Capítulo 43

Los platos fueron sirviéndose uno tras otro en la mesa. La trucha recién pescada, rosácea, se desprendía de la espina como si fuera mantequilla, y a la trucha siguieron unas minúsculas costillas de cordero sobre un lecho de espárragos tardíos. A los caballeros se les sirvió un potente vino de Corbiéres, un tinto de los alrededores, sacado de la bodega de Jules Lascombe, excelentemente surtida. Para las damas se eligió un vino blanco, semidulce, de Tarascón, aromático, con cuerpo, algo oscuro, del color de una piel de cebolla caramelizada.

Enseguida se acaloraron las conversaciones, las opiniones que manifestaron unos y otros, surgieron discusiones encendidas, de religión o de política, del norte y del sur, de la ciudad y del campo, y al calor de las discusiones aumentó la temperatura reinante. Léonie miró de reojo a su hermano en varias ocasiones. Anatole se encontraba en su elemento. Sus ojos castaños centelleaban, relucía su cabello negro, y ella vio a las claras que se mostraba tan encantador con madame Bousquet que con la propia Isolde. Al mismo tiempo, no dejó de reparar en que tenía unas marcadas ojeras. Y a la luz danzante de las velas, la cicatriz de encima de la ceja destacaba de una manera llamativa.

A Léonie le llevó poco tiempo recuperarse de las intensas emociones que habían despertado en ella su conversación con Audric Baillard. Poco a poco dejó de sentirse cohibida e incluso azorada por haberse expuesto de un modo tan abierto, y tan inesperado, y esas sensaciones fueron dejando paso a la curiosidad que le produjo la razón de que lo hubiera hecho. Tras haber recuperado la compostura, se impacientó ante el deseo irreprimible de reanudar la conversación con él, pero monsieur Baillard se encontraba enzarzado en un profundo debate con el párroco, con Bérenger Sauniére. A su otro lado, el doctor Gabignaud parecía resuelto a llenar cada instante que pasara con su palabrería.

Sólo a la llegada de los postres se le presentó la ocasión de reavivar la llama.

—Tía Isolde dice que es usted todo un experto en muchos campos, monsieur Baillard. En los albigenses, en la historia de los visigodos, en los jeroglíficos de los egipcios. La primera noche que pasé en esta casa tuve ocasión de leer su monografía, Diables et esprits maléfiques et phantómes de la montagne. Hay un ejemplar aquí, en la biblioteca.

Él sonrió, y ella tuvo la sensación de que también él regresaba con agrado a su conversación aplazada.

—Yo mismo se lo regalé a Jules Lascombe.

—Tuvo que llevarle mucho tiempo reunir tantas historias en un solo volumen —siguió diciendo.

—No, no fue tanto —contestó él a la ligera—. Es cuestión tan sólo de escuchar al paisaje y al paisanaje, a las gentes que habitan estas tierras. Esas historias que usted dice, y que a menudo quedan registradas en forma de mitos o leyendas, que hablan de espíritus, demonios y criaturas extraordinarias, se hallan tan entretejidas en el carácter mismo de la región como los roquedales, los montes o los lagos.

—Claro, así es —dijo ella—. ¿Pero no le parece que al mismo tiempo hay misterios que no se pueden explicar?

Oc, madomaiséla, ieu tanben. También yo creo que a veces no hay explicación.

A Léonie se le abrieron los ojos como platos.

—¿Usted habla el occitano?

—Es mi lengua materna.

—¿Usted no es francés?

Sonrió abiertamente

—No, por supuesto que no.

—Tía Isolde querría que los criados hablasen francés en la casa, pero recurren al occitano tan a menudo que ya ha dado la batalla por perdida. Ya ni siquiera les regaña…

—El occitano es la lengua de estas tierras. Del Aude, de Ariége, de Corbiéres, de Razés… y de más allá incluso, de parte de España y del Piamonte. Es la lengua de la poesía, de los cuentos, del folclore.

—Entonces, ¿usted es nativo de esta región, monsieur Baillard?

Pas luénh —respondió, pasando a la ligera sobre su pregunta.

Comprendió de repente que él le podría traducir las palabras que había visto inscritas sobre la puerta del sepulcro, y acto seguido tuvo el vivido recuerdo del ruido de las garras sobre las losas, como si un animal atrapado arañase. Sintió un estremecimiento.

