MARTES, 30 DE OCTUBRE
Meredith despertó a la mañana siguiente con la cabeza como un bombo tras haber dormido francamente mal. La combinación del vino con el susurro del viento en los árboles y sus enloquecidos sueños le había impedido descansar. No tenía ninguna gana de pensar en la noche. Espectros, visiones… Lo que pudiera significar todo ello.
Era necesario que siguiera estando concentrada. Había ido allí para cumplir un cometido: eso era todo lo que realmente debía preocuparle.
Meredith se plantó debajo del chorro de la ducha hasta que se enfrió el agua, se tomó un par de paracetamoles y luego bebió una botella de agua. Se secó el pelo con la toalla, se puso unos vaqueros cómodos y un jersey rojo, y bajó a desayunar. Un plato descomunal de huevos revueltos, beicon y pan, acompañado con cuatro tazas de buen café francés, fuerte y dulce al mismo tiempo, y volvió a sentirse como un ser humano.
Comprobó que llevaba en el bolso todo lo necesario —teléfono, cámara, cuaderno, bolígrafo, gafas de sol y un mapa de la región— y acudió al vestíbulo a reunirse con Hal. Se encontró con una larga cola ante el mostrador de recepción. Una pareja de españoles se quejaban por tener demasiadas pocas toallas en su habitación; un hombre de negocios, francés, ponía en duda los cargos adicionales que se había encontrado en la cuenta; junto al puesto del conserje, una montaña de equipaje esperaba a ser transportada hasta el autobús de un grupo de ingleses que seguían viaje a Andorra.
La mujer que estaba en el mostrador parecía a punto de perder los nervios. Y no había ni rastro de Hal.
Meredith estaba preparada para afrontar la posibilidad de que no se presentase. A la fría luz del día, sin esa valentía que proporciona el alcohol, podría haber lamentado aquel impulso que le llevó a proponer a una desconocida que salieran juntos. Al mismo tiempo, en cierto modo tenía la esperanza de que acudiera a la cita. No era nada del otro mundo; era más bien un asunto en clave menor, y no le causaría una terrible decepción que le diera plantón; al mismo tiempo, notaba las mariposas en la boca del estómago.
Se entretuvo mirando las fotografías y los cuadros colgados de las paredes en el vestíbulo. Eran cuadros al óleo normales y corrientes, de los que suelen verse en cualquier hotel de campo. Paisajes rurales, torres envueltas por la bruma, pastores y rebaños, montes, nada que realmente le llamara la atención. Las fotografías eran mucho más interesantes, claramente elegidas para reforzar el ambiente finisecular que se palpaba en el hotel. Eran retratos enmarcados en tonos sepia, castaños y grises. Mujeres con una expresión de enorme seriedad, las cinturas muy ceñidas, las faldas voluminosas, el cabello recogido en lo alto de la cabeza. Hombres de barba y bigote poblados, en poses sumamente formales, muy erguidos, bien plantados, mirando atentamente a la cámara.
Meredith recorrió despacio las paredes con la mirada, tratando de hacerse más bien una impresión general, sin reparar en los detalles específicos de cada instantánea, hasta que dio con un retrato casi del todo escondido en la curva de la escalera, justo encima del piano que ya había visto la noche anterior. Era una composición formal en sepia y blanco, cuyo marco, de madera negra, tenía las esquinas desportilladas.
Era la plaza de Rennes-les-Bains. Se acercó un paso más. En el centro de la fotografía, en una adornada silla de metal, aparecía sentado un hombre de bigote negro, el cabello negro también y peinado hacia atrás, con el sombrero de copa y el bastón en equilibrio entre las rodillas. Tras él, a su izquierda, aparecía una mujer hermosa, etérea, esbelta y elegante, con una chaqueta oscura de buen corte y una falda larga. El velo negro a media altura que le cubría la cara lo tenía del todo levantado y sujeto en el ala del sombrero, por lo que se le veía el cabello claro, recogido en un moño muy alambicado. Sus dedos delgados, envueltos en seda negra, descansaban posados levemente sobre el hombro del caballero. Al otro lado aparecía una muchacha, una mujer todavía joven, con el cabello rizado y recogido bajo un sombrero de fieltro, vestida con una chaqueta de cazadora, con botones de latón y borde oscuro de terciopelo.
Meredith entornó los ojos. Había algo en la mirada directa y osada de la muchacha, algo que la atrajo, y que desencadenó un eco en su memoria. ¿Una sombra de otra fotografía semejante? ¿Un cuadro? ¿Las cartas quizá? Apartó el pesado taburete del piano a un lado y se inclinó para examinar la foto con más detalle a la vez que se estrujaba el cerebro, aunque su memoria, con terquedad, se negó a dar ningún resultado. La muchacha era de una belleza deslumbrante, tenía un cabello cobrizo y hermosísimo, abundante, el mentón firme y unos ojos capaces de mirar realmente al corazón de la cámara.
