Capítulo 52

CARCASONA

LUNES, 28 DE SEPTIEMBRE

El mozo de cuerda abrió la puerta del compartimento de primera clase y Victor Constant bajó al andén de la estación de Carcasona.

Un, deux, trois, loup. Como un juego de niños, como el lobo que sale en busca de los que se han escondido. Y el que no se ha escondido, tiempo ha tenido…

El viento soplaba con fiereza. Según el mozo de cuerda, la previsión era que en la región se produjeran en los próximos días las peores tormentas otoñales que se habían visto en muchos años. Otras informaciones meteorológicas anunciaban una tormenta aún más devastadora que la anterior, y se daba por supuesto que azotaría Carcasona mediada la semana siguiente.

Constant miró en derredor. Por encima de las vías del tren, del otro lado, los árboles se mecían, se agitaban como si fueran caballos salvajes. El cielo estaba gris como el acero. Las nubes amenazantes surcaban el cielo a gran velocidad por encima de los edificios.

—Así pues, ésta no es más que la obertura —dijo, y sonrió ante su propia broma.

Miró al otro lado del andén, donde su criado había desembarcado con el equipaje. En silencio, salieron a la explanada y Constant aguardó a que su criado se hubiera procurado un coche de punto. Observó con escaso interés a los barqueros del Canal du Midi, que en esos momentos aseguraban sus péniches con dobles amarres, sujetándolas incluso a los troncos de los tilos que jalonaban la orilla. El agua azotaba en oleadas convulsas las dos orillas. En el quiosco de prensa de la explanada vio que el titular de la Dépéche de Toulouse, el periódico regional, predecía una tormenta muy importante para esa misma noche, aunque aún habrían de sucederse precipitaciones de mayor envergadura.

Constant alquiló unas habitaciones adecuadas a su estatus en una calle estrecha, en la Bastide Saint-Louis, una zona construida en el siglo XIX. Dejó entonces que su criado iniciara al tedioso proceso de visitar todas las pensiones, todos los hoteles, todas las casas en las que había habitaciones de alquiler, mostrando a diestro y siniestro el retrato de Marguerite, de Anatole y de Léonie Vernier, que había robado en la vivienda de la calle Berlín, y de inmediato emprendió una visita a pie a la ciudad antigua, la ciudadela medieval que se encontraba en la otra orilla del río Aude.

A pesar del odio que sentía por Vernier, Constant no podía dejar de admirar la habilidad con la que había borrado sus huellas. Al mismo tiempo, tenía la esperanza de que el aparente éxito de Vernier en su calculada desaparición terminara por llevarle a cometer un acto de arrogancia, una simple imprudencia. Constant había pagado una bonita cantidad al conserje de la calle Berlin para que interceptara toda comunicación dirigida a la vivienda desde Carcasona, confiando en el hecho de que, debido a la necesidad que tenía Vernier de permanecer en paradero desconocido, aún no se hubiera enterado de la muerte de su madre.

Sólo pensar en cómo se iba tensando su red en París, por más que el propio Vernier siguiera ignorándolo, le procuraba a Constant un placer inmenso.

Constant cruzó a la otra orilla del río por el Pont Vieux. Mucho más abajo, el Aude se arremolinaba en las orillas encharcadas y ganaba velocidad al correr sobre las rocas planas y los cañaverales. El nivel del río había subido considerablemente. Se ajustó los guantes en un intento por aliviar la desazón que le producían las ampollas que tenía en carne viva entre el índice y el corazón de la mano izquierda.

Carcasona había cambiado muchísimo desde la última vez que Constant había visitado la ciudad. A pesar de la inclemencia del tiempo, había hombres con carteles colgados a la espalda y también por el pecho que repartían panfletos turísticos prácticamente en todas las esquinas. Rechazó el panfleto llamativo que uno de ellos quiso ponerle en las manos, paseando sus ojos implacables por encima de los anuncios de los jabones de Marsella y de La Micheline, un afamado licor de la localidad, y otros más de bicicletas y de pensiones. Terminó por aceptar uno. El texto en sí era una mezcla de elogio y propaganda de la propia ciudad, de historia embellecida. Constant arrugó el papel barato en el puño enguantado y lo arrojó al suelo.

Constant odiaba Carcasona y tenía motivos de peso para ello. Treinta años atrás, su tío lo había llevado a los arrabales de la Cité. Había recorrido a pie las ruinas, observado a los desastrados citadins que vivían dentro de aquellas murallas desmoronadas. Más avanzado el mismo día, ahito de licor de ciruelas y de opio, en una habitación adamascada, encima de un bar de la plaza de Armas, había tenido su primera experiencia con una prostituta por cortesía de su tío.

Ese mismo tío carnal se encontraba ahora internado en Lamalou-les-Bains, infectado por una connasse u otra, sifilítico y demente, convencido de que el cerebro le estaba siendo succionado de continuo a través de la nariz. Constant no fue a visitarle. No tenía el menor deseo de ver qué efectos podía llegar a causar la enfermedad, con el tiempo, también en él.

