Capítulo 42

SÁBADO, 26 DE SEPTIEMBRE

Cuando Léonie despertó a la mañana siguiente, le sorprendió hallarse en la chaise longue del salón del Domaine de la Cade y no en su dormitorio.

Los rayos de luz dorada, matinal, entraban sesgados por las rendijas de las persianas. Se había apagado el fuego en la chimenea. Las cartas de la baraja y las copas vacías seguían en la mesa, abandonadas, allí donde quedaron la noche anterior.

Léonie permaneció un rato sentada, escuchando el silencio. Tras el batir y el martillear del viento y la lluvia, en esos momentos todo estaba en calma. La vieja mansión ya no emitía ningún crujido, ningún gemido. La tormenta había amainado definitivamente.

Sonrió. Los terrores de la noche anterior, todos los pensamientos que la llevaron a concentrarse en los espectros, en los diablos, parecían realmente absurdos con la luz benigna de la mañana. Pronto, el hambre la empujó a abandonar el refugio del sofá. Se acercó de puntillas a la puerta y salió al vestíbulo. Allí, el aire estaba mucho más frío y el olor de la humedad lo impregnaba todo, si bien se palpaba en el aire una frescura que no se percibía el día anterior. Atravesó la puerta que comunicaba la casa con la zona de los criados, y le llegó el frío de las baldosas a través de las finas suelas de sus chinelas, hasta encontrarse en un largo pasillo de losas de piedra. Al fondo, pasada una segunda puerta, oyó voces, el entrechocar de los utensilios de cocina, y también silbar a alguien.

Léonie entró en la cocina. Era más pequeña de lo que había supuesto, una agradable sala cuadrada con paredes enceradas y vigas negras en el techo, de las cuales colgaba una gran variedad de cacerolas y pucheros de cobre y otros utensilios. Sobre la encimera negra del fogón, encastrado en una chimenea de tal tamaño que daba acogida a un banco de piedra a cada lado, hervía una cacerola al fuego.

La cocinera sujetaba el mango de madera en la mano. Se volvió hacia la inesperada visita. Se oyó el roce de las patas de las sillas en las losas de piedra cuando el resto de los criados, que desayunaban en una mesa rústica en el centro de la sala, se pusieron en pie al unísono.

—Por favor, no se levanten —dijo Léonie rápidamente, cohibida por haberse inmiscuido donde no debiera—. Sólo quería saber si puedo tomar un poco de café. Y un poco de pan.

La cocinera asintió.

—Le prepararé una bandeja ahora mismo, madomaiséla. ¿Se la llevo a la sala del desayuno?

—Sí, gracias. ¿No ha bajado nadie más? —preguntó.

—No, madomaiséla. Es usted la primera.

Lo dijo en un tono cortés, aunque claramente deseosa de que se marchase cuanto antes.

Pero Léonie todavía se quedó unos momentos.

—¿Ha provocado algún daño la tormenta?

—Nada que no tenga remedio —contestó la cocinera.

—¿Ninguna inundación? —preguntó, preocupada de que tal vez la cena de gala prevista para el sábado, aunque aún faltasen unos días, tuviera que aplazarse en caso de que el camino del pueblo se hubiera tenido que cortar.

—No, no se ha sabido de nada grave en Rennes-les-Bains. Una de las muchachas ha oído que hubo un corrimiento de tierras en Aletles-Bains. El coche del correo tuvo un accidente y ha tenido que detenerse en Limoux. —La cocinera se secó las manos en el delantal—. Si no desea nada más, madomaiséla, quizá pueda disculparme. Tengo mucho que preparar para esta noche.

A Léonie no le quedó más remedio que retirarse.

—Claro, claro.

Al marcharse de la cocina, el reloj dio las siete. Miró por las ventanas y vio un cielo rosado tras las nubes blancas. En la finca habían comenzado los trabajos para recoger las hojas caídas y las ramas que se hubieran desprendido de los árboles.

Los días siguientes pasaron en paz.

Léonie anduvo a su antojo por la casa y por la finca. Desayunó en su habitación y gozó de entera libertad para pasar la mañana como le viniera en gana. A menudo no veía a su hermano y a Isolde hasta la hora del almuerzo. Por la tarde, paseaba con Isolde por los jardines si el tiempo no lo impedía, o bien exploraba la mansión. Su tía siguió mostrándose siempre atenta, amable, hospitalaria; tenía el ingenio vivo, y a veces resultaba divertida. Tocaron algunos duetos de Rubinstein al piano, con torpeza, con más disfrute que destreza, y se entretuvieron con diversos juegos de mesa por las noches.

