DOMAINE DE LA CADE
Sólo habían pasado dos semanas desde que Léonie partiera de París, pero ya le resultaba difícil recordar las pautas con arreglo a las cuales habían transcurrido sus días en casa. Para su sorpresa, entendió que no echaba de menos una sola cosa de su vida anterior. Ni el paisaje, ni las calles, ni la compañía de su madre o del resto del vecindario.
Tanto Isolde como Anatole parecían haber experimentado también una especie de transformación desde la noche de la cena de gala. Los ojos de Isolde ya no los velaba la angustia, y aunque se cansaba con facilidad y por las mañanas a menudo permanecía en su habitación, su tez era radiante. Tras el innegable éxito social de la reunión, y con el genuino agradecimiento de las cartas por la invitación, resultó evidente que Rennes-les-Bains estaba perfectamente preparado para dar la bienvenida a la viuda de Jules Lascombe en el seno de la buena sociedad.
Durante estas dos apacibles semanas, Léonie pasó todo el tiempo que pudo al aire libre, explorando palmo a palmo la finca, aunque evitó internarse por el sendero abandonado que conducía al sepulcro. La combinación del sol con las primeras lluvias del otoño había pintado el mundo de vividos colores. Los rojos intensos, los verdes oscuros, el envés dorado de las ramas y las hojas, el carmesí de los álamos cobrizos y el amarillo yema de la retama tardía. El canto de los pájaros, el ladrido de un perro solitario que llegaba desde el valle, el rumor de la maleza, cuando un conejo se escabullía en busca de un refugio, las suelas de sus botas al desplazar los guijarros y las ramas, el coro de cigarras que vibraban en los árboles; el Domaine de la Cade era sencillamente espectacular. A medida que el tiempo iba poniendo distancia con respecto a las sombras que había percibido aquella primera tarde, y al frío helador del sepulcro, Léonie empezó a sentirse en la finca como si realmente estuviera en su casa. Empezó a resultarle incomprensible que su madre, de niña, hubiera sentido algo inquietante tanto en la finca como en la mansión, algo que la había llevado ser desdichada. Al menos, eso se dijo Léonie. Era un lugar en el que reinaba la tranquilidad.
Sus días se fueron adaptando a una cómoda rutina.
Casi todas las mañanas dedicaba un rato a pintar. Había querido embarcarse en una serie de paisajes de tema nada exigente, más bien tradicional, el carácter cambiante de la campiña en otoño. Pero a raíz del éxito inesperado que tuvo la tarde de la cena de gala gracias a su autorretrato, sin haber tomado en ningún momento la decisión consciente de hacerlo, se embarcó sin darse cuenta en una serie de reproducciones, hechas de memoria, de los otros siete retablos que vio en el sepulcro. Más que un regalo para su madre, tuvo entonces la idea de que esa serie de cuadros podrían ser un bonito recuerdo para Anatole, un recuerdo de su estancia en el sur. Estando en su casa, en París, en las galerías y los museos, en las grandes avenidas, en aquellos jardines tan cuidados, los encantos de la naturaleza hasta entonces no la habían conmovido. Allí, en cambio, Léonie descubrió que poseía una clara afinidad con los árboles, con las vistas que disfrutaba desde su ventana. E introdujo poco a poco el paisaje del Domaine de la Cade en cada una de las ilustraciones que fue pintando.
Algunos de los retablos acudieron con más presteza que otros a su memoria y a su pincel. La imagen de El Loco adquirió los rasgos de Anatole, la expresión de su rostro, su figura, su tono de piel.
La Sacerdotisa encontró la elegancia y el encanto que Léonie relacionaba con Isolde.
No intentó reproducir a El Diablo.
Después del almuerzo, casi todos los días Léonie se sentaba a leer en su habitación, o bien salía a pasear con Isolde por los jardines. Su tía se mostraba discreta y circunspecta en todo lo relativo a las circunstancias de su matrimonio, aunque Léonie a pesar de todo se las ingenió para hacerse con datos, con información suficiente para hilvanar una historia bastante completa, o en todo caso satisfactoria.
