Capítulo 40

Léonie entró en el sepulcro. Una ráfaga de aire helado le salió al paso mezclada con el aroma inconfundible del polvo, de la antigüedad, del recuerdo de un incienso que databa de siglos antes. Y algo más le pareció notar. Arrugó la nariz. Había un difuso olor a pescado, a mar, al salitre del casco de un bote de pesca varado en la orilla.

Apretó las manos a los costados para impedir que temblasen.

Este es el lugar.

Inmediatamente a la derecha de la entrada, en la pared del oeste, había un confesionario de un metro ochenta de altura por algo más de anchura, y poco más de medio metro de fondo. Era de madera oscura y muy sencillo, elemental incluso, en modo alguno parecido a los confesionarios adornados y labrados que había en la catedral o en las iglesias de París. La reja estaba cerrada. Una sola cortina de color púrpura, algo desvaída, colgaba delante de uno de los reclinatorios. Por el lado opuesto no había cortina.

Inmediatamente a la izquierda se encontraba el bénitier, la pila del agua bendita. Asombrada, Léonie dio un paso atrás. La pila era de mármol a vetas rojas y blancas, pero se sustentaba sobre la espalda de una figura diabólica, sonriente. Tenía la piel roja y rugosa, garras en vez de manos y pies, y unos malévolos ojos azules, penetrantes.

Yo te conozco.

La estatua era idéntica al grabado que aparecía en la portada de Les tarots. Su gemela.

A pesar del agobio que llevaba a cuestas, el desafío en la mirada y en la sonrisa seguía intacto. Con cuidado, como si la amedrentase la posibilidad de que pudiera cobrar vida, Léonie se acercó paso a paso. Debajo, impresa en un tarjetón amarillento por el paso de los años, encontró la confirmación: ASMODÉE, MAÇON AU TEMPLE DE SALOMÓN, DÉMON DU COURROUX.

—Asmodeus, constructor del Templo de Salomón, el demonio de la ira —leyó en voz alta. De pie, de puntillas, con un frío cada vez mayor, Léonie escrutó el interior de la pila. El bénitier estaba seco, pero había unas letras grabadas en el mármol. Las recorrió con los dedos.

Par ce signe tu le vaincras —murmuró en voz alta. «Por este signo le conquistarás».

Frunció el ceño. ¿A quién podía hacer referencia ese «le»? ¿Al demonio, a Asmodeus en persona?

Tuvo curiosidad por saber qué había sido primero: la ilustración del libro o el bénitier. ¿Cuál era la copia y cuál era el original?

Todo lo que sabía era que la fecha que figuraba en el libro era 1870. Inclinándose, viendo su falda de estambre formar dibujos arremolinados en el polvo que cubría las losas del suelo, Léonie examinó la base de la estatua por ver si tenía grabada alguna fecha, alguna marca distintiva. No había nada que indicara ni su antigüedad ni su procedencia.

Aunque tomó nota para indagar más adelante sobre ese asunto —«Tal vez —se dijo— Isolde sepa algo»—, Léonie se puso en pie y miró de frente a la nave. Había tres hileras de bancos muy sencillos, de madera, en el lado sur del sepulcro, mirando al frente, como si fuera un aula de la escuela primaria, aunque en cada uno de ellos no cabrían más de dos personas que profesaran el culto. Ninguna decoración, ninguna moldura de remate, ningún cojín sobre el cual arrodillarse; tan sólo un fino reposapiés de madera que corría a lo largo de cada uno de ellos.

Las paredes del sepulcro estaban encaladas y se desconchaba la mano de cal en muchos puntos. Unas ventanas sencillas, en arco apuntado, sin vidriera, dejaban pasar la luz, pero al tiempo despojaban de calidez el interior. Las estaciones de la Cruz eran pequeñas ilustraciones encajadas en un marco formado por cruces de madera; prácticamente ni siquiera eran pinturas, sino más bien meros medallones improvisados, al menos al ojo poco ejercitado de Léonie.

Léonie comenzó a recorrer muy despacio la nave, como una novia reticente a la hora de llegar al altar, más y más preocupada a medida que se alejaba de la puerta. En un momento dado, creyendo que había alguien tras ella, se giró en redondo.

No había nadie.

A su izquierda, la estrecha nave estaba flanqueada por estatuas de yeso, de santos, a mitad de tamaño del real, que parecían niños maliciosos. Sus ojos parecían seguirla a medida que pasaba por delante de ellos. Se detuvo, bajo cada uno de ellos, a leer los rótulos, pintados en negro sobre carteles de madera: san Antonio, el Ermitaño egipciaco; santa Germame, con el delantal lleno de flores de los Pirineos; san Roque, tullido, con el cayado. Santos de raigambre seguramente local, dedujo.

La última estatua, la más próxima al altar, era de una mujer esbelta, menuda, que llevaba un vestido rojo hasta la rodilla, y el cabello negro y lacio hasta los hombros. Con ambas manos sostenía una espada, pero no amenazante, ni tampoco como si estuviera a la defensiva, sino más bien como si ella misma fuese la protectora. Debajo encontró una tarjeta con estas palabras: «La Fille des Epées». Léonie frunció el ceño. La Hija de las Espadas. ¿Tal vez pretendía ser una representación de santa Juana de Arco?

