Capítulo 4

Marguerite Vernier descendió del fiacre que la había transportado en la esquina de la calle Cambon y Sainte-Honoré, en compañía del general Georges Du Pont.

Mientras su acompañante pagaba la cuenta al cochero, ella se abrigó con su estola de noche para protegerse del frío y sonrió con satisfacción. Era el mejor restaurante de toda la ciudad, los famosos ventanales con cortinajes, como siempre, hechos del mejor encaje de Bretaña. Era un buen indicio de la creciente estima en que le tenía Du Pont, que nunca la había llevado allí.

Tomados del brazo entraron en Voisin. Los saludó el murmullo de las conversaciones discretas y amables. Marguerite notó que Georges henchía el pecho y que alzaba la cabeza un poco más de lo habitual. Se dio cuenta de que él era muy consciente de los sentimientos de envidia que levantaba en todos los hombres presentes en el local, y sobre todo se dio cuenta de que a él le agradó esa sensación. Ella le apretó el brazo y notó que él le devolvía el gesto, en un ademán recordatorio de cómo habían pasado las dos horas anteriores. Se volvió a mirarla como quien contempla una propiedad particular. Marguerite le concedió una afectuosa sonrisa, y enseguida permitió que la expresión se ensanchase, entreabriendo levemente los labios, disfrutando del modo en que él se sonrojaba desde el cuello de la camisa hasta las orejas. Era su boca, su sonrisa generosa y sus labios carnosos, lo que ensalzaba su belleza en un grado extraordinario y la investía a un tiempo de promesas y de invitación.

Él se llevó la mano al cuello duro y tiró de él, aflojando ligeramente la corbata negra. Digno, absolutamente apropiado, su chaqué estaba hecho con un habilidoso corte que sabía disimular el hecho de que, a sus sesenta años, ya no era precisamente el espécimen realmente único, en cuanto al físico, que había sido de largo en sus mejores tiempos en el ejército. En el ojal de la solapa llevaba una cinta de colores, indicativa de las medallas con las que lo habían condecorado en Sedán y en Metz. En vez de un chaleco, que habría acentuado su barriga prominente, llevaba una faja carmesí oscuro. Con los cabellos grises y un bigote generoso, tupido, aunque bien recortado, Georges era un buen representante del cuerpo diplomático, formal y sobrio en todos los detalles, y su deseo era que el mundo entero lo supiera.

Para complacerle, Marguerite se había vestido con discreción y llevaba un vestido de noche de seda moiré color morado, con filete de plata y cuentas de plata. Tenía los brazos del vestido rellenos, lo cual resaltaba la esbeltez y la finura del talle y la falda abullonada. El cuello del vestido era relativamente alto, y apenas permitía ver la piel, aunque en el caso de Marguerite esto resultaba tanto más provocativo. Llevaba el cabello moreno oscuro recogido con mucho arte en un moño, con un solo adorno de plumas moradas, con el que mostraba a la perfección la esbeltez y la blancura del cuello. Los ojos castaños, límpidos, enmarcados por unas largas pestañas negras, como los de su hijo, los tenía encajados en una piel alabastrina de una tez exquisita.

Todas las aburridas matronas, todas las esposas entradas en carnes que había en el restaurante, la miraron con incredulidad y con envidia, tanto más porque ya contaba cuarenta y tantos, y no estaba precisamente en lo más florido de su juventud. La combinación de su belleza con semejante figura, acompañada por la ausencia de una alianza en el dedo de rigor, constituía una grave afrenta para el sentido de la justicia y de la propiedad que pudieran tener quienes así la miraban. ¿Era acaso acertado hacer gala de semejante relación en un sitio de la categoría de Voisin?

El dueño del local, que ya peinaba canas y que tenía un aire tan distinguido como su clientela, se adelantó a saludar a Georges, saliendo de la sombra que formaban dos damas sentadas en el mostrador de recepción, Escila y Caribdis, sin cuyas bendiciones ningún alma llegaría a entrar nunca en el santuario de la institución culinaria. Georges Du Pont era cliente habitual desde tiempo atrás, un cliente que ordenaba el mejor champán y que dejaba propinas generosas. Pero de un tiempo a esta parte sus visitas se habían espaciado. El dueño temía haber perdido a tan buen cliente a manos del café Paillard o del Anglais.

—Monsieur, es un gran placer darle la bienvenida una vez más a nuestra casa. Suponíamos que tal vez se le hubiera nombrado para cubrir un puesto de prestigio en el extranjero.