—Pero… ¿son ciertas esas historias, monsieur Baillard? —le preguntó—. Las que hablan de espíritus malignos, fantasmas y demonios. ¿Son ciertas?

¿Vertat? —dijo, y con sus pálidos ojos miró intensamente a los suyos durante unos segundos más de lo que habría sido necesario—. ¿Y quién podría asegurarlo, madomaisela? Hay quienes creen que el velo que separa una dimensión de otra es tan fino, tan transparente, por así decir, que casi resultaría invisible e impalpable. Otros en cambio insistirán en que todo eso es imposible, en que sólo las leyes científicas dictan aquello que podemos o no podemos creer. —Hizo una pausa—. Yo, por mi parte, sólo puedo decirle que las actitudes cambian con el tiempo. Lo que en un siglo se tiene por verdad irrebatible, en otro se considerará una herejía.

—Monsieur Baillard —continuó Léonie al punto—, cuando estuve leyendo su libro, no pude por menos que preguntarme si las leyendas se pliegan siempre al paisaje, a la naturaleza que nos rodea. ¿Recibieron su nombre el Sillón del Diablo o el Estanque del Diablo de los cuentos que se contaban por estos pagos o acaso surgieron esos cuentos para dar entidad a esos lugares?

El asintió y sonrió.

—Ésa es una pregunta muy perspicaz, madomaisela.

Baillard hablaba con tono quedo, y sin embargo Léonie tuvo la sensación de que todos los demás sonidos se apagaban en presencia de aquella voz clara e intemporal.

—Lo que nosotros llamamos civilización no es más que la forma que tiene el hombre de intentar imponer sus valores sobre el mundo de la naturaleza. Los libros, la música, la pintura, todas esas creaciones artificiosas que han ocupado a los demás invitados en esta velada no son sino empeños por captar el alma de cuanto vemos a nuestro alrededor. No es más que una forma de tratar de extraer un sentido, de ordenar nuestras experiencias humanas y darles la forma de algo manejable, algo que podamos controlar.

Léonie lo miró atentamente unos instantes.

—Pero los fantasmas, monsieur Baillard, y los demonios… —dijo muy despacio—. ¿Usted cree en los fantasmas?

Benleu —respondió él con su voz, al tiempo suave y contundente—. Tal vez.

Se giró hacia los ventanales, como si buscara a alguien que estuviera en ese momento del otro lado, y se volvió hacia Léonie.

—Esto es todo lo que pienso decir. En dos ocasiones, con anterioridad, el diablo que ronda por este lugar ha sido convocado. En dos ocasiones ha sido derrotado. —Miró a su derecha—. Recientemente, con la ayuda de nuestro amigo, ese de allí. —Hizo una pausa—. Yo no querría de ninguna manera volver a pasar por tiempos semejantes, a menos que no quede otra alternativa.

Léonie siguió su mirada.

—¿El abad Sauniére?

El no dio indicio de haberla oído.

—Estos montes, estos valles, estas piedras…, y el espíritu que les dio la vida, existían desde mucho antes de que aquí viniera nadie a tratar de captar la esencia de las cosas más antiguas por medio del lenguaje. Son nuestros temores los que se reflejan en esos nombres a los que usted hace referencia.

Léonie se paró a pensar en lo que le había dicho.

—Pues no estoy muy segura de que haya dado respuesta a mi pregunta, monsieur Baillard.

Él puso las manos sobre la mesa. Léonie observó las venas azuladas y las huellas de la edad sobre su piel muy blanca.

—Hay un espíritu que vive en todas las cosas. Aquí estamos, sentados cómodamente en una mansión que tiene varios cientos de años de antigüedad. Se trata de una estirpe establecida, cabría incluso decir que antigua, a juzgar por los criterios más modernos. Pero se encuentra en un lugar que tiene una antigüedad aún mayor, una antigüedad de milenios y milenios. Nuestra influencia en el universo no es más que un susurro. Su carácter esencial, sus cualidades de luz y de tinieblas, quedaron definidos milenios antes de que un hombre quisiera dejar su huella sobre el paisaje. Los fantasmas de quienes han vivido antes que nosotros están a nuestro alrededor, están absorbidos por el patrón que dibuja, por la música que respira, si lo prefiere usted, por el mundo.

Léonie se notó de súbito febril. Se llevó la mano a la frente. Con sorpresa, se la notó húmeda, fría. La sala daba vueltas, giraba a su alrededor, se desplazaba de lado. Las velas, las voces, las manchas desdibujadas de las criadas que iban de un lado a otro, todo iba difuminándose poco a poco.