Le llegó otro ruido. Miró hacia las altas ventanas. No eran más que las ramas de los castaños que repicaban como si fueran uñas en el cristal. El sonido del sombrío canto de los pájaros.

Al término de la nave, Léonie se detuvo y allí se agachó y examinó el suelo, en busca de la evidencia del cuadrado negro que el autor había descrito y de las cuatro letras —C, A, D, E— que creía que su tío había inscrito en el suelo. No encontró ni el menor rastro de nada, ni siquiera el más leve indicio, pero en cambio halló una inscripción grabada en las losas del suelo.

«Fujhi, poudes; Escapa, non», leyó. Y también lo anotó.

Léonie se enderezó y avanzó hacia el altar. Coincidía a la perfección, en su memoria, con la descripción de Les tarots: una simple mesa, ninguno de los símbolos clásicos de la religión, ninguna vela, ninguna cruz de plata, ningún misal, ninguna antífona. Se encontraba en un ábside octogonal, el techo pintado de azul cielo, como la ostentosa cubierta del palacio Garnier. Cada uno de los ocho paneles del ábside estaba cubierto por un papel pintado y decorado a su vez con franjas horizontales de un tinte rosa desvaído, y dividido por un friso de flores de enebro, rojas y blancas, con un detalle repetido de discos o monedas azules. En la intersección de cada panel empapelado había unas molduras de yeso que representaban bastos, o varas, pintados en oro.

Dentro de cada uno había una sola imagen.

Léonie contuvo la respiración, pues de pronto descubrió qué era lo que estaba mirando. Ocho escenas individuales tomadas del tarot, como si cada figura hubiera saltado de su carta correspondiente y se hubiera subido a la pared. Bajo cada una de ellas se encontraba el rótulo que la describía: «Le Mat», El Loco, «Le Pagad», El Mago, «La Pretresse», La Sacerdotisa, «Les Amoureux», Los Enamorados, «La Forcé», La Fuerza, «La Justice», La Justicia, «Le Diable», El Diablo, «La Tour», La Torre. Tinta negra y antigua sobre un tarjetón amarillento.

Es igual que en el libro.

Léonie asintió. ¿Qué mejor prueba podía encontrar de que el testimonio de su tío estaba basado en hechos reales? Se acercó un poco más. La cuestión era por qué se habían elegido esas ocho, entre las setenta y ocho cartas que se detallaban en el libro de su tío: ¿por qué esas ocho en particular? Con la excitación inundándole el pecho, comenzó a copiar los nombres. Enseguida se quedó sin sitio en el trozo de papel que había encontrado en el bolsillo, y miró en derredor por el sepulcro en busca de algo que le sirviera para escribir.

Asomándose por debajo de los pies de piedra del altar, reparó en que allí había una esquina de una hoja de papel. Tiró hasta sacarla. Era una hoja de música para piano, manuscrita en un grueso pergamino amarillento. Claves de agudos y de bajos, tiempo común, sin bemoles ni sostenidos. En el acto le volvió a la memoria el subtítulo del libro de Lascombe.

El arte musical de echar las cartas.

Alisó la partitura e hizo la prueba de tararear los compases iniciales, pero no fue capaz de captar del todo la melodía, si bien era muy sencilla. Había un número limitado de notas que a primera vista le recordaron uno de los tediosos ejercicios para cuatro dedos que había tenido la obligación de ejecutar una y mil veces cuando era niña y recibía clases de piano.

Se le dibujó entonces sin que se diera cuenta una lenta sonrisa en los labios. Comprendió el patrón de la pieza: C, A, D y E según la notación alfabética, es decir, do, la, re, mi según la notación convencional. Las mismas notas se repetían de forma secuencial. Hermoso. Como se afirmaba en el libro, era música para convocar a los espíritus.

Otro pensamiento pasó veloz por su cabeza nada más tener el anterior.

Si la música sigue estando en el sepulcro, ¿por qué no están también las cartas?

Léonie titubeó, y entonces garabateó la palabra Sepulcro y el año en curso sobre la parte superior de la partitura, para que constara dónde la había encontrado, y se la guardó en el bolsillo antes de emprender un metódico registro de la capilla de piedra. Introdujo los dedos en cada rincón, en cada grieta polvorienta, en busca de alguna cavidad oculta, pero no encontró nada. No había un solo mueble, una sola oquedad tras la cual pudiera estar escondida una baraja de cartas.

Y si no estaban allí, ¿dónde podían estar?

Se desplazó por detrás del altar. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la luz sombría del ambiente, y creyó entonces detectar el perfil de una portezuela escondida dentro de los ocho paneles del ábside. Alargó la mano en busca de alguna alteración en la superficie y encontró, en efecto, una ligera depresión, tal vez el indicio de alguna antigua abertura que hubiera podido prestar algún servicio. Empujó con fuerza, con una mano, pero no sucedió nada. Estaba fijada con toda firmeza. Si allí hubiera existido una puerta, era evidente que ya no se utilizaba.