Léonie leyó y pintó un paisaje con el edificio al fondo, acomodada en el pequeño promontorio desde el que se dominaba el lago.

Tuvo muy presentes el libro de su tío y la partitura que había tomado del sepulcro, pero no volvió a tocarlos. Y en sus paseos por la finca Léonie se abstuvo intencionadamente de permitir que sus pasos la llevaran hacia el sendero ahogado por la vegetación, en el corazón del bosque, que conducía a la capilla abandonada.

El día previsto para la cena de gala amaneció despejado y luminoso.

Para cuando Léonie terminó de desayunar, la primera de las carretas de reparto de Rennes-les-Bains ya traqueteaba por la avenida de entrada al Domaine de la Cade. El chico del reparto bajó de un salto y descargó dos grandes bloques de hielo. Al poco llegó otra carreta con las viandas, los quesos, la leche fresca y la crema.

En todas las habitaciones de la casa, o al menos así se lo pareció a Léonie, los criados quitaban el polvo a los muebles, sacaban brillo y doblaban primorosamente la ropa de casa, además de pasar revista a los ceniceros limpios y la cristalería ante los ojos de la minuciosa ama de llaves.

A las nueve en punto apareció Isolde, recién salida de su habitación, y se llevó a Léonie a los jardines. Armadas con un par de tijeras de podar y unas gruesas botas de goma para guarecerse de la humedad de los senderos, cortaron flores para los centros de mesa cuando el rocío aún las empapaba.

Cuando regresaron a la casa, a las diez, habían llenado cuatro cestos de flores de todo tipo. Les esperaba el café humeante en la sala del desayuno, y Anatole, de un humor excelente, les sonrió desde detrás de un periódico.

A las once, Léonie terminó de redactar la última de las tarjetas con los nombres de los invitados, siguiendo las instrucciones que le había dado Isolde. Logró arrancar una promesa a su tía: que cuando estuviera lista la mesa, podría colocar ella las tarjetas como mejor le pareciera.

A mediodía ya estaba todo hecho. Después de un almuerzo ligero, Isolde anunció su intención de subir a su habitación a descansar durante unas horas. Anatole se ausentó para atender su correspondencia. A Léonie no le quedó más remedio que retirarse también.

En su habitación miró el costurero, donde dormía el libro de Les tarots bajo los carretes de algodón rojo e hilo azul, pero aunque hubieran pasado ya cinco días desde su expedición al sepulcro, seguía siendo reacia a alterar su estado de ánimo dejándose atrapar otra vez por los misterios que contenía la obra. Además, Léonie era muy consciente de que esa tarde no encontraría la concentración necesaria para dedicarse a leer. Estaba demasiado inquieta, era exagerado su estado de anticipación.

Se le fueron en cambio los ojos a su estuche de colores, a los pinceles y al bloc de papel, que estaban en el suelo. Se incorporó y tuvo un repentino sentimiento de amor por su madre. Le pareció que la tarde sería la ocasión ideal para aprovechar el tiempo y pintarle algo que le sirviera de recuerdo. Un regalo que le haría cuando regresara a la ciudad a finales de octubre.

Algo que tal vez eclipse sus desdichados recuerdos de la infancia que pasó en el Domaine de la Cade.

Léonie tocó la campanilla para llamar a la criada y le indicó que le trajera un cuenco de agua para los pinceles y un lienzo de algodón grueso para cubrir la mesa. Sacó entonces la paleta y los tubos de pintura y comenzó a aplicar gotas de color carmesí, ocre, azul turmalina, amarillo y verde musgo, con un poco de carboncillo de ébano para trazar los contornos. Del bloc sacó una sola hoja de color crema y de alto gramaje.

