Capítulo 41

Léonie llegó helada hasta los huesos a la mansión, y se encontró con que Anatole paseaba de un lado a otro del vestíbulo. No sólo había llamado la atención su ausencia, sino que además había producido una gran consternación.

Isolde la abrazó y la estrechó con fuerza, para retirarse acto seguido sin esperar a más, como si le hubiera avergonzado semejante demostración de afecto. Anatole la abrazó primero y luego la zarandeó. Estaba desgarrado por dentro, sin saber si darle un escarmiento o si mostrar su alivio al ver que no le había ocurrido nada grave. No se dijo nada acerca de la riña que anteriormente la había incitado a abandonar la casa.

—¿Dónde te habías metido? —la interpeló—. ¿Cómo has podido ser tan insensata?

—He ido a pasear por los jardines.

—¡A pasear! ¡Pero si casi es de noche!

—Perdí la noción del tiempo.

Anatole siguió disparando a quemarropa una pregunta tras otra. ¿Había visto a alguien? ¿Había llegado a salir de los límites del Domaine? ¿Había visto u oído algo que se saliera de lo habitual? Ante semejante interrogatorio, tan insistente, aflojó de inmediato el miedo que se había apoderado de ella en el sepulcro y mermó la fuerza con que la había atenazado. Léonie se armó de valor y comenzó a defenderse, pues la determinación que parecía poner su hermano en dar tanta importancia al incidente la animó a quitarle peso al asunto.

—No soy una niña —le espetó, completamente irritada por la forma en que él la estaba tratando—. Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma.

—¡No, no lo eres! —gritó él—. No tienes más que diecisiete años.

Léonie sacudió los rizos de su melena cobriza.

—¡Hablas como si te diera miedo que pudieran secuestrarme!

—No seas ridícula —replicó él, aunque Léonie interceptó una curiosa mirada que en ese instante cruzaron él e Isolde.

Entornó los ojos.

—¿Qué? —preguntó muy despacio—. ¿Qué es lo que te ha pasado, si se puede saber, para que tu reacción sea tan desmedida? ¿Qué es lo que no me estás diciendo a las claras?

Anatole fue a contestar, pero cerró la boca y dejó que fuera Isolde quien interviniese.

—Lamento que nuestra preocupación te parezca excesiva. Como es natural, tienes entera libertad para caminar por donde te plazca. Lo que sucede es que hemos tenido noticia de que algunos animales salvajes bajan hasta el valle con el atardecer. Se han visto gatos monteses, posiblemente lobos también, a no mucha distancia de Rennes-les-Bains.

Léonie estaba a punto de desafiarla y poner en duda esa explicación cuando el recuerdo del ruido de unas garras en las losas del sepulcro acudió bruscamente a ella. Se estremeció. No podría haber dicho a ciencia cierta qué fue lo que convirtió la aventura en otra cosa completamente distinta ni cómo sucedió tan súbitamente. Sólo tenía claro que en el instante en que echó a correr tuvo la certeza de que su vida corría peligro. Pero no podría haber precisado qué era ese peligro.

—Ya lo ves, ahora te has sentido indispuesta —resopló Anatole.

—Anatole, ya basta —dijo Isolde con sosiego, tocándole levemente en el brazo.

Con gran asombro por parte de Léonie, él guardó silencio.

Con una exhalación de disgusto, se volvió en redondo y le dio la espalda, colocándose con los brazos en jarras.

—Además, hemos tenido noticia de que viene un temporal de los montes —dijo Isolde—. Teníamos miedo de que pudiera sorprenderte la tormenta.

Su comentario lo interrumpió el estruendoso retumbar de un trueno al propagarse. Los tres miraron a los ventanales. Nubes cargadas, dañinas, asomaban en masa por la cima de los montes. Una blanca bruma, como el humo de una hoguera, permanecía en suspenso entre los cerros, a media distancia.

Otro trueno, más cercano, hizo vibrar los cristales.