Isolde se había criado en los suburbios de París, al cuidado de una tía ya anciana, una mujer fría y amargada para la cual ella apenas pasó de ser una damisela de compañía a la que no se pagaba por sus servicios. Liberada a raíz del fallecimiento de su tía, y al verse con muy escasos medios de subsistencia, tuvo la fortuna de abrirse paso en la ciudad cuando ya tenía veintiún años, edad a la que pasó a trabajar en la casa de un financiero y de su esposa. Ésta era una conocida de la anciana tía de Isolde; había quedado ciega años antes y requería de constante ayuda. Los deberes de Isolde no fueron excesivos. Tomaba al dictado las cartas de la señora y redactaba su correspondencia, le leía en voz alta los periódicos y las últimas novelas salidas en el mercado, además de acompañar a la señora a los conciertos y a la ópera. Por la calidez con que le habló Isolde de aquellos años, Léonie comprendió que había llegado a tener verdadero aprecio por el financiero y su señora. A través de ellos adquirió una buena cultura, tuvo relaciones sociales, aprendió las labores de una buena costurera. Isolde no fue muy explícita a la hora de aclarar las razones por las que la habían despedido, aunque Léonie dedujo que había tenido mucho que ver en ello la conducta inapropiada del hijo del financiero.
Sobre todo lo tocante a su matrimonio, Isolde se mostró más reservada. Estaba claro, sin embargo, que la necesidad y la oportunidad tuvieron un papel importante cuando ella aceptó la propuesta matrimonial que le hizo Jules Lascombe, tanto o más que el amor. Fue más un asunto de negocios que de romanticismo.
Léonie se enteró también de que en la década de 1870 habían tenido lugar en la región una serie de incidentes que habían causado una gran inquietud en Rennes-les-Bains, y que por alguna oscura razón, o que ella al menos no acertó a comprender, dichos incidentes afectaron al Domaine de la Cade. Isolde no aclaró los detalles específicos de todo aquello, aunque al parecer hubo una serie de ataques de los que fue víctima el ganado, ataques llevados a cabo por algún animal salvaje, y se rumoreó que también algunos niños fueron objeto de agresiones brutales. Hubo asimismo acusaciones de que habían tenido lugar ceremonias depravadas o al menos inapropiadas en la capilla desacralizada que se encontraba en el bosque, dentro de las lindes de la propiedad.
Al enterarse de esto, a Léonie le fue difícil ocultar sus sentimientos más íntimos. Se quedó lívida y acto seguido se puso colorada al recordar los comentarios de monsieur Baillard, cuando le contó que el abad Sauniére había sido convocado para que tratara de aquietar a los espíritus del lugar. Léonie quiso saber algo más, pero en el fondo se trataba de una historia que Isolde conocía sólo de segunda mano, algo de lo que tuvo noticia mucho después de que sucediera, de modo que no pudo o no quiso contárselo con más detalle.
En otra conversación, Isolde habló a su sobrina de que a Jules Lascombe se le consideraba en la localidad una especie de ermitaño. Sólo desde la muerte de su madrastra y desde que su hermanastra se marchara, vivía contento, en absoluta soledad. Según le explicó Isolde, no tenía el menor deseo de contar con compañía de ninguna clase, y menos aún con una esposa. Sin embargo, en Rennes-les-Bains era cada vez mayor la desconfianza que inspiraba su condición de soltero impenitente, por lo que Lascombe empezó a suscitar toda clase de suspicacias. En el pueblo se preguntaban, y lo hacían incluso a voces, por qué había huido su hermana de la finca años antes. Si realmente se había tratado de una huida, dicho sea de paso.
Según le explicó Isolde, la lluvia de chascarrillos e insinuaciones fue en aumento, y llegó a arreciar de tal manera que Lascombe se vio obligado a pasar a la acción. En el verano de 1885 el nuevo sacerdote de la parroquia de Rennes-le-Cháteau, Bérenger Sauniére, sugirió a Lascombe que la presencia de una mujer en el Domaine de la Cade serviría seguramente para aquietar al vecindario.
