DOMAINE DE LA CADE
Julian Lawrence se encontraba de pie ante la ventana de su estudio cuando apareció el coche de su sobrino por la avenida de entrada. Concentró su atención en la mujer a la que acababa de ver salir, y de la que se estaba despidiendo. Supuso que debía de ser la norteamericana.
Asintió como si de ese modo diera aprobación a lo que estaba viendo. Tenía una espléndida figura, atlética, pero menuda, y el cabello ondulado, oscuro, hasta los hombros. No tendría por qué ser una tortura pasar un rato en compañía de ella.
Entonces se dio la vuelta y la pudo ver de frente.
Julián entornó los ojos. La había reconocido, aunque no supo ubicarla en el acto. Exploró su memoria hasta que se acordó de ella. Aquella chica con aires de superioridad, aquella fulana que había visto anoche en Rennes-les-Bains, al encontrarse con la carretera cortada. Con marcado acento norteamericano.
Lo atravesó otro luminoso destello de paranoia. Si la señora Martin estaba trabajando codo a codo con Hal, y si le había comentado que lo vio conduciendo por la localidad, su sobrino tendría motivos para preguntarle dónde había estado. Tal vez entonces se diera cuenta de que la excusa que le había dado Julián por llegar tarde no casaba con esa otra información. Y que no se sostenía.
Vació el vaso de un trago y tomó de repente una decisión. Cruzó el estudio en tres zancadas, tomó la chaqueta del gancho de la puerta y salió resuelto a interceptarla en el vestíbulo.
En el trayecto de vuelta desde Rennes-le-Cháteau, Meredith fue teniendo una clara sensación de anticipación. Hasta ese momento, el obsequio de Laura le había resultado una pesada carga. De pronto, empezó a pensar que las cartas estaban repletas de posibilidades que le intrigaban.
Aguardó hasta que el coche de Hal desapareció del todo, y entonces se dio la vuelta para subir las escaleras de la puerta principal del hotel. Estaba nerviosa, pero también excitada. Las mismas sensaciones contradictorias que había experimentado mientras estuvo sentada con Laura habían vuelto a ella, tal vez incluso aumentadas. La esperanza frente al escepticismo, la punzada de excitación que le causaba la investigación frente al temor de que si bien estaba tratando de sumar dos y dos, era probable que el resultado fuera cinco.
—¿Señora Martin?
Sorprendida, Meredith se volvió hacia el punto del que le llegó la voz y se encontró con el tío de Hal, que avanzaba hacia ella a grandes zancadas atravesando el vestíbulo. Se puso en tensión, con la esperanza de que después del malhumorado diálogo que habían tenido la noche anterior en Rennes-les-Bains no la reconociera, pero se lo encontró sonriente y afable.
—¿Señora Martin? —volvió a decir, y le tendió la mano—. Soy Julián Lawrence. Quería darle la bienvenida al Domaine de la Cade —le dijo con una voz atractiva, cálida.
—Gracias.
Se estrecharon la mano.
—Asimismo —añadió, y se encogió de hombros—, quería pedirle disculpas si ayer me mostré demasiado brusco cuando nos encontramos en el pueblo. De haber sabido que era usted una amiga de mi sobrino, me habría presentado debidamente.
—Vaya, pensé que no se acordaría de mí, señor Lawrence. Me temo que yo fui bastante descortés.
—No, ni lo más mínimo. Seguramente Hal le habrá dicho que ayer fue un día difícil para todos nosotros. No sirve de excusa, desde luego, pero de todos modos…
Dejó en suspenso la disculpa que parecía a punto de pedirle. Meredith reparó en que tenía la misma costumbre de Hal, mirar a una persona de frente, sin parpadear, sin que le flaquease la mirada, como si de hecho borrase todo lo demás. Y si bien era unos treinta años mayor, tenía la misma clase de carisma, una extraña forma de ocupar un gran espacio. Se preguntó si el padre de Hal habría sido igual.
—Claro —dijo ella—. Lamento mucho la pérdida que han sufrido, señor Lawrence.
—Llámeme Julián, por favor. Y gracias. Sí, fue terrible. —Calló unos instantes—. Hablando de mi sobrino, señora Martin, supongo que no sabrá adonde ha ido. Tenía la impresión de que esta mañana viajaban juntos a Rennes-le-Cháteau, pero contaba con que él estuviera aquí esta tarde. Tenía la esperanza de poder hablar con él.