—Vamos —dijo Isolde, y tomó a Léonie por el brazo—. Indicaré a la criada que te prepare un baño bien caliente, y luego podemos cenar y encender la chimenea del salón. Y tal vez jugar a las cartas, ¿sí? Bézique o veintiuno, lo que tú prefieras.

Léonie sintió la punzada de un recuerdo. Se miró las palmas de las manos, que tenía blancas de frío. En ellas no había nada. No quedaba ninguna marca roja grabada en la piel.

Se dejó conducir a su habitación. Tuvo que pasar algún tiempo hasta que la campana llamándola a la cena repicó y Léonie se vio reflejada en el espejo.

Se deslizó en el taburete, delante del tocador, y se miró con ojos serios. Aunque brillantes, descubrió que tenía una luminosidad febril en los ojos. Vio con toda claridad el recuerdo del miedo grabado en su piel, y se preguntó si a Isolde o a Anatole no les resultaría igualmente evidente.

Léonie vaciló, pues no estaba deseosa de empeorar su estado de inquietud, pero finalmente se levantó y recogió Les tarots de su costurero. Con dedos cautelosos, fue pasando las páginas hasta hallar por fin el pasaje que deseaba releer.

Corría el aire de repente y tuve la impresión de no estar solo. Tuve entonces la certeza de que el sepulcro estaba repleto de seres. Espíritus. No podría asegurar que fueran humanos. Todas las reglas de la naturaleza quedaron de pronto abolidas. Los entes me rodeaban por entero. Mi propio yo y mis otros yoes, tanto pasados como todavía por venir… Me parecía que volasen, que se deslizasen por el aire, así que en todo momento tuve conciencia de sus presencias fugaces… De manera especial por encima de mi cabeza parecía incesante el movimiento, acompañado por una cacofonía de susurros, suspiros, siseos y llantos.

Léonie cerró el libro.

Se ajustaba con tremenda exactitud a su experiencia. La duda que le entró en ese momento era la siguiente: ¿se habían alojado aquellas palabras en lo más profundo de su inconsciente, y de ese modo habían dirigido sus emociones y sus reacciones? ¿O tal vez había experimentado con total independencia algo distinto de lo que en su día vio y vivió su tío? Aún se le ocurrió otra cosa.

¿Y es de veras posible que Isolde no sepa nada de todo esto?

Tanto su madre como Isolde habían percibido la presencia de algún elemento perturbador en el aire que se respiraba en el lugar, de esto a Léonie no le cabía la menor duda. Cada una de ellas a su manera, en efecto muy diferente, aludió a determinado ambiente, insinuó una sensación de inquietud, aunque era muy cierto que ninguna había sido explícita en sus referencias. Léonie apretó una mano contra la otra y formó un triángulo con los dedos mientras se esforzaba en pensar. También ella lo había sentido aquella primera tarde, cuando llegó con Anatole al Domaine de la Cade.

Sin dejar de dar vueltas mentalmente a la cuestión, devolvió el libro al lugar en que lo tenía escondido, deslizó la partitura de música para piano entre las guardas y se dio prisa en bajar la escalera para reunirse con los demás. Ahora que sus temores se habían diluido, se sentía sobre todo intrigada y resuelta a descubrir algo más. Eran muchas las cuestiones que deseaba formularle a Isolde, y no sólo sobre lo que pudiera saber de las actividades de su marido antes de que contrajeran matrimonio. Tal vez podría incluso escribir a mamá para preguntarle si hubo en su niñez algún incidente en concreto que le hubiera producido alarma. Y es que sin saber qué era lo que le inspiraba tanta certeza, Léonie estaba absolutamente segura de que el lugar en sí encerraba algo terrorífico, ya fuera en el bosque, en el lago o en los árboles centenarios.

Al cerrar, nada más salir, la puerta de su dormitorio, Léonie se dio cuenta de que no podría contar nada de su expedición por miedo a que se le prohibiera entonces regresar al sepulcro. Al menos por el momento, su aventura tenía que permanecer en secreto.

La noche cayó lentamente sobre el Domaine de la Cade y trajo consigo la sensación de la espera, de la vigilia, de la anticipación.

