Capítulo 5

A Léonie y Anatole les hicieron pasar a uno de los salones privados de la primera planta del bar Romain, a una mesa con vistas a la calle.

Léonie le devolvió a Anatole su chaqueta y fue a lavarse la cara y las manos y a arreglarse el cabello en el pequeño aseo contiguo al salón. El vestido, aunque necesitara de las atenciones de la criada costurera, prefirió dejarlo como estaba, recoger con un par de alfileres el dobladillo y considerar que casi parecía respetable.

Se miró en el espejo, inclinándolo un poco hacia sí. Le brillaba la piel debido a la carrera en plena noche por las calles de París, y a la luz de las velas le relucían los ojos color esmeralda con intensidad. Ahora que había pasado el peligro, mentalmente Léonie se pintó la escena en colores intensos, exagerados, como si fuera un relato. Ya había olvidado el odio inconfundible que vio en los rostros de los hombres, el terror que había pasado.

Anatole pidió dos copas de vino de Madeira, seguidas de un vino tinto para acompañar una cena sencilla, a base de costillas de cordero y patatas con mantequilla.

—Después hay suflé de pera, si es que te quedas con hambre —dijo para despedir al camarero.

Mientras comían, Léonie le relató lo ocurrido antes de que Anatole la encontrara.

—Son una pandilla curiosa todos esos abonnés —dijo Anatole—. Sólo se puede interpretar música francesa en terreno francés, así son las cosas según ellos. En 1860 apedrearon el escenario en que se estaba representando Tannhduser. —Se encogió de hombros—. Es opinión bien sabida que en el fondo la música les importa un comino.

—Entonces, ¿a qué…?

—Chovinismo, lisa y llanamente.

Anatole apartó la silla de la mesa, estiró las piernas, largas y delgadas, y sacó la pitillera del bolsillo del chaleco.

—Dudo mucho que en París se vuelva a dar nunca la bienvenida a Wagner. Al menos, eso no sucederá ahora.

Léonie se paró un momento a pensar.

—¿Por qué te habrá regalado Achille las entradas para la ópera? ¿No es él un ferviente admirador de monsieur Wagner?

—Lo era —repuso él, y golpeó el cigarrillo en la tapa de plata para apretar mejor el tabaco—. Sólo que ya no lo es. —Introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una caja de cerillas Vestas. Prendió una—. «Hemos tomado un bello atardecer por un maravilloso albor», según el último dictamen de Achille a propósito de Wagner. —Ladeó la cabeza con una media sonrisa de burla—. Perdóname, quiero decir Claude-Achille. Se supone que ahora hemos de llamarle así.

Debussy, brillante aunque mercurial pianista y compositor, vivía con sus hermanas y sus padres en el mismo edificio de viviendas que los Vernier, en la calle Berlín. Era el enfant terrible del conservatorio, pero al mismo tiempo, así fuera a regañadientes, era su máxima esperanza. Sin embargo, en su reducido círculo de amistades, la compleja vida amorosa de Debussy atraía mucha más notoriedad que su reputación profesional, que alcanzaba cada vez mayor renombre.

La dama que en aquellos momentos gozaba de sus favores era Gabrielle DuPont, de veinticuatro años.

—Esta vez yo creo que la cosa va en serio —le confesó Anatole—. Gaby entiende su música, sabe que eso ha de ser lo primero, y esa virtud a él, como es natural, le resulta sumamente atractiva. Es tolerante con sus escapadas de cada martes a los salones de maître Mallarmé. Debussy es tan sólo uno de los compositores a los que se recibe allí. Sólo con verlo se le anima el espíritu ante la continua llovizna de quejas y vituperios que le caen en la Académie, que lisa y llanamente no atina a comprender su genialidad. Son todos unos vejestorios, y son demasiado lerdos.

Léonie enarcó las cejas.