Georges pareció sumamente azorado. «Qué mojigato», se dijo Marguerite, aunque no por ello le causara el menor desagrado. Tenía unos modales impecables, y era más generoso y más sencillo en sus necesidades que la inmensa mayoría de los hombres con los que ella había mantenido relaciones.

—La culpa es exclusivamente mía —dijo ella con la mirada abatida bajo las largas pestañas—. Es que lo he querido tener solamente para mí, para disfrutarlo yo sola.

El dueño rió de buena gana, tanto de la osadía como de la manera en que ella lo había mirado con los ojos castaños. Chasqueó los dedos. Mientras la encargada del guardarropa se ocupaba de la estola de Marguerite y del bastón de Georges, los dos hombres intercambiaron nuevas cortesías, hablaron del tiempo y de la situación actual en Argelia. Corrían rumores sobre una manifestación antiprusiana. Marguerite dejó que sus pensamientos se distrajeran a su antojo. Era toda una experta en aparentar que prestaba atención cuando en realidad tenía la cabeza en otra parte.

Miró hacia la afamada mesa en la que se exponían las mejores frutas. Ya era tarde para pensar en fresas, claro está, además de que a Georges le gustaba retirarse temprano, de modo que era improbable que se mostrase dispuesto a tomar un postre después de la cena.

Marguerite, como una experta, sofocó un suspiro mientras los hombres daban por terminada la breve conversación. A pesar de que todas las mesas en torno a ellos se encontraban ocupadas, se respiraba una sensación de paz y de apacible bienestar. A su hijo no le agradaría el local, lo consideraría aburrido, anticuado, si bien ella, que tantas veces había estado fuera de esa clase de establecimientos, y deseosa de entrar, lo encontró delicioso, claro indicio del grado de seguridad que había encontrado con el patrocinio de Du Pont.

Terminada la conversación, el dueño alzó la mano. Se acercó el maître y los condujo a través del salón iluminado por las velas de los candelabros hasta un reservado abierto, al que no tenían acceso las miradas de los demás comensales, y que estaba lejos de las puertas batientes de la cocina. Marguerite se fijó en que el hombre sudaba, en que le brillaba el labio superior bajo el bigote bien recortado, y volvió a preguntarse qué haría exactamente en la embajada, cuál era la razón por la cual su buena opinión sobre cualquier cosa resultara tan importante.

—Monsieur, madame, ¿un aperitivo para empezar? —preguntó el sumiller.

Georges miró a Marguerite.

—¿Champán?

—Una idea excelente, sí.

—Tráiganos una botella de Cristal —dijo él, y se recostó en el respaldo como si quisiera ahorrarle a Marguerite la vulgaridad de saber que acababa de pedir lo mejor de la bodega.

Tan pronto se marchó el maître, Marguerite desplazó los pies bajo la mesa para tocar los de Du Pont, y tuvo el placer de verle sobresaltarse y cambiar de postura en la silla.

—Marguerite, por favor… —dijo él, aunque fuera una protesta hecha sin ninguna convicción.

Sacó el pie de la chinela y lo apoyó levemente sobre la pierna de él. Percibió la costura de sus pantalones de gala a través de la finísima seda de la media.

—Aquí tienen la mejor bodega de tintos de todo París —dijo él con voz ronca, como si necesitara carraspear—. Borgoñas, Burdeos, todos ordenados por rigurosa precedencia, primero los caldos de los grandes viñedos, después los demás en perfecto orden, hasta el último de los tintos, aptos para burgueses. En cada uno se indica el precio de la añada, siempre que haya sido una buena cosecha.

A Marguerite no le gustaba el tinto, pues le producía terribles dolores de cabeza, y prefería tomar solamente champán, pero se había resignado a beber cualquier cosa que Georges pusiera delante de ella.

—Qué listo eres, Georges. —Calló un instante y miró en derredor—. Mira que encontrar mesa aquí… Está muy lleno para ser un miércoles por la noche.

—Sólo es cuestión de saber con quién hay que hablar —dijo él, aunque ella se dio cuenta de que le había complacido el halago—. ¿No habías venido nunca?

Marguerite negó con un gesto. Meticuloso, detallista, pedante, Georges hacía acopio de datos y le gustaba hacer gala de sus conocimientos. Al igual que cualquier otra parisina, ella conocía muy bien la historia de Voisin, pero se dispuso a fingir que no sabía nada. Durante los terribles meses de la Comuna, el restaurante presenció algunos de los altercados más violentos entre los communards y las fuerzas gubernamentales. Allí donde ahora esperaban los fiacres y las calesas para llevar a sus clientes de una punta a otra de París, veinte años atrás estuvieron las barricadas: camas de hierro, carretas de madera volcadas, palés y cajas de municiones. Ella, con su marido —con el maravilloso y heroico Leo—, había estado precisamente al pie de aquellas barricadas, unidos ambos durante un breve momento de gloria, en pie de igualdad, frente a la clase dirigente.