Fue la primera persona a la que mató Constant. No fue un acto intencionado, y el incidente le asombró. No sólo porque le hubiese quitado la vida, sino también por lo fácil que le había resultado hacerlo. Recordó la mano en el cuello y la emoción que sintió al ver reflejado el terror en los ojos de la muchacha cuando se dio cuenta de que la violencia con que copularon había sido tan sólo la predecesora de una posesión más absoluta.

De no haber sido por los bolsillos bien provistos de su tío, y por sus relaciones en el ayuntamiento, Constant no habría tenido más remedio que enfrentarse a la vida del galeote o la muerte en la guillotina. Según fueron las cosas, lo dejaron escapar con prontitud y sin ceremonias.

La experiencia le enseñó mucho, y no sólo que el dinero servía para rescribir la historia, para enmendar el final de cualquier suceso. Cuando el oro estaba implicado en algo, no existía eso que se llama «realidad» incontestable. Constant había aprendido bien la lección. Había pasado una vida entera supeditando a sus intereses tanto a sus amigos como a sus enemigos, por medio de una combinación de obligaciones, deudas y, si fallaban estas estrategias, con las cadenas del miedo. Sólo al cabo de algunos años entendió que todas las lecciones entrañaban un coste. La muchacha, al fin y al cabo, se cobró su venganza. Fue ella quien le contagió la enfermedad que lenta y dolorosamente iba arrancando la vida a su tío. La muchacha ya no estaba a su alcance, pues llevaba muchos años bajo tierra, pero en vez de a ella había castigado a muchos otros.

Al bajar por el otro lado del puente, pensó de nuevo en el placer que le había causado la muerte de Marguerite Vernier. Sintió que le invadía un calor repentino. Al menos durante un instante fugaz logró borrar de un plumazo el recuerdo de la humillación que había padecido a manos de su hijo. La traición. Lo cierto es que a pesar de ser muchas las que habían pasado a mejor vida bajo sus manos depravadas, la experiencia del asesinato era más placentera cuando se trataba de una mujer hermosa. En esos casos, realmente valía la pena.

Estimulado en mayor medida de lo que hubiera deseado por el recuerdo de aquellas horas en la calle Berlin con Marguerite, Constant se aflojó el cuello. Volvió a percibir el olor embriagador, la mezcla de la sangre y el miedo, el perfume inequívoco de tales situaciones. Apretó los puños al recordar la deliciosa sensación que le produjo su resistencia, el modo en que se tensó su piel reacia a ceder.

Respirando deprisa, Constant recorrió los toscos adoquines de la calle Trivalle y aguardó unos instantes hasta que volvió a ser dueño de sí mismo. Lanzó una mirada despectiva al panorama que le rodeaba. Los cientos, los millares de francos gastados en la restauración de la ciudadela del siglo XIII no parecían haber afectado realmente las vidas de las personas que residían en el barrio de Trivalle. Seguía siendo una zona urbana empobrecida y ruinosa, tal como lo era treinta años atrás. Los niños, semidesnudos y descalzos, permanecían sentados en los umbrales. Las paredes de ladrillo y de piedra se combaban hacia fuera, como si las venciera el peso insufrible del tiempo. Una mendiga envuelta en unas mantas sucias, los ojos inertes, ciega, extendió una mano sucia cuando él pasó de largo sin prestar la menor atención.

Atravesó la plaza Saint-Gimer por delante de la iglesia nueva, y fea, construida por monsieur Viollet-le-Duc. Una jauría de perros y de niños le tiraban de las perneras de los pantalones, le pedían una moneda, le ofrecían sus servicios como guías o recaderos. Tampoco les hizo ningún caso, hasta que uno se aventuró a acercarse demasiado. Constant le asestó un golpe con la empuñadura metálica del bastón, produciéndole una herida en la mejilla que sangró de inmediato. La banda de niños retrocedió.

Llegó a una angosta calle sin salida por la izquierda, poco más que una calleja, que conducía a la base de las murallas de la Cité. Avanzó con cuidado por la callejuela, sucia y resbaladiza. La superficie estaba cubierta por una capa de barro de color pardo. Despojos y desechos de los más pobres cubrían en gran parte la calle. Envoltorios de papel, excrementos de animales, verduras podridas, demasiado podridas para que llegaran a comérselas los perros abandonados. Tuvo la impresión de que lo miraban unos ojos oscuros e invisibles tras las rendijas de las persianas.

Se detuvo ante una casa minúscula, a la sombra de los baluartes, y llamó a la puerta con la empuñadura del bastón. Para dar con el paradero de Vernier y de su furcia, Constant tenía necesidad de recurrir a los servicios del hombre que vivía allí. Sabía ser paciente. Estaba dispuesto a esperar todo el tiempo que fuera preciso, una vez que tuviera la total seguridad de que los Vernier se encontraban en los alrededores.

Se levantó una trampilla de madera.

Dos ojos inyectados en sangre se abrieron primero como platos, por efecto de la sorpresa y luego por el miedo. La trampilla se cerró. Tras correr un cerrojo, tras rechinar una llave en la cerradura, se abrió la puerta.

Constant entró en el interior.