Intentó concentrar sus pensamientos en aquello que la tenía ocupada, y dio otro sorbo de vino para apaciguar los nervios.

—La música —dijo, aunque su propia voz a ella le sonó como si llegara desde muy lejos—. ¿Puede explicarme mejor eso de la música, monsieur Baillard?

Vio la expresión que se pintaba en el rostro del caballero, y por un instante creyó que de alguna manera había acertado a comprender la pregunta no formulada que subyacía a sus palabras.

¿A qué se debe que, cuando duermo, cuando entro en el bosque, oiga música en el viento?

—La música es una forma artística que entraña tanto la organización de los sonidos como del silencio, madomaiséla Léonie. Hoy la consideramos poco más que un entretenimiento, una diversión, un pasatiempo si quiere, pero en el fondo es mucho más. Piense en cambio en el saber, e imagine que se expresara en términos tonales, es decir, en una melodía, en una armonía, o en términos de ritmo, es decir, de tempo, de metro, e incluso en términos de la calidad del sonido, el timbre, la dinámica, la textura sonora. Dicho de manera muy sencilla, la música no es sino una respuesta personal a la vibración.

Ella asintió.

—Tengo entendido que en determinadas situaciones puede proporcionar un vínculo entre este mundo y el más allá. De modo que una persona pueda pasar de una dimensión a otra. ¿Le parece que puede haber algo de verdad en semejantes afirmaciones, monsieur Baillard?

—No existe ningún patrón que la mente humana pueda inventar y que no exista con anterioridad dentro de los límites de la naturaleza —precisó él—. Todo lo que hacemos, lo que escribimos, lo que anotamos, no es más que un eco de las costuras más profundas del universo. La música es el mundo invisible, pero hecho visible por medio del sonido.

Léonie sintió que le daba un vuelco el corazón. Se estaban aproximando al fondo del asunto que de veras le importaba. Tenía que ser valiente. En todo momento, lo supo entonces, había ido avanzando hacia ese instante, hacia el punto en el cual habría de decirle irremisiblemente que había encontrado el sepulcro oculto en el bosque, y que había llegado hasta allí guiada por la promesa de los arcanos secretos que contenía su libro. Un hombre como Audric Baillard lo entendería sin duda. Y sabría decirle lo que tanto ansiaba saber.

Léonie respiró hondo.

—¿Está usted familiarizado con el juego del tarot, monsieur Baillard?

No se le alteró la expresión del rostro, pero sí miró con mayor agudeza.

En efecto, casi como si se estuviera esperando esa pregunta.

—Dígame una cosa, madomaisela —indagó él por fin—. ¿Su pregunta guarda relación con las cuestiones sobre las que hemos hablado anteriormente? ¿O no tiene nada que ver?

—Ambas cosas. —Léonie notó que se le ponían las mejillas coloradas—. Aunque lo cierto es que se lo pregunto porque… porque encontré un libro en la biblioteca. Estaba escrito de una manera muy anticuada, las propias palabras que se empleaban en él resultaban un tanto oscuras, y sin embargo había algo… —Hizo una pausa—. No estoy muy segura de haber adivinado el verdadero sentido que encierran.

—Siga, se lo ruego.

—Ese texto, que afirma ser un testimonio real, estaba… —calló, sin saber si realmente debía revelarle o no la autoría del texto.

Monsieur Baillard se ocupó de terminar el pensamiento que ella no había conseguido rematar.

—Escrito por su difunto señor tío —dijo él, sonriendo ante la cara de sorpresa que ella no pudo disimular—. Sé muy bien a qué libro se refiere.

—¿Lo ha leído?

Él asintió.

Léonie respiró aliviada.

—El autor, es decir, mi tío, hablaba de la música entretejida en la tela del mundo corpóreo. Nombraba ciertas notas musicales que, según dice, podrían servir para invocar a los espíritus. Y hablaba de que las cartas estaban asociadas tanto con la música como con el lugar en sí, de unas imágenes capaces de cobrar vida sólo durante el transcurso de esta… de esta comunicación entre ambos mundos. —Calló un momento—. Se mencionaba además una tumba que se encuentra dentro de las lindes de esta propiedad, y un suceso que una vez tuvo lugar en dicha tumba. —Levantó la cabeza—. ¿Tiene usted conocimiento de que eso haya sucedido alguna vez, monsieur Baillard?

