RENNES-LES-BAINS
Léonie apenas había salido de la biblioteca cuando la abordó la criada, Marieta, en el vestíbulo. Se guardó el libro en la espalda.
—Madomaiséla, su hermano me manda para informarle de que esta mañana tiene previsto hacer una visita a Rennes-les-Bains y para comunicarle que le agradaría que le acompañase.
Léonie vaciló, aunque sólo fuera un instante. Estaba emocionada con sus planes de explorar el Domaine para iniciar la búsqueda del sepulcro, pero esa expedición podría esperar. Una visita al pueblo en compañía de Anatole, en cambio, no.
—Dile a mi hermano, por favor, que estaré encantada de acompañarle.
—Muy bien, madomaiséla. El carruaje estará preparado a las diez y media.
Subiendo las escaleras de dos en dos, Léonie llegó a su habitación y la recorrió con la mirada en busca de un buen sitio donde esconder Les tarots, pues no quería suscitar el menor interés entre los criados dejando semejante volumen a la vista de cualquiera. Sus ojos cayeron sobre su costurero. Velozmente abrió la tapa de madreperla y ocultó el libro en el fondo, entre los ovillos de hilo, los retales sueltos, los dedales y los librillos en los que guardaba las agujas.
Cuando bajó al vestíbulo, Léonie no encontró ni rastro de Anatole. Estuvo paseando por la terraza de la parte trasera de la casa, y se apoyó con ambas manos en la balaustrada, contemplando las extensiones de césped. Las anchas franjas de luz del sol que caían sesgadas, filtradas por un velo de nubes, le dificultaban la visión por los marcados contrastes de sombra y luz. Léonie respiró hondo, absorbiendo la frescura del aire limpio, sin asomo de polución. Qué distinto era todo a París, con sus malos efluvios, el hollín, el olor a hierro caliente, la perpetua manta de neblina que cubría la ciudad…
El hortelano y el muchacho que le ayudaba estaban trabajando en los macizos de flores, sujetando los arbustos de menor tamaño y algunos arbolillos a los rodrigones. Una carretilla de madera estaba llena ya de hojas otoñales rastrilladas, hojas del color del vino. El hombre de mayor edad llevaba una chaqueta corta, marrón, y una gorra, además de un pañuelo rojo anudado al cuello. El muchacho, en realidad un chiquillo de doce o trece años, no se cubría la cabeza y vestía una camisa sin cuellos.
Léonie bajó los escalones. El hortelano se quitó la gorra en cuanto la vio acercarse hacia ellos, una gorra de fieltro castaño, del color de la tierra en otoño, que apretó entre los dedos sucios de tierra.
—Buenos días.
—Bon jour, madomaiséla —murmuró.
—Hace un día muy hermoso.
—Se avecina tormenta.
Léonie miró dubitativa el cielo perfectamente azul, espolvoreado de islas de nubes que flotaban moviéndose con lentitud.
—Pues parece un día en calma, un día apacible.
—Se tomará su tiempo, pero vendrá.
Se inclinó hacia ella y reveló una boca llena de dientes renegridos, torcidos, como una hilera de viejas lápidas.
—Es cosa del diablo esta tormenta. Los mismos signos de siempre. Hubo música en el lago ayer noche.
Tenía el aliento agrio, espeso, y Léonie instintivamente dio un paso atrás, si bien le afectó un poco, a su pesar, la sinceridad que mostró el viejo.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó bruscamente.
El hortelano se santiguó.
—Por estos parajes ronda el diablo, y cada vez que sale del lago Barrene trae consigo tormentas violentas que se persiguen unas a otras por el campo. El difunto señor quiso llenar de tierra el lago, pero el diablo vino a avisarle a él y a los obreros, a las claras, que si seguían con la obra Rennes-les-Bains quedaría anegada bajo las aguas.