Estuvo un rato sentada, a la espera de que le llegase la inspiración. Sin tener una idea muy clara de lo que iba a ponerse a pintar, comenzó a trazar el contorno de una silueta, con trazos muy finos, negros. Mientras rozaba el papel, su mente se hallaba absolutamente concentrada en las emociones que sin duda estaba por vivir cuando comenzase la velada. El cuadro fue tomando forma sin que ella aportase conscientemente nada de su parte. Se preguntó qué impresión podría causarle la sociedad de Rennes-les-Bains. Todos los invitados habían aceptado la invitación de Isolde. Léonie se imaginó siendo objeto de la admiración y los comentarios de los recién llegados, se imaginó primero con el vestido azul, luego con el rojo y finalmente con el verde que había comprado en La Samaritaine. Vio sus brazos esbeltos cubiertos con diversos guantes de noche, mostrándose en su interior partidaria del corte de unos, de la largura de otros. Se imaginó su cabello cobrizo bien sujeto con las peinetas de madreperla o las horquillas de plata que más favoreciesen al tono de su tez. Jugueteó mentalmente con una amplia gama de gargantillas, pendientes y pulseras como complemento.

A medida que se alargaban las sombras, mientras pasaba el tiempo embebida en pensamientos agradables, pincelada a pincelada fueron espesándose los colores en la hoja de papel grueso y la imagen fue cobrando vida.

Sólo cuando Marieta regresó para recoger la habitación, una vez que se hubo marchado, se hizo Léonie una idea más clara de lo que había pintado. Lo que vio le causó asombro. Sin habérselo propuesto en ningún momento, había plasmado una de las figuras de los retablos del tarot que vio en el sepulcro: La Fuerza. La única diferencia radicaba en que a la muchacha le había puesto el cabello largo y cobrizo y un vestido matinal que recordaba uno de los que en esos momentos se hallaban colgados en su armario de la calle Berlín.

Había compuesto un autorretrato, aunque no era del todo ella.

Dividida entre el orgullo que le produjo la calidad de su trabajo y la intrigante elección del tema, Léonie sostuvo el autorretrato para que le diera mejor la luz. Por norma general, todos sus personajes resultaban bastante semejantes entre sí, y apenas guardaban una relación clara con el tema que hubiera intentado pintar. En esta ocasión, en cambio, el parecido era notable.

¿La Fuerza?

¿Era así como se veía a ella misma? Léonie nunca lo hubiera dicho. Examinó la imagen unos momentos más, pero al tener conciencia de que la tarde estaba próxima a terminar, se vio obligada a sujetar el retrato tras el reloj de la repisa y a quitárselo de la cabeza.

Marieta llamó a la puerta a las siete en punto.

¿Madomaiséla? —dijo, y asomó la cabeza por la puerta entreabierta—. Me envía madama Isolde para que la ayude a vestirse. ¿Tiene ya decidido qué se va a poner?

Léonie asintió como si nunca lo hubiese dudado.

—El vestido verde de escote cuadrado. Y la sous-jupe con el fruncido a la inglesa.

—Muy bien, madomaiséla.

Marieta tomó las prendas que le había indicado, las transportó con los brazos extendidos y las colocó con gran esmero sobre la cama. Entonces, con gran maestría, ayudó a Léonie a ponerse el corsé sobre la blusa y la ropa interior, atándole los lazos y apretándoselos al máximo en la espalda y abrochando los ganchos en los ojales de delante. Léonie se volvió a izquierda y derecha para verse reflejada en el espejo y sonrió.

La criada se subió a la silla y pasó primero las enaguas y luego el vestido por encima de la cabeza de Léonie. Notó la frialdad de la seda verde al tacto con la piel en el momento en que cayó formando pliegues centelleantes como el agua al sentir el roce de la luz del sol.

Marieta bajó de un salto y se ocupó de los cierres, y entonces se acuclilló para terminar de arreglar el dobladillo, mientras Léonie se ajustaba mejor las mangas.

—¿Cómo desea que la peine, madomaiséla?

Léonie regresó al tocador. Ladeó la cabeza, se sujetó un grueso puñado de cabello por encima de los rizos que le caían a los lados cayendo en cascada y se lo dejó encima de la cabeza.

—Así.

Dejó caer el cabello y se acercó hacia donde estaba una pequeña funda rígida, de cuero marrón. Un joyero.

—Tengo unas peinetas de carey con incrustaciones de perlas que van a juego con unos pendientes y un colgante que me quiero poner.

