Capítulo 39

El viaje de regreso al Domaine de la Cade fue incómodo.

Léonie iba cariacontecida, mohína. Anatole no le prestó la menor atención. Nada más llegar, bajó de un salto del carruaje y desapareció en la casa sin siquiera volverse a mirarla, dejándola sola, ante una tediosa y solitaria tarde que se extendía ante ella.

Malhumorada, subió como un rayo a su habitación, pues no deseaba ver a nadie, y se lanzó boca abajo en la cama. Se quitó los zapatos de cualquier manera, haciéndolos caer alcabo con un agradable ruido contra el suelo, y dejó los pies colgando al borde de la cama, como si viajara en una balsa a merced de la corriente de un río.

—Me aburro.

El reloj de la repisa dio las dos.

Léonie se dedicó a arrancar los hilos sueltos de la colcha recamada, hasta que formó un montón digno del enano Saltarín, a su lado, sobre la misma almohada. Lanzó una mirada de frustración al reloj.

Pasaban dos minutos de las dos en punto. Era como si el tiempo apenas se moviera.

Bajó de la cama y se dirigió al ventanal, levantando la cortina por un lateral con la mano. Las extensiones de césped estaban inundadas de luz, de una luz abundante, dorada. La lluvia de la noche anterior había dejado un mundo pintado de vivos colores, de verdes intensos, de rojos llamativos, de cobre en las ramas.

Por todas partes vio Léonie ramas caídas, pruebas de los daños que había provocado el viento dañino. Pero al mismo tiempo se respiraba una gran serenidad en los jardines.

Tal vez fuese buena idea dar un paseo, explorar un poco la finca.

Detuvo la mirada en el costurero y rebuscó entre los tejidos, los retales, las lentejuelas y los dedales, hasta encontrar el libro.

Naturalmente.

Era la ocasión ideal para emprender la búsqueda del sepulcro. Tal vez incluso tuviera la suerte de encontrar las cartas del tarot. Esta vez, Léonie leyó todo el texto sin saltarse una sola palabra.

Una hora más tarde, abrigada con su nueva chaqueta de estambre, con sus recias botas de paseo y el sombrero echado hacia atrás, Léonie salió sigilosa a la terraza.

No había nadie en los jardines, a pesar de lo cual decidió echar a caminar apretando el paso, pues no tenía ganas de dar explicaciones a nadie. Pasó por el conjunto de rododendros y enebros casi a la carrera, y mantuvo el paso vivo hasta que dejó de estar a la vista desde la casa. Sólo cuando por fin pasó por el arco abierto en el seto, decidió caminar algo más despacio y recuperar el resuello. Estaba sudorosa. Se detuvo y se quitó el sombrero, que le molestaba, disfrutando así de la grata sensación del aire de la tarde en la cabeza descubierta, además de guardarse los guantes en los bolsillos. Se sentía jubilosa sólo por estar tan completamente sola y a sus anchas, sin que nadie la observase, absolutamente dueña de sí misma.

En la linde del bosque, donde terminaba el jardín, hizo un alto: sintió el primer aviso de cautela. Tuvo una palpable sensación de quietud, le llegó el olor de los helechos y de las hojas caídas. Miró por encima del hombro, hacia atrás, hacia el camino por el que había venido, y se detuvo después en la sombra todavía luminosa del bosque. La casa ya no estaba a la vista.

¿Y si luego no encuentro el camino de vuelta?

La luz del sol moteaba los árboles. Léonie miró al cielo. Siempre y cuando no tardara demasiado, siempre y cuando el tiempo aguantara y no se encapotase, podría sencillamente encaminarse hacia la casa, hacia el oeste, guiándose por el sol poniente. Además, el bosque estaba en una finca privada, se hallaba relativamente bien cuidado, se encontraba dentro de los límites de la propiedad. Aquello no era precisamente aventurarse en lo desconocido.

No hay motivo de alarma.

Tras convencerse ella misma de que debía continuar, sintiéndose como si fuera en gran medida la heroína de una aventura de novela barata, Léonie se internó por una senda invadida por la vegetación. Pronto se encontró con una bifurcación. A la izquierda quedaba una senda en la que era patente el aire de total descuido y de quietud absoluta. Los tejos y los laureles parecían estar goteando de pura condensación de los vapores. Los robles casi aterciopelados y los pinos mediterráneos parecían inclinarse bajo el ingrato peso del tiempo y encorvarse con un aire de desolación, de agotamiento. Por comparación con ese sendero, el de la derecha resultaba casi mundano.