—Eso no son más que absurdas supersticiones. No puedo yo…
—Se llegó a un acuerdo, no seré yo quien diga ni cómo ni por qué, pero lo cierto es que los obreros suspendieron los trabajos. Hubo que dejar el lago en paz. En cambio, ahora, mas ara, el orden natural de las cosas ha vuelto a trastocarse. A la vista están todos los signos. El diablo volverá a reclamar lo que se le debe.
—¿El orden natural? —se oyó repetir en un susurro—. ¿Qué quiere usted decir?
—Hace veintiún años —murmuró—, el difunto señor convocó al diablo. Suena la música cuando los espectros salen de la tumba. No seré yo quien diga ni cómo ni por qué. Vino incluso el sacerdote.
Ella frunció el ceño.
—¿El sacerdote? ¿Qué sacerdote?
—¡Léonie!
Con una extraña mezcla de culpa y de alivio, se dio la vuelta en redondo al oír la voz de su hermano. Anatole le hacía señas con el brazo en alto desde la terraza.
—¡Anatole!
—Ya ha llegado el coche —le gritó.
—Vaya con cuidado, no pierda de vista su alma, madomaiséla —dijo el hortelano, o más bien lo masculló—. Cuando viene la tormenta, los espíritus salen a caminar en libertad.
Calculó mentalmente las fechas. Había dicho veintiún años antes, es decir, en 1870. Se estremeció. Volvió a ver esa fecha, el año de publicación, inscrita en la cubierta de Les tarots.
Los espíritus salen a caminar en libertad.
Léonie repasó mentalmente las palabras del hortelano, que con tanta precisión concordaban con lo que había leído anteriormente. Abrió la boca para formular otra pregunta, pero el viejo ya se había encasquetado la gorra y puesto a cavar en los macizos para clavar los rodrigones. Vaciló unos instantes, pero se recogió las faldas y echó a correr para subir las escaleras hacia donde su hermano la esperaba. Era intrigante, desde luego. E inquietante. Pero no iba a permitir que nada estropease el rato que pensaba pasar con Anatole.
—Buenos días —le dijo él, y se inclinó para plantarle un beso en la mejilla arrebolada, a la vez que la miraba de arriba abajo—. No sé yo si no sería necesario un poco más de modestia…
Léonie se miró las medias, claramente a la vista, con algunas motas de barro que habían saltado del camino. Sonrió a la vez que se alisaba la falda con las manos.
—Hecho —dijo ella—. Ya me ves más respetable, ¿no?
Anatole negó con un gesto, a medias de frustración, a medias de diversión ante su incorregible hermana.
Volvieron juntos a la casa y subieron al carruaje.
—¿Ya has estado cosiendo? —le preguntó él al fijarse en una hebra de algodón rojo que se le había pegado a la manga—. ¡Qué hacendosa eres!
Léonie cogió el hilo y lo dejó caer.
—No, estuve buscando una cosa en el costurero, eso es todo —respondió, sin ponerse colorada ante una mentira que no había ensayado siquiera.
El cochero hizo chasquear el látigo y el carruaje arrancó por la avenida.
—¿La tía Isolde no ha querido acompañarnos? —preguntó ella levantando la voz para hacerse oír a pesar del ruido de los cascos y el tintineo de los arneses.
—Tenía asuntos pendientes, relacionados con la propiedad, que reclamaban su atención.
—¿Pero la cena del próximo sábado se mantiene?
Anatole se dio una palmada en el bolsillo de la chaqueta.
—Así es. Le he prometido que haremos de mensajeros y que repartiremos las invitaciones.
Durante la noche, el viento había arrancado algunas ramas y multitud de hojas de las hayas de troncos plateados, pero el camino del Domaine de la Cade estaba despejado de todo residuo, y lo recorrieron a buena velocidad. Los caballos iban con orejeras y corrían a buen ritmo a pesar de que los faroles golpeaban contra los costados del coche cada vez que emprendían un descenso.
