Capítulo 37

PARÍS

Victor Constant dobló el periódico y lo dejó en el asiento de al lado.

¡Asesinato estilo Carmen! ¡La policía busca al hijo!

Entrecerró los ojos de puro desprecio.

«Asesinato estilo Carmen»… Bah.

Se sintió ofendido: a pesar de toda la ayuda que les había prestado, los caballeros de la prensa eran un hatajo de botarates y sólo sabían hacer lo más previsible. Imposible que hubiera dos mujeres más disímiles que Marguerite Vernier y la impetuosa heroína de Bizet, enrevesada al menos en lo referente al carácter o al temperamento, si bien aquella ópera parecía haber pasado ya a formar parte de la conciencia del público francés, y en una medida realmente inquietante. Para trazar la comparación bastaba con la presencia de un soldado y un cuchillo: con eso, el cuento ya estaba escrito antes de poner la primera palabra.

En cuestión de pocos días, Du Pont había pasado de ser el principal sospechoso a ser una víctima inocente en las columnas de los periódicos. Al principio, el hecho de que el prefecto no le acusara de haber cometido el asesinato despertó el interés de los periodistas, les animó a echar las redes —literariamente hablando— en un terreno algo más extenso. Ahora, y en buena parte gracias a los empeños del propio Constant, los reporteros habían puesto a Anatole Vernier en su punto de mira. Todavía no era del todo sospechoso, pero el hecho de que todavía estuviera en paradero desconocido resultaba asimismo sospechoso. Se dijo que la policía, al parecer, era incapaz de localizar a Vernier y a su hermana, a los que ni siquiera había sido posible informar de la tragedia. ¿Podía ser tan difícil de localizar un hombre que era en principio inocente?

En efecto, cuanto más negaba el inspector Thouron que el propio Vernier pudiera ser culpable, más virulentos eran los rumores en sentido contrario. El hecho de que Vernier no estuviera en París, su ausencia, pasó a ser una presencia casi irrefutable en la vivienda y en la noche en que se cometió el asesinato.

A Constant no pudo irle mejor con unos periodistas tan perezosos. Bastaba con proporcionarles un cuento bien envuelto, bien empaquetado, para que ellos a su vez lo presentaran sin apenas modificación, si acaso con algún adorno, a sus lectores. Ni siquiera se les pasaba por la cabeza la conveniencia de verificar con total independencia la información que se les había proporcionado, tal como tampoco parecían inclinados a comprobar la veracidad de los hechos que se les hubieran suministrado, al margen de que se hubieran producido o no.

A pesar del odio que tenía por Vernier, Constant se vio obligado a reconocer que el muy idiota había obrado con inteligencia. El propio Constant, con sus bolsillos bien provistos y su tupida red de espías e informadores, no había sido capaz de averiguar adonde podían haberse marchado Vernier y su hermana.

Lanzó por la ventanilla una mirada sin el menor interés cuando el expreso de Marsella traqueteaba con rumbo sur por los alrededores de París. Constant rara vez se había aventurado más allá de la banlieue. Le desagradaban los paisajes abiertos, la luz indiscriminada del sol o los cielos grises y apagados, que todo lo igualaban bajo su amplia y desabrida mirada. Le desagradaba la naturaleza. Prefería llevar a cabo sus asuntos en el crepúsculo de las calles iluminadas artificialmente, en la penumbra de las habitaciones escondidas, a la antigua usanza, con la luz de una vela o de un cabo de sebo. Despreciaba el aire puro y los espacios abiertos. Su medio elemental eran los pasillos perfumados de los teatros, llenos de chicas adornadas con plumas y abanicos, y los salones particulares de los clubes privados.

Al final, tan sólo le costó cuarenta y ocho horas desentrañar el laberinto de confusiones con que Vernier había intentado embarullar todo lo relativo a su viaje. Los vecinos, con la ayuda de un par de sous, afirmaron no saber nada a ciencia cierta, aunque habían oído, recordado o recogido suficientes fragmentos de información. Desde luego, para Constant fueron suficientes, y así pudo reconstruir el rompecabezas relativo al día en que los hermanos Vernier huyeron de París. El dueño del Le Petit Chablisien, un restaurante no muy lejano de la vivienda de los Vernier, en la misma calle Berlin, reconoció haberles oído hablar sobre la ciudad medieval de Carcasona.

Con un bolso lleno de monedas, el criado de Constant no tuvo mayores dificultades en encontrar al cochero que los había llevado a Saint-Lazare en la mañana del viernes, y luego dio con el segundo fiacre, el que los llevó de allí a la estación de Montparnasse, cosa que, según supo, los gendarmes del octavo arrondissement por el momento no habían logrado descubrir.

No era gran cosa, pero en todo caso sí lo suficiente para convencer a Constant de que valdría la pena pagar el billete de tren con rumbo al sur. Si los Vernier aún se encontrasen en Carcasona, la cosa sería sumamente sencilla. Igual daba que estuviera con ella, con la furcia, o sin ella. Desconocía el nombre bajo el cual se pudiera ocultar; tan sólo tenía aquel con el cual fue enterrada, el nombre que estaba inscrito en la lápida del cementerio de Montmartre.

Constant llegaría a Marsella ese mismo día. Su intención era pasar allí el fin de semana. El lunes por la mañana tomaría el tren de la costa, de Marsella a Carcasona, para instalarse allí como si fuera una araña en el centro de su tela, a la espera de que su presa se le pusiera a tiro.

Tarde o temprano, la gente hablaría. Siempre terminaban por hablar. Susurros, murmullos, rumores. La hermana de Vernier era llamativa. Entre la gente del Midi, morenos, de negros cabellos, de ojos oscuros, una piel como la suya, una cara como la suya, unos rizos cobrizos como los suyos, sin duda llamarían la atención.

Era posible que le llevase algún tiempo, pero no tenía prisa, y sabía que acabaría por localizarlos.

Constant tomó el reloj de Vernier, sacándolo del bolsillo con la mano enguantada. Una funda de oro macizo, con un anagrama de platino: distinguida y distintiva, sin duda. Le provocaba un gran placer el simple hecho de poseerla, poseer un objeto que había sido de Vernier.

Ojo por ojo.

Su expresión se endureció al imaginársela a ella sonriendo a Vernier, tal como en otro tiempo le había sonreído a él. Una repentina imagen traspasó con un destello su mente torturada: la vio desnuda ante los ojos de su rival. Y eso no pudo soportarlo.

Para distraerse, Constant introdujo la mano dentro del bolso de cuero con que viajaba, en busca de algo para pasar el rato. Sus dedos rozaron el cuchillo, oculto en una gruesa funda de cuero, con el que había arrebatado la vida a Marguerite Vernier. Sacó el Viaje subterráneo, de Nicholas, y Cielo e infierno, de Swedenborg, pero ninguno de los dos libros le apeteció en ese momento.

Volvió a elegir. Esta vez tomó la Quiromancia, de Robert Fludd.

Otro recuerdo. Iba que ni pintado a su estado anímico.