Capítulo 51

DOMINGO, 27 DE SEPTIEMBRE DE 1891

A la mañana siguiente, tras la cena del sábado, Léonie, Anatole e Isolde se despertaron tarde.

La velada había sido un gran éxito. En eso, todos estuvieron de acuerdo. Las amplias estancias y los pasillos del Domaine de la Cade, tanto tiempo callados, apagados, habían vuelto a la vida. Los criados silbaban al recorrer los pasillos. Pascal sonrió al acometer sus tareas de costumbre. Iba dando brincos por el vestíbulo, con una amplia sonrisa que le iluminaba la cara.

Sólo Léonie se encontraba relativamente mal. Tenía un persistente dolor de cabeza y escalofríos ocasionales, producto de la desacostumbrada cantidad de vino que había ingerido mientras escuchaba las confidencias de monsieur Baillard.

Pasó buena parte de la mañana tendida en la chaise longue con una compresa fría en la frente. Cuando por fin se encontró restablecida y con ánimo de comer algo, tomó una tostada y un consomé de carne por todo almuerzo, pero siguió presa de esa clase de malestar tan habitual tras la vivencia de un acontecimiento de gran magnitud. Después de que la cena hubiera ocupado sus pensamientos durante tanto tiempo, tuvo la impresión de que ya no había nada que realmente pudiera apetecerle.

Entretanto, vio a Isolde ir de una sala a otra con su sosiego de costumbre, sin ninguna prisa, aunque daba la impresión de haberse quitado un peso de encima. Por el aspecto radiante de su rostro era posible pensar que quizá por vez primera se sentía como si fuese realmente la señora de la mansión. Daba la impresión de haberse adueñado de la casa, en vez de que, como antes, la casa fuera dueña de ella. También Anatole silbaba al pasar del vestíbulo a la biblioteca, del salón a la terraza, como si fuera un hombre que tuviera el mundo a sus pies.

Más avanzada la tarde, Léonie aceptó la invitación de Isolde para salir a pasear por los jardines. Tenía necesidad de que se le despejara la cabeza y, como ya se encontraba algo mejor, se alegró de la oportunidad que se le ofrecía para estirar las piernas. El aire estaba en calma y la tarde era incluso cálida, sentía el suave sol sobre las mejillas. Rápidamente se dio cuenta de que su ánimo se había restablecido del todo.

Charlaron amigablemente sobre los temas de costumbre, a la vez que Isolde guiaba a Léonie hacia el lago. Música, libros, las últimas novedades de la moda.

—Bueno —dijo Isolde—. ¿Y ahora en qué vamos a ocupar tu tiempo mientras sigas estando aquí? Me dice Anatole que te interesan la historia y la arqueología locales, ¿es cierto? Se pueden hacer algunas magníficas excursiones. Por ejemplo, a las ruinas del castillo de Coustaussa.

—Me encantaría.

—Y también te gusta leer, como es lógico. Anatole dice que tienes verdadera afición por los libros, tal como otras mujeres pueden tenerla por las joyas y las prendas de vestir.

Léonie se sonrojó.

—Él piensa que leo demasiado, pero es porque él no lee lo suficiente. Sabe todo sobre los libros en cuanto objetos, pero no sabe nada de las historias que contienen sus páginas.

Isolde rió.

—Y ésa debe de ser la razón por la cual tuvo que repetir sus exámenes de bachillerato, claro.

Léonie lanzó una mirada de extrañeza a Isolde.

—¿Él te ha contado eso? —preguntó.

—No, claro que no —dijo ella al punto—. ¿Qué hombre iba a alardear de sus fracasos?

—Entonces…

—A pesar de la falta de relación íntima que hubo entre mi difunto esposo y tu madre, a Jules le gustaba estar al tanto de todo lo relativo a la educación y crianza de su sobrino.

Léonie miró a su tía con renovado interés. Su madre había sido muy clara al afirmar que la comunicación que hubo entre ella y su hermanastro había sido siempre mínima. A punto estaba de presionar un poco más a Isolde en este sentido, pero su tía ya había retomado la conversación, y se perdió la oportunidad.