Un amigo de ambos hizo que Isolde y Lascombe se conocieran en París. Lascombe dejó bien claro que le resultaría aceptable, que le resultaría incluso agradable, que su joven esposa pasara la mayor parte del año en la ciudad; él se ocuparía de todos sus gastos, con la condición de que se personara en Rennes-les-Bains siempre que él se lo exigiera. A Léonie se le pasó por la cabeza una elemental pregunta, aunque no tuvo la osadía de formularla. ¿Había llegado el matrimonio a consumarse?
La historia estaba teñida de pragmatismo y no tenía el menor ribete romántico. Y aunque sirvió de respuesta a muchas de las preguntas que Léonie deseaba formular sobre la naturaleza del matrimonio que había unido a su tía con su tío, no terminaba de explicar a quién se pudo referir Isolde cuando le habló con tanta ternura, e incluso con vehemencia, en aquel primer paseo que dieron juntas, y le expuso su opinión sobre el amor. En aquella ocasión insinuó que existía una gran pasión, que podría estar sacada de las páginas de una novela. Dejó entrever tentadores retazos de experiencias que Léonie por su parte sólo podría haber soñado.
A lo largo de aquellas dos primeras semanas de octubre, tan apacibles, las tormentas anunciadas en las previsiones climatológicas no llegaron a materializarse. Brilló el sol con intensidad, aunque no apretó demasiado el calor. Soplaba una brisa templada, moderada, que no alteró la tranquilidad de aquellos días. Fue una temporada de gozo, en la que apenas nada trastornó la cotidianidad de la vida doméstica, contenida en sí misma, que iban construyendo y disfrutando los habitantes del Domaine de la Cade.
La única sombra que empañaba el horizonte era la falta de noticias sobre su madre. Marguerite nunca había sido muy constante a la hora de escribir cartas, por no decir que pecaba de indolencia en este sentido, pero no haber recibido comunicación alguna por su parte era, si no inquietante, cuando menos sorprendente. Anatole trató de tranquilizar a Léonie asegurándole que la explicación más lógica era que alguna carta suya se hubiera extraviado en el coche del correo que sufrió un accidente la noche de la tormenta. El jefe de la oficina de correos le había dicho que toda una saca llena de cartas, paquetes y telegramas se había perdido, al caer debido al impacto del accidente a las aguas del río Salz, con lo que se la llevó la corriente del río desbordado.
A instancias de Léonie, que fue sumamente insistente, Anatole accedió de mala gana a ser él quien escribiera. Envió la carta a la vivienda de la calle Berlin, pensando que tal vez Du Pont hubiera tenido que regresar a París, con lo que Marguerite estaría en casa y podría recibir la carta en mano.
Mientras Léonie lo miraba, Anatole colocó el sello de lacre en el sobre y lo dio al criado para que a su vez lo llevase a la oficina de correos de Rennes-les-Bains, y en ese momento tuvo ella un sentimiento de temor que la abrumó de manera incomprensible. A punto estuvo de extender la mano para impedirle que hiciera entrega de la carta, pero se contuvo. Era una tontería. No podía pensar de veras que los acreedores de Anatole siguieran empeñados en perseguirle.
¿Qué perjuicio puede desprenderse del hecho de enviar una carta?
Al término de la segunda semana de octubre, cuando se llenó el aire del olor de las hogueras del otoño y del perfume de las hojas caídas, Léonie sugirió a Isolde que tal vez pudieran hacer una visita a monsieur Baillard. O bien invitarle de nuevo al Domaine de la Cade. Se llevó un chasco. Isolde le informó de que había tenido conocimiento de que monsieur Baillard inesperadamente había abandonado el domicilio que tenía en Rennes-les-Bains, y que no se esperaba que regresara antes de la víspera de la fiesta de Todos los Santos.
—¿Y adonde ha ido?
Isolde negó con un gesto.
—Nadie lo sabe con certeza. Se cree que a los montes, pero nadie está seguro.
Léonie seguía deseosa de ir a Rennes-les-Bains. Aunque Isolde y Anatole no parecían dispuestos, finalmente cedieron y se pusieron de acuerdo para visitar la localidad el viernes 16 de octubre.