—¿Oíste los truenos ayer noche? —preguntó Léonie—. Qué extraños me parecieron. El estruendo sordo y seco, y de pronto los estallidos inesperados, y el ulular del viento incesante.
—Parece ser que es habitual que haya tormentas con gran aparato de truenos pero sin lluvia, sobre todo en verano, cuando suelen desencadenarse incluso muy seguidas.
—Sonaba como si el trueno se hallara atrapado en el valle, entre los montes. Como si rodara con enojo, sin poder salir.
Anatole rió.
—Eso puede haber sido el efecto del blanquette…
Léonie le sacó la lengua.
—Pues ahora mismo no sufro ningún efecto —dijo con coquetería—. El hortelano me contó que, según se dice, las tormentas se producen cuando los espíritus salen en libertad a caminar. —Frunció el ceño—. ¿O es más bien al contrario? Ahora no estoy segura, la verdad.
Anatole levantó las cejas.
—¿En serio?
Léonie se volvió para dirigirse al cochero que iba en el pescante.
—¿Conoce usted un lugar llamado lago Barrene? —preguntó levantando la voz para hacerse oír sobre el ruido de las ruedas.
—Oc, madomaiséla.
—¿Queda lejos de aquí?
—Pas luenh. —No, no quedaba lejos—. Para los turistas es de visita obligada, pero no me aventuraría yo a subir hasta allí. —Señaló con el látigo una zona densamente arbolada y un claro con tres o cuatro megalitos que sobresalían del terreno como si los hubiera dejado caer allí una mano gigantesca—. Allá arriba está el Sillón del Diablo. Y a una mañana entera de camino, más arriba, el Estanque del Diablo y la Montaña del Cuerno.
Léonie quiso hablar de aquello que le inspiraba temor, con el fin de dominarlo, y lo hizo con plena conciencia. Pese a todo, se volvió a Anatole con una expresión de triunfo.
—Ya lo ves —añadió—. Por todas partes hay rastro de diablos y fantasmas.
Anatole rió.
—Pura superstición, pequeña. Sin duda. Y eso no son rastros, no son pruebas.
El coche los dejó en la plaza Pérou.
Anatole encontró a un chiquillo deseoso de repartir las invitaciones a los huéspedes de Isolde a cambio de un sou, y sólo entonces emprendieron su paseo. Comenzaron por la Gran Rué, en dirección a los Baños Termales. Hicieron un alto y pasaron un rato en la terraza de un pequeño café, en donde Léonie tomó una taza de café fuerte y bien dulce, y Anatole una absenta, también dulce. Damas y caballeros, con sus vestidos y sus gabanes, pasaban de largo en su paseo cotidiano. Una niñera con un cochecito de niño. Unas cuantas niñas con el cabello suelto y adornado con cintas de seda en rojo y azul, un muchachito con bombachos hasta la rodilla, jugando al aro.
Hicieron una visita a la mayor tienda de la localidad, Maison Bousquet, donde se vendían toda clase de artículos, desde hilos y cintas hasta cazuelas y sartenes de cobre, y tanto trampas para animales como redes o escopetas de caza. Anatole entregó a Léonie la lista de provisiones que había confeccionado Isolde para que fueran entregadas el mismo sábado en el Domaine de la Cade, y permitió que fuera ella quien hiciera los encargos.
Se lo pasó en grande. Admiraron la arquitectura de la localidad. Numerosos edificios de la margen izquierda eran más impresionantes de lo que les había parecido a la llegada; en efecto, muchos tenían más plantas de las que creyeron y estaban construidos de modo que se asentaban en la ladera y hundían sus cimientos en la misma garganta del río. Algunos estaban bien cuidados, aunque fueran modestos. Otros se hallaban quizá en peor estado, con la pintura desconchada, los muros abombados, o mal alineados, como si les pesara el paso del tiempo.