Marieta trabajó deprisa, pero con esmero. Prendió el cierre de platino en forma de hoja para colocar el collar de perlas en torno al cuello de Léonie, y se alejó dos pasos para admirar su trabajo.

Léonie se miró detenidamente en el espejo, inclinándolo un poco para gozar de una imagen más completa. Sonrió, encantada con lo que vieron sus ojos: no era ni demasiado sencillo ni demasiado extravagante para ser una cena privada. Los adornos le sentaban bien tanto a su coloración natural como a su figura. Tenía los ojos luminosos, brillantes incluso, y una tez magnífica, ni demasiado pálida ni excesivamente bronceada.

Desde la planta baja llegó el brioso repicar de una campana. Entonces oyó la puerta principal, que se abría para recibir a los primeros invitados.

Las dos muchachas se miraron a los ojos.

—¿Qué guantes desea? ¿Los verdes o los blancos?

—Los verdes que llevan unos abalorios en el borde —dijo Léonie—. Hay un abanico de un color muy semejante en una de esas sombrereras, encima del armario.

Cuando estuvo lista, Léonie tomó su bolso de señora del cajón superior y deslizó los pies en unas chinelas de seda verdes.

—Parece usted el personaje de un cuadro, madomaisela —suspiró Marieta—. Bellísima.

Una andanada de ruido la alcanzó nada más salir de su habitación y la hizo detenerse en seco en el pasillo. Léonie se asomó por la balaustrada al vestíbulo de abajo. Los criados se habían vestido con libreas alquiladas para la noche y se les veía muy elegantes. Realzaban la ocasión, sin duda. Adoptó la sonrisa más deslumbrante que pudo, se aseguró de que el vestido estuviera perfecto, y con mariposas en la boca del estómago bajó la escalinata para sumarse a la fiesta.

A la entrada del salón, Pascal la anunció con su voz potente y clara, y acto seguido estropeó en parte el efecto conseguido al dedicarle un guiño, sin duda para darle ánimos, al tiempo que ella hacía su entrada.

Isolde se encontraba ante la chimenea, charlando con una mujer joven y de aspecto enfermizo, al menos por su tez. Con la mirada, indicó a Léonie que se le acercase.

—Mademoiselle Denarnaud, permítame presentarle a mi sobrina, Léonie Vernier, hija de la hermana de mi difunto esposo.

—Encantada, señorita —saludó Léonie con encanto.

En el transcurso de la breve conversación que siguió entre ellas, tuvo conocimiento de que mademoiselle Denarnaud era la hermana soltera del caballero que había echado una mano a Léonie con su equipaje cuando bajó del tren en Couiza, el día de su llegada. El señor Denarnaud alzó la mano y la saludó desde lejos al ver que Léonie lo observaba desde el otro extremo del salón. Una prima lejana de ambos, según le explicaron, trabajaba como ama de llaves del párroco de Rennes-le-Cháteau. «Otra familia con muchas ramificaciones», pensó Léonie a la vez que saludaba a unos y a otros, al recordar que Isolde dos noches antes, durante la cena, apuntó que el abad Sauniére tenía nada menos que diez hermanos.

Sus intentos por trabar conversación fueron recibidos con una mirada gélida. Aunque seguramente no fuera mayor que la propia Isolde, mademoiselle Denarnaud llevaba un vestido de gruesos brocados, de matrona, que habría sido apropiado para una mujer que le doblase la edad, y un polisón horrorosamente anticuado, de un modelo que no se había visto en París desde bastantes años antes. El contraste entre ella y su anfitriona no pudo resultar más evidente. Isolde se había peinado el cabello dejando caer sus tirabuzones de rizos rubios, y lo llevaba sujeto sobre la cabeza con unos minúsculos pasadores de perlas. Su vestido, de tafetán dorado y seda en tono marfil, a ojos de Léonie tan espléndido que bien podría haber salido de la última colección presentada por Charles Worth, estaba bordado con hilos de cristal de tonos metálicos. Llevaba una gargantilla del mismo tejido, con un broche de perlas en el centro. Al tiempo que hablaba, su vestido captaba los destellos de la luz y resplandecía como si fuera una constelación.

Con gran alivio, Léonie descubrió a Anatole de pie ante los ventanales, fumando y charlando con el doctor Gabignaud. Se disculpó y se deslizó a lo largo de la sala para sumarse a los caballeros. Los aromas a jabón de sándalo, a aceite para el cabello, a la chaqueta de gala recién planchada, la saludaron en cuanto se acercó a ellos.