Meredith volvió a mirar al hombre del centro. Percibió un evidente parecido de familia. ¿Tal vez un hermano y su hermana? Tenían las mismas pestañas largas, la misma concentración en la mirada resuelta, la misma inclinación de la cabeza. La otra mujer parecía en cierto modo mucho menos definida. Su tez, su cabello pálido, ese leve aire de no tener nada que ver con todo aquello. Pese a la proximidad física que tenía con los demás, parecía de alguna manera falta de sustancia. Como si estuviera allí, pero no estuviera allí del todo. Como si, en ese preciso instante, pudiera desaparecer sin que nadie la viera. «Como la Mélisande de Debussy», pensó Meredith, daba toda la impresión de sugerir que pertenecía a otro momento y a otro lugar, y parecía a un tiempo afectuosa y distante.
Meredith tuvo la sensación de que algo se cerraba en su corazón. Era la misma expresión que recordaba haber visto cuando, de pequeña, miraba a los ojos a su madre biológica.
A veces, su madre tenía un rostro melancólico, aunque afable. Otras veces estaba desfigurado por la ira. Pero siempre, en los días buenos y en los malos, mostraba ese mismo aire de distracción, de tener la cabeza en otro sitio, de no concentrarse o de concentrarse quizá en otro lugar, no allí en donde estaba, como si estuviera pendiente de personas que nadie, salvo ella, podía ver, y de palabras que nadie, salvo ella, acertaba a oír.
Basta ya de todo esto.
Resuelta a no dejarse vencer por los malos recuerdos, Meredith alargó la mano y descolgó la fotografía de la pared, luego la escrutó como si buscara alguna confirmación de que aquello era Rennes-les-Bains, o alguna fecha, o alguna señal que la identificase.
El papel encerado, marrón, se estaba despegando del marco, pero las palabras impresas al dorso, con mayúsculas, aún se leían con toda claridad. RENNES-LES-BAINS, OCTUBRE DE 1891, y acto seguido el nombre del estudio donde se había revelado la foto, ÉDITIONS BOUSQUET. La curiosidad desplazó de su mente cualquier emoción incómoda.
Debajo aparecían tres nombres: MADEMOISELLE LÉONIE VERNIER, MONSIEUR ANATOLE VERNIER, MADAME ISOLDE LASCOMBE.
Meredith sintió que se le erizaba el vello de la nuca, y recordó la tumba que había visto en el extremo del cementerio de Rennes-les-Bains: FAMILLE LASCOMBE-BOUSQUET. En la fotografía que había descolgado de la pared esos dos apellidos volvían a aparecer unidos.
Tuvo la certeza de que los dos jóvenes eran los Vernier, hermano y hermana, con seguridad, más que marido y mujer, habida cuenta de las similitudes físicas existentes entre los dos. La otra mujer, de mayor edad, tenía el aire de alguien que hubiera vivido más y hubiera visto más cosas. Como si hubiera llevado una existencia menos protegida. Allí de pie, perdida en las sombras blancas y negras del pasado, se dio cuenta de que a los Vernier ya los había visto con anterioridad.
Una instantánea de un momento en París, mientras pagaba la cuenta en Le Petit Chablisien, en una de las calles en las que había vivido Debussy. El compositor miraba desde el marco, con su rostro saturnal e insatisfecho. A su lado, entre sus vecinos, en la misma pared del restaurante, había visto a ese mismo hombre, a esa misma muchacha, tan llamativa, aunque acompañados por una mujer diferente.
Meredith se castigó mentalmente por no haber prestado más atención en aquel momento. Por un instante pensó incluso en llamar al restaurante para preguntar si disponían de más información acerca del retrato de familia que tan ostentosamente tenían colgado en la pared. Sólo de pensar en tener que mantener esa clase de conversación en francés y por teléfono, desestimó la idea.
Meredith siguió mirando a fondo la fotografía. Mentalmente, era como si el otro retrato titilase detrás de éste, como si se superpusiera, las sombras de aquella muchacha y de aquel muchacho, de las personas que habían sido y que eran en el otro. Por un instante supo, o creyó saber, que las historias que había estado rastreando pudieran estar entrelazadas, aunque no entendía cómo, y menos aún, por el momento, por qué.