—Tras el vergonzante fiasco de Luis Napoleón en la batalla de Sedán —musitó Georges—, los prusianos marcharon hacia París.

—Sí —susurró ella, preguntándose no por vez primera cuan joven la consideraba Du Pont, si en efecto estaba dispuesto a darle lecciones de historia sobre acontecimientos que había presenciado de primera mano.

—Al intensificarse el asedio y los bombardeos, como es lógico comenzaron a escasear los alimentos. Fue la única manera de dar a los communards una buena lección, la que estaban pidiendo a gritos. Ello supuso, sin embargo, que muchos de los mejores restaurantes no pudieran abrir sus puertas al público. No había comida suficiente, date cuenta. Gorriones, gatos, perros…, no se veía por las calles de París un solo animal que no se considerara comestible. Hasta los animales del zoo fueron sacrificados para comer su carne.

Marguerite sonrió y fingió un gran interés para dar ánimo a su acompañante.

—Sí, Georges.

—Así las cosas, ¿qué crees que pudo ofrecer Voisin en la carta aquella noche?

—No tengo ni idea —dijo ella con los ojos como platos, con una inocencia perfectamente calculada—. La verdad es que no quiero ni pensarlo. ¿Serpientes, quizá?

—No —respondió él con un ladrido, una carcajada de satisfacción—. Prueba otra vez.

—Oh, no lo sé, Georges. ¿Cocodrilo?

—Elefante —dijo él en tono triunfal—. Un estofado hecho a base de trompas de elefante. Es increíble. Es maravilloso en realidad. Una maravilla. Demuestra un talento sensacional, ¿no te parece?

—Oh, desde luego. —Marguerite se mostró de acuerdo y rió, aunque su recuerdo del verano de 1871 era un tanto distinto. Semanas de hambruna, el miedo a verse atrapados entre los bombardeos de los prusianos y las tropas del Gobierno, derrotado y resuelto a reprimir a toda costa la Comuna revolucionaria. Hubo que luchar, plantar cara, apoyar a su marido, un idealista apasionado, y al mismo tiempo encontrar algo para darle de comer a su amado Anatole, que tenía entonces sólo ocho años. Pan negro y duro, castañas y frutos del bosque robados de noche en los jardines de las Tullerías.

Leo fue detenido cuando cayó la Comuna, y escapó por muy poco al pelotón de fusilamiento. Pasó más de una semana durante la cual Marguerite preguntó por todas las comisarías de policía y todos los tribunales de París, antes de descubrir que ya había sido juzgado y condenado. Su nombre apareció en una lista que se colgó a la entrada del ayuntamiento: condenado a ser deportado a una colonia del Pacífico francés, nada menos que a Nueva Caledonia.

La amnistía que se aplicó a los communards le llegó demasiado tarde. Murió en la bodega del barco en plena travesía del océano, sin saber siquiera que había tenido una hija.

—¿Marguerite? —dijo Du Pont con un punto de irritación.

Al darse cuenta de que llevaba demasiado tiempo en silencio, Marguerite cambió de expresión.

—Estaba pensando en lo extraordinario que tuvo que ser aquello —dijo rápidamente—, aunque dice mucho en favor de la destreza y el ingenio del chef de Voisin, ¿verdad? Ser capaz de preparar un plato como aquél… La verdad es que es una maravilla estar aquí sentada, Georges, en un lugar en el que se hizo la historia. —Hizo una pausa y añadió—: Y además contigo.

Georges sonrió complacido.

—La fortaleza del carácter al final siempre da buen resultado —afirmó—. Siempre hay manera de dar la vuelta a una situación adversa para que se pongan las cosas de nuestra parte, aunque esto es algo que la generación de hoy en día todavía no ha tenido ocasión de entender.

—Disculpen que les interrumpa…

Du Pont se puso en pie inmediatamente, hecho un mar de cortesía a pesar de la evidente irritación que le nublaba los ojos. Marguerite se volvió y vio a un caballero de gran estatura y aire patricio, de cabello negro y espeso y frente despejada. La miró con unas penetrantes pupilas como cabezas de alfiler, negras en unos ojos de un azul sorprendente. Ella instintivamente se llevó la mano al pecho, por más que su vestido no fuese ni mucho menos escotado.

—¿Señor? —dijo Georges, incapaz de impedir que se le notase la irritación en la voz.