—Tengo la convicción de que es el propio Achille quien provoca que le caigan encima todos los infortunios. Pero es muy perspicaz, no caerá en desgracia con quienes podrían darle apoyo. Aunque es demasiado deslenguado, tiende a ofender al otro enseguida. Desde luego, ni que decir tiene que se desvive por ser un grosero, un descortés, un hombre de trato imposible. —Anatole siguió fumando y no se mostró en desacuerdo—. Y dejando a un lado la amistad —siguió diciendo ella, removiendo la tercera cucharada de azúcar en el café—, he de confesarte que siento cierta simpatía por sus críticos. Para mí, sus composiciones son un tanto imprecisas, desestructuradas y…, bueno, y también inquietantes. Divaga. Muchas veces tengo la impresión de que me quedo a la espera de que la melodía por fin se revele tal cual es. Tengo la sensación de que escuchara música bajo el agua.

Anatole sonrió.

—Ah, pero es que precisamente de eso se trata. Debussy dice que uno debe prescindir de todo sentido de la clave. Su aspiración consiste en iluminar, por medio de su música, las conexiones que puedan existir entre el mundo material y el mundo espiritual, lo visible y lo invisible, y eso es algo que no se puede proponer, ni presentar, a la manera tradicional.

Léonie hizo una mueca.

—Eso que dices parece la típica observación inteligente que se dice cuando, precisamente, uno sabe que no significa nada.

Anatole prefirió no hacer caso de la interrupción.

—Él cree que la evocación, la sugerencia y el matiz son más poderosos, más fieles a la verdad y más esclarecedores que cualquier afirmación y cualquier descripción. Cree que el valor y el poder de los recuerdos más remotos sobrepasan de largo los del pensamiento consciente y explícito.

Léonie sonrió. Admiraba la lealtad de su hermano por su amigo, pero se dio perfecta cuenta de que sólo estaba repitiendo punto por punto palabras que antes había oído de labios del propio Achille… A pesar de la apasionada defensa que Anatole hizo de la obra de su amigo, sabía perfectamente que sus gustos musicales estaban más en la línea de Offenbach y de la orquesta del Folies-Bergère que en la de cualquiera de las producciones de Debussy o Dukas o cualquier otro de sus amigos del conservatorio.

—Y ya que estamos haciéndonos confidencias —añadió—, reconozco que la semana pasada volví a la calle de la Chaussée d’Antin para adquirir un ejemplar de Cinq Poémes, de Achille.

A Léonie le brillaron los ojos debido al repentino enojo.

—Anatole, ¡le diste a mamá tu palabra…!

Él se encogió de hombros.

—Lo sé, pero no pude evitarlo. El precio era sumamente razonable, y será sin duda una buena inversión, sobre todo si piensas que Bailly tan sólo ha impreso ciento cincuenta ejemplares.

—Hemos de tener más cuidado con el dinero. Mamá confía en que seas prudente. No podemos permitirnos el lujo de incurrir en nuevas deudas. —Calló un instante y añadió—: Por cierto, ¿a cuánto ascienden nuestras deudas?

Se miraron los dos a los ojos.

—Esta noche te encuentro muy franca.

—¿Son cientos de francos? ¿O son miles?

—De veras, Léonie… Nuestras finanzas domésticas no son asunto por el que tú debas preocuparte.

—Pero es que…

—Pero es que nada —dijo él con firmeza.

Mohína, ella le volvió a medias la espalda.

—¡Me tratas como si fuera una niña!

Él rió.

—Cuando te cases, ya volverás loco a tu marido a fuerza de preguntarle por el presupuesto doméstico, pero hasta que llegue ese día… Sea como fuere, te doy mi palabra de que de ahora en adelante no gastaré un solo sou sin tener antes tu permiso.

—Y ahora te quieres reír de mí. Qué falta de consideración.

—Te lo aseguro: ni siquiera un céntimo —dijo bromeando.

Ella lo fulminó con una larga mirada antes de rendirse.

—Te pienso pedir cuentas, no lo olvides —suspiró. No había nada que ganar con una riña.

Anatole se trazó una cruz sobre el pecho con el dedo índice.

—Palabra de honor.

Por un instante se sonrieron el uno al otro, y al cabo desapareció todo asomo de broma de su rostro. Se inclinó sobre la mesa y cubrió la mano pequeña y blanca de su hermana con la suya.

—Déjame que hablemos en serio un solo instante, pequeña —le dijo—. Me resulta muy difícil perdonarme por el hecho de que mi impuntualidad te haya obligado a pasar tú sola lo que has tenido que padecer esta noche. ¿Sabrás perdonarme tú?