Si en la finca existía una capilla tiempo atrás olvidada, con seguridad tenía que estar en lo más profundo del bosque, pensó, pero ¿tan lejos de la casa?

Léonie tomó el sendero de la izquierda, adentrándose en las sombras del bosque.

El camino, desde luego, daba la impresión de no haber sido frecuentado. No había roderas recientes, no había indicio de que por allí hubiera pasado la carretilla del hortelano, ni tampoco de que se hubieran recogido las hojas caídas, ni menos aún de que nadie hubiera transitado recientemente por aquellos parajes.

Léonie se dio cuenta de que había emprendido un ligero ascenso. El sendero se había tornado más agreste, menos despejado. Piedras, terreno desigual, algunas ramas caídas de los arbustos espesos de uno y otro lado. Se sintió encerrada, como si el paisaje de hecho se fuera cerrando poco a poco a su alrededor y mermara o se encogiera. A uno de los lados, por encima del camino, acertó a entrever una quebrada, un barranco cubierto por la densa vegetación baja y las ramas de espinos que florecían en invierno, así como una espesa maraña de bojes y tejos, anudados unos con los otros como un encaje de color negro bajo la media luz. Léonie fue consciente de que aleteaba en su pecho la inquietud. Cada rama, cada raíz, cada floración indicaban descuido, lejanía de todo cultivo por parte del ser humano, abandono. Incluso los animales parecían haber olvidado aquellos parajes sumidos en una total ignorancia. No cantaban las aves, no se percibía el movimiento esquivo de algún conejo, de un ratón o un zorro, camino de sus madrigueras en la maleza.

Al poco tiempo, junto al sendero, percibió un marcado desnivel por el lado derecho. Varias veces tuvo que quitarse Léonie una piedra del calzado y, al arrojarla, la oyó caer en una negrura sin fin, allí cerca. Su aprensión fue en aumento. No hacía falta un gran esfuerzo de la imaginación para concitar allí a los espíritus, espectros o apariciones que tanto el hortelano como monsieur Baillard, en su libro, afirmaban que poblaban aquellas arboledas.

Salió entonces de pronto a una plataforma que parecía excavada en la ladera, abierta por un lado de manera que permitía disfrutar de una espléndida panorámica de los montes aún lejanos. Un puentecillo de piedra salvaba el cauce estrecho de un barranco, donde una franja de tierra de colores ocres se cruzaba con el sendero en ángulo recto, un cauce de escasa profundidad, erosionado por la potencia de las aguas del deshielo en la primavera. Estaba seco.

A lo lejos, por la abertura, llegó a entrever sobre las copas de unos árboles de menor envergadura el mundo entero, que de pronto pareció extenderse ante ella como si fuera un cuadro. Las nubes corrían veloces por un cielo en apariencia inacabable, una bruma de finales de verano, una neblina que flotaba en las hendiduras del valle, en las curvaturas de los montes.

Respiró hondo. Se sintió esplendorosamente lejos de todo vestigio de civilización, del río y de los tejados rojos y grises de las casas de allá abajo, en Rennes-les-Bains, del fino perfil del cloche-mur de la pequeña iglesia parroquial y de la silueta del hotel Reine. Cómodamente envuelta por el silencio del bosque, Léonie imaginó el ruido en los cafés y en los bares, el barullo de las cocinas, el campanilleo de los arneses en el coche al pasar por la Gran Rué, los gritos del cochero cuando el courrier llegaba al fin a la plaza Pérou. Y entonces el viento trajo el lejano repicar de las campanas de la iglesia hasta el punto exacto en que se encontraba ella.

Ya eran las tres en punto.

Léonie aguzó el oído hasta que el tenue eco de las campanas se disipó del todo. Su espíritu aventurero mermó con el sonido lejano de las campanas. Pese a ser un sepulcro, empezaba a ser inverosímil que se encontrase tan lejos de la casa y tan aislado. Se acordó de las palabras del hortelano.

«Ponga cuidado, no pierda de vista su alma».

Deseó haber indagado, haber preguntado a quien fuera, pidiendo alguna indicación. Siempre había deseado hacerlo todo por sí sola, odiaba tener que pedir ayuda.

Y ahora he llegado demasiado lejos y no puedo volverme atrás.

Léonie elevó el mentón y siguió caminando con más resolución que nunca, luchando contra la sospecha creciente de que avanzaba en una dirección completamente equivocada. Era el instinto lo que en primer lugar la había llevado a seguir aquella ruta. No tenía mapa, no tenía una sola palabra que le indicara por dónde seguir. Lamentó no haber sido capaz de prever nada, lamentó haber dejado el libro en su habitación, aunque el libro no contuviera ningún mapa. Y tampoco contenía, en la medida en que había llegado a percatarse, ninguna instrucción escrita con respecto al camino que debía tomar. Resolvió leer la introducción debidamente a la siguiente oportunidad que tuviera, por más tediosa que pudiera resultarle.