—No sé si te he dicho que últimamente he formalizado una suscripción con la Société Musicale La Lyre de Carcasona, aunque por el momento no he tenido ocasión de asistir a ninguno de los conciertos. Me hago cargo de que es posible que todo esto se te haga un tanto tedioso, al verte aquí arrinconada en el campo, lejos de cualquier entretenimiento.

—Estoy sumamente contenta —dijo Léonie.

Isolde sonrió con aprecio.

—De todos modos, en las próximas semanas tendré que hacer un viaje a Carcasona, por eso he pensado que podíamos hacer juntas una excursión. Y pasar unos cuantos días en la ciudad. ¿Qué te parece?

A Léonie se le abrieron los ojos de puro deleite.

—Eso sería espléndido, tía. ¿Cuándo vamos?

—Estoy esperando a recibir una carta de los abogados de mi difunto esposo. Hay un asunto en litigio. Tan pronto reciba noticia de ellos, podremos empezar a preparar el viaje.

—¿Anatole también?

—Pues claro —contestó Isolde con una sonrisa—. Él me ha dicho que te gustaría ver cómo ha quedado restaurada la Cité medieval. Dicen que apenas parece que haya cambiado nada de como era en el siglo XIII. Es digno de verse todo lo que han logrado. Hasta hace poco más de cincuenta años, todo estaba completamente en ruinas. Gracias al trabajo de monsieur Viollet-le-Duc, y de los que han seguido adelante con sus trabajos, los barrios que estaban más deteriorados se encuentran en espléndidas condiciones. Hoy ya no supone un peligro hacer una visita turística.

Habían llegado al final del camino. Salieron rumbo al lago, enfilando hacia un pequeño promontorio arbolado desde el que se gozaba de una espléndida panorámica de la extensión de agua.

—Y ahora que ya nos vamos conociendo mejor, ¿te importaría si te hago una pregunta de carácter un tanto personal? —preguntó Isolde.

—No, claro que no —dijo Léonie con cautela—, aunque supongo que dependería de la naturaleza de la pregunta, claro está.

Isolde rió.

—Solamente me preguntaba si tienes un admirador…

Léonie se puso colorada.

—Yo…

—Disculpa, tal vez esperaba demasiado de nuestra amistad.

—No, no —dijo velozmente Léonie, que no deseaba parecer ni mojigata ni ingenua, aun cuando todas sus percepciones sobre el amor romántico estuvieran sacadas de las páginas de los libros—. No, ni mucho menos. Lo que pasa es que… me has tomado por sorpresa.

Isolde se volvió hacia ella.

—En tal caso, ¿hay alguien?

Léonie, con gran sorpresa por su parte, experimentó un momentáneo destello de arrepentimiento por el hecho de que, efectivamente, no hubiera nadie así en su vida. Lo había soñado, cómo no, aunque con personajes que había ido conociendo en las páginas de los libros, o con héroes a los que había visto en un escenario y oído cantar a propósito del amor o del honor. Nunca, hasta ese momento, se habían materializado sus fantasías más secretas en una persona viva, de carne y hueso.

—Esas cosas no me interesan —dijo con firmeza—. A mi entender, el matrimonio es una forma de servidumbre.

Isolde disimuló una sonrisa.

—Es posible que antaño lo fuera, pero ¿de veras lo crees, en estos tiempos modernos? Eres joven. Todas las chicas jóvenes sueñan con el amor.

—Yo no. He visto a mi madre…

Calló, pues se había acordado de las escenas, de las lágrimas, de los días en que no hubo dinero para poner algo de comer en la mesa, de la procesión de hombres que habían ido pasando por su vida y habían terminado por desaparecer.

La serena expresión de Isolde se tornó de súbito sombría.

—Marguerite ha pasado por muy difíciles situaciones. Ha hecho todo cuanto ha podido por lograr que la vida os fuera llevadera e incluso cómoda a Anatole y a ti. Deberías tratar de no juzgarla con demasiada dureza.

A Léonie se le encrespó el ánimo.

—Yo no juzgo —afirmó cortante, recelosa por la reconvención—. Yo… Lo único que pasa es que no deseo tener una vida como la suya.

