Capítulo 46

RENNES-LE-CHÁTEAU

Meredith entornó los ojos para ver mejor a través del parabrisas a la vez que Hal arrimaba el coche a la cuneta después de haber trazado la última curva de la carretera.

Situada en lo alto de una vertiginosa ladera, por encima de donde se encontraban, había un conjunto de casas y edificios de otro tipo. Un rótulo de madera pintado daba la bienvenida a Rennes-le-Cháteau.

Son site, ses mysteres.

Unas flores blancas y otras de color púrpura asomaban por encima de un seto, en la misma orilla de la carretera. Había otras flores enormes, que parecían jacintos de un tamaño exagerado.

—En primavera está todo salpicado de amapolas —señaló Hal siguiendo la línea hacia la que miraba ella—. Es algo digno de verse.

Dos minutos después aparcaron en un solar polvoriento con vistas a todo el tramo sur de la Haute Vallée, y salieron del coche.

Meredith contempló el paisaje de las montañas y los valles abajo, y se volvió entonces a mirar el pueblo.

Inmediatamente tras ellos había una torre circular, un depósito de agua que se encontraba en el centro del polvoriento aparcamiento. Un reloj de sol cuadrado, pintado en la curva que miraba al sur, señalaba los solsticios de invierno y de verano.

En lo alto tenía una inscripción. Ella hizo pantalla con la mano para leerla mejor.

Aici lo tems s’en va vers l’Eternitat.

Meredith tomó una fotografía.

En uno de los bordes del aparcamiento había un mapa montado sobre un tablero enmarcado. Hal saltó al murete y comenzó a indicarle diversos puntos, poniendo nombre a lo que ella estaba viendo: las cumbres de Bugarach, Soularac y Bézu, el pueblo de Quillan hacia el sur, Espéraza al suroeste, Arques y Rennes-les-Bains al este.

Meredith respiró hondo. El cielo inabarcable, el perfil de las cumbres más allá, el perfil aserrado que formaban en primer plano las copas de los abetos, las flores de montaña que nacían junto a la carretera, la torre a cierta distancia… Era sobrecogedor; recordaba mucho al paisaje que había visto en la carta de «la Fille d’Épées». Las cartas podrían muy bien haberse pintado pensando en ese paisaje.

—Aquí dice —leyó Hal, y le hizo una seña para que se acercase a él— que en un día despejado de verano es posible ver nada menos que veintidós pueblos desde este punto.

Sonrió, bajó de un salto y señaló un sendero de gravilla que se alejaba desde el aparcamiento.

—Si mal no recuerdo, la iglesia y el museo están por allí.

—¿Qué es aquello? —preguntó Meredith, mirando una torre no muy alta, de aspecto sólido, almenada, que dominaba todo el valle.

—La torre Magdala —respondió, siguiendo la dirección de su mirada—. Sauniére construyó el belvedere, el mirador de piedra que hay en el flanco sur de sus jardines y que tiene unas vistas realmente increíbles. Lo hizo justo al final del plan de reconstrucción, en 1898 o 1899. La torre estaba destinada a albergar su biblioteca.

—Pero su colección original ya no se encuentra en ella, ¿verdad?

—Lo dudo mucho —dijo él—. Sospecho que han hecho lo mismo que hizo mi padre en el Domaine de la Cade, es decir, poner unos cuantos volúmenes de imitación más que nada para dar ambiente. Me acuerdo que me llamó y estaba encantado cuando logró comprar todo un cargamento de libros de viejo en un videgrenier de Quillan. —Meredith frunció el ceño—. Una venta de segunda mano —explicó Hal.

—Entiendo —sonrió ella—. Entonces, ¿eso quiere decir que tu padre estuvo bastante involucrado en el día a día del hotel? ¿Vivía allí mismo?

De nuevo, a Hal se le nubló el semblante de una forma llamativa.

—Mi padre era quien tenía el dinero. Venía de vez en cuando desde Inglaterra. Todo esto fue siempre un proyecto de mi tío. El encontró el lugar, él convenció a mi padre para que adelantase el dinero, él supervisó las obras de remodelación, él tomó todas las decisiones. —Hizo una pausa—. Hasta este año, claro está. Mi padre se jubiló y cambiaron las cosas. Lo cierto es que cambiaron a mejor. Empezó a relajarse, aprendió a disfrutar de las cosas. Vino unas cuantas veces en enero y febrero y decidió finalmente instalarse aquí en mayo.

—¿Y eso cómo le sentó a tu tío?

Hal se metió las manos en los bolsillos y bajó la vista al suelo.

—No estoy muy seguro.

—¿Tuvo siempre la intención de marcharse a Francia cuando se jubilara?

—La verdad es que no lo sé —contestó él. Meredith percibió una mezcla de amargura y de confusión en su voz, y sintió una repentina simpatía por él.

