esperase retorciéndose las manos con ansiedad en la acera.
Regresó a los diez minutos con una bolsa de papel blanco en la que llevaba un excelente café de Arabia y un tarro alto de fruta glaseada.
Empezaba a aburrirle la mirada inexpresiva de Marieta, su presencia constante, como un perro.
¿Me atreveré?
Léonie tuvo una chispa de malicia, ante la traviesa idea que se le acababa de ocurrir de pronto y sin previo aviso. Anatole a buen seguro la iba a regañar duramente. Pero tampoco era indispensable que se enterase, al menos si se daba prisa, y con tal de que Marieta supiera guardarle el secreto. Léonie miró a uno y otro lado de la calle. Vio algunas mujeres de su misma clase social que caminaban sin compañía, seguramente para tomar el fresco. Tuvo que reconocer que no era lo normal, pero había unas cuantas, sin duda. Y ninguna parecía prestar la menor atención. Anatole era demasiado fastidioso en algunas cosas.
En un ambiente como éste, no necesito un perro guardián.
—No tengo ganas de cargar con estos paquetes —le dijo a Marieta, y le encasquetó ambos bultos a la vez mientras hacía como que miraba el cielo—. Temo que se ponga a llover otra vez —añadió—. Lo mejor sería que tú te llevases los paquetes al hotel y que volvieras con un paraguas. Te esperaré aquí mismo.
La preocupación fue patente en los ojos de Marieta.
—Pero si el sénher Vernier insistió en que no me separase de usted…
—Es un recado que no te llevará más de diez minutos —dijo Léonie con firmeza—. Estarás de vuelta sin que él se entere nunca de que te has ido. —Dio una palmada en el paquete blanco—. El café es un regalo para mi tía, y no me gustaría que se estropease. Cuando vuelvas, no olvides traer un paraguas. Así estaremos más tranquilas y protegidas de la lluvia en caso de necesitarlo. —E hizo hincapié en el punto fundamental de su argumento—. A mi hermano no le agradaría que pillara un resfriado.
Marieta titubeó, mirando ambos paquetes.
—Vamos, date prisa —dijo Léonie con impaciencia—. Te esperaré aquí mismo.
Dubitativa, y mirando atrás a la vez que echaba a caminar, la criada apretó el paso para subir por la Carriére Mage, mirando repetidas veces por encima del hombro para asegurarse de que su joven señora no se había volatilizado.
Léonie sonrió, encantada con lo inofensivo del subterfugio al que había recurrido. No tenía la intención de olvidar las instrucciones de Anatole y salir del barrio de la Bastide. Por el contrario, tenía la sensación de que, con la conciencia bien limpia, podría acercarse hasta el río y echar al menos un vistazo a la ciudadela medieval desde la margen derecha del Aude.
Tenía verdadero interés por ver la Cité de la que le había hablado Isolde, y por la que monsieur Baillard sentía tan gran afecto. Sacó el plano del bolsillo y lo estudió.
No puede quedar tan lejos.
Si Marieta, por pura cuestión de mala suerte, estuviera de vuelta antes que ella, Léonie siempre podría explicarle con toda tranquilidad que había resuelto buscar por su cuenta el despacho de abogados con el fin de poder regresar con Isolde y Anatole, y que por esa razón se había separado de la criada.
Satisfecha con su plan, cruzó la calle Pelisserie con la cabeza bien alta. Se sentía independiente, aventurera, moderna, y le agradó esa sensación. Pasó por los soportales con columnas de mármol del ayuntamiento, en cuyo mástil ondeaba una impecable tricolor, y avanzó en dirección a lo que, por el plano, había creído que eran las ruinas del antiguo monastére des Clarisses. En lo alto de la única torre que quedaba en pie, una cúpula decorativa cubría una campana solitaria.
Léonie salió de la trama reticular de calles bulliciosas y se internó en la tranquilidad de la plaza Gambetta, con sus árboles ordenados. Vio una placa conmemorativa de un arquitecto de Carcasona, Léopold Petit, que había diseñado y supervisado la construcción de los jardines. Había un estanque en el centro de la plaza, con un solo surtidor que, desde debajo de la superficie, expelía el agua, que alcanzaba una altura considerable, con lo que se creaba una curiosa neblina en derredor. Un quiosco de música de estilo japonés se hallaba rodeado de sillas de tijera pintadas de blanco. El desorden de las sillas, los restos de los envoltorios de helado, de papeles encerados, de colillas de puros, le hicieron pensar que el concierto al aire libre había terminado bastante antes. El suelo estaba cubierto de panfletos en los que se anunciaba un concierto, con huellas de barro en los blancos papeles. Léonie se agachó y cogió uno.
Dejando atrás el espacioso verdor de la plaza Gambetta, dobló a la derecha por una sombría calle adoquinada que recorría uno de los laterales del hospital y prometía alcanzar un punto desde el cual se debía de gozar de una vista panorámica al pie del Pont Vieux.
En lo alto de la fuente, en un cruce de tres calles, vio una figura de bronce. Léonie frotó la placa para leer la inscripción. Se trataba, indistintamente, de La Samaritaine, o Flora, e incluso Pomona. Por encima de la heroína clásica, como si la escoltase, aparecía un santo cristiano, san Vicente de Paúl, que contemplaba todo el paisaje desde el Hópital des Malades, ya a la entrada del puente. Su benigna y pétrea mirada, sus brazos abiertos, parecían concentrarse en la capilla, en su arco de piedra a la entrada, en el rosetón que tenía encima.
Todo delataba beneficencia, dinero, riqueza.
Léonie desembocó en el cruce y desde allí tuvo su primera visión de la Cité, la ciudadela medieval encaramada en un cerro, en la margen opuesta del río. Contuvo la respiración. Le pareció un conjunto magnífico, pero también de escala humana, incluso más de lo que se había imaginado. Había visto las postales de la Cité, con las famosas palabras de Gustave Nadaud a modo de emblema: «Il ne faut pas mourir sans avoir vu Carcassonne». No hay que morirse sin haber visto Carcasona. Pero siempre había pensado que era poco más que un lema publicitario. Ahora que estaba allí, se dio cuenta de que estaba en lo cierto.
Léonie vio que el río bajaba muy alto. De hecho, en algunos tramos rebosaba la orilla y encharcaba los prados, además de lamer los cimientos de la capilla de San Vicente de Paúl y los edificios del hospital.
No tenía ninguna intención de seguir desobedeciendo a Anatole, a pesar de lo cual comenzó a ascender por la pendiente suave del puente de piedra, que salvaba el río con una serie de arcos.
Unos cuantos pasos más y me doy la vuelta para regresar.
La otra orilla era muy arbolada. Entre las copas de los árboles, entre las ramas, Léonie vio los molinos de agua, los tejados planos de las destilerías y de las fábricas de productos textiles, con sus filatures mécaniques. Era sorprendentemente rural, pensó; era como un residuo de un mundo más antiguo que el suyo.
Alzó los ojos para ver a un torturado Jesucristo de piedra, clavado en la cruz en el bec central del puente, un nicho abierto en el múrete, en el que los viajeros podían sentarse un rato a descansar o a guarecerse del paso de los carruajes o las carretas.
Dio un paso más, y sin siquiera haber tomado la decisión conscientemente, pasó de la seguridad que tenía garantizada en la Bastide al romántico ambiente de la Cité.