A Anatole se le iluminó el rostro nada más verla.

—¡Léonie! —Le pasó un brazo por la cintura y la estrechó contra él—. Permíteme que te diga que estás… estás encantadora. Qué bien te sienta ese verde. —Dio un paso atrás para permitir que el médico tomara parte en la conversación—. Gabignaud, ¿recuerda usted a mi hermana?

—Desde luego que sí. —El médico hizo una envarada reverencia—. Mademoiselle Vernier… Permítame añadir mis cumplidos a los de su hermano.

Léonie se puso colorada de un modo delicioso.

—Qué espléndida reunión —dijo ella.

Anatole le recordó el nombre del resto de los invitados.

—Recordarás también a maître Fromilhague, naturalmente. Y a Denarnaud y a su hermana, que es quien le hace las veces de ama de llaves…

Léonie asintió.

—Tía Isolde me los ha presentado.

—Y aquél es Bérenger Sauniére, el sacerdote de la parroquia de Rennes-le-Cháteau, amigo de nuestro difunto tío.

Señaló a un hombre alto y musculoso, de frente prominente y rasgos muy marcados, todo lo cual no casaba del todo bien con su larga sotana negra.

—Parece un hombre encantador —siguió diciendo Anatole—, aunque no sea un hombre precisamente dado a las trivialidades. —Señaló con un gesto al médico—. Le han interesado más las investigaciones médicas de Gabignaud que las menudencias que haya podido contarle yo.

Gabignaud sonrió, reconociendo que era cierto.

—Sauniére es un hombre sumamente bien informado, conoce a fondo toda clase de cosas. Tiene auténtico afán de conocimiento. Y siempre hace preguntas, se lo aseguro.

Léonie miró al sacerdote unos momentos más, y siguió recorriendo con los ojos a los invitados.

—¿Y la dama que está con él?

—Madame Bousquet, pariente lejana de nuestro difunto tío. —Anatole bajó la voz—. Si Lascombe no se hubiera casado, habría heredado ella el Domaine de la Cade.

—¿Y pese a todo ha aceptado la invitación?

Él asintió.

—No es que madame Bousquet e Isolde se relacionen como si fueran hermanas, pero al menos tienen un trato civilizado. Se reciben a menudo en una y otra casa. De hecho, Isolde siente verdadera admiración por ella.

Sólo en ese momento reparó Léonie en un hombre muy alto y muy delgado que se encontraba un poco más allá del reducido grupo. Se volvió ligeramente para observarlo mejor. Iba vestido de una forma poco habitual, con un traje claro, y no con el negro de rigor en una ocasión de gala, además de ostentar un pañuelo amarillo en el bolsillo de la chaqueta. También el chaleco era amarillo.

Tenía el rostro muy arrugado, la piel casi traslúcida de pura vejez, a pesar de lo cual a Léonie no le pareció que tuviera una edad demasiado avanzada. Sí que notó en él lo que le pareció una tristeza subyacente en cada uno de sus gestos. Como si fuera un hombre que hubiera sufrido mucho, que hubiera visto demasiado.

Anatole se volvió a ver qué o quién había llamado de esa forma la atención de su hermana. Se inclinó para hablarle al oído.

—Ah, ese que ves ahí es el visitante más célebre de todo Rennes-les-Bains, Audric Baillard, autor del extraño librito que tanto te entusiasmó. —Sonrió—. A lo que se ve, todo un excéntrico. Gabignaud me ha contado que siempre viste de una manera singular, al margen de la ocasión de que se trate. Siempre un traje claro, siempre una corbata amarilla.

Léonie se volvió hacia el médico.

—¿Y a qué se debe esa manía? —preguntó en voz muy baja.

Gabignaud sonrió y se encogió de hombros.

—Creo que lo hace en recuerdo de los amigos que perdió, mademoiselle Vernier. De los camaradas que cayeron, no estoy muy seguro, la verdad.

—Ya se lo preguntarás tú misma, pequeña, durante la cena —dijo Anatole.

La conversación continuó hasta que el sonido del gong llamó a los comensales a la mesa.