—Quieres tratar de saber con precisión cómo fueron los últimos meses de tu padre —le dijo con dulzura, pues lo entendía perfectamente.

Hal levantó la cabeza.

—Exacto. No es que tuviéramos una gran proximidad el uno con el otro, claro. Mi madre murió cuando yo tenía ocho años y él me mandó a un internado. Incluso cuando pasaba las vacaciones en casa, mi padre trabajaba a todas horas. Yo ni siquiera diría que llegáramos a conocernos el uno al otro. —Calló unos instantes—, pero en estos últimos dos años sí empezamos a vernos con más frecuencia. Tengo la sensación de que es algo que le debo.

Al percibir que Hal tenía una clara necesidad de ir a su propio paso, Meredith no le apremió para que explicara qué había querido decir con eso. En cambio, optó por hacerle una pregunta perfectamente inocua.

—¿A qué clase de negocio se dedicaba… antes de jubilarse?

—Banca. Inversiones. Igual que yo. Con una singular falta de imaginación, seguí sus pasos e incluso empecé a trabajar para la misma empresa que él en cuanto terminé mis estudios en la universidad.

—¿Otra de las razones para abandonar tu trabajo? —le preguntó ella—. ¿Vas a heredar la parte que tenía tu padre en el Domaine de la Cade?

—Eso más que una razón ha sido una excusa. —Hizo una pausa—. Mi tío pretende comprarme mi parte. No lo ha dicho con esas palabras, pero es lo que sin duda le gustaría. Yo en cambio tiendo a pensar que a mi padre quizá le habría gustado que yo me implicara, que siguiera exactamente en el punto en que él lo dejó.

—¿Nunca lo hablaste con él?

—No. No parecía que tuviéramos ninguna prisa, claro. —Se volvió hacia Meredith—. No sé si me explico…

Ella asintió.

Habían ido caminando despacio mientras charlaban, y ahora se encontraban ante una elegante villa que daba directamente a una calle estrecha. Enfrente había un jardín muy cuidado, muy hermoso, con un amplio estanque de piedra y un café al fondo. Las persianas de madera estaban cerradas.

—La primera vez que vine aquí fue con mi padre —dijo Hal—, hace unos dieciséis o diecisiete años. Fue mucho antes de que mi tío y él pensaran en montar un negocio juntos.

Meredith sonrió para sus adentros, y entendió por qué sabía Hal tantas cosas de Rennes-le-Cháteau cuando en cambio apenas conocía nada del resto de la región. El lugar era especial para él debido al lazo de unión que tenía con su padre.

—Ahora está todo reconstruido, de arriba abajo, pero en aquel entonces estaba completamente abandonado. La iglesia se abría tan sólo durante un par de horas al día y la vigilaba una aterradora guardiana que vestía toda de negro y que a mí me daba unos sustos de muerte. Villa Béthania, esa de ahí —señaló una impresionante mansión junto a la cual se encontraban—, la construyó Sauniére para alojar a sus invitados, no para tenerla como residencia. Cuando vine con mi padre, estaba abierta al público, pero por pura casualidad. Uno entraba en una de las habitaciones y se encontraba con una figura de cera que representaba a Sauniére sentado en la cama.

Meredith hizo una mueca.

—Suena espeluznante.

—Todos los papeles y los documentos estaban metidos en vitrinas que no tenían llave, expuestos a la humedad, en las habitaciones sin calefacción que hay debajo del belvedere.

Meredith sonrió.

—La pesadilla de un archivero —dijo.

El indicó con un gesto la verja que separaba el sendero de los jardines.

—Ahora, como bien se ve, el lugar se ha convertido en una gran atracción para el turismo. El propio cementerio, donde está enterrado Sauniére junto a su ama de llaves, se cerró al público en diciembre de 2004, cuando empezó la moda de El código Da Vinci y el número de visitantes que venían a Rennes-le-Cháteau literalmente se disparó. Está por aquí, ven.

Caminaron en silencio hasta llegar a unos altos portones de metal que protegían el camposanto.

Meredith ladeó la cabeza para leer una inscripción de cerámica que colgaba por el otro lado de la verja cerrada.

Memento homo quia pulvis es et in pulverem reverteris.

—¿Traducido? —preguntó Hal.

—Polvo al polvo —dijo ella. Tuvo un estremecimiento. Algo había en aquel lugar que le producía una sensación incómoda. Algo tristón en el aire, la sensación de vigilancia pese a estar las calles desiertas. Sacó el cuaderno y copió la inscripción en latín.

—¿Tú lo apuntas todo?

—Desde luego. Son gajes del oficio, me parece.

Le sonrió y captó la sonrisa con que él quiso contestar.