Léonie sonrió.

—Eso ya está olvidado.

—Tu generosidad de espíritu es mucho más de lo que yo merezco. Además, te condujiste con gran valentía. Cualquier otra muchacha de tu edad habría perdido la cabeza. —Le estrechó los dedos y retiró la mano—. Me siento orgulloso de ti. —Se recostó en el respaldo y encendió otro cigarrillo—. Aunque es posible que descubras que todo lo ocurrido esta noche habrá de volver a ti. Los grandes alborotos tienen la costumbre de perdurar cuando su causa ya no existe.

—No soy tan timorata que me den miedo las sombras —dijo ella con firmeza. Se sentía completamente viva: más alta, más osada, más sagaz, más ella misma que nunca. No creía que nada pudiera ya inquietarla.

El reloj de la repisa dio la hora.

—Al mismo tiempo, Anatole, debo decirte que nunca te habías perdido el momento en que se levanta el telón…

Anatole dio un trago de coñac.

—Siempre hay una primera vez para todo.

Léonie entornó los ojos.

—¿Qué fue lo que tanto te entretuvo? ¿Por qué te retrasaste?

Lentamente depositó la copa ancha sobre la mesa y se atusó entonces las guías enceradas del bigote. Señal inequívoca de que algo no era del todo fiel a la verdad.

Léonie entornó los ojos.

—Anatole…

—Tenía que reunirme con un cliente de fuera de la ciudad. Estaba previsto que llegara a las seis, pero se retrasó, y además se quedó más tiempo del que yo había calculado en principio.

—Y sin embargo ya llevabas la ropa necesaria para ir al estreno… ¿O acaso volviste a casa antes de venir a recogerme al palacio Garnier?

—Había tomado la precaución de llevarme la ropa de gala a la oficina.

Con un repentino y ágil movimiento, Anatole se puso en pie, cruzó el salón y tiró del cordón de la campana, deteniendo la conversación en seco. Antes de que Léonie pudiera hacer una pregunta más, los camareros aparecieron para recoger la mesa, con lo que lodo diálogo entre ellos resultó ya imposible.

—Es hora de que te lleve a casa —dijo él, y con la mano la sujetó por el codo para ayudarla a levantarse—. Me quedaré mucho más tranquilo en cuanto te vea en un coche de punto.

Minutos después estaban los dos de pie en la calle.

—¿Tú no vuelves conmigo?

Anatole la ayudó a subir al coche y cerró el pestillo.

—Creo que voy a hacer una visita a Chez Frascati. Tal vez juegue un par de manos a las cartas.

Léonie sintió una punzada del pánico.

—¿Y qué le digo yo a mamá?

—Ya se habrá retirado.

—¿Y si no es así? —gimió, procurando aplazar el momento de la despedida.

Él la besó en la mano.

—En tal caso, dile que no me espere levantada.

Anatole estiró la mano para entregar un billete al cochero.

—Calle Berlín —le dijo, y retrocedió un paso para dar un golpe en el lateral del coche de punto.

—Que duermas bien, pequeña. Te veo mañana en el desayuno.

Restalló el látigo. Los faroles del coche golpetearon contra los costados en el momento en que los caballos arrancaron con el tintineo de los arneses y el claqueteo de las herraduras sobre los adoquines.

Léonie bajó la ventanilla y se asomó. Anatole permanecía en un charco de luz amarillenta y brumosa, bajo el siseo de las farolas de gas, mientras que desde el cigarrillo que tenía en la mano ascendía un hilo de humo.

¿Por qué no me ha dicho cuál era la razón de su tardanza?

No dejó de mirarlo, reacia a perderlo de vista, al tiempo que el coche traqueteaba por la calle Caumartin, por delante del hotel Saint-Petersbourg, por delante del alma máter del propio Anatole, el Lycée Fontanes, camino del cruce con la calle Saint-Lazare.

Lo último que vio Léonie antes de que el coche doblara la esquina fue cómo Anatole lanzaba la brasa de su cigarrillo a una cloaca. Entonces volvió sobre sus talones y entró de nuevo en el bar Romain.