Isolde, escoltada por maître Fromilhague, condujo a sus invitados desde el salón, atravesando el vestíbulo, hacia el comedor. Anatole acompañó a madame Bousquet. Léonie, tomada del brazo del charlatán monsieur Denarnaud, no perdió de vista a monsieur Baillard. El abad Sauniére y el doctor Gabignaud formaban la retaguardia, con mademoiselle Denarnaud entre ambos.

Pascal, realmente esplendido con su librea alquilada, roja y oro, abrió las puertas de par en par al acercarse el grupo. Se propagó de inmediato un murmullo de grato reconocimiento. La propia Léonie, que ya había visto el comedor en las sucesivas etapas de los preparativos a lo largo de toda la mañana, se quedó deslumbrada ante la transformación. La espléndida araña de cristal estaba encendida, con tres círculos sucesivos de velas de cera blanca. La gran mesa ovalada se hallaba decorada con gran profusión de lirios blancos e iluminada por tres candelabros de plata. En el aparador estaban las fuentes y las soperas de plata, con tapaderas como cúpulas, resplandecientes como la armadura de un caballero andante. La luz de las velas propagaba las sombras que bailaban por las paredes, sobre los retratos de las generaciones anteriores de la familia Lascombe, todos ellos decorando las paredes.

La proporción de cuatro damas para seis caballeros daba a la mesa una disposición ligeramente desigual. Isolde ocupó una cabecera, con monsieur Baillard en la opuesta. Anatole se sentó a la izquierda de Isolde, con maître Fromilhague a su derecha. Al lado de Fromilhague se encontraba mademoiselle Denarnaud, y junto a ella, el doctor Gabignaud. Léonie era la siguiente, con Audric Baillard a su derecha. Sonrió con timidez cuando el criado le retiró la silla y tomó asiento. Al otro extremo de la mesa, Anatole tuvo el placer de sentarse junto a madame Bousquet, al lado de la cual estaban Charles Denarnaud y el abad Sauniére.

Los criados sirvieron con generosidad el ya conocido blanquette de Limoux, en unas copas sin dibujos, abiertas, amplias. Fromilhague concentró sus atenciones en su anfitriona, olvidándose por completo de la hermana de Denarnaud, cosa que a Léonie le resultó un tanto descortés, si bien no lo culpó enteramente por ello. En el transcurso de su breve conversación, le había parecido una mujer sumamente aburrida.

Al cabo de una serie de frases formales que intercambió con madame Bousquet, Léonie oyó a Anatole lanzado ya de lleno en una animada conversación con maître Fromilhague, una conversación sobre literatura. Fromilhague era un hombre de opiniones contundentes y manifestó su rechazo frontal a la última novela de monsieur Zola, L’argent, que tachó de aburrida e inmoral. Condenó a otros asiduos y antiguos compañeros de Zola, como Guy de Maupassant, del cual se rumoreaba que, tras haber intentado quitarse la vida, se encontraba ingresado en el sanatorio del doctor Blanche, en París. En vano intentó Anatole darle a entender que la vida de un hombre y su obra literaria bien merecían un juicio aparte, sin que una influyera en la otra.

—La inmoralidad en la vida rebaja el arte a la altura del barro —respondió Fromilhague con terquedad.

Muy pronto, casi todos los comensales se habían enzarzado en el debate.

—Está usted muy callada, madomaiséla Léonie —oyó una voz cerca de su oído—. ¿Acaso no le interesa a usted la literatura?

Se volvió hacia Audric Baillard.

—Me entusiasma leer —dijo ella—, pero con una compañía como ésta encuentro que es muy difícil hacer saber a los demás las opiniones que una tenga.

Él sonrió.

—Ah, desde luego.

—Y confieso —siguió diciendo, sonrojándose un poco— que gran parte de la literatura contemporánea me resulta absolutamente tediosa. Página tras página no encuentra una más que conceptos, expresiones exquisitas, ideas muy inteligentes, de acuerdo, ¡pero nunca pasa nada!

Una sonrisa destelló en los ojos de él.

—¿Son los cuentos los que le incitan la imaginación?

Léonie sonrió.

—Mi hermano Anatole siempre me ha dicho que tengo un gusto que deja mucho que desear, y supongo que en el fondo tiene razón. La novela más apasionante que he leído es El castillo de Otranto, pero también soy una gran admiradora de los cuentos de fantasmas de Amelia B. Edwards y de cualquiera de los que haya escrito monsieur Poe.