Meredith se alegró de dejar atrás el cementerio. Siguió a Hal cuando éste pasó por delante de un calvario de piedra, y luego cuando dobló por otro estrecho sendero para salir a una pequeña estatua dedicada a Nuestra Señora de Lourdes, que se hallaba protegida por una verja de hierro forjado.

En la base del adornado pilar de piedra se leían las palabras PÉNITENCE, PÉNITENCE y MISSION, 1891.

Meredith se quedó mirando. Era como si empezara a ser imposible escapar de ello. La misma fecha salía a relucir una y otra vez.

—Al parecer, ésta es la auténtica columna visigótica dentro de la cual aparecieron los pergaminos —dijo Hal.

—¿Está hueca?

Él se encogió de hombros.

—No lo sé.

—Es una locura que la hayan dejado ahí a la intemperie —añadió Meredith—. Si éste lugar es una especie de imán para los partidarios de la teoría de la conspiración y para los buscadores de tesoros, lo lógico sería que a las autoridades les preocupara la posibilidad de que alguien se la pudiera llevar.

Meredith miró con atención los ojos benévolos y los labios silenciosos de la estatua colocada encima de la columna. Mientras observaba sus rasgos de piedra, al principio de manera imperceptible, luego con más profundidad y más insistencia, vio que aparecían en la superficie marcas producidas por arañazos, rasguños. Eran incisiones que parecían haberse producido al arañar alguien la superficie con un cincel.

¿Qué demonios…?

Sin fiarse de la evidencia que tenía ante sus propios ojos, alargó la mano y tocó la piedra, acariciándola.

—¿Meredith? —dijo Hal.

La superficie estaba lisa. Rápidamente retiró los dedos como si le hubiesen quemado. Nada. Se miró las palmas de las manos como si contase con ver alguna clase de huella, pero todo parecía absolutamente normal.

—¿Te pasa algo? —preguntó él.

No, nada, sólo que veo visiones.

—Estoy bien —dijo ella con firmeza—. Es sólo que… —Levantó los ojos—. El sol pega con fuerza, la verdad.

Hal pareció preocupado, y Meredith se dio cuenta de que le agradaba que así fuera.

—En fin, ¿y qué fue de los pergaminos que encontró Sauniére?

—Presuntamente se los llevó a París para verificar si eran auténticos.

Ella frunció el ceño.

—No tiene sentido. ¿Por qué iba a llevárselos a París? Lo lógico, siendo un sacerdote católico, habría sido llevarlos al Vaticano.

Él se rió.

—¡Ahora ya se ve que no sueles leer ficción!

—Aunque si juego a ser por un momento el abogado del diablo —siguió diciendo, razonando en voz alta—, lo lógico sería pensar que no se fiaba de la Iglesia, tal vez temeroso de que destruyesen los documentos.

Hal asintió.

—Esa es la teoría más popular. Mi padre también hizo hincapié en que si un sacerdote, un párroco de un lejano rincón de Francia, realmente hubiera dado con un secreto asombroso, como habría sido un documento que demostrase la veracidad de un matrimonio que se remontaba al siglo I de nuestra era, y un matrimonio del que además, y contra todo pronóstico, quedó descendencia, lo más sencillo habría sido que la Iglesia se deshiciera de él discretamente, en vez de tomarse la molestia de tener que acallarlo a base de dinero.

—Está bien pensado.

Hal hizo una pausa.

—El sostenía en realidad una teoría completamente distinta.

Meredith se volvió para mirarlo a la cara, al notar en ese momento un tono curioso en su voz.

—¿Y cuál era?

—Que la totalidad de la saga de Rennes-le-Cháteau era un mero encubrimiento, una añagaza, un intento por desviar la atención de una serie de acontecimientos que se estaban produciendo al mismo tiempo en Rennes-les-Bains.

Meredith se sintió como si se hubiera llevado un puntapié en la boca del estómago.

—¿Estás de broma?

—Sauniére era un conocido amigo de la familia entonces propietaria del Domaine de la Cade. Hubo en aquella época una serie de muertes en toda la región que nadie supo explicar; por lo visto, una especie de lobo, o un gato montes seguramente, fue el causante de las mismas, pero los rumores que se fueron difundiendo por allí apuntaban a que había una especie de diablo que merodeaba por el campo.

Las huellas de unas garras.

—Aunque nunca se llegó a demostrar cuál fue la causa del incendio que destruyó gran parte de la mansión original en 1897, existen indicios de peso que apuntan a que el fuego fue provocado con la intención de que dejara de merodear por la zona aquel diablo, el cual se pensaba que estaba acogido en los terrenos del Domaine de la Cade. Hubo también algo que tenía que ver por lo visto con una baraja de cartas del tarot, también relacionada con el Domaine. Por lo visto, en esto también estuvo implicado Sauniére.

