La avenida de entrada al hotel y los terrenos de la finca tenían un aspecto muy distinto a plena luz del día.
El sol de octubre inundaba los jardines y lo bruñía todo con una luz intensa y dorada. Meredith captó el olor de las hogueras de leña húmeda y el perfume del otoño a la vez que veía por la ventana entreabierta cómo el sol arrancaba brillos a las hojas mojadas. Poco más adelante, una luz más moteada se proyectaba sobre los arbustos, de un verde tan oscuro como el del alto seto del fondo. Todo se hallaba perfilado como si fuera en oro y plata.
—Voy a tomar el camino campo a través para llegar a Rennes-le-Cháteau. Es mucho más rápido que la ruta que pasa por Couiza.
La estrecha carretera era una sucesión de curvas pronunciadas que parecían doblarse sobre sí mismas a medida que ascendían por unas laderas arboladas. El verde de la vegetación iba adquiriendo todos los tonos, e igual que el marrón daba todos los matices posibles, también parecía estar presente toda la gama de los carmesíes, los cobres, los oros y los ocres, y los robles estaban de un amarillo intenso, sin descontar el plateado de los avellanos y los álamos. En tierra, bajo los pinos, se veían unas pinas enormes, como si alguien las hubiera dejado allí para marcar la senda.
Tras una última curva en la carretera, de pronto salieron del bosque y se encontraron en la amplitud de los páramos y los pastos. Meredith notó que su corazón se expandía ante la anchura de la panorámica que se abría ante ella.
—Qué maravilla. Es de una belleza asombrosa.
—Me he acordado de algo que creo que te va a interesar de verdad —dijo Hal. Ella percibió que lo decía con una gran sonrisa—. Cuando le dije a mi tío que esta mañana iba a salir, y además le expliqué el porqué, me recordó que hay quien dice que en efecto existe una estrecha conexión entre Debussy y Rennes-le-Cháteau. La verdad es que estuvo más solícito que nunca.
Meredith se volvió para mirarlo de frente.
—¿Estás de broma?
—¿Puedo dar por hecho que conoces ya los datos elementales de todos estos parajes?
Ella negó con un gesto.
—No, no lo creo…
—Estamos en el pueblo que desencadenó todas las historias que se han contado sobre la Santa Sangre y el Santo Grial, ¿de acuerdo? ¿Conoces El código Da Vinci? ¿El legado de los templarios? ¿Te suena algo de todo eso? ¿Si hablo de la descendencia consanguínea de Cristo, sabes a qué me refiero? Todo eso ha nacido aquí en gran medida…
Meredith hizo una mueca.
—Lo lamento. A mí me va mucho más todo lo que sea… no ficción, es decir, biografía, historia, teoría, ya sabes, esas cosas. La verdad.
Hal rió.
—Entendido. Pues allá va un breve resumen. La historia cuenta que María Magdalena estuvo en realidad casada con Jesucristo, y que además tuvo hijos con él. Después de la crucifixión, ella se dio a la fuga y al parecer llegó, según algunos, a Francia. Marsella y muchos otros puntos de la costa del Mediterráneo afirman ser el lugar exacto en que desembarcó en su huida. Bien. Demos un salto de casi mil novecientos años, hasta 1891, que es cuando presuntamente el sacerdote de Rennes-le-Cháteau, Bérenger Sauniére, encontró una serie de pergaminos en los que se demuestra que este linaje descendiente de Cristo existió de veras y se remonta desde la actualidad hasta el siglo I después de Cristo.
Meredith se quedó helada.
—¿Has dicho 1891?
Hal asintió.
—Correcto. Ése es el año en que Sauniére acometió un fenomenal proyecto de restauración que iba a durar muchos años. Empezó por la iglesia, pero siguió por los jardines, el cementerio, la casa, todo. —Calló. Meredith notó que la miraba de reojo—. Oye, ¿sucede algo? —preguntó—. ¿Te encuentras bien?
Ella bajó la mirada y se encontró con que había cerrado los puños y los apretaba con fuerza casi a su pesar.
—Claro —dijo ella enseguida—. Perdona. Continúa.