Léonie se alejó unos pasos con los brazos en jarras. Era reacia a aceptar que las cartas realmente no estuvieran allí, pero lo cierto era que había agotado todos los posibles escondrijos. No se le ocurrió otra opción que volver a consultar el libro una vez más y tratar de hallar en él las respuestas. Ahora que ya conocía el lugar, sin duda sería capaz de leer mejor, de interpretar los significados ocultos del texto.

Si es que en efecto existen.

Léonie volvió a mirar hacia las ventanas. La luz empezaba a menguar. Los rayos de sol filtrados entre los árboles ya no alcanzaban las vidrieras, con lo cual éstas se habían oscurecido. Al igual que antes, creyó que los ojos atentos de las estatuas de yeso se habían vuelto hacia ella y que la vigilaban. A medida que fue en aumento la conciencia que tenía de su presencia, el ambiente en el interior de la tumba pareció ir cambiando, desplazándose.

Le llegó una súbita avalancha de aire. Distinguió una música inequívoca que resonaba en el interior de su cabeza, que parecía llegar de su propio ser. En realidad, la oyó, pero sin llegar a oírla. Entonces percibió una presencia, algo que se encontraba tras ella, que la rodeaba, que pasaba de largo rozándola apenas, sin llegar a tocarla, si bien se le había arrimado mucho: era un movimiento incesante, que se repetía de continuo, acompañado por una silenciosa cacofonía de susurros, suspiros y llantos.

Se le aceleró el pulso.

No son más que imaginaciones mías.

Entonces reparó en un sonido distinto. El corazón le latía con fuerza. Quiso descartarlo, tal como había aislado todos los demás sonidos procedentes de su interior y del exterior, pero se repitió. Algo rascaba en alguna parte. Tal vez eran unos pies arrastrándose. No. Unas uñas o unas garras que arañaban las losas del suelo y que llegaban desde detrás del altar.

Léonie tuvo en ese momento la certeza de que había invadido un espacio en el que no estaba permitida la entrada. Había perturbado el silencio del sepulcro y de los vigilantes que habitaban en aquellos polvorientos corredores de piedra y los custodiaban. Su presencia no era bienvenida. Había observado a fondo las imágenes pintadas en las paredes, había escrutado los ojos de los santos de yeso que se mantenían en vigilia constante en aquel recinto.

Se volvió de improviso en redondo, miró con atención los ojos azules y maliciosos de Asmodeus. Las descripciones de los demonios en el libro volvieron a su memoria con toda su fuerza.

Recordó el terror con que su tío había descrito el modo en que las alas negras, las presencias, cargaron sobre él con todo su peso y prácticamente lo aplastaron.

«Las marcas que tengo en las palmas de las manos, los estigmas, no han desaparecido».

Léonie bajó la vista y vio o creyó ver unas marcas rojas que se extendían sobre las palmas de sus manos frías. Cicatrices en forma de ocho, un ocho tumbado sobre su piel blanca.

Finalmente perdió todo asomo de valentía.

Se recogió las faldas y salió disparada hacia la puerta. La mirada maligna del diablo Asmodeus pareció burlarse de ella cuando pasó de largo, como si con los ojos la siguiera por la nave. Aterrada, cargó con todo el peso de su cuerpo contra la puerta, con lo cual tan sólo consiguió cerrarla con mayor firmeza. Frenética, recordó que se abría hacia dentro. Agarró el picaporte y tiró.

Léonie tuvo en ese momento la certeza de haber oído pasos tras ella. Garras, uñas que arañaban las losas, cada vez más cerca. A la caza de ella. Los diablos del lugar se habían liberado para proteger su santuario, el sepulcro. Escapó de su garganta un sollozo horrorizado en el momento en que por fin salió dando tumbos al bosque ya oscurecido.

La puerta se cerró con violencia tras ella, retumbando y rechinando las bisagras antiguas. Ya no le dio ningún miedo lo que pudiera estar esperándola en la media luz, bajo los árboles centenarios. No iba a ser nada en comparación con los terrores sobrenaturales que había pasado en el interior de la tumba.

Léonie se recogió las faldas y echó a correr, a sabiendas de que aquellos ojos malignos no la habían perdido aún de vista. Dándose cuenta justo a tiempo de que la ancestral mirada de los espíritus y los demonios vigilaba y guardaba su dominio ante cualquier intruso. Se lanzó a la carrera en el frío del crepúsculo, perdiendo el sombrero, tropezando, cayendo a medias, regresando sobre sus pasos por todo el camino, salvando el cauce seco del barranco de un salto, empeñada en dejar atrás cuanto antes el bosque que el anochecer ya atenazaba para llegar a la seguridad de los parterres de césped, de los jardines.

Fujhi, poudes; Escapa, non.

En un instante fugaz creyó haber entendido el significado de aquellas palabras.