La mirada de aquel individuo desencadenó un recuerdo que recorrió veloz la memoria de Marguerite, aunque tuvo la certeza de que no lo conocía. Tendría más o menos la misma edad que ella, llevaba el habitual uniforme de noche, chaqueta y pantalones negros, pero vestía de un modo inmaculado, que sentaba bien a su complexión fuerte, impresionante incluso, oculta tras la ropa. Ancho de hombros, tenía la presencia física de un hombre acostumbrado a salirse con la suya. Marguerite miró de reojo el sello de oro que llevaba en la mano izquierda, en busca de alguna pista que le esclareciera su identidad. Sostenía el sombrero de copa, de seda, junto con sus guantes blancos, de noche, y una bufanda blanca de cachemir, lo cual daba a entender que o bien acababa de llegar o bien estaba a punto de marcharse.

Marguerite se sonrojó ante el modo en que parecía desnudarla con los ojos, y notó que se acaloraba. Se le formaron gotas de sudor entre los senos, bajo el prieto entramado de encaje que cubría su corsé.

—Discúlpeme usted —dijo ella, y lanzó una mirada ansiosa hacia Du Pont—, pero ¿acaso…?

—Señor —dijo él, e hizo un gesto hacia Du Pont, como si así pretendiera pedir disculpas—, si me lo permite… —Habló con voz grave, repelente.

Apaciguado por el gesto, Du Pont le dedicó una ligera inclinación de cabeza.

—Soy un conocido de su hijo, madame Vernier —dijo él, y extrajo una tarjeta de visita del interior de su chaleco—. Victor Constant, conde de Tourmaline.

Marguerite vaciló un instante antes de tomar la tarjeta.

—Es sumamente descortés por mi parte haberles interrumpido, lo sé, pero es que tengo un gran interés en ponerme en contacto con Vernier debido a un asunto de la máxima importancia. He estado en el campo, acabo de llegar esta misma tarde a la ciudad y tenía la esperanza de encontrar a su hijo en casa. Sin embargo… —Se encogió de hombros.

Marguerite había conocido a muchos hombres. Siempre había sabido cómo era más ventajoso tratarlos, cómo hablarles, adularles, cómo aprovechar su encanto desde el primer momento.

Pero aquel hombre… No supo descifrar qué era lo que pretendía.

Leyó con atención la tarjeta que tenía en la mano. Anatole nunca le había confiado gran cosa sobre sus negocios, pero Marguerite tuvo total certeza de que nunca le había oído mencionar un nombre tan distinguido, ya fuera como amigo, ya fuera como cliente.

—¿Sabe usted dónde podría localizarlo, madame Vernier?

Marguerite notó un pasajero arrebato de atracción hacia él, seguido por una diáfana sensación de miedo. Las dos percepciones le causaron cierto disfrute. Las dos la alarmaron. Él entornó los ojos como si fuera capaz de leerle los pensamientos, asintiendo ligeramente con la cabeza.

—Monsieur, mucho me temo que no —replicó, esforzándose por lograr que no se le quebrase la voz—. Tal vez, si quisiera usted dejar su tarjeta de visita en su oficina…

Constant inclinó la cabeza.

—Desde luego, le haré caso. Y dice usted que tiene la oficina en…

—En la calle Montorgueil. No recuerdo ahora el número exacto.

Constant siguió escrutándola.

—Muy bien —dijo al final—. Una vez más, les ruego que me disculpen por haberles interrumpido. Si tuviera usted la bondad, madame Vernier, de decir a su hijo que lo estoy buscando, le quedaría sumamente agradecido.

Sin previo aviso, se inclinó, la tomó de la mano, que tenía en el regazo, y se la llevó a los labios. Marguerite notó su aliento y el cosquilleo de su bigote a través del guante, y se sintió humillada por el modo en que su cuerpo respondía a ese contacto, en frontal oposición a sus deseos.

—Hasta pronto, madame Vernier. General…

Hizo media reverencia y se marchó. Llegó el camarero entonces a llenarles de nuevo las copas. Du Pont estalló.

—De todos los insolentes, los impertinentes y los sinvergüenzas que he conocido… —gruñó recostándose en su silla—. Qué desfachatez la de ese individuo. ¿Quién se cree que es ese canalla, insultándote de esta manera?

—¿Insultándome? ¿Es que me ha insultado, Georges? —murmuró.

—Ese pájaro no ha podido quitarte los ojos de encima.

—De veras, Georges, que no me he dado cuenta. Te aseguro que no me ha interesado lo más mínimo —dijo ella, que no estaba deseosa de encontrarse con una escena—. Te ruego que no te preocupes por mí.