En el meandro que formaba el río, Léonie gozó de una excelente panorámica de las terrazas del balneario y de los balcones de la parte posterior del hotel Reine. Más aún que desde la calle, el establecimiento termal dominaba la vista con su grandeza, con su imponente presencia, sus modernos edificios y piscinas y sus impresionantes ventanales de cristal. Una estrecha escalera de piedra bajaba directamente de las terrazas hasta la orilla del río, donde se veía una hilera de cabinas de baño individuales. Eran buena prueba del progreso, de la ciencia, un moderno santuario para los peregrinos contemporáneos necesitados de atenciones médicas.
Una solitaria enfermera, con una cofia blanca de alas puntiagudas colocada sobre su cabeza como si fuera una enorme ave marina, empujaba con paciencia la chaise roulante de un paciente. A orillas del río, al pie de la avenida Reine, una pérgola de hierro forjado en forma de corona proporcionaba una acogedora sombra a resguardo del sol inclemente. En un pequeño quiosco ambulante, con una estrecha ventanilla que daba a la calle, tocada con un pañuelo claro, provista de unos fuertes y morenos brazos, una mujer vendía vasos de sidra por un sou. Junto al puestecillo, que era semejante a una caravana, un artilugio de madera servía de prensa para las manzanas, y sus dientes metálicos trituraban la fruta al tiempo que un chiquillo con las manos enrojecidas y una camisa que le quedaba demasiado grande introducía las manzanas, rojas y herrumbrosas, por un embudo.
Anatole se puso en la cola y compró dos vasos de sidra refrescante. Le pareció demasiado dulce. A Léonie, en cambio, le resultó deliciosa, y primero bebió la suya y luego la de su hermano, escupiendo las pepitas de la manzana en su pañuelo.
La orilla derecha, la orilla opuesta, tenía un carácter bien distinto. Allí eran más escasos los edificios, y los pocos que había se aferraban casi con uñas y dientes a la ladera del monte, entre los árboles que crecían en algunos puntos, incluso en la misma orilla. Eran sobre todo viviendas pequeñas y modestas. Allí vivían los artesanos, los criados, los tenderos que dependían de las afecciones y las hipocondrías de la clase media de ciudades como Toulouse, Perpiñán o Burdeos. Léonie vio a los pacientes sentados junto a los manantiales humeantes de agua rica en hierro, el agua de los bains forts, a los que se accedía por un túnel cubierto y cerrado al público. Una hilera de enfermeras y criados esperaba con paciencia en la orilla, con las toallas dobladas sobre los brazos, a que salieran las personas que tenían a su cargo.
Cuando hubieron explorado el pueblo entero a plena satisfacción de Léonie, ella anunció que estaba cansada y se quejó de que le apretaban las botas. Regresaron a la plaza Pérou pasando por Correos y la Oficina de Telégrafos.
No había llegado carta ni comunicación de ninguna clase desde París.
Anatole propuso una bonita brasserie en el lado sur de la plaza.
—¿Te parece aceptable? —preguntó, señalando la única mesa libre con su bastón—. ¿O tal vez prefieres almorzar dentro?
El viento jugaba amablemente al corre que te pillo entre los edificios, susurrando por los callejones, provocando el aleteo de los toldos. Léonie miró alrededor las hojas doradas, cobrizas y rojizas de los árboles, que trazaban espirales a merced del viento, y contempló los restos de luz del sol en el edificio que cubría la hiedra.
—Fuera estaremos mejor —dijo ella—. Es un sitio encantador. Casi perfecto.
Anatole sonrió.
—Me pregunto si no será éste el viento que aquí llaman cers —murmuró sentándose frente a ella—. Creo que viene del noroeste, de los montes, según Isolde, al contrario que el marin, que proviene del Mediterráneo. —Sacudió la servilleta—. ¿O ése es el mistral?
Léonie se encogió de hombros.