La cena transcurrió de manera agradable, con el rumor de los truenos desconsolados a lo lejos. No se dijo nada de la escapada de Léonie por los terrenos de la finca. Al contrario, hablaron de Rennes-les-Bains y de las poblaciones de los alrededores, de los preparativos para la cena del sábado, de los invitados cuya asistencia estaba prevista, de lo mucho que quedaba por hacer y del disfrute que sin duda les proporcionaría.

Una conversación plácida, ordinaria, doméstica.

Después de la cena se retiraron al salón, y una vez allí pareció cambiar el estado de ánimo de todos ellos. Las tinieblas, al otro lado de los muros, parecían respirar con vida propia. Fue al fin un alivio que se desatara la tormenta. El cielo mismo comenzó a estremecerse, a emitir gruñidos. Los relámpagos, de intensa luminosidad, quebrados, alargados, desgarraron con su fina hoja de plata las negras nubes. Rodaron los truenos, se propagaron retumbando, rebotaron en rocas y ramas, extendiendo su eco por el valle.

El viento, momentáneamente aquietado, como si se aprestara a soplar con fuerza redoblada, sin previo aviso golpeó la casa con todo su ímpetu, trayendo consigo las primeras rachas de la lluvia que durante toda la noche había amenazado con descargar. Las ráfagas traían pedrisco que azotó las ventanas, hasta parecerles a los que se habían guarecido en la mansión que una avalancha de agua caía formando una catarata sobre la fachada del edificio, como las olas que rompen en la orilla del mar.

De vez en cuando Léonie creyó que llegaba a sus oídos una música. Las notas escritas en la partitura, oculta en su dormitorio, se hallaban en manos del viento, que era el que las ejecutaba. Así recordó, con un estremecimiento, que el viejo hortelano había avisado que sucedería.

Casi en ningún momento parecieron Anatole, Isolde y Léonie prestar mayor atención a la tempestad que arreciaba al otro lado de los muros. Un buen fuego crepitaba y rugía a ratos en la chimenea.

Todas las lámparas estaban encendidas y los criados habían traído velas adicionales. Se encontraban tan cómodos como realmente podían estar, si bien Léonie no dejó de temer que los muros se hundieran, que cediesen bajo las arremetidas de la tormenta.

En el vestíbulo se abrió una puerta por efecto del viento y hubo que ir rápidamente a afianzarla para que no batiera. Léonie oyó que los criados se movían por toda la casa, comprobando que todas las ventanas estuvieran bien cerradas. Como existía el peligro de que el fino cristal de los ventanales más antiguos pudiera hacerse añicos, se habían corrido todas las cortinas. En los pasillos de las plantas superiores oyeron pasos y el tintineo de los cubos y pozales que habían colocado a cada trecho los criados para recoger el agua que se pudiera filtrar por las goteras, que aparecían tal y como Isolde ya les avisó, debido a algunas tejas sueltas.

Confinados al salón, los tres se hallaban sentados, o bien paseaban un poco o charlaban. Bebieron algo de vino. Trataron de pasar el tiempo con los entretenimientos habituales en una velada hogareña. Anatole atizaba la chimenea y añadía algún tronco, cuando no volvía a servirles vino en sus copas. Isolde se retorcía los dedos largos y pálidos con las manos en el regazo. En una ocasión, Léonie retiró un poco la cortina y miró la negrura del exterior. Poca cosa pudo ver entre las rendijas de las persianas, que no encajaban del todo bien, más allá de las siluetas de los árboles en los jardines, iluminadas un instante por el resplandor de un relámpago, removidas, meneadas, agitadas como caballos sin domar sujetos por una cuerda. Le pareció como si el propio bosque clamara pidiendo ayuda, con el crujir de los árboles centenarios, sus restallidos, su aguante.

A las diez en punto Léonie propuso que jugasen una partida de bézique. Isolde y ella se sentaron ante la mesa de cartas. Anatole permaneció en pie, con el brazo apoyado en la repisa, fumando un cigarrillo y sujetando una copa de coñac en la otra mano.