—¿Conocías a ese tipejo? —preguntó Du Pont con súbita suspicacia.

—Ya te he dicho que no —replicó ella con calma.

—Pues el muy bellaco sabía quién soy yo —insistió él.

—Es posible que te haya reconocido por los periódicos, Georges —dijo ella—. Subestimas a las muchas personas normales y corrientes que te conocen. Te olvidas de que eres una figura muy reconocida.

Marguerite vio que se relajaba e incluso bajaba la guardia ante la esmerada adulación que le había hecho. Deseosa de zanjar cuanto antes la cuestión, tomó la tarjeta de visita de Constant, una de las más caras, por una esquina, y la sostuvo sobre la llama de la vela que brillaba en el centro de la mesa. Tardó unos instantes en prender, y acto seguido ardió furiosamente.

—Por Dios, ¿qué estás haciendo?

Ella alzó sus largas pestañas y dejó caer los ojos una vez más mirando a la llama, observándola hasta que lo que quedaba de la tarjeta se apagó en el cenicero.

—Hecho —dijo, frotándose las cenizas grises de las puntas de los guantes sobre el cenicero—. Olvidémoslo. Y si el conde es una persona con la que mi hijo desee tener trato comercial, el lugar idóneo para tales asuntos está en su oficina entre las diez y las cinco.

Georges asintió con manifiesta aprobación. Comprobó con alivio que toda suspicacia se fundía en sus ojos.

—¿De veras que no sabes dónde está tu hijo en estos momentos?

—Pues claro que lo sé —dijo ella, sonriéndole como si acabara de compartir con él un chiste—, pero siempre sale a cuenta ser reservada. Me desagradan esas mujeres que parecen cotorras.

Él volvió a asentir. No era ni mucho menos el primer oficial, ni el primer funcionario, que tenía una amante en la ciudad y una esposa en el campo, pero hacer ostentación de tales relaciones era algo que nunca vio con buenos ojos. A Marguerite le iba de perlas que Georges la considerase discreta y digna de toda confianza.

—Cierto, muy cierto.

—La verdad es que Anatole ha llevado a Léonie a la ópera. Al estreno de la última obra de Wagner.

—Maldita propaganda prusiana —refunfuñó Georges—. Habría que prohibirla.

—Y tengo entendido que después iba a llevarla a cenar —siguió diciendo Marguerite con una voz sedosa—, aunque dudo mucho de que vayan a cenar a un sitio tan espléndido como éste.

—Supongo que le gustarán más esos sitios extravagantes y bohemios, como el café de la Place Blanche. Lleno hasta los topes de artistas y qué sé yo.

Tamborileó con los dedos sobre la mesa como si fuese un tambor del ejército.

—¿Cómo se llama ese otro sitio que hay en el bulevar Rochechouart? Deberían cerrarlo por orden de la superioridad.

—Le Chat Noir —dijo Marguerite como si tal cosa.

—Unos haraganes es lo que son todos —sentenció Georges, calentándose con el nuevo tema de conversación—. Mira que salpicar de manchas un lienzo y tener la desfachatez de afirmar que eso es arte… ¿Qué clase de ocupación es ésa para un hombre de verdad? ¿Cómo se llama ese individuo insolente que vive en tu mismo edificio? Son todos una chusma. Habría que espabilarlos a latigazos a todos ellos.

—Pero si Achille es un compositor, querido… —le regañó ella con toda su bondad.

—Me da lo mismo. Son todos unos parásitos. No hacen más que poner mala cara. Y siempre dale que te pego con el piano, sin parar ni de noche ni de día. Me extraña que su padre no le haya dado una buena tunda. A lo mejor así se entera de lo que vale un peine…

Marguerite disimuló una sonrisa. Como Achille era de la misma edad que Anatole, le pareció que ya era más bien tarde para esa clase de medidas disciplinarias. En cualquier caso, madame Debussy había sido demasiado liberal cuando sus hijos aún eran pequeños, cosa que evidentemente no les había hecho ningún bien.

—Este champán está realmente delicioso, Georges —dijo ella por cambiar de tema. No entraba entre sus proyectos modificar la visión del mundo que se había forjado su amante.

—Para ti, sólo sirve lo mejor de lo mejor —murmuró él.

Ella extendió la mano sobre la mesa y lo tomó por los dedos; dio la vuelta a su mano y apretó las uñas en la carne de su palma.

—Eres tan atento… —dijo ella, y observó cómo la mueca de dolor se tornaba en un brillo de placer en sus ojos—. Georges, ¿quieres pedir? Llevamos tanto tiempo aquí sentados que creo que de pronto me ha entrado muchísimo apetito.