—El amor, el amor verdadero, es un tesoro muy preciado —siguió diciendo Isolde—. Es doloroso, puede ser incómodo, nos convierte a todos en unos imbéciles, pero es lo que da auténtico sentido a la vida, es lo que da color a la existencia. —Calló un instante—. El amor es lo único que eleva nuestras experiencias comunes a la altura de lo extraordinario.

Léonie la miró de reojo, y luego bajó la vista a los pies.

—No es sólo mi madre la que me ha llevado a dar la espalda al amor —dijo con recogimiento—. También he presenciado qué grandes han sido los sufrimientos de Anatole, y todo por amor. Yo incluso diría que eso… afecta mucho a mi manera de ver las cosas. —Isolde se dio la vuelta. Léonie notó toda la fuerza de sus ojos grises sobre su persona, y se dio cuenta de que no podría mirarla a los ojos—. Hubo una joven a la que él tuvo un grandísimo cariño. La amaba de verdad —siguió diciendo en voz baja—. Pero murió. Murió el pasado mes de marzo. Desconozco las circunstancias exactas de su fallecimiento. Sólo sé que fueron circunstancias tristes e inquietantes. —Tragó saliva y miró a su tía, pero al punto apartó la mirada—. Por espacio de muchos meses, después de ese suceso, temimos por él. Estaba desesperado, con los nervios hechos pedazos, tanto que se refugió en toda clase de maldades…, en malos hábitos, mejor dicho. Pasaba la noche entera fuera de casa, y…

En un gesto veloz, Isolde estrechó el brazo de Léonie contra su costado.

—Un caballero de su constitución es capaz de llevar una vida con distracciones que a nosotras podrían parecemos perniciosas. No deberías tomar esa clase de cosas por indicio de que exista una enfermedad del alma más profunda.

—Tú no lo viste —exclamó con fiereza—. Era un hombre perdido del todo, extraviado incluso para él mismo.

Y, desde luego, para mí.

—El afecto que tienes por tu hermano te honra, Léonie —dijo Isolde—, pero es posible que por fin haya llegado la hora en que no debas preocuparte tanto por él. Sea cual fuere la situación de estos meses pasados, ahora parece que está tranquilo y que tiene buen ánimo. ¿No estás de acuerdo?

A regañadientes, asintió.

—Reconozco que ha mejorado mucho desde la primavera.

—Eso es. Por eso, ha llegado el momento de que pienses más en tus necesidades y menos en las suyas. Aceptaste mi invitación porque eras tú, y solo tú, la que estaba necesitada de tomarse un descanso. ¿No es cierto? —Léonie asintió—. Y ahora que estás aquí, deberías pensar un poco más en ti misma. Anatole está en buenas manos.

Léonie recordó la precipitada huida de París, pensó en que ella le había prometido ayudarle, en la sensación permanente de amenaza, en la cicatriz que tenía Anatole sobre la ceja, recordatorio del peligro que había pasado, y en ese instante se sintió como si se hubiera quitado un peso de encima.

—Está en buenas manos —repitió Isolde con firmeza—. Igual que tú.

Se encontraban en la otra orilla del lago. El agua estaba en calma, verde, y el paraje quedaba aislado, si bien se encontraba a la vista de la casa. Los únicos sonidos que oían eran el crujir de las ramas bajo sus pies o la ocasional carrera de un conejo que escapaba en la maleza. Muy por encima de las copas de los árboles se oían, a lo lejos, los graznidos de los cuervos.

Isolde condujo a Léonie a un banco curvo, de piedra, situado en la elevación del terreno, en forma de luna creciente, cuyos bordes estaban suavizados por el paso del tiempo. Se sentó y dio una palmada en el asiento, invitando a Léonie a acompañarla.

—En los días inmediatamente posteriores a la muerte de mi esposo —dijo—, a menudo venía precisamente aquí. Es un lugar que me resulta muy apropiado para el descanso.

Se soltó las horquillas con las que llevaba sujeto el sombrero de ala ancha y lo colocó en el asiento, a su lado. Léonie hizo lo mismo, y se quitó también los guantes. Miró de reojo a su tía. Sus cabellos dorados, incluso en la penumbra que se formaba a la sombra de los árboles, parecían resplandecer mientras permanecía sentada, muy derecha, las manos en el regazo, las botas asomando por debajo de la falda de algodón azul claro.