—Tenía talento. Un hombre atormentado, desde luego, pero genial cuando se trata de captar el lado oscuro de la naturaleza humana, ¿no le parece?

Léonie sintió un aguijonazo de placer. Había tenido que soportar demasiadas soirées en París, a cada cual más tediosa, en las que la mayoría de los invitados nunca le hicieron ningún caso, además de que no tenían nada interesante que decir y estaban convencidos de que sus propias opiniones no valían la pena. Monsieur Baillard parecía muy distinto.

—Desde luego —señaló—, completamente de acuerdo. Mi preferido, entre los cuentos de monsieur Poe, aunque debo confesar que me produce pesadillas cada vez que lo leo, es «El corazón delator». Un asesino enloquece al oír los latidos del corazón del hombre que ha asesinado y que ha escondido debajo de la tarima. ¡Es brillante!

—La culpa es una emoción poderosa —dijo él sin alterarse.

Léonie lo miró con atención durante unos momentos esperando a que se explicara mejor, pero él se limitó a sonreír.

—¿Me permite que sea un poco impertinente y que le haga una pregunta, monsieur Baillard?

—Por supuesto.

—Viste usted… Bueno —calló, indecisa, pues no deseaba ofenderle.

Baillard sonrió.

—¿De manera poco convencional? ¿Lejos de los uniformes de costumbre?

—¿Uniformes?

—Al menos, el uniforme que hoy en día gasta un caballero a la hora de la cena —dijo él con ojos centelleantes.

Léonie suspiró aliviada.

—Sí, eso es. Aunque no es exactamente eso, sino el hecho de que, como ha dicho mi hermano, tiene usted fama de llevar siempre algo amarillo.

—En memoria de los camaradas que cayeron —repuso. A Audric Baillard pareció que se le nublase el rostro—. Ésa es la razón.

—¿Combatió usted en Sedán? —le preguntó, y entonces vaciló un instante—. Mi padre luchó por la Comuna. Yo no llegué a conocerlo. Fue deportado a las colonias, y…

Por un instante, Audric Baillard había puesto su mano sobre la suya. Ella percibió su piel, fina como el papel, a través del tejido de sus guantes, y sintió la levedad de su tacto. Léonie no supo exactamente qué se había apoderado de ella en ese instante, y tan sólo supo que una angustia que nunca había sido consciente de sentir encontró una repentina expresión por medio de las palabras.

—¿Siempre es correcto luchar por aquello en lo que uno cree, monsieur Baillard? —inquirió en voz baja—. A menudo me lo he preguntado. ¿Aun cuando el coste para quienes nos rodean sea tan grande?

Él le estrechó los dedos.

—Siempre —dijo él con voz queda—. Y recordar a los que hayan caído en la lucha.

Momentáneamente, el ruido de las conversaciones y de los cubiertos pareció alejarse de ella. Las voces, las risas, el chinchín de la cristalería y de la plata. Léonie lo miró directamente y notó que su mirada, sus propios pensamientos, parecían ser absorbidos por la sabiduría y la experiencia que refulgía en sus ojos claros, sosegados.

Entonces volvió a sonreírle. Se le arrugaron los ojos y se quebró ese instante de intimidad.

—Los buenos cristianos en los comienzos, así como los cataros creyentes, estaban obligados a llevar una cruz amarilla prendida en sus vestimentas para significarse. —Con los dedos rozó el pañuelo amarillo girasol que llevaba en el bolsillo—. Yo lo llevo a modo de recuerdo.

Léonie ladeó la cabeza.

—Es profundo lo que usted siente por ellos, monsieur Baillard —dijo ella, y sonrió.

—Quienes se han marchado antes que nosotros no necesariamente han desaparecido, madomaiséla Vernier. —Se dio unos golpecitos en el corazón—. Es aquí donde siguen vivos. —Sonrió—. Usted no conoció a su padre, según dice, pero él pervive en usted. ¿No es así?

Con gran asombro, Léonie sintió que las lágrimas le desbordaban los ojos. Asintió, incapaz de controlar lo que pudiera decir. Fue en cierto sentido un alivio que el doctor Gabignaud le formulase una pregunta que se vio obligada a responder.