Colgó el marco en la pared, aunque pensó que más adelante podría llevárselo prestado y subir a su habitación para compararlo con las cartas del tarot. Al colocar de nuevo en su sitio el pesado taburete del piano, se dio cuenta de que la tapa estaba levantada. Las teclas de marfil se veían amarillentas, con los bordes ligeramente mellados, como los dientes de un anciano. «De finales del siglo XIX», calculó. Un Bluthner de media cola. Pulsó un do de la escala intermedia. La nota se propagó con claridad, sonora en un espacio a fin de cuentas privado. Miró en derredor sintiéndose culpable, pero nadie le estaba prestando la menor atención. Todos se hallaban demasiado inmersos en sus propios asuntos. Aún de pie, como si el hecho de sentarse hubiera sido comprometerse con algo, Meredith tocó la escala de la menor. En las teclas de la mano izquierda el afinamiento dejaba algo que desear, un tanto grave en dos de las octavas. Probó el arpegio con la derecha.
El frío de las teclas en las yemas de los dedos le agradó.
Fue como si estuviera donde tenía que estar.
El taburete era de caoba oscura, con las patas talladas y un cojín mullido, de terciopelo rojo, sujeto por una hilera de tachuelas de latón. Para Meredith, fisgar en las colecciones musicales de otras personas era algo tan interesante como pasar los dedos por los lomos de los libros de un amigo, aprovechando que éste hubiera salido un momento de la habitación. Las bisagras de latón crujieron cuando abrió la tapa, liberando el inequívoco aroma a madera, a música, a mina de lápiz de plomo.
Encontró en el interior del taburete una pila bien ordenada de libros y de hojas de música sueltas. Meredith la repasó despacio, sonriendo cuando encontró las partituras de Debussy para el Clair de lune y La cathédrale engloutie, en sus inconfundibles fundas amarillas, muy claras, de las ediciones de Durand. Las colecciones de sobra conocidas, las sonatas de Beethoven y de Mozart, así como El clavecín bien temperado, de Bach, volúmenes primero y segundo. Clásicos europeos, ejercicios, una breve partitura de música para piano, un par de vistosas melodías de Offenbach, de La vie parisiense y Gigi.
—Adelante, no te prives —dijo una voz a su espalda—. No me importa si tengo que esperar.
—¡Hal!
Dejó que se cerrase la tapa del taburete con un gesto de culpabilidad, y se volvió para encontrarse con un rostro sonriente. Tenía mejor aspecto que la noche anterior: estaba incluso guapo. Las arrugas de preocupación, de tristeza y desamparo habían desaparecido de sus ojos y no estaba tan pálido.
—Pareces sorprendida —dijo él—. ¿O acaso pensabas que te iba a dar plantón?
—No, no. Ni mucho menos —calló y sonrió—. Bueno, sí, a lo mejor sí lo he pensado. Sí, se me ha pasado por la cabeza la posibilidad.
Él extendió los brazos.
—Pues ya lo ves, aquí me tienes: presentable y listo para empezar.
Permanecieron los dos un tanto incómodos hasta que Hal se apoyó en el taburete del piano y la besó en la mejilla.
—Perdona la tardanza —y señaló el piano—. ¿Estás segura de que no quieres…?
—Segurísima —le interrumpió Meredith—. A lo mejor, más tarde… Bueno, pues en marcha.
Atravesaron juntos las baldosas ajedrezadas del vestíbulo, Meredith demasiado consciente de la distancia que mediaba entre ellos, y pendiente del olor a jabón y a aftershave que desprendía él.
—¿Sabes al menos por dónde quieres empezar a buscarla?
—¿A quién? —preguntó ella al punto.
—A Lilly Debussy —contestó él, con aire de estar sinceramente sorprendido—. Oye, perdona, pero… ¿no es eso lo que dijiste que deseabas hacer esta mañana, es decir, un poco de investigación?
Ella se sonrojó.
—Sí, desde luego. Por supuesto.
Meredith experimentó de repente un gran alivio, seguido de cierta vergüenza. No deseaba explicar la otra razón que le había llevado a estar en Rennes-les-Bains, la verdadera razón, más bien, pues le parecía demasiado personal. Sin embargo, era evidente que él no tenía ni idea de lo que estaba pensando ella en el momento en que llegó. Leer los pensamientos ajenos no era su especialidad.
—Pues allá vamos: tras los pasos de la primera esposa de Debussy —dijo ella al punto—. Si Lilly estuvo alguna vez aquí, estoy resuelta a averiguarlo. El cómo y el porqué.
Hal sonrió.
—¿Vamos en mi coche? Será un placer llevarte a donde quieras ir.
Meredith se lo pensó. De ese modo tendría más libertad para tomar notas y para mirar las cosas con detenimiento, así como para consultar el mapa.
—Claro, es una gran idea.
Pero según salían por la puerta del hotel y bajaban las escaleras, Meredith tuvo conciencia de los ojos de la muchacha de la fotografía, como si la mirase por la espalda. Tal vez fueran los mismos ojos verdes que figuraban en su carta del tarot, en la que tenía en su habitación.
La Fuerza.