Pasaron una agradable mañana en el pueblo. Se encontraron casualmente con Charles Denarnaud y tomaron café con él en la terraza del hotel Reine. A pesar de su bonhomía y su cordialidad, Léonie no logró tomarle verdadero aprecio, y por la reserva con que se condujo su tía se dio cuenta de que Isolde tenía sentimientos muy similares a los suyos.
—No me inspira ninguna confianza —susurró Léonie—. Hay algo de hipocresía en su manera de comportarse.
Isolde no respondió a las claras, pero levantó las cejas de una manera tal que confirmó las aprensiones de Léonie, o al menos le indicó que las compartía. Léonie sintió alivio cuando Anatole se puso en pie para despedirse.
—Entonces, Vernier, ¿vendrá conmigo a cazar alguna de estas mañanas de otoño? —inquirió Denarnaud, y estrechó la mano de Anatole—. Abundan los jabalíes en esta época del año. Y también hay urogallos y palomas torcaces.
Los ojos castaños de Anatole se animaron visiblemente ante la propuesta.
—Sería un placer, Denarnaud, aunque le advierto que mi entusiasmo es mayor que mi puntería. Además, me avergüenza confesarlo, pero no estoy preparado. No tengo armas.
Denarnaud le dio una palmada en la espalda.
—De las armas y las municiones me ocupo yo si usted costea el desayuno.
Anatole sonrió.
—Trato hecho —contestó, y a pesar de la antipatía que le suscitaba aquel individuo, a Léonie le agradó el aire de placer que la promesa de una excursión había dejado en el rostro de su hermano.
—Señoras —dijo Denarnaud, quitándose el sombrero—. Vernier. Quedamos, pues, para el lunes próximo. Le enviaré todo lo que necesite a la finca con la debida antelación, siempre y cuando a usted le parezca bien, madame Lascombe.
Isolde asintió.
—Por supuesto.
Mientras paseaban por el pueblo, Léonie no pudo dejar de darse cuenta de que Isolde despertaba cierto interés entre los lugareños. No es que hubiera hostilidad, ni tampoco suspicacia en el escrutinio al que estaba sujeta, pero sí una gran atención. Isolde vestía con tonos sombríos y llevaba medio velo bajado sobre la cara al caminar por la calle. Sorprendió a Léonie que nueve meses después de la defunción de su esposo se la siguiera considerando en la localidad como la viuda de Jules Lascombe. En París, el periodo que duraba el luto era mucho más breve. Aquí, claramente era de rigor observar el luto durante mucho más tiempo.
El momento culminante de la visita, para Léonie, se debió sin embargo a la presencia de un fotógrafo ambulante en la plaza Pérou. Tenía la cabeza oculta bajo una tela negra y gruesa, y el aparato, voluminoso, descansaba sobre las patas inestables de un trípode con remates de metal. Era de un estudio de Toulouse. Se encontraba de gira, con la idea de registrar cómo eran las vidas en las aldeas y los pueblos de la Haute Vallée y dejar así constancia para la posteridad. Por eso había visitado Rennes-le-Cháteau, Couiza y Coustaussa. Después de Rennes-les-Bains, su intención era seguir por Espéraza y Quillan.
—¿Podemos? Será un bonito recuerdo del tiempo que hemos pasado aquí. —Léonie tiró de la manga de Anatole—. Anda, por favor… Un regalo para mamá.
Con gran sorpresa, se dio cuenta de que las lágrimas le habían asomado a los ojos. Por vez primera desde que Anatole echó la carta al correo, Léonie se puso realmente sentimental al pensar en su madre, echándola seguramente de menos.
Tal vez al percatarse de sus emociones, Anatole se rindió. Tomó asiento en una silla metálica, de patas desiguales, que cojeaba sobre los adoquines, y sujetó el bastón entre las rodillas a la vez que dejaba el sombrero en su regazo. Isolde, elegantísima con su chaqueta y su falda oscuras, se situó tras él, a su izquierda, y le puso sobre el hombro los finos dedos envueltos en guantes de seda negra. Léonie, muy hermosa con su chaqueta de paseo, rojiza, con botones dorados y borde de terciopelo negro, permaneció a la derecha sonriendo directamente a la cámara.