—Los pergaminos en los que se demuestra ese linaje se encontraban al parecer ocultos dentro de una columna visigótica, periodo al que se remonta la historia. La mayoría de los lugareños piensa que todo fue una añagaza de principio a fin. Los datos históricos de la época de Sauniére no hacen mención de ningún gran misterio asociado a Rennes-le-Cháteau, salvo, y es curioso, un tremendo incremento de todos los bienes materiales que rodeaban al tal Sauniére.
—¿Quieres decir que se hizo rico?
Hal asintió.
—La jerarquía eclesiástica lo acusó de simonía, es decir, de vender misas a cambio de dinero. Sus parroquianos fueron más caritativos a la hora de acusarle. Creyeron que había descubierto una porción importante del tesoro de los visigodos y no se lo echaron en cara, sobre todo teniendo en cuenta que gran parte de sus ganancias las dedicó a la iglesia y a los parroquianos.
—¿Cuándo murió Sauniére? —preguntó ella, recordando las fechas que figuraban en el memorial en honor de Henri Boudet, en la iglesia de Rennes-les-Bains.
Hal la miró con sus ojos azules.
—En 1917 —dijo—, y se lo dejó todo a su ama de llaves, Marie Denarnaud. Hasta finales de los años setenta del pasado siglo no salieron a la luz todas las teorías sobre la conspiración religiosa.
También tomó buena nota de esa información. El nombre de Denarnaud había aparecido varias veces en el cementerio.
—¿Qué piensa tu tío de todas esas historias?
A Hal se le nubló el semblante.
—Que siempre es bueno para el negocio —dijo él, y guardó silencio.
Como era evidente que no existía ni pizca de aprecio entre su tío y él, Meredith se preguntó por qué razón permanecía Hal en la región después de haberse celebrado el funeral. Le bastó con mirarle a la cara para sospechar que no le agradaría la pregunta, de modo que lo dejó pasar.
—¿Y Debussy? —preguntó al final.
Hal pareció poner sus pensamientos en orden.
—Perdona, tienes razón. Se supone que existía una sociedad secreta cuyos miembros actuaban como guardianes de los pergaminos y de todo aquello que Sauniére pudo haber encontrado, o quizá no, en la columna visigótica. Es una organización que presuntamente tuvo miembros e incluso dirigentes muy famosos, figuras emblemáticas si quieres. Por ejemplo, Newton. O Leonardo da Vinci. Y el propio Debussy.
Meredith se quedó tan perpleja que sólo supo echarse a reír.
—Lo sé, lo sé —dijo Hal, y esbozó una generosa sonrisa—, pero piensa que me limito a contarte la historia tal como me la contó mi tío.
—Es una locura, no tiene ni pies ni cabeza. Debussy vivió por y para su música. Y no era una persona muy sociable que digamos. Le gustaba la privacidad, fue siempre muy leal a un reducido grupo de amigos. Pensar que fuera miembro de una sociedad secreta… ¡Es una locura, te lo aseguro! —Se secó el ojo con la manga—. ¿Qué pruebas existen para respaldar una teoría tan extravagante?
Hal se encogió de hombros.
—Sauniére recibió a muchos parisinos de notoriedad en Rennes-le-Cháteau en los años del cambio de siglo, y eso también alimentó las teorías de la conspiración. Jefes de Estado, cantantes… Una persona llamada Emma Calvé. ¿Te suena de algo?
Meredith se paró a pensar.
—Era una soprano francesa, más o menos de esa época, pero estoy bastante segura de que nunca interpretó un papel importante en ninguna obra de Debussy. —Sacó el cuaderno y anotó el nombre—. Lo comprobaré.
—¿Tú crees que podría encajar?
—Cualquier teoría se puede confeccionar de manera que encaje. Basta con que te lo propongas en serio. Pero no por eso será verdad.
—Habló la erudita.
Meredith notó el tono de sorna en su voz y le agradó.
—No, lo dice una persona que se ha pasado media vida en una biblioteca. La vida real nunca es así de sencilla. Suele ser una maraña. Las cosas se superponen, los hechos se contradicen. Encuentras una prueba y crees que todo va sobre ruedas, que lo has clavado. Acto seguido, sin querer, te encuentras con otra cosa que lo pone todo del revés.
Siguieron viaje en silencio, pero relajados, contentos, encerrados cada uno en sus propios pensamientos.
