Capítulo 48

RENNES-LE-CHÁTEAU

Hal fue quien primero rompió el embrujo. En sus ojos azules brillaba el deseo de anticiparse, tal vez también la huella de la sorpresa. Estaba ligeramente colorado.

Meredith también dio un paso atrás. La fuerza de la mutua atracción, una atracción animal, una vez que se volatilizó la emoción del instante, los dejó a los dos sin saber muy bien qué hacer.

—En fin —dijo él, y se metió las manos en los bolsillos.

Meredith sonrió.

—En fin…

Hal se volvió hacia el portón de madera que formaba un ángulo recto con el sendero y empujó con fuerza. Frunció el ceño, probó suerte de nuevo. Meredith oyó que en el interior traqueteaba el cerrojo.

—Está cerrado —dijo él—. Es increíble, pero el museo está cerrado. Lo lamento. Tendría que haber llamado antes de venir.

Se miraron el uno al otro. Y los dos se echaron a reír a la vez.

—El balneario de Rennes-les-Bains también estaba cerrado —dijo ella—. Hasta el 13 de abril.

A él le había caído sobre la frente la misma onda de cabello rebelde. Poco faltó para que los dedos de Meredith actuasen por su cuenta y riesgo para retirárselo de la cara, pero supo mantener las manos bien pegadas a los costados.

—Por lo menos podemos visitar la iglesia —dijo él.

Meredith se le acercó, sumamente consciente de su presencia física. Era como si llenase él solo la totalidad del sendero.

Le señaló un frontón triangular sobre la puerta.

—Esa inscripción, TERRIBILIS EST LOCUS ISTE, es otra de las razones que avalan todas esas teorías de la conspiración que circundan Rennes-le-Cháteau. Otro de los motivos de que hayan prosperado —dijo, y carraspeó—. Lo cierto es que esa frase en realidad se traduce por «Este lugar inspira reverencia». Terribilis tiene el sentido que se le atribuía en el Antiguo Testamento, que nada tiene que ver con el sentido moderno de la palabra terrible, pero ya te imaginarás qué interpretación se le ha dado, naturalmente.

Meredith miró la inscripción, aunque fue otra, legible sólo en parte, y en el vértice superior del triángulo, la que le llamó realmente la atención. IN HOC SIGNO VINCES. Otra vez Constantino, el emperador cristiano de Bizancio. La misma inscripción que vio en el mausoleo de Henri Boudet, en Rennes-les-Bains. Se imaginó el momento en que Laura comenzó la lectura de las cartas una vez que se fueron colocando sobre la mesa. El Emperador era uno de los arcanos mayores, seguido por El Mago y La Sacerdotisa, que salieron al principio. Y ese nombre era la contraseña que había tecleado para tener acceso a Internet…

—¿A quién se le ocurrió la contraseña de acceso a la red inalámbrica del hotel? —preguntó de improviso.

A Hal pareció tomarle por sorpresa semejante incongruencia, pero pese a todo respondió.

—A mi tío —dijo sin vacilar—. A mi padre no le gustaban los ordenadores. —Le tendió la mano—. ¿Vamos?

Lo primero que sorprendió a Meredith, nada más entrar en la iglesia, fue lo pequeña que era, como si se hubiera construido a una escala tres cuartas partes menor de lo habitual. Todas las perspectivas parecían contener algún error.

A la derecha, en la pared, había indicaciones escritas en francés, y algunas en un inglés bastante macarrónico. Una música coral enlatada, un mediocre canto eclesiástico, se filtraba por unos altavoces plateados que estaban suspendidos en las esquinas.

—Han querido sanear a fondo el recinto —dijo Hal en voz baja—. Para contrarrestar todos los rumores que apuntan a la existencia de un tesoro misterioso y a unas cuantas sociedades secretas, han tratado de inyectar un mensaje claramente católico en todo lo que se ve. Mira esto, por ejemplo —dio un golpecito en uno de los rótulos—. Mira. Dans cette église, le trésor c’est vous. En esta iglesia, el tesoro eres tú.

Meredith sin embargo estaba examinando el receptáculo del agua bendita que había junto a la puerta, a la izquierda. El bénitier estaba sostenido sobre los hombros de una estatua del diablo que no levantaba más de un metro veinte de altura. El rostro malévolo y enrojecido, el cuerpo torsionado, los inquietantes, penetrantes ojos azules. Era un demonio que había visto con anterioridad. Al menos, una representación suya. Sobre la mesa, en París, cuando Laura le mostró los arcanos mayores al comienzo de la lectura.

El Diablo. Carta XV del Tarot de Bousquet.