—Perfecto —dijo Léonie cuando el fotógrafo dio por buena la foto—. Ahora podremos recordar siempre este día.
Antes de marcharse de Rennes-les-Bains, Anatole realizó su consabida peregrinación a la oficina de correos, mientras Léonie, deseosa de convencerse del todo de que Audric Baillard realmente no se encontraba en su modesto alojamiento, decidió ir a verlo a su domicilio. Aún llevaba en el bolsillo la hoja de música que había tomado del sepulcro, y estaba resuelta a mostrársela. Además, deseaba confesarle que había comenzado a plasmar de memoria sobre el papel los retablos que vio en las paredes del ábside.
Y preguntarle por los rumores que al parecer corrían sobre el Domaine de la Cade.
Isolde aguardó con paciencia a que Léonie llamase a la puerta pintada de azul, como si realmente pudiera lograr que monsieur Baillard hiciera acto de presencia por expreso deseo. Las contraventanas estaban cerradas, y las flores de las macetas del exterior ya se encontraban cubiertas con trozos de fieltro, adelantándose a las heladas del otoño que tal vez pronto llegaran.
El edificio tenía un aire de hibernación, como si no contase con que nadie regresara allí en bastante tiempo.
Volvió a llamar.
Mientras contemplaba la casa cerrada a cal y canto, regresó con especial intensidad a su memoria la poderosa advertencia que le hizo monsieur Baillard para que no volviera al sepulcro, para que no buscara las cartas. Aunque sólo hubiera pasado una única velada en su compañía, tenía depositada en él una confianza absoluta, una confianza ciega. Habían transcurrido dos semanas desde la cena de gala. Viéndose allí de pie, a la espera, ante una puerta que no iba a abrirse, comprendió cuánto deseaba realmente que él supiera que había sido obediente a sus consejos.
Casi por completo.
No había vuelto a internarse por el bosque. No había dado un solo paso que la llevara a saber algo más. Era cierto que aún no había devuelto el libro de su tío a la biblioteca, pero tampoco había retomado su lectura. De hecho, apenas lo había vuelto a abrir desde que hizo aquella primera visita al sepulcro.
En ese momento, aunque le frustrase que monsieur Baillard estuviera en efecto ausente del pueblo, la visita sin embargo la fortaleció en su resolución de seguir al pie de la letra su consejo. Se le ocurrió, y lo vio con toda claridad, que seguramente no sería sensato obrar de otro modo. Léonie se dio la vuelta y tomó a Isolde por el brazo.
Cuando regresaron al Domaine de la Cade poco más de media hora más tarde, Léonie fue corriendo al rincón de debajo de la escalera y colocó la partitura en el atril del piano, bajo un ejemplar de El clavecín bien temperado, de Bach, carcomido por la polilla. Le pareció que era significativo que a pesar de todo el tiempo transcurrido desde que la hoja de música se hallaba en su poder ni siquiera se hubiera propuesto interpretarla.
Esa noche, cuando Léonie apagó de un soplido la vela en su dormitorio, por vez primera lamentó no haber devuelto Les tarots a la biblioteca. Fue muy sensible a la presencia del libro de su tío en su habitación, por más que se hallara escondido bajo los carretes de hilo, los retales, las cintas. Se intercalaban en su pensamiento imágenes que la remitían a los diablos, niños secuestrados mientras dormían, huellas en el suelo y en las piedras, indicadoras de algún mal, de algo perverso, desencadenado de pronto. En medio de la larga noche despertó sobresaltada con la visión de los ocho retablos del tarot apiñados a su alrededor. Encendió una vela y puso a los espectros en fuga. No iba a permitir que la arrastrasen de nuevo allá.
Y es que Léonie comprendió entonces perfectamente la naturaleza del aviso que le dio Audric Baillard. Los espíritus del lugar estuvieron a punto de reclamarla y llevársela. No iba a darles nunca más semejante oportunidad.