Anatole pidió el pâté de la maison y una fuente de tomates con una bûche de queso de cabra de la región, acompañada de almendras y miel, para compartir entre los dos, con un pichet de rosé de montaña.
Léonie partió un trozo de pan y se lo introdujo en la boca.
—Esta mañana visité la biblioteca —dijo—. Creo que tiene una selección de libros interesantísima. La verdad es que me sorprende que ayer pudiésemos gozar de tu compañía.
A él le brillaron los ojos oscuros.
—¿Qué pretendes decir?
—Sólo que allí hay libros de sobra para tenerte muy ocupado durante mucho tiempo y que, de hecho, me sorprendió que localizaras a la primera el pequeño volumen de monsieur Baillard entre tantos libros. —Entornó los ojos—. ¿Qué me respondes? ¿Entiendes lo que quiero decirte?
—No, nada —respondió Anatole, retorciéndose las guías del bigote.
Al percibir la evasiva, Léonie dejó el tenedor sobre la mesa.
—Aunque… ahora que lo mencionas, confieso que me sorprendió que no dijeras nada sobre la biblioteca cuando viniste a mi habitación ayer noche, antes de cenar.
—¿Que no dijera nada? ¿Sobre qué?
—Caramba, pues sobre la espléndida colección de beaux livres, para empezar. —Clavó los ojos en el rostro de su hermano para observar mejor su reacción—. Y sobre los muchos libros de ocultismo que hay allí. Algunos me han parecido ediciones muy especiales.
Anatole no respondió de inmediato.
—Bueno, en más de una ocasión me has acusado de ser un poco cansino cuando hablo de los libros de anticuario —dijo él al final—. No quise aburrirte.
Léonie rió.
—Oh, por lo que más quieras, Anatole. ¿Se puede saber qué te pasa? Sé muy bien, por lo que tú mismo me has contado alguna vez, que muchos de esos libros se consideran poco o nada recomendables. Incluso en París. No es precisamente lo que se esperaba hallar en un sitio como éste. Y que tú no hayas dicho nada es… En fin, es…
Anatole suspiró fumando el cigarrillo.
—¿Y bien? —preguntó ella.
—¿Y bien qué?
—Bueno. De entrada, ¿se puede saber por qué estás tan decidido a no dar la menor muestra de interés? —Respiró hondo antes de seguir—. Y, de paso, ¿por qué tenía nuestro tío una colección tan nutrida de libros de ese… digamos que de ese género?
—Me parece que tratas de criticar a Isolde a toda costa —dijo él, mirándola con evidente ferocidad—. Salta a la vista que ella no te importa nada.
—Si ésa es la impresión que te has formado, te aseguro que te equivocas. Creo de veras que la tía Isolde es encantadora. —Alzó la voz ligeramente para impedir que él la interrumpiese—. No es tanto nuestra tía, sino más bien el ambiente del lugar: eso es lo que me parece inquietante, sobre todo si a eso se añade la presencia de todos esos libros sobre ocultismo que hay en la biblioteca. ¿No recuerdas la repentina reticencia que mostró Isolde ayer cuando hablamos de lo que le interesaba a su difunto esposo? Eso no lo podrás negar.
Anatole suspiró.
—No me fijé. Creo que estás haciendo una montaña a partir de un simple grano de arena. La explicación más evidente, por emplear tus propias palabras, es que el tío Jules tenía gustos más bien católicos o, mejor dicho, liberales. O tal vez sea que haya heredado muchos de los libros que hay en la casa.
—Algunos son muy recientes —dijo ella con terquedad.
Se dio cuenta de que lo estaba provocando y quiso retroceder, pero por algún motivo no acertó a contenerse.
—Y tú se supone que eres la experta en esa clase de publicaciones —dijo él con escepticismo.
Ella se sonrojó ante la frialdad con que lo soltó.