—Asmodeus —dijo Hal—. El tradicional guardián del tesoro, el que custodia los secretos y el que construyó el Templo de Salomón.

Meredith tocó al demonio, que le resultó frío y polvoriento en las yemas de los dedos. Miró sus manos retorcidas, garras o zarpas más bien, y no pudo evitar mirar también a través de la puerta abierta a la estatua de Nuestra Señora de Lourdes, inmóvil sobre la columna.

Las huellas de unas garras.

Dio una ligera sacudida con la cabeza y elevó la mirada hacia el friso. Un retablo con cuatro ángeles, cada uno de los cuales señalaba uno de los cuatro extremos de una cruz, y una vez más las palabras de Constantino, aunque esta vez en francés.

Los colores estaban desvaídos y la pintura, desconchada, como si los ángeles librasen una batalla perdida de antemano.

En la base, dos basiliscos enmarcaban un recuadro en el que aparecían las letras BS.

—Las iniciales podrían ser las de Bérenger Sauniére —dijo Hal—. O también las de Boudet y Sauniére, o bien las de La Blanque y Le Salz, dos ríos de los alrededores que desembocan en un estanque cercano, que lleva por nombre popular le bénitier.

—¿Los dos sacerdotes se conocían bien? —preguntó.

—Parece ser que sí. Boudet era el mentor del joven Sauniére. En los primeros años que ejerció Boudet, cuando pasó algunos meses en la cercana parroquia de Durban, también se hizo amigo de un tercer sacerdote, Antoine Gélis, que posteriormente se hizo cargo de la parroquia de Coustaussa.

—Ayer pasé por allí —dijo Meredith—. Me pareció que estaba en ruinas.

—El castillo lo está. El pueblo está deshabitado, aunque es muy pequeño. Tan sólo un puñado de casas. Ahora que lo pienso, acabo de recordar que Gélis murió en circunstancias un tanto extrañas. Fue asesinado en la Noche de Difuntos de 1897.

—¿Nunca se averiguó quién fue el responsable?

—No lo creo, no. —Hal hizo un alto delante de otra estatua de yeso—. San Antonio, el Ermitaño —dijo—. Famoso santo egipcio del siglo III o IV.

Esta información alejó del pensamiento de Meredith todo lo relativo a Gélis.

El Ermitaño. Otra carta de los arcanos mayores.

Las pruebas que indicaban la altísima probabilidad de que el Tarot de Bousquet se hubiera pintado en aquella región empezaban a ser abrumadoras. La pequeña iglesia de Santa María Magdalena era testimonio de ello. Lo único que Meredith no tenía nada claro era el modo en que el Domaine de la Cade pudiera encajar con todo lo demás.

¿Y cómo se relaciona todo esto con mi familia, si es que hay alguna relación?

Meredith se obligó a concentrarse en lo que tenía delante de sí. No tenía el menor sentido ponerse a embarullarlo todo tratando de encontrar relaciones improbables. ¿Y si el padre de Hal hubiera acertado al sugerir que todo lo relativo a Rennes-le-Cháteau era mera invención destinada precisamente a desviar la atención del pueblo hermanado, y situado más abajo, en el valle? No dejaba de tener su lógica, aunque Meredith necesitaba averiguar más cosas antes de llegar a alguna clase de conclusión.

—¿Has visto ya suficiente? —preguntó Hal—. ¿O prefieres que sigamos paseando por ahí?

Sin dejar de pensar, Meredith negó con un gesto.

—Me doy por contenta.

No hablaron gran cosa por el camino de vuelta al coche. La gravilla del sendero crujía ruidosamente bajo sus pies, como si fuera nieve muy comprimida. Había refrescado desde que estuvieron dentro de la iglesia, y en el aire se percibía el olor de las hogueras hechas con leña húmeda.

Hal abrió el coche y se volvió a mirarla por encima del hombro.

—En los años cincuenta del siglo pasado aparecieron tres cadáveres en el terreno de Villa Béthania —le dijo—. Varones los tres, entre los treinta y los cuarenta años de edad, todos ellos muertos a resultas de un disparo, aunque uno de los cuerpos al menos había quedado gravemente desfigurado por los animales salvajes. La versión oficial es que habían muerto durante la guerra. Los nazis ocuparon esta parte de Francia y la Resistencia fue muy activa en estos parajes. Pero la creencia de los lugareños es que los cuerpos tenían bastante más antigüedad y que estaban además relacionados con el incendio que se declaró en el Domaine de la Cade, y muy probablemente también con el asesinato del sacerdote Gélis, que se produjo en Coustaussa.

Meredith miró a Hal por encima del coche.