Atravesaron una granja con grandes terrenos y salvaron una loma. Meredith reparó en que, del otro lado, el paisaje era un tanto distinto, menos verde, más rocoso, con peñascos como dientes que parecían salir de la tierra, de un tono rojizo, como si una serie de violentos terremotos hubieran empujado a la superficie el mundo oculto del interior. El terreno presentaba cicatrices, heridas en la piel de la tierra. Era un entorno menos acogedor, más imponente.
—Una se da cuenta —dijo ella al rato— de lo poco que, en lo esencial, ha cambiado el paisaje. Basta con despejar los coches y los edificios de la ecuación y te encuentras con los montes, los desfiladeros, los valles que llevan ahí, exactamente así, desde hace decenas de miles de años.
Notó que aumentaba su atención. Tuvo una intensa conciencia de la suavidad con que ascendía y descendía la respiración de él en aquel espacio tan reducido.
—Ayer por la noche no pude darme cuenta. Todo parecía demasiado pequeño, demasiado insignificante, para haber sido el centro de nada. Ahora, en cambio… —Meredith no siguió—. Aquí arriba, la mera escala de las cosas es completamente distinta. Aquí parece más verosímil, sin duda, que Sauniére pudiera haber encontrado algo de verdadero valor. —Calló un instante—. No digo que lo encontrase, ni tampoco lo niego. Sólo afirmo que da cierto fundamento a la teoría.
—Rhedae, nombre antiguo de Rennes-le-Cháteau, se encontraba en pleno centro del imperio visigodo del sur. Siglos V, VI y VII —dijo él, y la miró de reojo antes de volver a concentrarse en la carretera—. Pero… desde tu punto de vista profesional —continuó—, ¿no te parece que es demasiado tiempo para que algo haya permanecido sin descubrirse? Si hubiera algo genuino por encontrar, ya fuera visigótico, ya fuera incluso anterior, digamos que de la época de los romanos, ¿no te parece que lo lógico es que hubiera salido a la luz mucho antes de 1891?
—No, no necesariamente —replicó ella—. Piensa en los rollos del mar Muerto. A veces es sorprendente cómo unas cosas aparecen y otras permanecen ocultas durante miles de años. Según la guía, quedan unos restos de una torre vigía de los visigodos en la cercana aldea de Fa, y hay cruces visigodas en el cementerio de Cassaignes, y ambas han sido descubiertas muy recientemente.
—¿Cruces? —dijo Hal—. ¿Seguro que eran cristianos? Yo no estaría tan seguro, o al menos no me parece que sea del todo así.
Meredith asintió.
—Sí, es extraño, ¿eh? Lo más interesante es que era costumbre de los visigodos enterrar a sus reyes y a sus nobles con sus tesoros, en tumbas ocultas, y no en un cementerio cercano al edificio de una iglesia. Espadas, hebillas, joyas, fíbulas, copas, cruces, lo que quieras. Lógicamente, esto trajo consigo los mismos problemas que en el Antiguo Egipto.
—Es decir, que era necesario inventar una forma de disuadir a los posibles ladrones y profanadores.
—Exacto. Por eso los visigodos idearon una forma de construir cámaras secretas por debajo del lecho del río. La técnica consistía en represar el río y desviar su curso provisionalmente, mientras se procedía a excavar y preparar lo que iba a ser una cámara funeraria. Cuando el rey, o el guerrero, o quien fuera, se hallaba a salvo con todo su tesoro, se procedía al sellado de la cámara, que se camuflaba con barro, arena, gravilla o lo que fuera, y se demolía la presa. El caudal del río volvía a fluir por donde siempre y el rey y su tesoro quedaban escondidos para toda la eternidad.
Meredith se volvió hacia Hal, pero se dio cuenta de que había vuelto a retraerse. Tuvo la sensación de que sus palabras habían desencadenado algunos pensamientos en torno a otra cosa distinta. No supo en qué podía consistir. Incluso teniendo en cuenta todo lo que había tenido que sufrir en las últimas semanas, y en particular el día anterior, parecía capaz de pasar de ser abierto y relajado a parecer, en sólo un instante, alguien que lleva sobre los hombros el peso del mundo.
¿O tal vez es que le gustaría estar en otra parte?
Meredith siguió mirando al frente por el parabrisas. Si tenía ganas de confiar en ella, lo haría: no tenía ningún sentido acuciarle.
Siguieron ascendiendo por la carretera hasta que Hal trazó una última curva de ciento ochenta grados.
—Hemos llegado —dijo él.