—¿Y no fue… no fue demasiado solitario? —preguntó Léonie—. Quiero decir, pasar aquí tanto tiempo sola…

Isolde asintió.

—Estuvimos casados sólo unos cuantos años. Jules era un hombre de hábitos sólidos, de costumbres fijas, y durante la mayor parte del tiempo no residimos aquí. Al menos, yo no viví aquí.

—Pero… ¿ahora eres feliz en esta casa?

—Me he acostumbrado —respondió en voz baja.

Toda la curiosidad que Léonie había sentido previamente acerca de su tía, que se había ido desdibujando un tanto, o pasando a segundo plano con las emociones y los preparativos de la cena de gala, retornó a ella de pronto. Se le agolpó en la mente un millar de preguntas que quiso hacerle de pronto. Y no era precisamente la menos crucial el porqué, si Isolde no se sentía del todo cómoda en el Domaine de la Cade, de que prefiriera seguir viviendo allí.

—¿Echas mucho de menos al tío Jules?

Encima de ellas, las hojas se mecían con el viento, susurrando, murmurando, escuchando con descaro su conversación. Isolde suspiró.

—Era un hombre sumamente considerado —replicó con tacto—. Y fue un marido amable y generoso.

Léonie entornó los ojos.

—Pero lo que antes dijiste sobre el amor…

—No siempre es posible que una se case con la persona a la que ama —la interrumpió—. Las circunstancias, la oportunidad, la necesidad… Son cosas que tienen su peso.

Léonie insistió.

—Me pregunto cómo os conocisteis… Yo tenía la impresión de que mi tío rara vez salía del Domaine de la Cade, así que…

—Es cierto que a Jules no le gustaba viajar, marchar lejos de casa. Aquí disponía de cuanto podía apetecer. Era un hombre muy ocupado con sus libros, y se tomaba muy en serio sus responsabilidades para con la finca. De todos modos, tenía por costumbre viajar una vez al año a París, tal como había hecho cuando aún vivía su padre.

—Y durante una de esas visitas suyas a París supongo que os presentaron…

—Así fue —dijo ella.

A Léonie le llamó la atención no lo que había dicho Isolde, sino su forma de actuar. Su tía se había llevado la mano al cuello en un gesto furtivo; ese día lo llevaba cubierto por una blusa de cuello alto, a pesar del buen tiempo reinante. Léonie se dio cuenta de que era un gesto sumamente habitual en ella. Asimismo, Isolde se había puesto muy pálida, como si hubiera recordado algo desagradable, que sin duda habría preferido olvidar.

—Entonces, ¿no le echas mucho en falta? —insistió Léonie.

Isolde esbozó una de sus lentas y enigmáticas sonrisas.

Esta vez, a Léonie no le cupo ninguna duda. El hombre del que Isolde había hablado con tanto anhelo, con tanta ternura, no era el hombre con el que estuvo casada.

Léonie la miró de reojo, tratando de armarse de valor para proseguir la conversación, empeñada en que no decayera. Estaba ansiosa por saber algo más, pero al mismo tiempo no quiso parecer una impertinente. A pesar de todas las confidencias que Isolde parecía haber compartido con ella, lo cierto es que había explicado muy poco de su verdadera historia, y en particular apenas había dicho nada sobre su noviazgo y su matrimonio. Y Léonie tuvo la sospecha, varias veces a lo largo de la conversación, de que Isolde estaba a punto de plantear algo muy distinto, algo que todavía no se había comentado entre ellas dos, aunque no tenía ni idea de qué pudiera ser aquello que parecía a punto de aflorar entre ambas.

—¿Volvemos a la casa? —dijo Isolde, e interrumpió sus reflexiones—. Anatole se estará preguntando dónde nos hemos metido.

Se puso en pie. Léonie recogió su sombrero y sus guantes e hizo lo propio.

—Entonces, tía Isolde, ¿tú crees que seguirás viviendo aquí? —le preguntó cuando bajaban del promontorio y se encaminaban hacia el sendero de regreso a la casa.

Isolde aguardó unos momentos antes de responder.

—Ya veremos —dijo—. A pesar de toda su belleza, y es indudable que la tiene, éste es un lugar inquietante.