—No, pero es que precisamente de eso se trata, eso es lo que intento decir, porque resulta que tú sí lo eres. De ahí la sorpresa que me causa que no te pareciera oportuno contarme nada sobre la colección de libros.
—Bueno, en cuanto a eso, la verdad es que no lo sé explicar. Tampoco me explico, dicho sea de paso, por qué estás tan resuelta a ver un misterio en todo esto. En efecto, en todo esto. Es algo que realmente se me escapa. No lo entiendo.
Léonie se inclinó sobre la mesa.
—Te digo en serio, Anatole, que hay algo realmente extraño en el Domaine, quieras admitirlo o no. Yo desde luego empiezo a preguntarme si realmente has pisado la biblioteca.
—Ya basta —dijo él, y en su voz resonó claramente el tono de advertencia—. No entiendo qué demonios se te ha metido hoy en la cabeza.
—Me acusas de que deseo proyectar alguna clase de misterio en la casa. Reconozco que tal vez tengas razón. Por la misma, no me negarás que tú pareces resuelto a hacer exactamente lo contrario.
Anatole miró al cielo con manifiesta exasperación.
—¿Tú te estás oyendo hablar? —exclamó—. Isolde nos ha dado la acogida más cálida que se pueda desear, mucho más allá de las obligaciones familiares o de mera amistad. La situación en que se encuentra no es la más fácil, y si surge algún roce, o alguna molestia, sin duda podrá atribuirse al hecho de que ella también es una extraña aquí, pues vive entre criados y arrendados que llevan mucho tiempo en la casa y que seguramente albergan cierto resentimiento ante el hecho de que sea una forastera la que se erija como dueña y señora de la finca. Por lo que acierto a entender, Lascombe con frecuencia estaba ausente, y supongo que la servidumbre y los arrendados estaban habituados a campar a sus anchas sin rendir cuentas a nadie. Los comentarios que haces no son dignos de ti.
Léonie se retrajo como si le hubiera dado una bofetada.
—Yo sólo pretendía…
Anatole se secó las comisuras de los labios y luego arrojó la servilleta sobre la mesa.
—Lo único que quería yo era darte un volumen interesante para que no te aburrieses ayer por la noche —dijo él—, por no desear que te sintieras extraña en una casa desconocida y que echaras de menos la nuestra. Isolde sólo ha tenido muestras de amabilidad contigo, y tú sigues resuelta a encontrar un fallo en cada cosa.
El deseo que pudiera haber tenido Léonie de provocar una discusión se disipó de repente. Ya ni siquiera recordaba por qué había tenido tanto interés en reñir al principio.
—Lamento que mis palabras te hayan ofendido, pero es que… —intentó decir, sólo que ya era demasiado tarde.
—Por más que te diga, parece que hoy no voy a conseguir que dejes de empeñarte en buscarme las cosquillas como una niña pequeña —dijo él con furia—. Así que no creo que vayamos a ganar nada si seguimos con esta conversación. —Agarró el sombrero y el bastón—. Vayámonos. El coche espera.
—No, Anatole, por favor, espera —le suplicó, aunque él ya cruzaba a largas zancadas la plaza.
Léonie, desgarrada entre el arrepentimiento y el resentimiento, no tuvo más opción que seguirle. Más que nada, tuvo ganas de haberse mordido la lengua.
Pero cuando ya dejaban atrás Rennes-les-Bains empezó a sentirse agraviada. La culpa no había sido suya. Bueno, quizá sí lo fuera en primera instancia, pero no dijo nada con mala intención. Anatole había resuelto tomárselo a modo de insulto, cuando ella nunca quiso insultar a nadie. Y por encima de tales excusas, existía otra consideración más insidiosa.
Defiende a Isolde, la prefiere a mí.
Le pareció sumamente extraño, sobre todo por ser tan reciente su relación con ella, fuera o no fuera la anfitriona de ambos. Lo peor de todo es que el pensamiento hizo a Léonie sentirse enferma de celos.