La miró con ojos serios.

—Así es. Sí, así es.

Antes de embarcarse en esa conversación, su intención había sido ocultarle a él la realidad de la expedición que había hecho, pero bajo la sabiduría de sus ojos, que parecían escrutarla a fondo, se dio cuenta de que no iba a poder, y seguramente tampoco iba a querer disimular.

—Yo… yo la encontré —dijo ella—. Se encuentra en un paraje muy elevado, en el bosque, al este.

Léonie volvió el rostro, completamente arrebolado, hacia las ventanas abiertas. Ansió de pronto verse lejos de allí, al aire libre, lejos de las velas, de la conversación, del aire estancado del comedor, del calor reinante. Y entonces tuvo un estremecimiento, como si una sombra se hubiera colado tras ella.

—Yo también conozco ese lugar —dijo él. Calló, aguardó y añadió entonces—: Y algo me hace pensar que hay una pregunta que desea usted hacerme.

Léonie se volvió de nuevo de cara hacia él.

—Había una inscripción en el arco de entrada de la puerta del sepulcro.

La recitó lo mejor que supo; las palabras, ajenas a ella, le sonaron torpes en sus labios.

—«Ai’ci lo tems s’en va vers l’Eternitat».

Sonrió.

—Tiene usted una buena memoria, madomaiséla.

—¿Qué significa?

—El texto está ligeramente corrompido, pero en esencia significa esto: «Aquí, en este lugar, el tiempo se desplaza hacia la eternidad».

Por un instante se encontraron los ojos de ambos. Los de ella, vítreos, centelleantes como el champán que había bebido; los de él, firmes, tranquilos, sabios. Y le sonrió.

—Me recuerda usted muchísimo, madomaiséla Léonie, a una muchacha que conocí hace tiempo.

—¿Y qué fue de ella? —preguntó Léonie, momentáneamente distraída.

Él no dijo nada. Ella se dio cuenta de que estaba rememorando.

—Ah, ésa es una historia completamente distinta —continuó él con dulzura—. Es una historia que aún no está lista para que se cuente.

Léonie lo vio retraerse, envolverse en sus recuerdos. Su piel de pronto pareció transparente, las arrugas de su rostro fino, ahondarse, como si estuvieran labradas en piedra.

—Me estaba usted contando que encontró el sepulcro —dijo él—. ¿Llegó a entrar?

Léonie volvió mentalmente a aquella tarde.

—Sí.

—Así que también habrá leído la inscripción que hay en el suelo: «Fujhi, poudes; Escapa, non». ¿Y ahora ha descubierto que esas palabras la obsesionan?

A Léonie se le abrieron los ojos como platos.

—Sí, pero… ¿cómo es posible que lo sepa usted? Ni siquiera sé cuál es su significado, y sólo sé que se repiten sin fin en mis pensamientos.

Él hizo una pausa, y añadió entonces:

—Dígame, madomaiséla: ¿Qué es lo que cree que encontró allí, en el interior del sepulcro?

—El lugar por el que rondan los espectros —se oyó decir sin haber querido decirlo, y supo que era verdad.

Baillard permaneció en silencio durante lo que pareció una eternidad.

—Antes me preguntó usted si creo en los espectros, en los fantasmas, da igual cómo se quieran llamar, madomaiséla —dijo al cabo—. Lo cierto es que hay espectros de muchos tipos distintos. Los que no hallan descanso porque han obrado mal, y que por tanto se ven obligados a buscar el perdón o la atrición o la expiación de sus pecados. También están aquellos a los que se ha causado un gran daño y que están condenados a caminar, a rondar, hasta que encuentren a un agente de la justicia que pueda defender su causa. —La miró—. ¿Buscó usted las cartas, madomaiséla Léonie?

Ella asintió y lamentó instantáneamente haberlo hecho, pues ese gesto bastó para que la sala comenzase a dar vueltas a su alrededor.

—Pero no las encontré. —Calló. De pronto se sintió fatal. Se le había revuelto el estómago como si estuviera a bordo de un barco con mar gruesa—. Todo lo que hallé fue una hoja de música, una partitura para piano.

Su voz sonó apagada, ahogada, esponjosa, como si estuviera hablando debajo del agua.

—¿La retiró de allí?