Apenas dijeron nada. Cada uno de ellos, al tiempo que fingía ser ajeno a la tormenta, en realidad aguzaba el oído afanándose por percibir los sutiles cambios del viento y la lluvia, todo lo que pudiera indicar que lo peor ya había pasado. Léonie se fijó en que Isolde estaba muy pálida, como si aún rondase una amenaza más y la tormenta acarrease una advertencia adicional. A medida que fue pasando el tiempo, tan despacio, a Léonie le dio la impresión de que Isolde se esforzaba a duras penas por mantener la compostura. Se le iba la mano a menudo hacia el estómago, como si tuviera molestias o un dolor producido por alguna enfermedad. Si no, con los dedos daba tirones la tela de su falda, los cantos de las cartas con las que estaban jugando, y alisaba insistentemente el tapete verde.

Un trueno repentino retumbó justo encima de sus cabezas. Los ojos grises de Isolde se abrieron con un gesto despavorido. En un visto y no visto, Anatole se plantó a su lado. Léonie sintió un aguijonazo de celos. Se sintió excluida, como si se hubieran olvidado los dos de que estaba allí.

—No te preocupes, estamos seguros —murmuró.

—Según explica monsieur Baillard —interrumpió Léonie—, cuenta la leyenda local que las tormentas las desata el diablo cuando el mundo se ha descoyuntado. Cuando se altera el orden natural de las cosas. El hortelano dijo eso mismo esta mañana. Dijo que ayer noche se oyó música en el lago, lo cual…

—Léonie, ¡ya basta! —dijo Anatole en tono imperioso—. Todos esos cuentos chinos, todos esos demonios y sucesos diabólicos, todas esas maldiciones y amenazas no son más que patrañas que se inventan para asustar a los niños chicos.

Isolde lanzó otra mirada hacia la ventana.

—¿Cuánto va a durar esto? No creo que pueda soportarlo mucho más.

Anatole, fugazmente, le apoyó la mano en su hombro y la retiró enseguida, pero no sin que Léonie se fijara en el gesto.

Su deseo es cuidarla, protegerla…

Apartó de sí ese pensamiento celoso.

—La tormenta no tardará en amainar —dijo Anatole—. No es más que el viento.

—No es el viento. Tengo la sensación de que algo… algo terrible va a suceder —susurró Isolde—. Siento que ya llega, que se acerca a nosotros.

—Isolde, querida —dijo Anatole bajando la voz.

Léonie entornó los ojos.

—¿Que ya viene? —repitió—. ¿Quién? ¿Quién viene?

Ninguno de los dos le prestó atención.

Otra racha de viento sacudió las persianas. Se rasgó el cielo.

—Tengo la seguridad de que esta mansión tan digna, tan antañona, tan sólida, las ha tenido que ver mucho peores que ésta—dijo Anatole tratando de inyectar una nota de ligereza y despreocupación en su tono de voz—. Desde luego, me jugaría cualquier cosa a que seguirá en pie muchos años después de que nosotros estemos muertos y enterrados. No hay nada que temer.

En los ojos de Isolde destelló una luz febril. Léonie comprendió que las palabras de Anatole habían tenido el efecto opuesto al deseado. No la habían apaciguado: habían aumentado su intranquilidad.

Muertos y enterrados.

En una fracción de segundo, Léonie creyó ver la mueca del demonio Asmodeus asomada y mirándola desde las llamas que ardían en la chimenea. Se sobresaltó a su pesar.

A punto estuvo de confesarle entonces a Anatole la verdad de lo que había ocurrido a lo largo de la tarde. Lo que había visto y lo que había oído. Pero cuando se volvió hacia él, descubrió que miraba a Isolde con tanta solicitud, con tanta ternura, que se sintió casi avergonzada de haber presenciado ese gesto.

Cerró la boca y no dijo nada.

El viento no aflojó. Tampoco le dejó descanso su imaginación soliviantada e inquieta.