—¿Fue un incendio intencionado?

Hal se encogió de hombros.

—La historia local no es demasiado clara a ese respecto, pero el consenso general es que sí, que fue provocado intencionadamente.

—Pero si esos tres hombres estuvieron involucrados, ya fuera en el incendio o en el asesinato, ¿quién los mató?

Sonó el móvil de Hal, cortante y repentino en el terso aire del otoño. Abrió la tapa y miró el número. Se le aguzó la mirada.

—Perdona, pero tengo que contestar esta llamada —dijo, tapando el micrófono—. Lo siento.

En su interior, a Meredith se le escapó un gemido de pura frustración, pero no pudo hacer nada para remediarlo.

—Claro, adelante —dijo—. No te preocupes por mí.

Subió al interior del coche y vio que Hal se alejaba hacia una zona poblada por abetos, cerca de la torre Magdala, para hablar a sus anchas.

No existen las coincidencias. Todo sucede por una razón.

Se apoyó en el reposacabezas y repasó todo lo que había ido aconteciendo, toda la secuencia de sucesos, desde el momento en que bajó del tren en la estación del Norte. No, empezó después. A partir del momento en que puso el pie en los peldaños pintados de colores que conducían a la habitación de Laura, a partir del momento en que comenzó a subir la escalera.

Meredith sacó el cuaderno del bolso y repasó sus notas en busca de alguna respuesta. La auténtica pregunta era bien simple en el fondo: ¿cuál era la historia que trataba de rastrear, cuál era el eco? Se encontraba en Rennes-les-Bains resuelta a encontrar el rastro de su propia historia familiar. ¿Acaso las cartas guardaban alguna relación con todo ello? ¿O se trataba más bien de una historia completamente distinta, sin ninguna relación? En ese caso, tenía todas las trazas de ser una historia de indudable interés académico, pero que no tenía nada que ver con ella.

¿Qué era lo que había dicho Laura? Meredith repasó sus notas hasta dar con ello.

«La línea temporal aparece confusa. Es como si la secuencia diera saltos adelante y atrás, como si hubiera algo borroso en los acontecimientos, como si las cosas se escurriesen entre el pasado y el presente».

Miró por la ventanilla a Hal, que ya regresaba hacia el coche con el móvil en una mano, aunque ya había terminado la conversación. Llevaba la otra en el bolsillo.

¿Y él? ¿Cómo encaja en todo esto?

Meredith sonrió.

—Hola —le dijo cuando él abrió la puerta—. ¿Todo en orden?

Entró en el coche.

—Lo siento, Meredith. Te iba a proponer que fuésemos a almorzar juntos, pero ha surgido algo de lo que tengo que ocuparme antes.

—A juzgar por la cara que tienes, ¿una buena noticia? —preguntó ella.

—La comisaría de policía que lleva el caso, en Couiza, por fin ha dado su permiso para que examine yo el expediente del accidente de mi padre. Llevo semanas dándome de cabezazos contra una pared, así que sí, es un paso adelante.

—Me alegro, Hal —dijo con la esperanza de que realmente fuera una buena noticia, y de que las esperanzas que él parecía tener no carecieran de fundamento.

—Así que… te puedo dejar en el hotel —siguió diciendo— o puedes, si quieres, venir conmigo. Ya encontraremos algún sitio donde comer algo más tarde. El único problema es que realmente no sé cuánto tiempo me puede llevar. Aquí no suelen ser muy rápidos con estas cosas, la verdad.

Meredith tuvo por un instante la tentación de acompañarle, más que nada por prestarle apoyo moral, pero su vertiente más sensata le dio a entender que aquello era algo que él necesitaba resolver por su cuenta. Al mismo tiempo, tenía la necesidad de concentrarse durante un rato en sus propios asuntos, para lo cual era preciso que no se dejara absorber por los problemas de Hal.

—Yo diría que te puede llevar un buen rato —le dijo—. Si no te importa dejarme en el hotel cuando te pille de camino, me parece que será lo mejor.

Agradeció ver que a Hal le cambió la expresión un instante.

—Probablemente lo mejor sea que vaya solo, ya que a fin de cuentas es un favor que me hacen.

—Justo lo que he pensado yo —concluyó ella, y le rozó brevemente la mano.

Hal arrancó el coche y metió marcha atrás.

—¿Y más tarde? —dijo a la vez que enfilaba por la estrecha calle para salir de Rennes-le-Cháteau—. Podríamos vernos para tomar una copa o para cenar, incluso… si no tienes otros planes.

—Estupendo —sonrió, y mantuvo la calma—. Sí, una cena estaría bien.