Léonie revivió el instante en que se metió en el bolsillo de la chaqueta de estambre la partitura, una vez escrito lo que escribió en el encabezamiento, a la vez que recorría la nave del sepulcro, y se vio salir de nuevo a la luz crepuscular del bosque. Y luego se volvió a ver en el acto de guardar la hoja entre las páginas de Les tarots.

—Sí —repuso, pero se le atragantó la palabra—. La tomé.

—Léonie, escúcheme bien. Usted es una mujer que tiene firmeza y mucha valentía. Forga e vertu, buenas cualidades las dos cuando se emplean con sabiduría. Usted sabe cómo amar a los demás, y sabe hacerlo bien. —Miró al otro extremo de la mesa, donde estaba Anatole, y le brillaron los ojos, y miró a Isolde antes de dirigirse de nuevo a Léonie—. Temo que le aguarden grandes pruebas que deberá superar. Su amor, de hecho, será puesto a prueba. Se requerirá de usted que pase a la acción. Son los vivos los que tendrán necesidad de que les preste servicio, no los muertos. No regrese al sepulcro hasta que… y sólo si resulta absolutamente necesario que lo haga.

—Pero es que yo…

—Mi consejo, madomaiséla, es que devuelva Les tarots a la biblioteca. Olvide todo lo que ha leído. Es en múltiples sentidos un libro maravilloso, un libro que verdaderamente seduce, aunque ahora es preciso que se quite todo eso de la cabeza.

—Monsieur Baillard, verá, yo…

—Dijo usted que tal vez no haya entendido bien lo que dice el libro. —Hizo una pausa—. No es el caso, Léonie. Lo ha entendido usted muy bien.

Se sobresaltó al oírle llamar por su nombre, pero dijo lo que de todos modos iba a decir.

—Entonces, ¿es cierto? ¿Es verdad que las cartas sirven para invocar a los espíritus de los muertos?

Él no le contestó directamente.

—Si se reproduce el patrón exacto de sonido, de imagen y de lugar, eso es algo que, en efecto, puede suceder.

A ella le daba vueltas la cabeza. Deseaba hacerle un millar de preguntas, pero no hallaba las palabras precisas para formular la primera.

—Léonie —siguió él, y así la atrajo de nuevo hacia él—. Ahórrese la fuerza que tenga, guárdela para los vivos. Para su hermano. Para la esposa y el hijo de su hermano. Son ellos quienes la van a necesitar a usted.

¿Esposa? ¿Hijo?

La confianza que había depositado en monsieur Baillard se fue instantáneamente al garete.

—No, comete usted un error. Anatole no tiene…

En ese momento, oyó la voz de Isolde desde el otro extremo de la mesa.

—Señoras, por favor.

En el comedor de inmediato resonaron las sillas al deslizarse en el suelo de madera pulida, según los invitados iban levantándose de la mesa.

Léonie se puso en pie con dificultad. Los pliegues de su vestido de seda verde caían hasta el suelo, como si fueran de agua.

—No le entiendo, monsieur Baillard. Creí que sí, pero ahora me doy cuenta de que estaba equivocada. Confundida. —Calló unos momentos, y sólo entonces se dio cuenta de que estaba sumamente embriagada. El esfuerzo que le supuso el mero hecho de permanecer en pie le resultó de pronto abrumador. Alargó la mano para afianzarse en el respaldo de la silla.

—¿Y seguirá usted mi consejo?

—Haré todo lo que pueda, se lo aseguro —dijo ella con una sonrisa torcida. Sus pensamientos trazaban círculos sucesivos. Ya no recordaba qué palabras se habían pronunciado en voz alta, qué otras habían resonado solamente en el interior de su cabeza, en medio del desorden en que se encontraba.

Ben, ben. Me tranquiliza saberlo de sus propios labios. Aunque… —de nuevo hizo una pausa, como si estuviera indeciso o no supiera si debía o no seguir hablando—. Si llega un momento en que tenga usted necesidad de que actúen las cartas, madomaiséla, entonces más le vale tener esto muy presente. Puede recurrir a mí. Llámeme. Y yo la ayudaré.

Asintió, y de nuevo toda la sala dio vueltas a grandísima velocidad.

—Monsieur Baillard —dijo ella—, aún no me ha dicho qué significa la segunda inscripción. La que hay en el suelo.

—¿«Fujhi, poudes; Escapa, non»?

—Esas palabras, exactamente.

Se le nubló la mirada.

—«Podrás huir, pero no escapar».