—Fuimos allí, pero es que recibió una llamada de la comisaría de policía, así que me ha dejado aquí antes de ir a resolver algún asunto. Me parece que dijo que iba a Couiza.
Percibió que aumentaba el interés de Julián aun cuando no se modificara la expresión con que la estaba mirando. Meredith inmediatamente lamentó haberle transmitido esa información.
—¿Qué clase de asunto? —preguntó.
—Pues… no estoy del todo segura —dijo deprisa.
—Lástima. Tenía la esperanza de poder hablar con él. —Se encogió de hombros—. En fin, no es urgente, puede esperar. —Volvió a sonreír, aunque esta vez la sonrisa no se pintara en sus ojos—. Confío en que esté disfrutando de su estancia. ¿Tiene todo lo que necesita?
—Todo está de maravilla. —Miró a las escaleras.
—Discúlpeme —dijo él—. Ya veo que la estoy reteniendo.
—Es que tengo cosas que hacer…
Julián asintió.
—Ah, cierto. Hal comentó que es usted escritora. ¿Ha venido a trabajar aquí en algún encargo?
Meredith se quedó clavada en el sitio. A medias hipnotizada, a medias atrapada.
—No, la verdad es que no —respondió—. Tan sólo espero hacer un poco de investigación.
—¡No me diga! —Le tendió la mano—. En ese caso, no la retendré ni un minuto más.
Como no quiso pecar de descortesía, Meredith estrechó su mano. Esta vez, el tacto de su piel la hizo sentirse incómoda. De un modo inexplicable le resultó demasiado personal.
—Si ve usted a mi sobrino antes de que dé yo con él —le dijo estrechándole los dedos más de lo debido—, le ruego que le haga saber que lo estoy buscando. ¿Lo hará?
Meredith asintió.
—Descuide.
Entonces le permitió marchar. El se volvió y atravesó el vestíbulo sin volverse a mirarla.
El mensaje fue bien claro. Derrochaba confianza y seguridad en sí mismo, control de la situación.
Meredith dejó que escapara de sus labios un largo suspiro, preguntándose qué era lo que había pasado exactamente. Se quedó mirando el espacio ya vacío que había ocupado Julián. Entonces, enojada consigo misma por haber permitido que volviera a abordarla a su manera, se repuso y decidió no pensar más en ello.
Miró en derredor. La persona que atendía en recepción estaba mirando en dirección contraria, resolviendo una duda de un cliente. A juzgar por el ruido que llegaba del restaurante, Meredith dedujo que la mayoría de los huéspedes estaban en esos momentos almorzando en el comedor. Un momento perfecto para lo que tenía en mente.
Atravesó velozmente las baldosas ajedrezadas en rojo y negro, se agachó junto al piano y tomó la fotografía de Anatole y Léonie Vernier con Isolde Lascombe que estaba colgada de la pared. Se la deslizó bajo la chaqueta y se dio la vuelta para subir las escaleras corriendo, de dos en dos.
Sólo cuando estuvo de nuevo en su habitación, con la puerta bien cerrada, recuperó su respiración el ritmo normal. Hizo una pausa, nada más que un momento; entornó los ojos y miró en derredor por la habitación.
Había en el ambiente algo raro, algo que le pareció distinto. Un olor ajeno, muy sutil, pero que estaba allí sin ninguna duda. Se rodeó con ambos brazos recordando su pesadilla. Y dio una brusca sacudida con la cabeza. Las camareras habían estado allí para hacer la cama y adecentar la habitación. Por otra parte, pensó al adentrarse en la habitación, la sensación que percibía no se parecía en nada a la que tuvo de noche.
«Mejor dicho, a la que soñé», se dijo para corregirse.
No había sido más que un sueño.
Entonces había tenido la inequívoca sensación de que había alguien en la habitación, alguien que estaba con ella. Una presencia, una extraña frialdad en el aire. Ahora, en cambio, sólo era…
Meredith se encogió de hombros. Cera para la tarima o algún producto de limpieza, eso tenía que ser. Tampoco era tan intenso. No, no era para tanto. Pero no logró evitar arrugar la nariz. Era como el olor del mar que se estanca en la orilla.