El Tarot de Bousquet.

—Todo lo que sé con certeza es que mi tío y mi padre riñeron por ese motivo —dijo Hal.

Meredith tuvo dificultad en hablar sin que se le quebrase la voz.

—¿Riñeron?

—A finales de abril, poco antes de que mi padre tomase la decisión de venir a vivir aquí. Yo estaba viviendo con él en su piso, en Londres, y entré en la habitación y escuché parte de la conversación. De la discusión, mejor dicho. Tampoco es que llegara a oír gran cosa: algo así como que el interior de la iglesia de Sauniére era la copia de una tumba de una época anterior.

—¿No preguntaste a tu padre qué quiso decir con eso?

—Él no quiso hablar más del asunto. Todo lo que contó es que había tenido conocimiento de que existía un mausoleo familiar dentro de los terrenos del Domaine de la Cade, un sepulcro en realidad, que fue destruido al mismo tiempo que se incendió la casa. Todo lo que quedan son unas cuantas piedras, ruinas.

Por un instante, Meredith tuvo la tentación de confiar en Hal, de hablarle de la lectura del tarot que había tenido lugar en París, de su pesadilla de la noche anterior, de las cartas que en ese mismo instante se encontraban en el armario de su habitación y de la verdadera razón por la que había viajado a Rennes-les-Bains. Pero algo se lo impidió. Hal estaba luchando en ese momento con sus propios demonios. Frunció el ceño, recordando de pronto el aplazamiento de cuatro semanas entre el accidente y el funeral.

—¿Qué es lo que le ocurrió exactamente a tu padre, Hal? —le preguntó, y se calló de pronto, pensando que había ido demasiado lejos, demasiado deprisa—. Disculpa, lo lamento. Es una presunción por mi parte el…

Hal trazó un dibujo con el zapato en el suelo.

—No, no pasa nada. Su coche se salió de la carretera en la curva que hay a la entrada de Rennes-les-Bains. Cayó al río —lo dijo en un tono apagado, como si tratase intencionadamente de impedir que su voz transmitiera ninguna emoción—. La policía no supo entender cómo pudo ocurrir. Era una noche despejada. No llovía ni nada por el estilo. Lo peor de todo fue que… —Calló.

—Oye, no tienes por qué contármelo si te resulta difícil —dijo ella con dulzura, y le puso la mano en la base de la espalda.

—Sucedió de madrugada, de modo que el coche no fue descubierto hasta horas más tarde. Había intentado salir de allí, la puerta estaba abierta a medias. Pero los animales dieron con él antes que nadie. Tenía arañazos y zarpazos en la cara y en todo el cuerpo.

—Lo siento —dijo ella.

—Nadie supo explicar a ciencia cierta qué clase de animal pudo ser el que lo atacó —dijo él, y se le torció el gesto sólo de pensarlo—. Se habló de alguna clase de gato montes, pero…

Meredith volvió a mirar la estatua del camino, tratando de no hacer ninguna asociación entre un trágico accidente que tuvo lugar en 2007 con las supersticiones antiquísimas que parecían rondar de continuo por la región. Pero resultaba difícil pasar por alto las más que probables conexiones.

Todos los sistemas de adivinación, como la música misma, funcionan por medio de patrones.

—Lo que pasa es que yo realmente podría aceptar que se trató de un accidente. Pero dijeron que había bebido, Meredith. Y eso es algo que yo sé perfectamente que él no habría hecho nunca. —Bajó su tono de voz—. Nunca. Si supiera a ciencia cierta qué sucedió, al margen de lo que hubiera ocurrido, todo estaría en orden. O no estaría en orden, pero lo que quiero decir es que podría hacerle frente. Lo malo es no saber. Para empezar, ¿por qué estaba en ese tramo del camino a esas horas? Eso es lo que quiero saber. Necesito saberlo.

Meredith recordó el rostro de su madre biológica, la vio arrasada por las lágrimas, y pensó en la sangre que tenía bajo las uñas. Pensó en las fotografías en tonos sepia, en la partitura que siempre llevaba consigo, en la hendidura, en el vacío interior que la había llevado poco a poco a aquel rincón olvidado de Francia.

—Lo que no soporto es no saber —insistió—. ¿Me entiendes?

Ella lo había rodeado con los brazos y lo había estrechado contra su pecho. Él respondió abrazándola a su vez y acercándola hacia sí. Meredith se sentía perfectamente encajada bajo sus anchas espaldas. Volvió a percibir el olor a jabón y a aftershave y sintió el cosquilleo que le producía la suave lana de su jersey en la nariz. Notó su calor, notó su ira, notó su rabia, y luego la desesperación subyacente en los dos.

—Sí —dijo en voz baja—. Te entiendo.