Se le pasó por la cabeza, en ese instante que nadie sabía adonde había ido. Nadie sabía nada de su paradero. Si sufriera una caída, si se perdiera, nadie sabría dónde encontrarla. Se le ocurrió también que tendría que haber dejado algún rastro. Fragmentos de papel o, como Hansel y Gretel en su bosque, unos guijarros blancos para señalar el camino de vuelta a casa.

No hay razón para que te pierdas.

Léonie se adentró más, y aún más, en la maleza. Se halló de pronto en una arboleda espesa, cercada por un círculo de matorrales de enebro en los que afloraban las últimas bayas que maduraban tardías al sol del verano, como si los pájaros nunca hubieran penetrado tan adentro del bosque y jamás las hubieran visto.

Las sombras, sombras distorsionadas, eran ora visibles, ora invisibles. Dentro del espeso y verde manto del bosque la luz se volvía más densa, despojando el mundo aún familiar, y tranquilizador, de todo rasgo reconocible y sustituyéndolo por algo al parecer ignoto, algo mucho más ancestral. Serpenteando entre los árboles, los brezos, los bojes, la arboleda misma, una bruma otoñal comenzaba a adueñarse del terreno, colándose sin una sola palabra de aviso previo, sin anunciarse. Reinaba una quietud impenetrable, una calma que se espesaba a la vez que el aire se iba humedeciendo y embozaba todos los sonidos. Léonie notó que unos dedos helados se cerraban en torno a su cuello como si formasen una bufanda, un embozo, al tiempo que se rizaban en torno a sus piernas, por debajo de la falda, como un gato mimoso.

Entonces, sin advertencia alguna, entrevió allí delante, en medio de los troncos de los árboles, algo que no estaba hecho de madera ni de tierra ni de corteza. Una pequeña capilla de piedra, cuyo tamaño no daría cabida a más de seis u ocho personas a lo sumo, con el techo muy inclinado y una pequeña cruz de piedra sobre el arco de la entrada.

Léonie contuvo la respiración.

Lo he encontrado.

El sepulcro estaba rodeado por un ejército de tejos retorcidos, nudosos, las raíces al aire, contrahechas, como las manos deformes de un anciano, que invadían el sendero. No había una sola huella en el terreno. Las zarzas y los brezos ocupaban hasta el último palmo de terreno.

Orgullosa, y con la anticipación del contento que le produjo el hallazgo, Léonie dio un paso adelante. Se agitaron las hojas, crujieron las ramas bajo sus botas. Otro paso más. Y otro, más cerca, hasta que se encontró ante la puerta. Ladeó la cabeza y miró arriba. Sobre un arco de madera, simétricos, perfectamente centrados, encontró dos versos pintados en letras negras, con antigua caligrafía.

Aïci lo tems s’en

va vers l’Eternitat.

Léonie leyó en voz alta esas palabras una, dos veces, dejando que aquellos sonidos extraños rodasen despacio en su boca. Tomó entonces el lápiz que llevaba en el bolsillo de la falda y las anotó en un papel.

Oyó un ruido a su espalda. ¿Un movimiento de las hojas? ¿Un animal salvaje, un gato montes, tal vez un oso? Luego, un sonido muy distinto, como si una soga se arrastrase sobre la cubierta de un barco. ¿Una serpiente? La poca confianza que tenía en sí misma se esfumó en el acto. Los ojos oscuros del bosque parecían atentos a cada uno de sus movimientos. Las palabras que había leído en el libro volvieron a ella con terrible claridad. Premoniciones, encantamientos, un lugar en el que el velo entre este mundo y el más allá se retiraba y dejaba pasar la luz de través.

Léonie de pronto se sintió reacia a entrar en el sepulcro. Sin embargo, la única alternativa, quedarse allí sola, sin protección de ninguna clase, en aquel calvero sofocante, se le antojó mucho peor. Con la sangre latiéndole a toda velocidad en la cabeza, alargó la mano, agarró la pesada anilla de metal que encontró en la puerta y empujó.

Al principio no pasó nada. Volvió a empujar. Esta vez oyó que algo de metal rechinaba al salir de su sitio y el agudo clic con el que cedió el pasador. Apoyó el hombro contra el maderamen de la puerta, cargando todo el peso de su cuerpo, y empujó con toda su alma.

La puerta, estremecida, se abrió del todo.